Los santos niños Justo y Pastor murieron en la llamada "Gran persecución", la del emperador Diocleciano, en la que fueron inmoladas víctimas en mayor número que en todas las anteriores y en la que, además, se empleó la tortura con más refinamiento y crueldad que nunca.
Hasta tal punto fue sangrienta esta persecución, la última de todas, que la más antigua manera cristiana de computar el tiempo partía del año primero del reinado de Diocleciano, y este cómputo se llamaba "Era de los mártires".
Fue Diocleciano un gran estadista. La historia más moderna nos lo presenta, además, como un espíritu prócer, lleno de veneración por la majestad de Roma. No era ambicioso ni cruel. Y, como por entonces ya los bárbaros amenazaban las fronteras del Imperio, comprendió que él solo no podía acudir a todos los puntos donde sus enemigos, exteriores e interiores, le presentaran batalla. Resolvió, pues, compartir el gobierno de su inmenso Imperio con hombres de su confianza. Quedaba así fundada la "tetrarquía".
Lo más seguro es que, de haber seguido Diocleciano sólo al frente del Imperio, nunca hubiera perseguido al cristianismo. El era tolerante y demasiado inteligente para comprender que los perseguidores que le habían precedido habían fracasado en su empeño y que el mayor bien para su Imperio, desde todos los puntos de vista, incluido el político, era la paz y la unión de los espíritus. Pero tuvo a su lado un mal consejero que le indujo a la persecución: su yerno Galerio, que odiaba cordialmente al cristianismo. Al dejarse influir por éste, Diocleciano echó sobre sí la más negra mancha, de la que jamás la historia podrá exculparle.
Hacía cuarenta años que la Iglesia no era perseguida. El número de cristianos había crecido en medio de la paz, y con el favor de los emperadores se habían construido templos en las principales ciudades. Mas con la bonanza languidecía también el espíritu de los fieles; en la religión del amor empezaron las discordias, las envidias, la murmuración, y la mentira penetró en los seguidores de la Verdad. Entonces sobrevino el castigo. Galerio empezó a perseguir a los cristianos que militaban en su ejército. Maximiano Hércules imitó la conducta de aquél. Corría el año 301 de la Era cristiana.
Dos años más tarde, Galerio arrancó al fin a Diocleciano el edicto primero de persecución general. Todavía no era sangriento. Se mandaba destruir las iglesias cristianas y arrojar al fuego los libros sagrados. Los nobles que no apostataran de su fe serían notados de infamia; los plebeyos, privados de su libertad. Dos edictos posteriores iban dirigidos contra los jerarcas de la Iglesia, en términos conminatorios, ya sangrientos.
La persecución fue encarnizada desde el año 304, en que Diocleciano promulgó su último edicto. Los que se negaran a sacrificar serían gravísimamente torturados. Así lo afirma Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos e historiador de los mismos. Y añade: "Apenas ya puede contarse el número de los que en las distintas provincias del Imperio padecieron el martirio".
Las descripciones que de las torturas nos hace Eusebio horripilan, ciertamente; pero, por desgracia, son conformes con la realidad de los hechos.
En España representaba a Maximiano Hércules como procónsul o gobernador Daciano, que ha pasado a la historia como un tirano de los más siniestros y crueles; tal como lo describió nuestro gran poeta cristiano Aurelio Prudencio, en su poema Peristephanon, en que le hace responsable de todos aquellos horrores.
Dentro de este marco histórico, pues, sucedió el martirio de los dos pequeños héroes madrileños, Santos Justo y Pastor.
No es posible dudar de su historicidad. Prudencio les dedica una estrofa de su poema, que nosotros así traducimos:
"Siempre será una gloria para Alcalá el llevar en su regazo la sangre de Justo con la de Pastor, dos sepulcros iguales donde se contiene el don de ambos: sus preciosos miembros."
