Era en los últimos meses del año 304. En Roma, la golfería ociosa y fanática rodeaba al emperador de ruidosas aclamaciones que le hacían olvidar las maldiciones de las provincias. En el gran circo hubo corridas de carros en honor de Ceres. Vencidos los azules, contra los cuales apostaba Maximiano Hércules, estalló el entusiasmo popular en gritos y aclamaciones rítmicas, a las que el emperador respondía sonriendo feliz y agitando frenéticamente las manos. Después la turba clamó doce veces: «Vence, Augusto; pero acaba con los cristianos. Es el gusto del pueblo, no queremos cristianos.» Unos días después Maximiano sometía a la aprobación de los padres conscriptos el siguiente decreto: «Doy mi permiso para que dondequiera que haya cristianos sean arrestados por el prefecto de la ciudad o por sus subalternos y obligados a sacrificar a los dioses.» Así empezó en Occidente la persecución que Galerio había impuesto en Oriente a la debilidad de Diocleciano.
Entre las primeras víctimas romanas hay que contar a una de las figuras más graciosas, a una de las heroínas más populares del martirologio cristiano: Santa Inés. Las actas de su martirio inspiran poca confianza, pero su historia admirable está garantizada por los relatos de algunos de los más grandes escritores del siglo IV. Era casi una niña cuando la arrastraron al templo de los ídolos. Tenía trece años, dice San Agustín, es decir, la edad en que las doncellas de Roma eran ya núbiles. El despecho de un pretendiente la delató al prefecto «¡Qué halagos—dice San Ambrosio—empleó el perseguidor para seducirla! ¡Qué esfuerzos hizo para obtener que aceptase el casamiento! Pero ella respondía, intrépida: «Esperar que me vais a convencer sería hacer injuria a mi divino Esposo. El primero que me ha escogido, Ése recibirá mi fe. Verdugo, ¿por qué tardas? Perezca este cuerpo, que, a pesar mío, puede ser amado por los ojos de la carne.» El juez, irritado por tanta audacia, cambió de sistema. «¿A qué amenazas no acudió para hacerla temblar?» Habló del tormento del fuego, «pero ella—dice San Dámaso—pisoteó valientemente la rabia del tirano cuando quiso entregar a las llamas su noble cuerpo, y dominó con débiles fuerzas un inmenso terror». En vano la hicieron pasar por la tortura, canta, a su vez. Prudencio; intrépida y con valor altivo, estaba de pie sin temblar, y ofrecía espontáneamente a los garfios sus delicados miembros, alegre de dar su sangre generosa.
Anuncia luego el juez un suplicio más terrible para una virgen cristiana. «Si es fácil—dice—vencer el dolor y despreciar la muerte, hay algo más precioso para el pudor de una doncella. Voy a llevar a esta muchacha a un lupanar público; si no se refugia junto al altar y pide la protección de Minerva, la virgen a quien ella se empeña en despreciar, toda la juventud se acercará a ella para hacerla esclava de sus caprichos.» Inés responde serenamente: «Haz lo que quieras; pero te prevengo que Cristo no se olvida de los suyos; está con los que aman la pureza, y no permitirá que sea profanado el tesoro de su santa integridad. Hundirás el hierro impío en mi pecho, pero no mancharás mis miembros con el pecado.»
Dios hizo el prodigio que esperaba la fe. Bajo las arcadas del estadio de Alejandro Severo había una casa de prostitución. Allí fue expuesta la niña al fuego criminal de la lujuria; pero el lugar quedó santificado por la virtud de Dios, y sobre aquel mismo solar, frente a lo que es hoy la plaza Navona, se alza hasta nuestros días la iglesia de Santa Inés. San Dámaso cuenta que los cabellos, extendidos a lo largo del cuerpo, cubrieron los miembros desnudos de la virgen; Prudencio añade que sólo un joven se atrevió a mirarla con ojos impuros, y ya se disponía a acercarse a ella, cuando un pájaro de fuego bajó sobre él como un relámpago. Cegado por la luz, cayó palpitante en el polvo, de donde sus compañeros le levantaron exánime. El hecho causó profunda impresión; la multitud miraba a la joven con un terror sagrado, pero los jueces exigieron el cumplimiento de la ley, condenando a Inés a morir por la espada. «Miradla—dice San Ambrosio—; está de pie, firme y serena; reza con la cabeza inclinada. Tiembla el brazo del verdugo, su rostro palidece; la virgen, entretanto, aguarda valerosamente.» El hierro cae: «un solo golpe basta para tronchar la cabeza, y la muerte llega antes que el dolor».
