viernes, 31 de agosto de 2018
Lecturas
Hermanos:
No me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo.
Pues el mensaje de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para nosotros, es fuerza de Dios.
Pues está escrito:
«Destruiré la sabiduría de los sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces».
¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el docto? ¿Dónde está el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en necedad la sabiduría del mundo?
Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo no conoció Dios por el camino de la sabiduría, quiso Dios valerse de la necedad de la predicación para salvar a los que creen.
Pues los judíos exigen signos, los griegos buscan sabiduría; pero nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados - judíos o griegos -, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos esta parábola:
«El reino de los cielos se parece a diez vírgenes que tomaron sus lámparas y salieron a encuentro del esposo.
Cinco de ellas eran necias y cinco eran prudentes.
Las necias, al tomar las lámparas, no se proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas.
El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron.
A medianoche se oyó una voz:
¨¡ Que llega el esposo, salid a su encuentro!”.
Entonces se despertaron todas aquellas doncellas y se pusieron a preparar sus lámparas.
Y las necias dijeron a las sensatas:
“Dadnos de vuestro aceite, que se nos apagan las lámparas”.
Pero las prudentes contestaron:
“Por si acaso no hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis”.
Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta.
Más tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo:
“Señor, señor, ábrenos”.
Pero él respondió:
“En verdad os digo que no os conozco”.
Por tanto, velad, porque no sabéis el día ni la hora».
Palabra del Señor.
San Nicodemo Discípulo de Jesús
Su nombre es de origen griego y puede traducirse como «victoria del pueblo». Es un notable fariseo, miembro del Sanedrín y doctor en Israel. Es, sin duda, uno de aquellos discípulos anónimos que se dejaron impresionar por la fascinación que Jesús debía de suscitar en su entorno.
Hay un par de frases en el Evangelio de Juan que nos llevan a pensar en el proceso espiritual que debió de seguir Nicodemo. Por una parte, sabemos que las gentes se extrañaban de que nadie detuviera a Jesús, por lo que se preguntaban si los magistrados habrían empezado a creer en él (cf. Jn 7, 26). Más adelante, se dice explícitamente que muchos de los magistrados creyeron en él, aunque no lo confesaban por temor a los fariseos (Jn 12, 42).
EL MAESTRO QUE BUSCA
De hecho, el Evangelio nos dice que Nicodemo se acercó hasta Jesús en el silencio de la noche. Su saludo inicial es ya significativo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él» (Jn 3, 2). Jesús no negó la grandeza y autoridad que se le atribuía. Pero su respuesta trasciende inmediatamente el plano desde el que se le hacía aquella interpelación. Con el tono solemne de las grandes declaraciones, Jesús anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento para poder tener parte en el Reino de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El texto griego parece decididamente ambiguo. La expresión «nacer de lo alto» podría también entenderse como «nacer de nuevo». Y así parece entenderla Nicodemo. Pero esa condición le parece imposible.
En los relatos de vocación es muy frecuente que la persona llamada por Dios oponga una cierta resistencia ante el misterio de lo inefable. Así hace también Nicodemo al preguntar: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3, 4). La segunda respuesta de Jesús emplea el mismo tono solemne de la anterior: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5).
Debió de soplar un vientecillo que removió la estera que cerraba la entrada. El detalle no pasó inadvertido a Jesús. La imagen del viento le recordaba la presencia del Espíritu. Las dos realidades se nombraban del mismo modo. Así continuó Jesús: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Ante la segunda explicación, Nicodemo quedó más perplejo que ante la primera. En ese momento, el texto evangélico contrapone los títulos que se otorgan los personajes. Nicodemo había saludado a Jesús con el título de «maestro». Ahora es Jesús quien le devuelve interrogante el mismo título de honor: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas?» (Jn 3, 10).
Por tercera vez la revelación de Jesús es ritmada por la misma fórmula solemne: «En verdad, en verdad te digo: nosotr ^t,'amos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 11-13). Nos encontramos con la antítesis de los «saberes». Así comenzaba el saludo inicial de Nicodemo: «Sabemos que has venido de Dios como maestro».
Las categorías de la bajada y la subida introducen el recuerdo de la serpiente que Moisés levantó en el desierto. Los que la miraban quedaban libres de las mordeduras de las serpientes (Nm 21, 4-9). Ya el libro de la Sabiduría desmitificaba aquella imagen. No era la fuerza mágica de aquel talismán lo que curaba: era la fe en el Dios que guiaba por el camino (cf. Sb 16, 6-7). Nadie hubiera osado comparar a Jesús con la serpiente de bronce si él mismo no se hubiera apropiado de la imagen: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna (Jn 3, 14-15). También ahora, como en los tiempos exodales del desierto, es la fe la que salva: la fe en Jesús, el maestro enviado por Dios. Por él ha venido la vida. Por él se llega a la vida. Por él, levantado en la cruz y exaltado con gloria.
De todas formas, la vida no se alcanza por las propias fuerzas. Es un don de Dios, que se recibe en gratuidad, porque nace de la gratuidad del amor de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios' (Jn 3, 16-18). Éste es el núcleo de la revelación de Jesús: Dios ama al mundo. El hombre que era reconocido como maestro es mucho más que eso: es el Hijo de Dios. Por la fe en él se llega a la vida. La fe en el Hijo del hombre y la fe en el Hijo unigénito de Dios.
El juicio final, esperado por unos y temido por otros, comienza ya por la aceptación o el rechazo del Hijo de Dios. Él no ha venido para alzarse como salvador político-social, al modo de los antiguos «jueces» de Israel. Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino para ofrecerle la salvación. El juicio sobre el mundo se lleva a cabo en la aceptación o el rechazo de la luz. El Maestro descubierto por Nicodemo no sólo utiliza una luz en la noche, sino que él mismo es la luz. Su aceptación o rechazo se constituyen en la clave de la salvación: ,'El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19-21).
EL TESTIGO
Nicodemo aparece otras dos veces en el Evangelio. La primera de ellas es en verdad significativa. Con motivo de la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan prender a Jesús. Los enviados no se atreven a detenerlo a causa de la majestad de su figura y el encanto de sus palabras.
Las autoridades se inquietan y maldicen a aquellas gentes que no entienden la Ley. Pero he aquí que por un curioso paralelismo, la Ley es invocada para salvar al Salvador. Nicodemo les hace observar que la Ley de Moisés prohíbe condenar a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace (Jn 7, 51).
La frase de Nicodemo parece llena de sentido. No trata solamente de introducir un poco de sensatez en las intenciones apresuradas de sus compañeros, que ya no sería poco. Pero esa frase del fariseo se levanta también a lo largo de los tiempos como una señal para el itinerario de la fe. Es una advertencia perenne para los que condenan a Jesús y su mensaje sin haberlo oído y sin haberlo puesto en práctica.
La observación de Nicodemo le mereció un desprecio y una sospecha por parte de sus colegas: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7, 52). No, no era galileo, pero eso no le impedía aceptar la luz, viniera de donde viniera.
EL AMIGO
Nicodemo vuelve a aparecer fugazmente cuando los otros discípulos han desaparecido. Se presenta inmediatamente después de la muerte de Jesús.
José de Arimatea se había atrevido a pedir a Pilato una autorización para retirar de la cruz el cuerpo de Jesús. Nicodemo llegó con su fe convertida en ofrenda funeraria para quien le había abierto el camino de la vida. Aportó para el sepelio del Maestro unas cien libras de mirra y áloe. Tras la evocación de las sustancias vegetales olorosas, se esconde tal vez una alusión al carácter regio de Jesús. En el epitalamio del rey cantado en los salmos, sus vestidos olían a mirra, áloe y casia (cf. Sal 45, 9). Con esos perfumes parecía anunciarse la victoria de Jesús sobre la muerte.
Juntos, José de Arimatea y Nicodemo, envolvieron el cuerpo de Jesús en vendas y sudarios y lo depositaron en un sepulcro nuevo (Jn 19, 39). Como ha escrito X. Léon-Dufour: "El anuncio de que una vez elevado de la tierra, Jesús atraería a todos los hombres hacia sí, se cumple en estos dos justos que no pertenecen al círculo de los que se habían declarado en su favor".
Nicodemo es para los cristianos el modelo del que busca la luz en medio de las tinieblas.
Nicodemo es el símbolo del paso de unos saberes eruditos a ese otro saber, donado por Dios, que acepta por la fe la salvación ofrecida por Jesucristo.
Nicodemo es el creyente que vacila y busca, el que se oculta y sale a la luz, el que defiende la verdad y arropa el misterio desnudo del Salvador.
Nicodemo es el discípulo que se mueve entre el miedo y el riesgo, entre la confianza y la osadía, entre la fe y la devoción al amigo.
Nicodemo es el amigo secreto del Señor.
Hay un par de frases en el Evangelio de Juan que nos llevan a pensar en el proceso espiritual que debió de seguir Nicodemo. Por una parte, sabemos que las gentes se extrañaban de que nadie detuviera a Jesús, por lo que se preguntaban si los magistrados habrían empezado a creer en él (cf. Jn 7, 26). Más adelante, se dice explícitamente que muchos de los magistrados creyeron en él, aunque no lo confesaban por temor a los fariseos (Jn 12, 42).
EL MAESTRO QUE BUSCA
De hecho, el Evangelio nos dice que Nicodemo se acercó hasta Jesús en el silencio de la noche. Su saludo inicial es ya significativo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él» (Jn 3, 2). Jesús no negó la grandeza y autoridad que se le atribuía. Pero su respuesta trasciende inmediatamente el plano desde el que se le hacía aquella interpelación. Con el tono solemne de las grandes declaraciones, Jesús anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento para poder tener parte en el Reino de Dios: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios» (Jn 3, 3). El texto griego parece decididamente ambiguo. La expresión «nacer de lo alto» podría también entenderse como «nacer de nuevo». Y así parece entenderla Nicodemo. Pero esa condición le parece imposible.
En los relatos de vocación es muy frecuente que la persona llamada por Dios oponga una cierta resistencia ante el misterio de lo inefable. Así hace también Nicodemo al preguntar: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?» (Jn 3, 4). La segunda respuesta de Jesús emplea el mismo tono solemne de la anterior: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5).
Debió de soplar un vientecillo que removió la estera que cerraba la entrada. El detalle no pasó inadvertido a Jesús. La imagen del viento le recordaba la presencia del Espíritu. Las dos realidades se nombraban del mismo modo. Así continuó Jesús: «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Ante la segunda explicación, Nicodemo quedó más perplejo que ante la primera. En ese momento, el texto evangélico contrapone los títulos que se otorgan los personajes. Nicodemo había saludado a Jesús con el título de «maestro». Ahora es Jesús quien le devuelve interrogante el mismo título de honor: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas?» (Jn 3, 10).
Por tercera vez la revelación de Jesús es ritmada por la misma fórmula solemne: «En verdad, en verdad te digo: nosotr ^t,'amos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre» (Jn 3, 11-13). Nos encontramos con la antítesis de los «saberes». Así comenzaba el saludo inicial de Nicodemo: «Sabemos que has venido de Dios como maestro».