Los nombres de los mártires que figuran en el poema de Prudencio pertenecen todos a la historia. En los calendarios primitivos de la España cristiana, que son los mozárabes, aparecen también Justo y Pastor. Y el testimonio de los calendarios es irrecusable, pues en ellos se registraban las fiestas y conmemoraciones litúrgicas que tradicionalmente venían celebrándose. Lo que no hubiera sido posible de no existir el hecho de un sepulcro de mártir, que no puede falsificarse.
¿Desde cuándo se celebraría esta fiesta? Ya vemos que Prudencio habla de los sepulcros de Justo y Pastor. Por tanto, ya existían cuando él escribió. Prudencio murió hacia el año 405 de nuestra Era. Aparte de esto, existe el testimonio de San Paulino, que afirma haber enterrado el año 392 a un hijito suyo, muerto de ocho días, junto a los mártires de Alcalá.
De modo que, desde fines del siglo IV, unos ochenta años después del martirio, empezaría oficialmente en la Iglesia española el culto en honor de estos heroicos niños.
Ello no puede extrañarnos. Hubo millares y millares de mártires en los tres primeros siglos del cristianismo. Pero no todos, ni mucho menos, quedaron registrados en los calendarios de la Iglesia. Sólo conocemos los nombres de una exigua minoría. Y la razón es muy sencilla. Hubo mártires insignes por las circunstancias de su martirio, o por la edad en que dieron su vida, demasiado avanzada o demasiado tierna, o por el ascendiente que gozaban entre los cristianos antes de su muerte. Estos mártires dejaron una huella más honda en aquella generación, y sus nombres se perpetuaron en la liturgia de la Iglesia.
Algo de esto debió ocurrir en el caso de estos santos niños. Dieron su vida espontáneamente y la dieron en edad muy tierna. Eran unos párvulos, y por ello causaron honda impresión en los hombres de su tiempo. El fenómeno pues, tiene fácil explicación.
Sin embargo, las actas de su martirio no son auténticas, es decir, fueron escritas en época muy posterior y por un escritor muy lejano de los hechos. Este, pues, recogería las pocas noticias transmitidas por la tradición oral y las elaboraría a su talante, aunque con indiscutible acierto desde el punto de vista estético y religioso. Fácilmente obtendría la finalidad que él se proponía de edificar y deleitar a sus lectores que, en época visigoda en que fueron escritas las actas, serían muchos y muy ávidos de una tal literatura. Nosotros hoy sólo podemos admitir como histórico de estas actas un pequeño núcleo, lo substancial de ellas: Justo y Pastor, tiernos escolares, enardecidos por el ejemplo de tantos hermanos que confesaron su fe con la muerte, un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante Daciano a confesarse discípulos de Jesucristo, y el procónsul los mandó degollar.
Todo lo demás es literatura edificante del hagiógrafo, y no puede concederse mayor autoridad a estas actas. Es verdad que tampoco es necesario. De suyo, los breves datos que admitimos como históricos son tan sublimes que bastan para nuestra edificación.
Un himno de la liturgia dice: "Justo apenas contaba siete años; Pastor había cumplido los nueve”. Es muy probable que así fuera.
Por lo demás, el diálogo que de los dos hermanos nos transmiten las actas, reproducido luego por San Ildefonso de Toledo (muerto en el año 667) en su apéndice a la obra Varones ilustres, de San Isidoro, es tan bello que no nos resistimos a transcribirlo.
"Mientras eran conducidos al lugar del suplicio mutuamente se estimulaban los dos corderitos. Porque Justo, el más pequeño, temeroso de que su hermano desfalleciera, le hablaba así: "No tengas miedo, hermanito, de la muerte del cuerpo y de los tormentos; recibe tranquilo el golpe de la espada. Que aquel Dios que se ha dignado llamarnos a una gracia tan grande nos dará fuerzas proporcionadas a los dolores que nos esperan". Y Pastor le contestaba: "Dices bien, hermano mío. Con gusto te haré compañía en el martirio para alcanzar contigo la gloria de este combate".