Este bello morir impresionó vivamente a los contemporáneos de la heroína. En aquella actitud, la generación que siguió a las persecuciones descubrió un alma fuerte y exquisita. La admiración popular recoge su historia con respeto y amor; la imaginación crea en torno suyo una poética leyenda; su nombre penetra en el canon sagrado del Sacrificio universal; los poetas la cantan; los doctores celebran su gracia celestial y su varonil energía; Prudencio la ve remontándose al cielo entre coros de ángeles y aplastando la cabeza de la serpiente, que se enrosca, humillada, bajo su pie vencedor, y San Ambrosio le consagra una de sus páginas más inspiradas. «¿Cómo hablar dignamente—exclama—de aquello cuyo solo nombre encierra ya su elogio? Solamente pronunciarle es sacar a relucir un título de pureza. Pero ya es una alabanza abundante aquella que no es preciso buscar, que existe por sí misma. Cállese la retórica, retírese la elocuencia. Sólo una palabra, sólo un nombre basta. Que los ancianos y los niños y los jóvenes canten. Todos los hombres celebran a esta mártir, porque no pueden decir su nombre sin alabarla. Cuanto más tierna era su edad, más admirable es su fe. En su cuerpecito apenas había sitio para las heridas. Pero sí la espada no encontraba dónde herir, ella tenía fuerza para vencer a la espada. No marcha la esposa al tálamo nupcial tan presurosa como esta niña al lugar del suplicio. Va adornada, no de una cabellera trenzada artificiosamente, sino de Cristo; va coronada, no de flores, sino de gracia y castidad.»
Los siglos se transmiten unos a otros esta veneración entusiasta. De la poesía y la leyenda, la figura de la Virgen pasa al arte. En tiempo de Carlomagno, la representan los mosaicos romanos vestida de una amplia túnica y coronada a la manera bizantina. La escultura gótica empieza ya a poner a sus pies el cordero simbólico, que recuerda su nombre y su virginidad. Los artistas del Renacimiento nos ofrecen su imagen aureolada de gloria, inflamada en ardor de santidad, envuelta en arreboles de gracia y de belleza. ¿Cómo olvidar la Inés de Carlos Dolci, cuya dulce hermosura atrae con encanto irresistible? Blancura de lirio en las facciones; cuello alabastrino como varal de azucena; ojos claros, con reflejos que parecen un anticipo de la eterna luz; frente límpida, como un cristal blandamente acariciado por un alba misteriosa; cabellera abundante, recogida tras de las orejas, finas como pétalos de rosa; la figura entera, bañada de inefable poesía. Así debía de ser aquella heroína, que, a pesar suyo, era amada por los ojos de la carne.
Entre las primeras víctimas romanas hay que contar a una de las figuras más graciosas, a una de las heroínas más populares del martirologio cristiano: Santa Inés. Las actas de su martirio inspiran poca confianza, pero su historia admirable está garantizada por los relatos de algunos de los más grandes escritores del siglo IV. Era casi una niña cuando la arrastraron al templo de los ídolos. Tenía trece años, dice San Agustín, es decir, la edad en que las doncellas de Roma eran ya núbiles. El despecho de un pretendiente la delató al prefecto «¡Qué halagos—dice San Ambrosio—empleó el perseguidor para seducirla! ¡Qué esfuerzos hizo para obtener que aceptase el casamiento! Pero ella respondía, intrépida: «Esperar que me vais a convencer sería hacer injuria a mi divino Esposo. El primero que me ha escogido, Ése recibirá mi fe. Verdugo, ¿por qué tardas? Perezca este cuerpo, que, a pesar mío, puede ser amado por los ojos de la carne.» El juez, irritado por tanta audacia, cambió de sistema. «¿A qué amenazas no acudió para hacerla temblar?» Habló del tormento del fuego, «pero ella—dice San Dámaso—pisoteó valientemente la rabia del tirano cuando quiso entregar a las llamas su noble cuerpo, y dominó con débiles fuerzas un inmenso terror». En vano la hicieron pasar por la tortura, canta, a su vez. Prudencio; intrépida y con valor altivo, estaba de pie sin temblar, y ofrecía espontáneamente a los garfios sus delicados miembros, alegre de dar su sangre generosa.