Las categorías de la bajada y la subida introducen el recuerdo de la serpiente que Moisés levantó en el desierto. Los que la miraban quedaban libres de las mordeduras de las serpientes (Nm 21, 4-9). Ya el libro de la Sabiduría desmitificaba aquella imagen. No era la fuerza mágica de aquel talismán lo que curaba: era la fe en el Dios que guiaba por el camino (cf. Sb 16, 6-7). Nadie hubiera osado comparar a Jesús con la serpiente de bronce si él mismo no se hubiera apropiado de la imagen: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna (Jn 3, 14-15). También ahora, como en los tiempos exodales del desierto, es la fe la que salva: la fe en Jesús, el maestro enviado por Dios. Por él ha venido la vida. Por él se llega a la vida. Por él, levantado en la cruz y exaltado con gloria.
De todas formas, la vida no se alcanza por las propias fuerzas. Es un don de Dios, que se recibe en gratuidad, porque nace de la gratuidad del amor de Dios: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios' (Jn 3, 16-18). Éste es el núcleo de la revelación de Jesús: Dios ama al mundo. El hombre que era reconocido como maestro es mucho más que eso: es el Hijo de Dios. Por la fe en él se llega a la vida. La fe en el Hijo del hombre y la fe en el Hijo unigénito de Dios.
El juicio final, esperado por unos y temido por otros, comienza ya por la aceptación o el rechazo del Hijo de Dios. Él no ha venido para alzarse como salvador político-social, al modo de los antiguos «jueces» de Israel. Jesús no ha venido para juzgar al mundo, sino para ofrecerle la salvación. El juicio sobre el mundo se lleva a cabo en la aceptación o el rechazo de la luz. El Maestro descubierto por Nicodemo no sólo utiliza una luz en la noche, sino que él mismo es la luz. Su aceptación o rechazo se constituyen en la clave de la salvación: ,'El juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 19-21).
EL TESTIGO
Nicodemo aparece otras dos veces en el Evangelio. La primera de ellas es en verdad significativa. Con motivo de la fiesta de los Tabernáculos o de las Tiendas, los sumos sacerdotes y los fariseos ordenan prender a Jesús. Los enviados no se atreven a detenerlo a causa de la majestad de su figura y el encanto de sus palabras.
Las autoridades se inquietan y maldicen a aquellas gentes que no entienden la Ley. Pero he aquí que por un curioso paralelismo, la Ley es invocada para salvar al Salvador. Nicodemo les hace observar que la Ley de Moisés prohíbe condenar a un hombre sin haberle antes oído y sin saber lo que hace (Jn 7, 51).
La frase de Nicodemo parece llena de sentido. No trata solamente de introducir un poco de sensatez en las intenciones apresuradas de sus compañeros, que ya no sería poco. Pero esa frase del fariseo se levanta también a lo largo de los tiempos como una señal para el itinerario de la fe. Es una advertencia perenne para los que condenan a Jesús y su mensaje sin haberlo oído y sin haberlo puesto en práctica.
La observación de Nicodemo le mereció un desprecio y una sospecha por parte de sus colegas: «¿También tú eres de Galilea? Indaga y verás que de Galilea no sale ningún profeta» (Jn 7, 52). No, no era galileo, pero eso no le impedía aceptar la luz, viniera de donde viniera.
EL AMIGO
Nicodemo vuelve a aparecer fugazmente cuando los otros discípulos han desaparecido. Se presenta inmediatamente después de la muerte de Jesús.
José de Arimatea se había atrevido a pedir a Pilato una autorización para retirar de la cruz el cuerpo de Jesús. Nicodemo llegó con su fe convertida en ofrenda funeraria para quien le había abierto el camino de la vida. Aportó para el sepelio del Maestro unas cien libras de mirra y áloe. Tras la evocación de las sustancias vegetales olorosas, se esconde tal vez una alusión al carácter regio de Jesús. En el epitalamio del rey cantado en los salmos, sus vestidos olían a mirra, áloe y casia (cf. Sal 45, 9). Con esos perfumes parecía anunciarse la victoria de Jesús sobre la muerte.
Juntos, José de Arimatea y Nicodemo, envolvieron el cuerpo de Jesús en vendas y sudarios y lo depositaron en un sepulcro nuevo (Jn 19, 39). Como ha escrito X. Léon-Dufour: "El anuncio de que una vez elevado de la tierra, Jesús atraería a todos los hombres hacia sí, se cumple en estos dos justos que no pertenecen al círculo de los que se habían declarado en su favor".
Nicodemo es para los cristianos el modelo del que busca la luz en medio de las tinieblas.
Nicodemo es el símbolo del paso de unos saberes eruditos a ese otro saber, donado por Dios, que acepta por la fe la salvación ofrecida por Jesucristo.
Nicodemo es el creyente que vacila y busca, el que se oculta y sale a la luz, el que defiende la verdad y arropa el misterio desnudo del Salvador.
Nicodemo es el discípulo que se mueve entre el miedo y el riesgo, entre la confianza y la osadía, entre la fe y la devoción al amigo.
Nicodemo es el amigo secreto del Señor.
jueves, 30 de agosto de 2018
Lecturas
Pablo, llamado a ser Apóstol de Jesucristo por voluntad de Dios, y Sóstenes nuestro hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, a los santificados por Jesucristo, llamados santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y nuestro: a vosotros, gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia que Dios que se os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreprensibles el día de nuestro Señor Jesucristo.
Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor nuestro. ¡Y él es fiel!
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría abrir un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre.
¿Quién es el criado fiel y prudente, a quien el señor encarga de dar a la servidumbre la comida a sus horas?
Bienaventurado ese criado, si el señor, al llegar, lo encuentra portándose así. En verdad os digo que le confiará la administración de todos sus bienes.
Pero si dijere aquel mal siervo para sus adentros: “Mi señor tarda en llegar”, y empieza a pegar a sus compañeros, y a comer y a beber con los borrachos, el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo y lo castigará con rigor y le hará compartir la suerte de los hipócritas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes».
Palabra del Señor.
Beato Tomás de Kempis
La fama mundial de Tomás de Kempis se debe a que él escribió La Imitación de Cristo: el libro que más ediciones ha tenido, después de la Biblia. Este precioso librito es llamado "el consentido de los libros" porque se ha sacado en las ediciones de bolsillo más hermosas y lujosas, ha tenido ya más de 3,100 ediciones en los más diversos idiomas del mundo. Su primera edición salió en 1472, 20 años antes del descubrimiento de América (un año después de la muerte del autor), y durante más de 500 años ha tenido unas 6 ediciones cada año. Caso raro y excepcional.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
Empezar por uno mismo.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dió cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Una asociación muy útil.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión. Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería.
Un ascenso difícil.
Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la tranquilidad de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado sacerdote en el año 1414. Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad.
Oficios delicados.
Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad. Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
El libro que lo hizo famoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte). No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos. Entre la redacción de un libro y la siguiente pasaron unos cuantos años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quiénes desean ser santos, entre los cuales está como principal: ser "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gusto al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imaginado le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de la ayuda de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
¿Un iluminado?
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Otro secreto de su triunfo
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está hecho para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros? La mejor traducción actual es la que hizo el Apostolado Bíblico Católico, muy actualizada, toda con frases de la Santa Biblia. No dejemos de conseguirla y leerla.
Tomás nació en Kempis, cerca de Colonia, en Alemania, en el año 1380. Era un hombre sumamente humilde, que pasó su larga vida (90 años) entre el estudio, la oración y las obras de caridad, dedicando gran parte de su tiempo a la dirección espiritual de personas que necesitaban de sus consejos.
Empezar por uno mismo.
En ese tiempo muchísimas personas deseaban que la Iglesia Católica se reformara y se volviera más fervorosa y más santa, pero pocos se dedicaron a reformase ellos mismos y a volverse mejores. Tomás de Kempis se dió cuenta de que el primer paso que hay que dar para obtener que la Iglesia se vuelva más santa, es esforzarse uno mismo por volverse mejor. Y que si cada uno se reforma a sí mismo, toda la Iglesia se va reformando poco a poco.
Una asociación muy útil.
Kempis se reunió con un grupo de amigos en una asociación piadosa llamada "Hermanos de la Vida Común", y allí se dedicaron a practicar un modo de vivir que llamaban "Devoción moderna" y que consistía en emplear largos ratos de oración, la meditación, la lectura de libros piadosos y en recibir y dar dirección espiritual, y dedicarse cada uno después con la mayor exactitud que le fuera posible a cumplir cada día los deberes de su propia profesión. Los que pertenecían a esta asociación hacían progresos muy notorios y rápidos en santidad y la gente los admiraba y los quería.
Un ascenso difícil.
Tomás tiene muchos deseos de ser sacerdote, pero en sus primeros 30 años no lo logra porque sus tentaciones son muy fuertes y frecuentes y teme que después no logre ser fiel a su voto de castidad. Pero al fin entra a una asociación de canónigos (en Windesheim) y allí en la tranquilidad de la vida retirada del mundo logra la paz de su espíritu y es ordenado sacerdote en el año 1414. Desde entonces se dedica por completo a dar dirección espiritual, a leer libros piadosos y a consolar almas atribuladas y desconsoladas. Es muy incomprendido muchas veces y sufre la desilusión de constatar que muchas amistades fallan en la vida (menos la amistad de Cristo) y va ascendiendo poco a poco, aunque con mucha dificultad, a una gran santidad.
Oficios delicados.
Dos veces fue superior de la comunidad de canónigos en su ciudad. Bastante tiempo estuvo encargado de la formación de los novicios. Después lo nombraron ecónomo pero al poco tiempo lo destituyeron porque su inclinación a la vida espiritual muy elevada no lo hacía nada apto para dedicarse a comerciar y a administrar dineros y posesiones. Su alma va pasando por períodos de mucha paz y de angustias y tristezas espirituales, y todo esto lo irá narrando después en su libro portentoso.
El libro que lo hizo famoso.
En sus ratos libres, Tomás de Kempis fue escribiendo un libro que lo iba a hacer célebre en todo el mundo: La Imitación de Cristo. De esta obra dijo un autor: "Es el más hermoso libro salido de la mano de un hombre" (Dicen que Kempis pidió a Dios permanecer ignorado y no conocido. Por eso la publicación de su libro sólo se hizo al año siguiente de su muerte). No lo escribió todo de una vez, sino poco a poco, durante muchos años, a medida que su espíritu se iba volviendo más sabio y su santidad y su experiencia iban aumentando. Lo distribuyó en cuatro pequeños libritos. Entre la redacción de un libro y la siguiente pasaron unos cuantos años.
El libro Primero de la Imitación de Cristo narra cómo es la lucha activa que hay que librar para convertirse y reformarse y los obstáculos que se le presentan a quiénes desean ser santos, entre los cuales está como principal: ser "la sirena" de este mundo, o sea la atracción, el deseo de darle gusto al propio egoísmo y de obtener honores, famas, altos puestos, riquezas y gozos sensuales y vida fácil y cómoda. Este primer librito es como el retrato de lo que Tomás tuvo que sufrir hasta sus 30 años de las luchas y peligros que se le presentaron.