La tradición de Alcalá ha transmitido la noticia de que los mártires fueron ejecutados fuera de la ciudad, cosa muy verosímil, pues lo natural es que el tirano tuviera miedo de las iras del pueblo y procurara que su crimen pasara inadvertido.
En la santa iglesia magistral de Alcalá de Henares se conserva y se expone a la veneración una piedra que en uno de sus lados tiene una cavidad que la piedad popular quiere que sea la señal de la rodilla de los santos niños. Al arrodillarse sobre la piedra para ser decapitados se habría impreso sobre ella la forma de la choquezuela o rodilla de los pequeños mártires. El hecho es que esta piedra existe desde tiempo inmemorial. La veneración que los fieles la tributan redunda, en todo caso, a gloria de los dos bienaventurados.
El hallazgo de los cuerpos lo atribuye San Ildefonso al obispo Asturio de Toledo, quien, iluminado por Dios. Habría dado con el lugar de su sepultura.
Es interesante también la noticia que da San Ildefonso de que Asturio edificó la primera basílica en honor de los mártires, y que de tal modo se le entrañó a este obispo toledano el culto de los santos niños, que desde entonces no volvió más a su diócesis de Toledo, sino que permaneció en Alcalá, junto al sepulcro, allí quiso morir y ser enterrado. Con ello consiguió que el antiguo Complutum y actual Alcalá de Henares se erigiera en diócesis, de la que Asturio habría sido primer obispo.
A este obispo, venerado por santo, se le atribuye la misa y el oficio de los dos niños mártires. Al cual oficio y misa pertenece esta bellísima oración: "Verdaderamente santo, verdaderamente bendito Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que robusteció la infancia de sus pequeños Justo y Pastor para que, a pesar de su tierna edad, pudiesen soportar los tormentos del perseguidor, y que en ellos se dignó hablar por el don de la gracia, cuando ambos se estimulaban mutuamente para el martirio, quienes habían de alcanzarlo, no por la fortaleza de su cuerpo, sino de su espíritu... Te pedimos que merezcamos vivir con la inocencia de aquellos cuya fiesta solemne celebramos hoy. Por Cristo, Señor y Redentor eterno".
Hasta tal punto fue sangrienta esta persecución, la última de todas, que la más antigua manera cristiana de computar el tiempo partía del año primero del reinado de Diocleciano, y este cómputo se llamaba "Era de los mártires".
Fue Diocleciano un gran estadista. La historia más moderna nos lo presenta, además, como un espíritu prócer, lleno de veneración por la majestad de Roma. No era ambicioso ni cruel. Y, como por entonces ya los bárbaros amenazaban las fronteras del Imperio, comprendió que él solo no podía acudir a todos los puntos donde sus enemigos, exteriores e interiores, le presentaran batalla. Resolvió, pues, compartir el gobierno de su inmenso Imperio con hombres de su confianza. Quedaba así fundada la "tetrarquía".
Lo más seguro es que, de haber seguido Diocleciano sólo al frente del Imperio, nunca hubiera perseguido al cristianismo. El era tolerante y demasiado inteligente para comprender que los perseguidores que le habían precedido habían fracasado en su empeño y que el mayor bien para su Imperio, desde todos los puntos de vista, incluido el político, era la paz y la unión de los espíritus. Pero tuvo a su lado un mal consejero que le indujo a la persecución: su yerno Galerio, que odiaba cordialmente al cristianismo. Al dejarse influir por éste, Diocleciano echó sobre sí la más negra mancha, de la que jamás la historia podrá exculparle.
Hacía cuarenta años que la Iglesia no era perseguida. El número de cristianos había crecido en medio de la paz, y con el favor de los emperadores se habían construido templos en las principales ciudades. Mas con la bonanza languidecía también el espíritu de los fieles; en la religión del amor empezaron las discordias, las envidias, la murmuración, y la mentira penetró en los seguidores de la Verdad. Entonces sobrevino el castigo. Galerio empezó a perseguir a los cristianos que militaban en su ejército. Maximiano Hércules imitó la conducta de aquél. Corría el año 301 de la Era cristiana.