Anuncia luego el juez un suplicio más terrible para una virgen cristiana. «Si es fácil—dice—vencer el dolor y despreciar la muerte, hay algo más precioso para el pudor de una doncella. Voy a llevar a esta muchacha a un lupanar público; si no se refugia junto al altar y pide la protección de Minerva, la virgen a quien ella se empeña en despreciar, toda la juventud se acercará a ella para hacerla esclava de sus caprichos.» Inés responde serenamente: «Haz lo que quieras; pero te prevengo que Cristo no se olvida de los suyos; está con los que aman la pureza, y no permitirá que sea profanado el tesoro de su santa integridad. Hundirás el hierro impío en mi pecho, pero no mancharás mis miembros con el pecado.»
Dios hizo el prodigio que esperaba la fe. Bajo las arcadas del estadio de Alejandro Severo había una casa de prostitución. Allí fue expuesta la niña al fuego criminal de la lujuria; pero el lugar quedó santificado por la virtud de Dios, y sobre aquel mismo solar, frente a lo que es hoy la plaza Navona, se alza hasta nuestros días la iglesia de Santa Inés. San Dámaso cuenta que los cabellos, extendidos a lo largo del cuerpo, cubrieron los miembros desnudos de la virgen; Prudencio añade que sólo un joven se atrevió a mirarla con ojos impuros, y ya se disponía a acercarse a ella, cuando un pájaro de fuego bajó sobre él como un relámpago. Cegado por la luz, cayó palpitante en el polvo, de donde sus compañeros le levantaron exánime. El hecho causó profunda impresión; la multitud miraba a la joven con un terror sagrado, pero los jueces exigieron el cumplimiento de la ley, condenando a Inés a morir por la espada. «Miradla—dice San Ambrosio—; está de pie, firme y serena; reza con la cabeza inclinada. Tiembla el brazo del verdugo, su rostro palidece; la virgen, entretanto, aguarda valerosamente.» El hierro cae: «un solo golpe basta para tronchar la cabeza, y la muerte llega antes que el dolor».
Este bello morir impresionó vivamente a los contemporáneos de la heroína. En aquella actitud, la generación que siguió a las persecuciones descubrió un alma fuerte y exquisita. La admiración popular recoge su historia con respeto y amor; la imaginación crea en torno suyo una poética leyenda; su nombre penetra en el canon sagrado del Sacrificio universal; los poetas la cantan; los doctores celebran su gracia celestial y su varonil energía; Prudencio la ve remontándose al cielo entre coros de ángeles y aplastando la cabeza de la serpiente, que se enrosca, humillada, bajo su pie vencedor, y San Ambrosio le consagra una de sus páginas más inspiradas. «¿Cómo hablar dignamente—exclama—de aquello cuyo solo nombre encierra ya su elogio? Solamente pronunciarle es sacar a relucir un título de pureza. Pero ya es una alabanza abundante aquella que no es preciso buscar, que existe por sí misma. Cállese la retórica, retírese la elocuencia. Sólo una palabra, sólo un nombre basta. Que los ancianos y los niños y los jóvenes canten. Todos los hombres celebran a esta mártir, porque no pueden decir su nombre sin alabarla. Cuanto más tierna era su edad, más admirable es su fe. En su cuerpecito apenas había sitio para las heridas. Pero sí la espada no encontraba dónde herir, ella tenía fuerza para vencer a la espada. No marcha la esposa al tálamo nupcial tan presurosa como esta niña al lugar del suplicio. Va adornada, no de una cabellera trenzada artificiosamente, sino de Cristo; va coronada, no de flores, sino de gracia y castidad.»
Los siglos se transmiten unos a otros esta veneración entusiasta. De la poesía y la leyenda, la figura de la Virgen pasa al arte. En tiempo de Carlomagno, la representan los mosaicos romanos vestida de una amplia túnica y coronada a la manera bizantina. La escultura gótica empieza ya a poner a sus pies el cordero simbólico, que recuerda su nombre y su virginidad. Los artistas del Renacimiento nos ofrecen su imagen aureolada de gloria, inflamada en ardor de santidad, envuelta en arreboles de gracia y de belleza. ¿Cómo olvidar la Inés de Carlos Dolci, cuya dulce hermosura atrae con encanto irresistible? Blancura de lirio en las facciones; cuello alabastrino como varal de azucena; ojos claros, con reflejos que parecen un anticipo de la eterna luz; frente límpida, como un cristal blandamente acariciado por un alba misteriosa; cabellera abundante, recogida tras de las orejas, finas como pétalos de rosa; la figura entera, bañada de inefable poesía. Así debía de ser aquella heroína, que, a pesar suyo, era amada por los ojos de la carne.
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