El libro segundo. Fue escrito por Kempis después de haber sufrido muchas tribulaciones, contradicciones, humillaciones y desengaños, especialmente en el orden afectivo. Destituido del cargo de ecónomo, abandonado por amigos que se había imaginado le iban a ser fieles; es entonces cuando descubre que hay una amistad que no defrauda nunca y es la amistad con Jesucristo, y que allí se encuentra la solución para todas las penas del alma. Este libro segundo de la Imitación enseña cómo hay que comportarse en las tribulaciones y sufrimientos. Emplea mucho el nombre de Jesús indicando el afecto muy vivo y profundo que siente hacia el Redentor y que desea sientan sus lectores también.
Cuando redacta el Libro Tercero ya ha subido mas alto en espiritualidad. Aquí ya a Cristo lo llama El Señor. Se ha dado cuenta que la santidad no depende solamente de nuestros esfuerzos sino sobre todo de la ayuda de Dios. Ha crecido en humildad y exclama: "Cayeron los que eran como cedros del Líbano, y yo miserable ¿qué podré esperar de mis solas fuerzas?". Ahora ya no piensa en la muerte como algo miedoso, sino como una liberación del alma para ir a una Patria feliz.
El libro cuarto de la Imitación está dedicado a la Eucaristía y es uno de los más bellos tratados que se han escrito acerca del Santísimo Sacramento. Millones de personas en todos los continentes han leído este librito para prepararse o dar gracias cuando comulgan.
¿Un iluminado?
Muchos autores han pensado que probablemente Tomás de Kempis recibió del cielo luces muy especiales al escribir La Imitación de Cristo. De otra manera no se podría explicar el éxito mundial que este librito ha tenido por más de cinco siglos, en todas las clases sociales.
Otro secreto de su triunfo
Puede ser el que Kempis ha logrado comprender sumamente bien la persona humana con sus miserias y sus sublimes posibilidades, con sus inquietudes y su inmensa necesidad de tener un amor que llene totalmente sus aspiraciones.
Este libro está hecho para personas que quieran sostener una lucha diaria y sin contemplaciones contra el amor propio y el deseo de sensualidad que se opone diametralmente al amor de Dios y a la paz del alma. Está redactado para quienes quieran independizarse de lo temporal y pasajero y dedicarse a conseguir lo eterno e inmortal.
San Ignacio, San Juan Bosco, Juan XXIII, el presidente mártir, García Moreno y muchísimos más, han leído una página de la Imitación cada día. ¿La leeremos también nosotros? La mejor traducción actual es la que hizo el Apostolado Bíblico Católico, muy actualizada, toda con frases de la Santa Biblia. No dejemos de conseguirla y leerla.
miércoles, 29 de agosto de 2018
Lecturas
En aquellos días, me vino esta palabra del Señor:
«Cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharan contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte - oráculo del Señor -».
En aquel tiempo, Herodes había mandado prender a Juan y lo había metido en la cárcel, encadenado.
El motivo era que Herodes se había casado con Herodías, mujer de su hermano Filipo, y Juan le decía que no le era lícito tener la mujer de su hermano.
Herodías aborrecía a Juan y quería matarlo, pero no podía, porque Herodes respetaba a Juan, sabiendo que era un hombre honrado justo y santo, y lo defendía. Al escucharlo, quedaba muy perplejo, aunque lo oía con gusto.
La ocasión llegó cuando Herodes, por su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a sus oficiales y a la gente principal de Galilea.
La hija de Herodías entró y danzó, gustando mucho a Herodes y a los convidados. El rey le dijo a la joven:
«Pídeme lo que quieras, que te lo daré».
Y le juró:
«Te daré lo que me pidas, aunque sea la mitad de mi reino».
Ella salió a preguntarle a su madre:
«¿Qué le pido?».
La madre le contestó:
«La cabeza de Juan, el Bautista».
Entró ella enseguida, a toda prisa, se acercó al rey y le pidió:
«Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista».
El rey se puso muy triste; pero, por el juramento y los convidados no quiso desairarla. Enseguida le mandó a uno de su guardia que trajese la cabeza de Juan. Fue, lo decapitó en la cárcel, trajo la cabeza en una bandeja y se la entregó a la joven; la joven se la entregó a su madre. Al enterarse sus discípulos fueron a recoger el cadáver y lo pusieron en un sepulcro.
Palabra del Señor.
El martirio de San Juan Bautista
Maqueronte, castillo, había tomado el nombre de Maqueronte, ciudad. Ciudad cercana. Castillo emplazado en el punto de declive en que la triste meseta del desierto declina hacia el mar Muerto. Horizontes calcáreos, polvo blanco, aridez, sol y tierras calcinadas. Pendiente inclinada hacia las desoladas orillas del mar de la maldición, declive que se fragmenta en diversas cimas, aisladas unas de otras. Por Flavio Josefo, el historiador judío, conocemos interesantes noticias y pormenores de esta fortaleza de Maqueronte. Levantaba sus arrogantes murallas al oeste del mar Muerto, en la Perea. Como fortaleza —según Plinio la más segura después de la de Jerusalén— servía de recio baluarte contra los árabes nabateos, lindantes con los estados herodianos. Construcción fuerte y cómoda a la vez; era una de aquéllas que Herodes el Grande había edificado en diversos lugares de sus dominios. Se advierte en la morosidad y detalles de la prosa de Flavio Josefo un particular gusto en describirla. Dice que Herodes construyó en medio del recinto fortificado "una casa regia", suntuosa por la grandiosidad y hermosura de sus departamentos" y que la proveyó, además, de abundancia de cisternas y de toda clase de almacenes. Convenía a la aridez y apartamiento del lugar.
La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.
Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata corno invencible víctima de ajenos placeres.
Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? "Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas?" Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.
Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. "Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías." La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano". Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo —así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes—, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, —viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias— se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez —de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena— de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.
No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.
Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: —No es lícito.
Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey —así le llama en sentido lato San Marcos— los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.
La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico —el de varios años después— conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. "Pídeme lo que quieras y te lo daré" —le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida—. "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.
Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas —las mujeres no podían participar como comensales en estos festines—, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. "¿Qué le pido?" Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute —"ahora mismo", dice el texto evangélico—, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! "La cabeza de Juan el Bautista". Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: "Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja —cogería una de las de la misma mesa—, la cabeza de Juan el Bautista." El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. "Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre".
La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al "speculator", o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí". Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados —purísimos y viriles— del horror de tu lascivia.
La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes —lamentable fidelidad de crueles atavismos— la lengua del defensor de la castidad —así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón—, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. "No dejes libre a este amonestador importuno", urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. "La cabeza de un profeta —clama, lleno de espanto, San Ambrosio—, el premio de una danzarina."
En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.
Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, "vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro", añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.
Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el "Mashaka", el "palacio colgado", donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: "Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme". "Tú te empequeñeces, Juan —le dirá San Agustín—, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz".
La doble ventaja de Maqueronte de aunar fortaleza y casa de placer ofrecía al hijo de Herodes el Grande, Herodes Antipas, actual tetrarca, la oportunidad de atender a un doble objeto: vigilancia de sus fronteras, amenazadas por Aretas, rey de los nabateos, y solaz para sus largas horas de pequeño rey desocupado y amigo de fiestas y diversiones. De aquí su detenerse preferentemente muchas temporadas en este alcázar. El generoso abastecimiento, la alegre compañía, acomodada a sus caprichos, y los gustos que podía permitirse, convertían la aridez del desierto en amena y divertida morada.
Y es el mismo historiador judío, Josefo, quien nos certifica de este sitio como escenario de uno de los dramas más pungentes, aleccionadores y bellos en la historia de la santidad: el del final de la vida y el martirio de Juan, el Bautista. Flavio Josefo era contemporáneo del santo Precursor. Austeridad de paisaje y palacio de deleites. Marco expresivo para aquella figura de vida penitencial que remata corno invencible víctima de ajenos placeres.
Una providencial incidencia nos ilustra sobre este caso sublime de la vida del hijo de Zacarías y de Isabel. San Marcos y San Mateo nos lo recuerdan, ocasionalmente, con motivo de los temores de Herodes ante la predicación y los milagros de Jesús. Cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, se pregunta: ¿Es Juan el que yo maté, que ha resucitado? "Y oyó el rey Herodes, el tetrarca, la fama de Jesús, todas las cosas que El hacía, porque se había hecho notorio su nombre, y decía: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos; y por esto óbranse en él milagros. Y otros decían: Es Elías. Y decían otros: Es el profeta, como uno de los antiguos profetas. Cuando lo oyó Herodes, dijo a sus criados: Este es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. Y dijo Herodes: A Juan yo lo degollé. ¿Quién, pues, es éste, de quien oigo tales cosas?" Así, los dos evangelistas nos hacen el don de unas páginas impresionantes. Consiguen en ellas uno de los relatos de más dramática viveza. Y de suprema lección moral y sublime heroísmo. Con la información de San Marcos y la complementaria, paralela, de San Mateo, se nos da, de mano sobria y segura, penetrante agudeza psicológica, desarrollo y meandros de la pasión, descripción costumbrista, altísimo ejemplo de santidad. Sintetizando la acción del drama, podríamos formular: sobre el pavimento de mármol de una sala de festín, bajo el lujo asiático de damascos y sedas, entre perfumes, copas de plata y de cristal, serpea la vileza de la lujuria, la vileza de la venganza y la vileza de la cobardía. Del juego combinado de esta triple alianza brota un crimen. Y de la negrura de este crimen, como de la tiniebla subterránea del calabozo donde se ejecuta, se alza una aurora de heroísmo, la gloria de un martirio. A través de las líneas de la narración de los sagrados escritores, centellean, con alternativa luz de horror y de hermosura, el relámpago de la espada cercenadora y la plata de la bandeja donde cae el fruto cortado por la espada.
Casi diez meses ya que Juan, el Bautista, está encarcelado. "Herodes había hecho prender a Juan, le había encadenado y puesto en la cárcel por causa de Herodías." La obscuridad de una reducida mazmorra en el sótano, excavado en la propia roca, de Maqueronte, retiene su austera figura nazarena. Se intenta apagar con el aislamiento aquella voz de verdades que, con libertad de santo, amonesta a los grandes, al monarca: "No te es lícito tener la mujer de tu hermano". Este monarca es Herodes Antipas, hijo de Herodes llamado el Grande, aquel perseguidor de Jesús niño que había mandado degollar a los Inocentes. Herodes Antipas reinaba, como tetrarca, en Galilea y en Perea desde la muerte de su padre. Era hermano de Arquelao, que ocupó el trono de Judea, Idumea y Samaría. Y hermano también, por parte de padre solamente, de Filipo —así le apellida San Marcos, en tanto que Flavio Josefo le llama Herodes—, que vivía como obscuro particular en la capital del Imperio. En uno de los viajes de Antipas a Roma, —viaje probablemente de información secreta sobre gobernadores romanos a Tiberio, amigo suyo, conquistado con hábiles y aduladoras complacencias— se hospedó en casa de su hermano Filipo. La intimidad y frecuencia de trato le llevó a enamorarse allí, con la tenacidad de una pasión de madurez —de otoño casi, pues Herodes pasaría de la cincuentena— de su cuñada Herodías, nieta de Herodes el Grande y sobrina de los dos, de Filipo y de Antipas. A la pasión erótica del segundo responde la ambición soñadora de la mujer. Altiva, dominadora, intrigante, fantaseando grandezas y sedienta de fausto, descubre Herodías, con la declaración de Antipas, la posibilidad de abandono de su obscura existencia en Roma. Se le abre un horizonte áureo y sonriente, de brillantez y suntuosidades. Corresponde a la pecaminosa ternura y decide, con cautela, seguir, en el momento oportuno, hasta el Mediterráneo oriental a su real amante.