Dos años más tarde, Galerio arrancó al fin a Diocleciano el edicto primero de persecución general. Todavía no era sangriento. Se mandaba destruir las iglesias cristianas y arrojar al fuego los libros sagrados. Los nobles que no apostataran de su fe serían notados de infamia; los plebeyos, privados de su libertad. Dos edictos posteriores iban dirigidos contra los jerarcas de la Iglesia, en términos conminatorios, ya sangrientos.
La persecución fue encarnizada desde el año 304, en que Diocleciano promulgó su último edicto. Los que se negaran a sacrificar serían gravísimamente torturados. Así lo afirma Eusebio de Cesarea, contemporáneo de los hechos e historiador de los mismos. Y añade: "Apenas ya puede contarse el número de los que en las distintas provincias del Imperio padecieron el martirio".
Las descripciones que de las torturas nos hace Eusebio horripilan, ciertamente; pero, por desgracia, son conformes con la realidad de los hechos.
En España representaba a Maximiano Hércules como procónsul o gobernador Daciano, que ha pasado a la historia como un tirano de los más siniestros y crueles; tal como lo describió nuestro gran poeta cristiano Aurelio Prudencio, en su poema Peristephanon, en que le hace responsable de todos aquellos horrores.
Dentro de este marco histórico, pues, sucedió el martirio de los dos pequeños héroes madrileños, Santos Justo y Pastor.
No es posible dudar de su historicidad. Prudencio les dedica una estrofa de su poema, que nosotros así traducimos:
"Siempre será una gloria para Alcalá el llevar en su regazo la sangre de Justo con la de Pastor, dos sepulcros iguales donde se contiene el don de ambos: sus preciosos miembros."
Los nombres de los mártires que figuran en el poema de Prudencio pertenecen todos a la historia. En los calendarios primitivos de la España cristiana, que son los mozárabes, aparecen también Justo y Pastor. Y el testimonio de los calendarios es irrecusable, pues en ellos se registraban las fiestas y conmemoraciones litúrgicas que tradicionalmente venían celebrándose. Lo que no hubiera sido posible de no existir el hecho de un sepulcro de mártir, que no puede falsificarse.
¿Desde cuándo se celebraría esta fiesta? Ya vemos que Prudencio habla de los sepulcros de Justo y Pastor. Por tanto, ya existían cuando él escribió. Prudencio murió hacia el año 405 de nuestra Era. Aparte de esto, existe el testimonio de San Paulino, que afirma haber enterrado el año 392 a un hijito suyo, muerto de ocho días, junto a los mártires de Alcalá.
De modo que, desde fines del siglo IV, unos ochenta años después del martirio, empezaría oficialmente en la Iglesia española el culto en honor de estos heroicos niños.
Ello no puede extrañarnos. Hubo millares y millares de mártires en los tres primeros siglos del cristianismo. Pero no todos, ni mucho menos, quedaron registrados en los calendarios de la Iglesia. Sólo conocemos los nombres de una exigua minoría. Y la razón es muy sencilla. Hubo mártires insignes por las circunstancias de su martirio, o por la edad en que dieron su vida, demasiado avanzada o demasiado tierna, o por el ascendiente que gozaban entre los cristianos antes de su muerte. Estos mártires dejaron una huella más honda en aquella generación, y sus nombres se perpetuaron en la liturgia de la Iglesia.
Algo de esto debió ocurrir en el caso de estos santos niños. Dieron su vida espontáneamente y la dieron en edad muy tierna. Eran unos párvulos, y por ello causaron honda impresión en los hombres de su tiempo. El fenómeno pues, tiene fácil explicación.