No es fácil dar apariencia legal a estos amores. Ya el matrimonio con Filipo había encontrado sus dificultades a causa de la próxima consanguinidad. Y el matrimonio entre cuñados estaba prohibido según la Ley de Moisés. Y donde reinaba Antipas regía la observancia de rabinos, duros y exigentes, por lo menos con las apariencias de la Ley. Además, el tetrarca de Galilea y de Perea tenía su esposa legítima, una princesa, la hija de Aretas, rey de los árabes nabateos. Pero triunfan la vehemencia erótica de la pasión del torpe enamorado y la vehemencia ambiciosa de la querida. Después de un tiempo de espera, en el que, y durante la ausencia del tetrarca de sus dominios, la esposa legítima informada, ha huido buscando otra vez refugio en la corte de su padre, Herodías lo salta todo, deja a su marido, y acompañada de su hija, habida del matrimonio con Filipo, marchan a Galilea. Su vanidad se colma, deslumbrada ante el boato de la corte de Herodes, cuyo amor a la fastuosidad, heredado de su padre, era conocido en Roma. Antipas, oriental educado en la capital del Imperio, unía el sentido suntuario del Oriente con el refinamiento de las costumbres paganas.
Aretas, el rey de los nabateos, herido en su honor de monarca y en su afecto de padre por el repudio de su hija, se ha convertido en enconado y temible enemigo del tetrarca galileo. Esto justifica más la presencia de Herodes en Maqueronte. Pero su avidez de goce y de ostentación disfruta más del palacio que de la fortaleza. Los lujosos salones son testigos de frecuentes fiestas. La tensión de la vigilancia y el tedio cortesano se amenizan con diversiones. Músicas de placer tienen el encargo de ahogar el ingrato estrépito de un posible ataque. Herodías colabora, con su don de insinuación, al olvido, Y triunfa en aquel pequeño ambiente con su seducción, su brillo y ansia de distracciones. Solo el índice acusador de San Juan se hinca, como un torcedor, como un hierro afilado, en su sensualidad: —No es lícito.
Una alegre conmemoración, con su fiesta correspondiente, brinda el anhelo de venganza, siempre al acecho, de la adúltera, una oportunidad magnífica. La fiesta del aniversario del natalicio de Herodes. Son conocidas las grandes solemnidades con que la antigüedad oriental y romana celebraba tales aniversarios. El Génesis nos evoca la pompa desplegada con este motivo por uno de los faraones egipcios. Para el fausto acontecimiento la munificencia de Herodes había invitado a lo más descollante de su reino. Y la fiesta en que cortesanos interesados habían hecho alarde de su ingenio áulico y fraseología aduladora, en felicitaciones, poemas y regalos al monarca, terminaba con la opulencia de un banquete. Y al caer de la tarde ve reunidos en torno a la mesa presidida por el rey —así le llama en sentido lato San Marcos— los principales personajes de sus Estados. Tres categorías distingue el evangelista: elevados oficiales de palacio, los altos militares de su ejército y notables de Galilea, lo más distinguido de la sociedad de su tetrarquía. Gente de autoridad y dinero. Aristocracia ávida, desde su apartamiento provinciano, de tornar parte en el tono cosmopolita de la capital, de que se preciaba el tetrarca, seguidor del ritmo de la metrópoli. Las luces, encendidas por esclavos en el bronce y plata de los candelabros, iluminaron alcatifas, triclinios, ricas vestimentas, joyas, frases ingeniosas, complacencias y sonrisas. En los manjares del banquete brilla el alarde munífico y sibarita de los gustos del asmoneo. Complementa su vanidad de deslumbrar y su irrefrenada sensualidad la astucia femenina de Herodías, con otras intenciones de sumo interés personal.
La adúltera, ofendida y enfurecida con Juan, el profeta delator de su adulterio, cuya presencia era una admonición constante, tenía a su lado un medio muy apto: su hija. Esta hija cuyo nombre no se nos dice en el Evangelio y que sabemos por Flavio Josefo: Salomé. Y cuyo perfil físico —el de varios años después— conocemos gracias a una pequeña moneda en la que aparece con el rey de Calcis, Aristóbulo, del que fue esposa. Herodías; podría tender una trampa habilísima. La muchacha había aprendido en la alta sociedad de la urbe a bailar elegantísimamente y a ejecutar danzas desconocidas de aquellos magnates de provincia. La ayudaba su fragante juventud. Salomé tendría entonces unos diecinueve años. Supo la madre, perspicaz, multiplicados sus ardides mujeriles por el encono, estimular el amor propio de la joven. Salomé, encendida juvenilmente del deseo femenino de exhibirse, estuvo a la altura de la intención de la madre. La coreografía amenizadora de festines era habitual en las costumbres romanas. La poesía de Horacio nos informa, con su habitual desenfado, del aire atrevidamente impúdico de tales danzas. Hoy no actuarán bailarinas asalariadas. La danzarina será esta vez la propia hija de Herodías. En la apoteosis del banquete, cuando al fuego del vino y la embriaguez se inflaman los instintos menos elevados, hace su deslumbrante aparición la refinada bailarina. Se arquea su cuerpo con ritmos tan elásticos y graciosos, danza de forma tan audaz y seductora para la baja avidez de tanto instinto despertado, que Antipas se estremece. El halago de un espectáculo superior, que le eleva por encima de las demás cortes de Oriente, le sacude. Es el brillo de la metrópoli danzando en los movimientos de Salomé. Y es la lujuria y frivolidad del tetrarca que exultan hasta el entusiasmo. "Pídeme lo que quieras y te lo daré" —le asevera con la ternura viscosa de la sensualidad exaltada, entre el delirio y los aplausos de la concurrencia complacida—. "Pídeme lo que quieras y te lo daré, aunque sea la mitad de mi reino". Y corrobora la promesa con solemne juramento.
Siglos antes, en otra corte de Oriente, otro monarca había hecho promesa semejante a otra mujer, pero en ocasión alta, noble y pura: Asuero a Esther. Aturdida ante tal ofrecimiento, Salomé cruza, rápida, la sala y va a la del banquete de las damas —las mujeres no podían participar como comensales en estos festines—, donde estaba su madre. Su madre en despertísimo alerta. "¿Qué le pido?" Herodías no duda un instante. Tenía madurada la respuesta desde mucho tiempo. La taima con que la zalamería femenina la envuelve no puede disimular la crueldad de la tajante decisión. Tajante como el filo de la espada que dentro de unos minutos cercenará la cabeza de un profeta. La rapidez en expresar esta voluntad y las prisas con que se ejecute —"ahora mismo", dice el texto evangélico—, descubren en su satisfacción el logro de un incontenible y represado anhelo. ¡Por fin! "La cabeza de Juan el Bautista". Vuelve Salomé apresuradamente donde estaba el rey. Pide, decidida: "Quiero que me des al instante, sobre esta bandeja —cogería una de las de la misma mesa—, la cabeza de Juan el Bautista." El rey se entristeció. Porque apreciaba a Juan. "Le tenía como profeta y le custodiaba, y por su consejo hacía muchas cosas, y le oía de buena gana. Pero por el juramento y por los que con él estaban a la mesa, no quiso disgustarla. Mas enviando uno de su guardia, le mandó traer la cabeza de Juan en un plato. Y le degolló en la cárcel. Y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha y la muchacha la dio a su madre".
La tristeza de Antipas fue sincera. Pero ineficaz. Con la ineficacia de la cobardía. El respeto humano de los débiles que teme quedar mal ante los hombres y no tiene la entereza de defender más altos imperativos de conciencia, lleva la voluntad del monarca al crimen. Y da la orden al "speculator", o soldado destinado para estos eventuales menesteres de muerte. Sobre una de las mismas bandejas de la fiesta, ¡qué fuerza del símbolo!, aparece un trágico fruto: la cabeza de Juan. Ya calló la santa boca que recordaba el deber. La de aquel asceta santísimo que vivió austeramente en el desierto, del que dijo el Divino Maestro: "¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña movida por el viento? ¿Un hombre vestido de ropas delicadas? ¿Un profeta? Ciertamente os digo: Y más aún que un profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi ángel ante tu faz, que aparejará tu camino delante de Tí". Ya calló la boca del predicador de la virtud. Para cerrar esos labios santos que te señalaban la limpia trayectoria del bien, no necesitas ya tu mano blanda y cobarde, rey lascivo. El filo de tu pecado le segó la voz. La debilidad tiene también sus espadas de finísimo corte, la caricia vedada sus arañazos asesinos, Tus delicias prohibidas gotean ahora sangre en las venas del cuello mártir. No temas la mirada de estos ojos inertes. Están cerrados: Cerrados —purísimos y viriles— del horror de tu lascivia.
La cabeza cercenada del Bautista pasó apresuradamente de manos de la hija, ligera, a las de la madre, incestuosa y adúltera. El odio acumulado ardía con los vértigos más vivos de la prisa. Más que el alfiler de plata o el puñal de acero, con que, según informe tardío de San Jerónimo, atravesó, como desahogo de su odio, la nieta de Herodes —lamentable fidelidad de crueles atavismos— la lengua del defensor de la castidad —así hizo Fulvia con la cabeza de Cicerón—, la taladran ahora, en punta confluyente de saeta, los dos ojos del adulterio de Herodías que en ella se clavan con la innoble alegría del rencor satisfecho. El tiempo había alimentado la llama del odio. "No dejes libre a este amonestador importuno", urgía a su amante. Y consiguió encarcelarlo. Ahora obtiene su remate, el hito supremo: matarle. El afilamiento definitivo de la espada lo dio la venganza de una mujer servida por los lúbricos movimientos de danza de otra mujer. Digna hija de tal madre. "La cabeza de un profeta —clama, lleno de espanto, San Ambrosio—, el premio de una danzarina."
En la historia de los hombres se leerán estos hechos como un normal discurrir de la pasión y la intriga. En la historia de la gracia la mirada sobrenatural leerá, a través de la flaqueza y perversión de los sucesos humanos, la intención de Dios, que saca de ellos la maravilla de un santo, la corona de un mártir.
Cuando los discípulos de Juan se enteraron de su muerte, "vinieron y tomaron su cuerpo, y lo pusieron en un sepulcro", añade el evangelista. El respeto de los buenos a lo santo sigue al odio a lo santo de los perversos. En el silencio reverente con que envuelve esta frase evangélica la tumba de Juan Bautista, suena para la piedad y para la fe de una sinfonía triunfal. La alta sinfonía de la verdad, que no cede ante el poder y el pecado, duraderos en el tiempo. La gloria del mártir, duradera en la eternidad.
Cuando el beduino señala hoy al viajero piadoso una cumbre, azotada por el viento frío, con unas viejísimas ruinas, y le dice, con voz de misterio, el nombre de aquel lugar, el "Mashaka", el "palacio colgado", donde se irguió Maqueronte, la memoria cristiana evoca algo más que un inane recuerdo elegíaco. Allí se cumplió la suprema aspiración de un alma nobilísima, el hito de un santo: "Yo no Soy el Esposo, sino el amigo del Esposo; no soy el Cristo, sino el precursor. El debe crecer, yo menguar, empequeñecerme". "Tú te empequeñeces, Juan —le dirá San Agustín—, con el cercén de la cabeza. Él crecerá con la cruz".
martes, 28 de agosto de 2018
Lecturas
Os rogamos, hermanos, a propósito de la venida de nuestro Señor Jesucristo y de nuestra reunión con él, que no perdáis fácilmente la cabeza ni os alarméis por alguna revelación, rumor o supuesta carta nuestra, como si el día del Señor estuviera encima. Que nadie en modo alguno os engañe.
Dios os llamó por medio de nuestro Evangelio para que lleguéis a adquirí la gloria de nuestro Señor Jesucristo.
Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta.
Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerzas para toda clase de palabras y obras buenas.
En aquel tiempo, habló Jesús diciendo:
-«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, del anís y del comino, y descuidáis lo más grave de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad!
Esto es lo que habría que practicar, aunque sin descuidar aquello.
¡Guías ciegos, que filtráis el mosquito y os tragáis el camello!
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que limpiáis por fuera la copa y el plato, mientras por dentro estáis rebosando de robo y desenfreno! ¡Fariseo ciego!, limpia primero la copa por dentro, y así quedará limpia también por fuera».
Palabra del Señor.
San Agustín de Hipona
Nació en Tagaste (África) el año 354; después de una juventud desviada doctrinal y moralmente, se convirtió, estando en Milán, y el año 387 fue bautizado por el obispo San Ambrosio. Vuelto a su patria, llevó una vida dedicada al ascetismo, y fue elegido obispo de Hipona. Durante treinta y cuatro años, en que ejerció este ministerio, fue un modelo para su grey, a la que dio una sólida formación por medio de sus sermones y de sus numerosos escritos, con los que contribuyó en gran manera a una mayor profundización de la fe cristiana contra los errores doctrinales de su tiempo. Está entre los Padres mas influyentes del Occidente y sus escritos son de gran actualidad. Murió el año 430.
Su niñez
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores". El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo".
El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".
La Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza". Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, 'La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las 'Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las "Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: "¡Dios es inmensamente misericordioso!" Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti". El santo escribió entonces: "Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: "Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres".
Las principales fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate De¡, la correspondencia y los sermones .
Su niñez
San Agustín nació el 13 de noviembre del año 354 en Tagaste. Esa pequeña población del norte de África estaba bastante cerca de Numidia, pero relativamente alejada del mar, de suerte que Agustín no lo conoció sino hasta mucho después. Sus padres eran de cierta posición, pero no ricos. El padre de Agustín, Patricio, era un pagano de temperamento violento; pero, gracias al ejemplo y a la prudente conducta de su esposa, Mónica, se bautizó poco antes de morir. Agustín tenía varios hermanos; él mismo habla de Navigio, quien dejó varios hijos al morir y de una hermana que consagró su virginidad al Señor. Aunque Agustín ingresó en el catecumenado desde la infancia, no recibió por entonces el bautismo, de acuerdo con la costumbre de la época. En su juventud se dejó arrastrar por los malos ejemplos y, hasta los treinta y dos años, llevó una vida licenciosa, aferrado a la herejía maniquea. De ello habla largamente en sus "Confesiones", que comprenden la descripción de su conversión y la muerte de su madre Mónica. Dicha obra, que hace las delicias de "las gentes ansiosas de conocer las vidas ajenas, pero poco solícitas de enmendar la propia", no fue escrita para satisfacer esa curiosidad malsana, sino para mostrar la misericordia de que Dios había usado con un pecador y para que los contemporáneos del autor no le estimasen en más de lo que valía. Mónica había enseñado a orar a su hijo desde niño y le había instruido en la fe, de modo que el mismo Agustín que cayó gravemente enfermo, pidió que le fuese conferido el bautismo y Mónica hizo todos los preparativos para que lo recibiera; pero la salud del joven mejoró y el bautismo fue diferido. El santo condenó más tarde, con mucha razón, la costumbre de diferir el bautismo por miedo de pecar después de haberlo recibido. Pero no es menos lamentable la naturalidad con que, en nuestros días, vemos los pecados cometidos después del bautismo que son una verdadera profanación de ese sacramento.
"Mis padres me pusieron en la escuela para que aprendiese cosas que en la infancia me parecían totalmente inútiles y, si me mostraba yo negligente en los estudios, me azotaban. Tal era el método ordinario de mis padres y, los que antes que nosotros habían andado ese camino nos habían legado esa pesada herencia". Agustín daba gracias a Dios porque, si bien las personas que le obligaban a aprender, sólo pensaban en las "riquezas que pasan" y en la gloria perecedera", la Divina Providencia se valió de su error para hacerle aprender cosas que le serían muy útiles y provechosas en la vida. El santo se reprochaba por haber estudiado frecuentemente sólo por temor al castigo y por no haber escrito, leído y aprendido las lecciones como debía hacerlo, desobedeciendo así a sus padres y maestros. Algunas veces pedía a Dios con gran fervor que le librase del castigo en la escuela; sus padres y maestros se reían de su miedo. Agustín comenta: "Nos castigaban porque jugábamos; sin embargo, ellos hacían exactamente lo mismo que nosotros, aunque sus juegos recibían el nombre de 'negocios' . . . Reflexionando bien, es imposible justificar los castigos que me imponían por jugar, alegando que el juego me impedía aprender rápidamente las artes que, más tarde, sólo me servirían para jugar juegos peores". El santo añade: "Nadie hace bien lo que hace contra su voluntad" y observa que el mismo maestro que le castigaba por una falta sin importancia, "se mostraba en las disputas con los otros profesores menos dueño de si y más envidioso que un niño al que otro vence en el juego". Agustín estudiaba con gusto el latín, que había aprendido en conversaciones con las sirvientas de su casa y con otras personas; no el latín "que enseñan los profesores de las clases inferiores, sino el que enseñan los gramáticos". Desde niño detestaba el griego y nunca llegó a gustar a Homero, porque jamás logró entenderlo bien. En cambio, muy pronto tomó gusto por los poetas latinos.
Años juveniles
Agustín fue a Cartago a fines del año 370, cuando acababa de cumplir diecisiete años. Pronto se distinguió en la escuela de retórica y se entregó ardientemente al estudio, aunque lo hacía sobre todo por vanidad y ambición. Poco a poco se dejó arrastrar a una vida licenciosa, pero aun entonces conservaba cierta decencia de alma, como lo reconocían sus propios compañeros. No tardó en entablar relaciones amorosas con una mujer y, aunque eran relaciones ilegales, supo permanecerle fiel hasta que la mandó a Milán, en 385. Con ella tuvo un hijo, llamado Adeodato, el año 372. El padre de Agustín murió en 371. Agustín prosiguió sus estudios en Cartago. La lectura del "Hortensius" de Cicerón le desvió de la retórica a la filosofía. También leyó las obras de los escritores cristianos, pero la sencillez de su estilo le impidió comprender su humildad y penetrar su espíritu. Por entonces cayó Agustín en el maniqueísmo. Aquello fue, por decirlo así, una enfermedad de un alma noble, angustiada por el "problema del mal", que trataba de resolver por un dualismo metafísico y religioso, afirmando que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal. La mala vida lleva siempre consigo cierta oscuridad del entendimiento y cierta torpeza de la voluntad; esos males, unidos al del orgullo, hicieron que Agustín profesara el maniqueísmo hasta los veintiocho años. El santo confiesa: "Buscaba yo por el orgullo lo que sólo podía encontrar por la humildad. Henchido de vanidad, abandoné el nido, creyéndome capaz de volar y sólo conseguí caer por tierra".
San Agustín dirigió durante nueve años su propia escuela de gramática y retórica en Tagaste y Cartago. Entre tanto, Mónica, confiada en las palabras de un santo obispo que, le había anunciado que "el hijo de tantas lágrimas no podía perderse", no cesaba de tratar de convertirle por la oración y la persuasión. Después de una discusión con Fausto, el jefe de los maniqueos, Agustín empezó a desilusionarse de la secta. El año 383, partió furtivamente a Roma, a impulsos del temor de que su madre tratase de retenerle en África. En la Ciudad Eterna abrió una escuela, pero, descontento por la perversa costumbre de los estudiantes, que cambiaban frecuente de maestro para no pagar sus servicios, decidió emigrar a Milán, donde obtuvo el puesto de profesor de retórica.
Ahí fue muy bien acogido y el obispo de la ciudad, San Ambrosio, le dio ciertas muestras de respeto. Por su parte, Agustín tenía curiosidad por conocer a fondo al obispo, no tanto porque predicase la verdad, cuanto porque era un hombre famoso por su erudición. Así pues, asistía frecuentemente a los sermones de San Ambrosio, para satisfacer su curiosidad y deleitarse con su elocuencia. Los sermones del santo obispo eran más inteligentes que los discursos del hereje Fausto y empezaron a producir impresión en la mente y el corazón de Agustín, quien al mismo tiempo, leía las obras de Platón y Plotino. "Platón me llevó al conocimiento del verdadero Dios y Jesucristo me mostró el camino". Santa Mónica, que le había seguido a Milán, quería que Agustín se casara; por otra parte, la madre de Adeodato retornó al África y dejó al niño con su padre. Pero nada de aquello consiguió mover a Agustín a casarse o a observar la continencia y la lucha moral, espiritual e intelectual continuó sin cambios.