Sin embargo, las actas de su martirio no son auténticas, es decir, fueron escritas en época muy posterior y por un escritor muy lejano de los hechos. Este, pues, recogería las pocas noticias transmitidas por la tradición oral y las elaboraría a su talante, aunque con indiscutible acierto desde el punto de vista estético y religioso. Fácilmente obtendría la finalidad que él se proponía de edificar y deleitar a sus lectores que, en época visigoda en que fueron escritas las actas, serían muchos y muy ávidos de una tal literatura. Nosotros hoy sólo podemos admitir como histórico de estas actas un pequeño núcleo, lo substancial de ellas: Justo y Pastor, tiernos escolares, enardecidos por el ejemplo de tantos hermanos que confesaron su fe con la muerte, un día, al salir de la escuela, arrojaron sus cartillas y se presentaron ante Daciano a confesarse discípulos de Jesucristo, y el procónsul los mandó degollar.
Todo lo demás es literatura edificante del hagiógrafo, y no puede concederse mayor autoridad a estas actas. Es verdad que tampoco es necesario. De suyo, los breves datos que admitimos como históricos son tan sublimes que bastan para nuestra edificación.
Un himno de la liturgia dice: "Justo apenas contaba siete años; Pastor había cumplido los nueve”. Es muy probable que así fuera.
Por lo demás, el diálogo que de los dos hermanos nos transmiten las actas, reproducido luego por San Ildefonso de Toledo (muerto en el año 667) en su apéndice a la obra Varones ilustres, de San Isidoro, es tan bello que no nos resistimos a transcribirlo.
"Mientras eran conducidos al lugar del suplicio mutuamente se estimulaban los dos corderitos. Porque Justo, el más pequeño, temeroso de que su hermano desfalleciera, le hablaba así: "No tengas miedo, hermanito, de la muerte del cuerpo y de los tormentos; recibe tranquilo el golpe de la espada. Que aquel Dios que se ha dignado llamarnos a una gracia tan grande nos dará fuerzas proporcionadas a los dolores que nos esperan". Y Pastor le contestaba: "Dices bien, hermano mío. Con gusto te haré compañía en el martirio para alcanzar contigo la gloria de este combate".
La tradición de Alcalá ha transmitido la noticia de que los mártires fueron ejecutados fuera de la ciudad, cosa muy verosímil, pues lo natural es que el tirano tuviera miedo de las iras del pueblo y procurara que su crimen pasara inadvertido.
En la santa iglesia magistral de Alcalá de Henares se conserva y se expone a la veneración una piedra que en uno de sus lados tiene una cavidad que la piedad popular quiere que sea la señal de la rodilla de los santos niños. Al arrodillarse sobre la piedra para ser decapitados se habría impreso sobre ella la forma de la choquezuela o rodilla de los pequeños mártires. El hecho es que esta piedra existe desde tiempo inmemorial. La veneración que los fieles la tributan redunda, en todo caso, a gloria de los dos bienaventurados.
El hallazgo de los cuerpos lo atribuye San Ildefonso al obispo Asturio de Toledo, quien, iluminado por Dios. Habría dado con el lugar de su sepultura.
Es interesante también la noticia que da San Ildefonso de que Asturio edificó la primera basílica en honor de los mártires, y que de tal modo se le entrañó a este obispo toledano el culto de los santos niños, que desde entonces no volvió más a su diócesis de Toledo, sino que permaneció en Alcalá, junto al sepulcro, allí quiso morir y ser enterrado. Con ello consiguió que el antiguo Complutum y actual Alcalá de Henares se erigiera en diócesis, de la que Asturio habría sido primer obispo.
A este obispo, venerado por santo, se le atribuye la misa y el oficio de los dos niños mártires. Al cual oficio y misa pertenece esta bellísima oración: "Verdaderamente santo, verdaderamente bendito Nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que robusteció la infancia de sus pequeños Justo y Pastor para que, a pesar de su tierna edad, pudiesen soportar los tormentos del perseguidor, y que en ellos se dignó hablar por el don de la gracia, cuando ambos se estimulaban mutuamente para el martirio, quienes habían de alcanzarlo, no por la fortaleza de su cuerpo, sino de su espíritu... Te pedimos que merezcamos vivir con la inocencia de aquellos cuya fiesta solemne celebramos hoy. Por Cristo, Señor y Redentor eterno".
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