Excelencia de la castidad
Agustín comprendía la excelencia de la castidad predicada por la Iglesia católica , pero la dificultad de practicarla le hacía vacilar en abrazar definitivamente el cristianismo. Por otra parte, los sermones de San Ambrosio y la lectura de la Biblia le habían convencido de que la verdad estaba en la Iglesia, pero se resistía todavía a cooperar con la gracia de Dios. El santo lo expresa así: "Deseaba y ansiaba la liberación; sin embargo, seguía atado al suelo, no por cadenas exteriores, sino por los hierros de mi propia voluntad. El Enemigo se había posesionado de mi voluntad y la había convertido en una cadena que me impedía todo movimiento, porque de la perversión de la voluntad había nacido la lujuria y de la lujuria la costumbre y, la costumbre a la que yo no había resistido, había creado en mí una especie de necesidad cuyos eslabones, unidos unos a otros, me mantenían en cruel esclavitud. Y ya no tenía la excusa de dilatar mi entrega a Tí alegando que aún no había descubierto plenamente tu verdad, porque ahora ya la conocía y, sin embargo, seguía encadenado ... Nada podía responderte cuando me decías: 'Levántate del sueño y resucita de los muertos y Cristo te iluminará . . . Nada podía responderte, repito, a pesar de que estaba ya convencido de la verdad de la fe, sino palabras vanas y perezosas. Así pues, te decía: 'Lo haré pronto, poco a poco; dame más tiempo´. Pero ese 'pronto' no llegaba nunca, las dilaciones se prolongaban, y el 'poco tiempo' se convertía en mucho tiempo".
El ejemplo de los Santos
El relato que San Simpliciano le había hecho de la conversión de Victorino, el profesor romano neoplatónico, le impresionó profundamente. Poco después, Agustín y su amigo Alipio recibieron la visita de Ponticiano, un africano. Viendo las epístolas de San Pablo sobre la mesa de Agustín, Ponticiano les habló de la vida de San Antonio y quedó muy sorprendido al enterarse de que no conocían al santo. Después les refirió la historia de dos hombres que se habían convertido por la lectura de la vida de San Antonio. Las palabras de Ponticiano conmovieron mucho a Agustín, quien vio con perfecta claridad las deformidades y manchas de su alma. En sus precedentes intentos de conversión Agustín había pedido a Dios la gracia de la continencia, pero con cierto temor de que se la concediese demasiado pronto: "En la aurora de mi juventud, te había yo pedido la castidad, pero sólo a medias, porque soy un miserable. Te decía yo, pues: 'Concédeme la gracia de la castidad, pero todavía no'; porque tenía yo miedo de que me escuchases demasiado pronto y me librases de esa enfermedad y lo que yo quería era que mi lujuria se viese satisfecha y no extinguida". Avergonzado de haber sido tan débil hasta entonces, Agustín dijo a Alipio en cuanto partió Ponticiano: "¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los Cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado. Tenemos vergüenza de seguir el camino por el que los ignorantes nos han precedido, cuando por el contrario, deberíamos avergonzarnos de no avanzar por él".
Gracia divina que todo lo puede
Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos. Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción: "¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?" En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese. Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido. Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión. Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". La escena que acabamos de referir tuvo lugar en septiembre de 386, cuando Agustín tenía treinta y dos años.
En las manos del Señor
El santo renunció inmediatamente al profesorado y se trasladó a una casa de campo en Casiciaco, cerca de Milán, que le había prestado su amigo Verecundo. Santa Mónica, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, San Alipio y algunos otros amigos, le siguieron a ese retiro, donde vivieron en una especie de comunidad. Agustín se consagró a la oración y el estudio y, aun éste era una forma de oración por la devoción que ponía en él. Entregado a la penitencia, a la vigilancia diligente de su corazón y sus sentidos, dedicado a orar con gran humildad, el santo se preparó a recibir la gracia del bautismo, que había de convertirle en una nueva criatura, resucitada con Cristo. "Demasiado tarde, demasiado tarde empecé a amarte. ¡Hermosura siempre antigua y siempre nueva, demasiado tarde empecé a amarte! Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. Yo estaba lejos, corriendo detrás de la hermosura por Tí creada; las cosas que habían recibido de Tí el ser, me mantenían lejos de Tí. Pero tú me llamaste. me llamaste a gritos, y acabaste por vencer mi sordera. Tú me iluminaste y tu luz acabó por penetrar en mis tinieblas. Ahora que he gustado de tu suavidad estoy hambriento de Tí. Me has tocado y mi corazón desea ardientemente tus abrazos". Los tres diálogos "Contra los Académicos", "Sobre la vida feliz" y "Sobre el orden", se basan en las conversaciones que Agustín tuvo con sus amigos en esos siete meses.
Nueva Vida en Cristo
La víspera de la Pascua del año 387, San Agustín recibió el bautismo, junto con Alipio y su querido hijo Adeodato, quien tenía entonces quince años y murió poco después. En el otoño de ese año, Agustín resolvió retornar a África y fue a embarcarse en Ostia con su madre y algunos amigos. Santa Mónica murió ahí en noviembre de 387. Agustín consagra seis conmovedores capítulos de las "Confesiones" a la vida de su madre. Viajó a Roma unos cuantos meses después y, en septiembre de 388, se embarcó para África. En Tagaste vivió casi tres años con sus amigos, olvidado del mundo y al servicio de Dios con el ayuno, la oración y las buenas obras. Además de meditar sobre la ley de Dios, Agustín instruía a sus prójimos con sus discursos y escritos. El santo y sus amigos habían puesto todas sus propiedades en común y cada uno las utilizaba según sus necesidades. Aunque Agustín no pensaba en el sacerdocio, fue ordenado el año 391 por el obispo de Hipona, Valerio, quien le tomó por asistente. Así pues, el santo se trasladó a dicha ciudad y estableció una especie de monasterio en una casa próxima a la iglesia, como lo había hecho en Tagaste. San Alipio, San Evodio, San Posidio y otros, formaban parte de la comunidad y vivían "según la regla de los santos Apóstoles". El obispo, que era griego y tenía además cierto impedimento de la lengua, nombró predicador a Agustín. En el oriente era muy común la costumbre de que los obispos tuviesen un predicador, a cuyos sermones asistían; pero en el occidente eso constituía una novedad. Más todavía, Agustín obtuvo permiso de predicar aun en ausencia del obispo, lo cual era inusitado. Desde entonces, el santo no dejó de predicar hasta el fin de su vida. Se conservan casi cuatrocientos sermones de San Agustín, la mayoría de los cuales no fueron escritos directamente por él, sino tomados por sus oyentes. En la primera época de su predicación, Agustín se dedicó a combatir el maniqueísmo y los comienzos del donatismo y consiguió extirpar la costumbre de efectuar festejos en las capillas de los mártires. El santo predicaba siempre en latín, a pesar de que los campesinos de ciertos distritos de la diócesis sólo hablaban el púnico y era difícil encontrar sacerdotes que les predicasen en su lengua.
Obispo de Hipona
El año 395, San Agustín fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Poco después murió este último y el santo le sucedió en la sede de Hipona. Procedió inmediatamente a establecer la vida común regular en su propia casa y exigió que todos los sacerdotes, diáconos y subdiáconos que vivían con él renunciasen a sus propiedades y se atuviesen a las reglas. Por otra parte, no admitía a las órdenes sino a aquellos que aceptaban esa forma de vida. San Posidio, su biógrafo, cuenta que los vestidos y los muebles eran modestos pero decentes y limpios. Los únicos objetos de plata que había en la casa eran las cucharas; los platos eran de barro o de madera. El santo era muy hospitalario, pero la comida que ofrecía era frugal; el uso mesurado del vino no estaba prohibido. Durante las comidas, se leía algún libro para evitar las conversaciones ligeras. Todos los clérigos comían en común y se vestían del fondo común. Como lo dijo el Papa Pascual XI, "San Agustín adoptó con fervor y contribuyó a regularizar la forma de vida común que la primitiva Iglesia había aprobado como instituida por los Apóstoles". El santo fundó también una comunidad femenina. A la muerte de su hermana, que fue la primera "abadesa", escribió una carta sobre los primeros principios ascéticos de la vida religiosa. En esa epístola y en dos sermones se halla comprendida la llamada "Regla de San Agustín", que constituye la base de las constituciones de tantos canónigos y canonesas regulares. El santo obispo empleaba las rentas de su diócesis, como lo había hecho antes con su patrimonio, en el socorro de los pobres. Posidio refiere que, en varias ocasiones, mandó fundir los vasos sagrados para rescatar cautivos, como antes lo había hecho San Ambrosio. San Agustín menciona en varias de sus cartas y sermones la costumbre que había impuesto a sus fieles de vestir una vez al año a los pobres de cada parroquia y, algunas veces, llegaba hasta a contraer deudas para ayudar a los necesitados. Su caridad y celo por el bien espiritual de sus prójimos era ilimitado. Así, decía a su pueblo, como un nuevo Moisés o un nuevo San Pablo: "No quiero salvarme sin vosotros". "¿Cuál es mi deseo? ¿Para qué soy obispo? ¿Para qué he venido al mundo? Sólo para vivir en Jesucristo, para vivir en El con vosotros. Esa es mi pasión, mi honor, mi gloria, mi gozo y mi riqueza".
Pocos hombres han poseído un corazón tan afectuoso y fraternal como el de San Agustín. Se mostraba amable con los infieles y frecuentemente los invitaba a comer con él; en cambio, se rehusaba a comer con los cristianos de conducta públicamente escandalosa y les imponía con severidad las penitencias canónicas y las censuras eclesiásticas. Aunque jamás olvidaba la caridad, la mansedumbre y las buenas maneras, se oponía a todas las injusticias sin excepción de personas. San Agustín se quejaba de que la costumbre había hecho tan comunes ciertos pecados que, en caso de oponerse abiertamente a ellos, haría más mal que bien y seguía fielmente las tres reglas de San Ambrosio: no meterse a hacer matrimonios, no incitar a nadie a entrar en la carrera militar y no aceptar invitaciones en su propia ciudad para no verse obligado a salir demasiado. Generalmente, la correspondencia de los grandes hombres es muy interesante por la luz que arroja sobre su vida y su pensamiento íntimos. Así sucede, particularmente con la correspondencia de San Agustín. En la carta quincuagésima cuarta, dirigida a Januario, alaba la comunión diría, con tal de que se la reciba dignamente, con la humildad con que Zaqueo recibió a Cristo en su casa; pero también alaba la costumbre de los que, siguiendo el ejemplo del humilde centurión, sólo comulgan los sábados, los domingos y los días de fiesta, para hacerlo con mayor devoción. En la carta a Ecdicia explica las obligaciones de la mujer respecto de su esposo, diciéndole que no se vista de negro, puesto que eso desagrada a su marido y que practique la humildad y la alegría cristianas vistiéndose ricamente por complacer a su esposo. También la exhorta a seguir el parecer de su marido en todas las cosas razonables, particularmente en la educación de su hijo, en la que debe dejarle la iniciativa. En otras cartas, el santo habla del respeto, el afecto y la consideración que el marido debe a la mujer. La modestia y humildad de San Agustín se muestran en su discusión con San Jerónimo sobre la interpretación de la epístola a los Gálatas. A consecuencia de la pérdida de una carta, San Jerónimo, que no era muy paciente, se dio por ofendido. San Agustín le escribió: "Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo". El santo obispo lamentaba la actitud de la controversia que sostuvieron San Jerónimo y Rufino, pues temía en esos casos que los adversarios sostuviesen su opinión más por vanidad que por amor de la verdad. Como él mismo escribía, "sostienen su opinión porque es la propia, no porque sea la verdadera; no buscan la verdad, sino el triunfo".
La Verdad ante el error
Durante los treinta y cinco años de su episcopado, San Agustín tuvo que defender la fe católica contra muchas herejías. Una de las principales fue la de los donatistas, quienes sostenían que la Iglesia católica había dejado de ser la Iglesia de Cristo por mantener la comunión con los pecadores y que los herejes no podían conferir válidamente ningún sacramento. Los donatistas eran muy numerosos en Africa, donde no retrocedieron ante el asesinato de los católicos y todas las otras formas de la violencia. Sin embargo, gracias a la ciencia y el infatigable celo de San Agustín y a su santidad de vida, los católicos ganaron terreno paulatinamente. Ello exasperó tanto a los donatistas, que algunos de ellos afirmaban públicamente que quien asesinara al santo prestaría un servicio insigne a la religión y alcanzaría gran mérito ante Dios. El año 405, San Agustín tuvo que recurrir a la autoridad pública para defender a los católicos contra los excesos de los donatistas y, en el mismo año, el emperador Honorio publicó severos decretos contra ellos. El santo desaprobó al principio esas medidas, aunque más tarde cambió de opinión, excepto en cuanto a la pena de muerte. En 411, se llevó a cabo en Cartago una conferencia entre los católicos y los donatistas que fue el principio de la decadencia del donatismo. Pero, por la misma época, empezó la gran controversia pelagiana.
Pelagio era originario de la Gran Bretaña. San Jerónimo le describía como un hombre alto y gordo, repleto de avena de Escocia". Algunos historiadores afirman que era irlandés. En todo caso, lo cierto es que había rechazado la doctrina del pecado original y afirmaba que la gracia no era necesaria para salvarse; como consecuencia de su opinión sobre el pecado original, sostenía que el bautismo era un mero título de admisión en el cielo. Pelagio pasó de Roma a Africa el año 411, junto con su amigo Celestio y aquel mismo año, el sínodo de Cartago condenó por primera vez su doctrina. San Agustín no asistió al concilio, pero desde ese momento empezó a hacer la guerra al pelagianismo en sus cartas y sermones. A fines del mismo año, el tribuno San Marcelino le convenció de que escribiese su primer tratado contra los pelagianos. Sin embargo, el santo no nombró en él a los autores de la herejía, con la esperanza de así ganárselos y aun tributó ciertas alabanzas a Pelagio: "Según he oído decir, es un hombre santo, muy ejercitado en la virtud cristiana, un hombre bueno y digno de alabanza". Desgraciadamente Pelagio se obstinó en sus errores. San Agustín le acosó implacablemente en toda la serie de disputas, subterfugios y condenaciones que siguieron. Después de Dios, la Iglesia debe a San Agustín el triunfo sobre el pelagianismo. A raíz del saqueo de Roma por Alarico, el año 410, los paganos renovaron sus ataques contra el cristianismo, atribuyéndole todas las calamidades del Imperio. Para responder a esos ataques, San Agustín empezó a escribir su gran obra, 'La Ciudad de Dios", en el año de 413 y la terminó hasta el año 426. 'La Ciudad de Dios" es, después de las "Confesiones", la obra más conocida del santo. No se trata simplemente de una respuesta a los paganos, sino de toda una filosofía de la historia providencial del mundo.
En las 'Confesiones" San Agustín había expuesto con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta. A los setenta y dos años, en las "Retractaciones", expuso con la misma sinceridad los errores que había cometido en sus juicios. En dicha obra revisó todos sus numerosísimos escritos y corrigió leal y severamente los errores que había cometido, sin tratar de buscarles excusas. A fin de disponer de más tiempo para terminar ése y otros escritos y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, el santo propuso al clero y al pueblo que eligiesen a Heraclio, el más joven de sus diáconos, quien fue efectivamente elegido por aclamación, el año 426. A pesar de esa precaución, los últimos días de San Agustín fueron muy borrascosos. El conde Bonifacio, que había sido general imperial en África, cayo injustamente en desgracia de la regente Placidia, e incitó a Genserico, rey de los vándalos, a invadir África. Agustín escribió una carta maravillosa a Bonifacio para recordarle su deber y el conde trató de reconciliarse con Placidia. Pero era demasiado tarde para impedir la invasión de los vándalos. San Posidio, por entonces obispo de Calama, describe los horribles excesos que cometieron y la desolación que causaron a su paso. Las ciudades quedaban en ruinas, las casas de campo eran arrasadas y los habitantes que no lograban huir, morían asesinados. Las alabanzas a Dios no se oían ya en las iglesias, muchas de las cuales habían sido destruidas. La misa se celebraba en las casas particulares, cuando llegaba a celebrarse, porque en muchos sitios no había alma viviente a quien dar los sacramentos; por otra parte, los pocos cristianos que sobrevivían no encontraban un solo sacerdote a quien pedírselos. Los obispos y clérigos que sobrevivieron habían perdido todos sus bienes y se veían reducidos a pedir limosna. De las numerosas diócesis de África, las únicas que quedaban en pie eran Cartago, Hipona y Cirta, gracias a que dichas ciudades no habían sucumbido aún.
El conde Bonifacio huyó a Hipona. Ahí se refugiaron también San Posidio y varios obispos de los alrededores. Los vándalos sitiaron la ciudad en mayo de 430. El sitio se prolongó durante catorce meses. Tres meses después de establecido, San Agustín cayó presa de la fiebre y desde el primer momento, comprendió que se acercaba la hora de su muerte. Desde que había abandonado el mundo, la muerte había sido uno de los temas constantes de su meditación. En su última enfermedad, el santo habló de ella con gozo: "¡Dios es inmensamente misericordioso!" Con frecuencia recordaba la alegría con que San Ambrosio recibió la muerte y mencionaba las palabras que Cristo había dicho a un obispo que agonizaba, según cuenta San Cipriano: "Si tienes miedo de sufrir en la tierra y de ir al cielo, no puedo hacer nada por ti". El santo escribió entonces: "Quien ama a Cristo no puede tener miedo de encontrarse con El. Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrarnos con El, deberíamos cubrirnos de vergüenza". Durante su última enfermedad, pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación y los cantasen en su presencia y no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo. San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento, en tanto que la vida se iba escapando lentamente de sus miembros. Por fin, el 28 de agosto de 430, exhaló apaciblemente el último suspiro, a los setenta y dos años de edad, de los cuales había pasado casi cuarenta consagrado al servicio de Dios. San Posidio comenta: "Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura". Con palabras muy semejantes había comentado Agustín la muerte de su madre. Durante su enfermedad, el santo había curado a un enfermo, sólo con imponerle las manos. Posidio afirma: "Yo sé de cierto que, tanto como sacerdote que como obispo, Agustín había pedido a Dios que librase a ciertos posesos por quienes se le había encomendado que rogase y los malos espíritus los dejaron libres".
Las principales fuentes sobre la vida y carácter de San Agustín son sus propios escritos, especialmente las Confesiones, el De Civitate De¡, la correspondencia y los sermones .
lunes, 27 de agosto de 2018
Lecturas
Pablo, Silvano y Timoteo a la Iglesia de los Tesalonicenses en Dios, nuestro Padre, y en el Señor Jesucristo.
A vosotros gracia y paz de parte de Dios Padre y del Señor Jesucristo.
Debemos dar continuas gracias a Dios por vosotros, hermanos, como es justo, pues vuestra fe crece vigorosamente y sigue aumentado el amor mutuo de todos y cada uno de vosotros.
Esto hace que nos mostremos orgullosos de vosotros ante las iglesias de Dios por vuestra paciencia y vuestra fe en medio de todas las persecuciones y tribulaciones que estáis soportando.
Así se pone de manifiesto el justo juicio divino, de manera que lleguéis a ser dignos del reino de Dios, por el cual bien padecéis.
Nuestro Dios os haga dignos de la vocación, y con su poder lleve a término todo propósito de hacer el bien y la tarea de la fe. De este modo, el nombre de nuestro Señor Jesús será glorificado en vosotros y vosotros en él, según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo.
En aquel tiempo, Jesús dijo:
«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que viajáis por tierra y mar para ganar un prosélito y, cuando lo conseguís, lo hacéis digno de la “gehenna” el doble que vosotros!
¡Ay de vosotros, guías ciegos, que decís: “Jurar por el templo no obliga, jurar por el oro del templo sí obliga”? ¡Necios y ciegos! ¿Qué es más, el oro o el templo que consagra el oro?
O también: “Jurar por el altar no obliga, jurar por la ofrenda que está en el altar sí obliga”. ¡Ciegos! ¿Qué es más, la ofrenda o el altar que consagra la ofrenda? Quien jura por el altar, jura por él y por cuanto hay sobre él; quien jura por el templo, jura por él y por quien habita en él; y quien jura por el cielo, jura por el trono de Dios y también por el que está sentado en él».
Palabra del Señor.
Santa Mónica, Madre de San Agustín
Martirologio Romano: Memoria de santa Mónica, que, muy joven todavía, fue dada en matrimonio a Patricio, del que tuvo hijos, entre los cuales se cuenta a Agustín, por cuya conversión derramó abundantes lágrimas y oró mucho a Dios. Al tiempo de partir para África, ardiendo en deseos de la vida celestial, murió en la ciudad de Ostia del Tíber (387).
Etimológicamente: Mónica = Aquella que disfruta de la soledad, es de origen griego.
Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Hoy celebramos a Santa Mónica, que con su testimonio logró convertir a su marido, a su suegra y a su hijo, San Agustín, quién también, es un gran santo de la Iglesia.
Santa Mónica fue una mujer con una gran fe y nos entregó un testimonio de fidelidad y confianza en Dios, por lo que alcanzó la santidad cumpliendo con su vocación de esposa y madre.
Un poco de historia
Mónica, la madre de San Agustín, nació en Tagaste (África del Norte) a unos 100 km de la ciudad de Cartago en el año 332.
Formación
Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar bebidas entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy caliente) pues les decía: "Ahora cada vez que tengan sed van a tomar bebidas para calmarla. Y después que sean mayores y tengan las llaves de la pieza donde está el vino, tomarán licor y esto les hará mucho daño." Mónica le obedeció los primeros años pero, después ya mayor, empezó a ir a escondidas al depósito y cada vez que tenía sed tomaba un vaso de vino. Más sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y éste por defenderse le gritó ¡Borracha! Esto le impresionó profundamente y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a tomar jamás bebidas alcohólicas. Pocos meses después fue bautizada (en ese tiempo bautizaban a la gente ya entrada en años) y desde su bautismo su conversión fue admirable.
Su esposo
Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible, además mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno por lo espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella tuvo que aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el menor disgusto, pero éste jamás se atrevió a levantar su mano contra ella. Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir por varias décadas. La fórmula para evitar discusiones.
En aquella región del norte de África donde las personas eran sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica porqué su esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero que nunca la golpeaba, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión. Mónica les respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo, para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, pues....no peleamos".
Viuda, y con un hijo rebelde
Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca se opuso a que dedique de su tiempo a estos buenos oficios. Y quizás, el ejemplo de vida de su esposa logro su conversión. Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica que por meterse demasiado en el hogar de su nuera le había amargado grandemente la vida a la pobre Mónica. Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.
El muchacho difícil
Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a la capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y celebrado socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos. Nada le importaba la vida espiritual o la falta de ella de su hijo y Agustín, ni corto ni perezoso, fue alejándose cada vez más de la fe y cayendo en mayores y peores pecados y errores.
Una madre con carácter
Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez más preocupantes del comportamiento de su hijo. En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al ser sanado de la enfermedad abandonó su propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y prácticas de una la secta Maniquea, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa pero no cobarde, ni débil de carácter, al volver su hijo de vacaciones y escucharle argumentar falsedades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y cerró las puertas, porque bajo su techo no albergaba a enemigos de Dios.
La visión esperanzadora
Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo, Se le acercó un personaje muy resplandeciente y le dijo "tu hijo volverá contigo", y enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró a su hijo el sueño y él le dijo lleno de orgullo, que eso significaba que ello significaba que se iba a volver maniquea, como él. A eso ella respondió: "En el sueño no me dijeron, la madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre". Su respuesta tan hábil impresionó mucho a su hijo Agustín, quien más tarde consideró la visión como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el año 437. Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.
La célebre respuesta de un Obispo
En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable respuesta y lo que oyó decir en el sueño, le daban consuelo y llenaban de esperanza, a pesar de que Agustín no daba la más mínima señal de arrepentimiento.
El hijo se fuga, y la madre va tras de él
A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo de las malas influencias pero Agustín al llegar al puerto de embarque, su hijo por medio de un engaño se embarca sin ella y se va a Roma sin ella. Pero Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente toma otro barco y va tras de él.
Un personaje influyente
En Milán; Mónica conoce al santo más famoso de la época en Italia, el célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él encontró un verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que le impartió sabios. Además de Mónica, San Ambrosio también tuvo un gran impacto sobre Agustín, a quien atrajo inicialmente por su gran conocimiento y poderosa personalidad. Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable en Agustín, escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio, desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su mente y corazón a las verdades de la fe católica.
La conversión tan esperada
En el año 387, ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo bautizar.
Puede morir tranquila
Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco. Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo. Ya podía morir tranquila. Y sucedió que estando ahí en una casa junto al mar, mientras madre e hijo admiraban el cielo estrellado y platicaban sobre las alegrías venideras cuando llegaran al cielo, Mónica exclamó entusiasmada: " ¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte cristiano." Poco después le invadió una fiebre, que en pocos días se agravó y le ocasionaron la muerte. Murió a los 55 años de edad del año 387.
A lo largo de los siglos, miles han encomendado a Santa Mónica a sus familiares más queridos y han conseguido conversiones admirables.
En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que por costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que se dedicaban a la vida espiritual, despreciando adornos y vestimentas vanidosas. También la vemos con un bastón de caminante, por sus muchos viajes tras del hijo de sus lágrimas. Otros la han pintado con un libro en la mano, para rememorar el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva de su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar una página de la Biblia.
Etimológicamente: Mónica = Aquella que disfruta de la soledad, es de origen griego.
Fecha de canonización: Información no disponible, la antigüedad de los documentos y de las técnicas usadas para archivarlos, la acción del clima, y en muchas ocasiones del mismo ser humano, han impedido que tengamos esta concreta información el día de hoy. Si sabemos que fue canonizado antes de la creación de la Congregación para la causa de los Santos, y que su culto fue aprobado por el Obispo de Roma, el Papa. Hoy celebramos a Santa Mónica, que con su testimonio logró convertir a su marido, a su suegra y a su hijo, San Agustín, quién también, es un gran santo de la Iglesia.
Santa Mónica fue una mujer con una gran fe y nos entregó un testimonio de fidelidad y confianza en Dios, por lo que alcanzó la santidad cumpliendo con su vocación de esposa y madre.
Un poco de historia
Mónica, la madre de San Agustín, nació en Tagaste (África del Norte) a unos 100 km de la ciudad de Cartago en el año 332.
Formación
Sus padres encomendaron la formación de sus hijas a una mujer muy religiosa y estricta en disciplina. Ella no las dejaba tomar bebidas entre horas (aunque aquellas tierras son de clima muy caliente) pues les decía: "Ahora cada vez que tengan sed van a tomar bebidas para calmarla. Y después que sean mayores y tengan las llaves de la pieza donde está el vino, tomarán licor y esto les hará mucho daño." Mónica le obedeció los primeros años pero, después ya mayor, empezó a ir a escondidas al depósito y cada vez que tenía sed tomaba un vaso de vino. Más sucedió que un día regañó fuertemente a un obrero y éste por defenderse le gritó ¡Borracha! Esto le impresionó profundamente y nunca lo olvidó en toda su vida, y se propuso no volver a tomar jamás bebidas alcohólicas. Pocos meses después fue bautizada (en ese tiempo bautizaban a la gente ya entrada en años) y desde su bautismo su conversión fue admirable.
Su esposo
Ella deseaba dedicarse a la vida de oración y de soledad pero sus padres dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio. Este era un buen trabajador, pero de genio terrible, además mujeriego, jugador y pagano, que no tenía gusto alguno por lo espiritual. La hizo sufrir muchísimo y por treinta años ella tuvo que aguantar sus estallidos de ira ya que gritaba por el menor disgusto, pero éste jamás se atrevió a levantar su mano contra ella. Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer. Los dos menores fueron su alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir por varias décadas. La fórmula para evitar discusiones.
En aquella región del norte de África donde las personas eran sumamente agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica porqué su esposo era uno de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero que nunca la golpeaba, y en cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión. Mónica les respondió: "Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de buen genio. Cuando él grita, yo me callo, para pelear se necesitan dos y yo no acepto entrar en pelea, pues....no peleamos".
Viuda, y con un hijo rebelde
Patricio no era católico, y aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande hacia los pobres, nunca se opuso a que dedique de su tiempo a estos buenos oficios. Y quizás, el ejemplo de vida de su esposa logro su conversión. Mónica rezaba y ofrecía sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo hiciera su suegra, mujer terriblemente colérica que por meterse demasiado en el hogar de su nuera le había amargado grandemente la vida a la pobre Mónica. Un año después de su bautizo, Patricio murió, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.
El muchacho difícil
Patricio y Mónica se habían dado cuenta de que Agustín era extraordinariamente inteligente, y por eso decidieron enviarle a la capital del estado, a Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria. Pero a Patricio, en aquella época, solo le interesaba que Agustín sobresaliera en los estudios, fuera reconocido y celebrado socialmente y sobresaliese en los ejercicios físicos. Nada le importaba la vida espiritual o la falta de ella de su hijo y Agustín, ni corto ni perezoso, fue alejándose cada vez más de la fe y cayendo en mayores y peores pecados y errores.
Una madre con carácter
Cuando murió su padre, Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez más preocupantes del comportamiento de su hijo. En una enfermedad, ante el temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse católico, pero al ser sanado de la enfermedad abandonó su propósito de hacerlo. Adoptó las creencias y prácticas de una la secta Maniquea, que afirmaban que el mundo no lo había hecho Dios, sino el diablo. Y Mónica, que era bondadosa pero no cobarde, ni débil de carácter, al volver su hijo de vacaciones y escucharle argumentar falsedades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y cerró las puertas, porque bajo su techo no albergaba a enemigos de Dios.
La visión esperanzadora
Sucedió que en esos días Mónica tuvo un sueño en el que se vio en un bosque llorando por la pérdida espiritual de su hijo, Se le acercó un personaje muy resplandeciente y le dijo "tu hijo volverá contigo", y enseguida vio a Agustín junto a ella. Le narró a su hijo el sueño y él le dijo lleno de orgullo, que eso significaba que ello significaba que se iba a volver maniquea, como él. A eso ella respondió: "En el sueño no me dijeron, la madre irá a donde el hijo, sino el hijo volverá a la madre". Su respuesta tan hábil impresionó mucho a su hijo Agustín, quien más tarde consideró la visión como una inspiración del cielo. Esto sucedió en el año 437. Aún faltaban 9 años para que Agustín se convirtiera.
La célebre respuesta de un Obispo
En cierta ocasión Mónica contó a un Obispo que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín. El obispo le respondió: "Esté tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas". Esta admirable respuesta y lo que oyó decir en el sueño, le daban consuelo y llenaban de esperanza, a pesar de que Agustín no daba la más mínima señal de arrepentimiento.
El hijo se fuga, y la madre va tras de él
A los 29 años, Agustín decide irse a Roma a dar clases. Ya era todo un maestro. Mónica se decide a seguirle para intentar alejarlo de las malas influencias pero Agustín al llegar al puerto de embarque, su hijo por medio de un engaño se embarca sin ella y se va a Roma sin ella. Pero Mónica, no dejándose derrotar tan fácilmente toma otro barco y va tras de él.
Un personaje influyente
En Milán; Mónica conoce al santo más famoso de la época en Italia, el célebre San Ambrosio, Arzobispo de la ciudad. En él encontró un verdadero padre, lleno de bondad y sabiduría que le impartió sabios. Además de Mónica, San Ambrosio también tuvo un gran impacto sobre Agustín, a quien atrajo inicialmente por su gran conocimiento y poderosa personalidad. Poco a poco comenzó a operarse un cambio notable en Agustín, escuchaba con gran atención y respeto a San Ambrosio, desarrolló por él un profundo cariño y abrió finalmente su mente y corazón a las verdades de la fe católica.
La conversión tan esperada
En el año 387, ocurrió la conversión de Agustín, se hizo instruir en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo bautizar.
Puede morir tranquila
Agustín, ya convertido, dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en África, y se fueron al puerto de Ostia a esperar el barco. Pero Mónica ya había conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su hijo. Ya podía morir tranquila. Y sucedió que estando ahí en una casa junto al mar, mientras madre e hijo admiraban el cielo estrellado y platicaban sobre las alegrías venideras cuando llegaran al cielo, Mónica exclamó entusiasmada: " ¿Y a mí que más me amarra a la tierra? Ya he obtenido de Dios mi gran deseo, el verte cristiano." Poco después le invadió una fiebre, que en pocos días se agravó y le ocasionaron la muerte. Murió a los 55 años de edad del año 387.
A lo largo de los siglos, miles han encomendado a Santa Mónica a sus familiares más queridos y han conseguido conversiones admirables.
En algunas pinturas, está vestida con traje de monja, ya que por costumbre así se vestían en aquél tiempo las mujeres que se dedicaban a la vida espiritual, despreciando adornos y vestimentas vanidosas. También la vemos con un bastón de caminante, por sus muchos viajes tras del hijo de sus lágrimas. Otros la han pintado con un libro en la mano, para rememorar el momento por ella tan deseado, la conversión definitiva de su hijo, cuando por inspiración divina abrió y leyó al azar una página de la Biblia.
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