Tres monasterios alemanes han llevado el nombre de Schönau: la comunidad de monjes cistercienses vecina a Heidelberg; un convento de monjas en Franconia; y una doble casa de benedictinos, no lejos de Bonn, cuyos dos edificios fueron construidos a expensas de Hildelino, quien fue su primer abad, en 1125. En el gran convento para monjas ingresó, a la edad de doce años, una chiquilla humilde llamada Isabel. Unos seis años después, en 1147, hizo su profesión. Desde entonces se entregó con gran fervor a las actividades religiosas del convento y, a pesar de su mala salud, usaba una camisa de cerdas, se disciplinaba con cadenas y practicaba otras mortificaciones. Al referirse a sí misma en uno de sus libros, dice: «La más vil de Sus pobres creaturas, agradece a Dios que, desde el momento en que entró a la orden hasta hoy, Sus manos la han empujado con tanta insistencia, que nunca dejó de sentir sus dardos en el cuerpo». Desde que cumplió ventitrés años en adelante, estuvo sujeta a extraordinarias manifestaciones sobrenaturales, visiones celestiales y persecuciones diabólicas. En una carta dirigida a su amiga santa Hildegarda, describe Isabel la forma en que un ángel le mandó que anunciara la serie de calamidades que habrían de afligir a las gentes, a menos que hiciesen penitencia, y como ella tardó en cumplir con el mandato, el ángel se presentó de nuevo y la golpeó con un látigo, tan furiosamente, que estuvo enferma tres días. Pero algunas de las profecías hechas por boca de Isabel no se cumplieron y entonces volvió a aparecer el mensajero celestial para indicar que las gentes habían hecho penitencia y así se habían evitado las calamidades.
Por aquel entonces y durante largo tiempo, asaltaron a la santa terribles tentaciones; la mantenían en continuo sobresalto las súbitas apariciones en su celda o en otras partes del convento, de los demonios con hábitos de monjes, que se burlaban de ella y proferían horribles amenazas. En cierta ocasión vio al diablo en la forma de un gran toro negro que, al arrojarse sobre ella, se transformó en un haz de llamas de las que surgió un rebaño de cabras pestilentes. Pero aquel período de prueba sólo fue el preludio a una época de grandes consuelos y visitas de seres celestiales. Especialmente los domingos y fiestas de guardar, Isabel entraba en éxtasis durante la celebración de la misa. Según sus confesiones, durante los arrobamientos recibía admoniciones y mensajes de un ángel o del santo cuya fiesta se conmemoraba. Veía a sus visitantes celestiales con tanta claridad que, pasado el éxtasis, describía con lujo de detalles su aspecto, su vestimenta y la forma en que aparecían. De la misma manera, como si se representaran ante sus ojos corporales, presenciaba escenas de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión del Señor. Algunas de sus visiones las reprodujo en cera, sobre tablillas y, a pedido del abad Hildelino, las enviaba a su hermano Egberto, un canónigo de Bonn, que posteriormente tomó el hábito en Schönau y sucedió a Hildelino en el cargo de abad. Esas notas, complementadas con sus explicaciones orales, aparecen en tres libros sobre las visiones de Isabel, compilados y publicados por Egberto, con un prefacio propio y una lista cronológica de las experiencias religiosas de su hermana.
El primero de esos libros está escrito con un estilo sencillo, como el que hubiera podido usar la propia Isabel; pero los otros tienen mayores complicaciones, tanto en el lenguaje como en las ideas y, en ocasiones, se pone en evidencia cierta inclinación a la teología que, sin duda pertenece a Egberto y no a Isabel. El caso se pone todavía en mayor evidencia en otro de sus trabajos: «El Libro de los Caminos de Dios», que fue escrito, al parecer, como una imitación al «Scivias» de santa Hildegarda. En él aparecen advertencias muy severas y rigurosas, dirigidas a varias clases del clero y a los laicos; contiene una advocación del antipapa «Víctor IV», a quien favorecían los amigos de Egberto; y de acuerdo con los términos de la denuncia contra el Cathari y de las invectivas contra los prelados mundanos y los sacerdotes infieles, se ponen claramente de manifiesto la mente y la pluma de Egberto. El último de los libros de Isabel y el más famoso, fue una contribución suya a la Leyenda Ursulina. El libro tiene una historia singular. Las excavaciones practicadas en diversas ocasiones desde los principios del siglo doce, en uno de los distritos de Colonia, dieron como resultado el descubrimiento de una cantidad considerable de restos humanos. El sitio recibió el nombre de "Ager Ursulinus" y se creyó que, entre las osamentas, se encontraban los restos de santa Úrsula y de sus once mil vírgenes. Sin embargo, entre los huesos había esqueletos masculinos, así como gran número de tablillas (ahora se ha comprobado que todas eran falsificadas), que ostentaban los nombres de supuestos mártires. Gerlac, el abad de Deutz, quien tomó parte activa en el traslado de las supuestas reliquias de santa Úrsula, en 1142, y que pasó nueve años buscando los restos de las vírgenes, sus compañeras, recurrió a Egberto con la esperanza de que por medio de las visiones de su hermana Isabel, se aclarase el asunto que tanto le preocupaba.
Parece ser que Egberto insistió tenazmente para que su hermana accediera a ayudarlo y, presionada de esta manera, escribió una nueva versión fabulosa de la ya fantástica historia de santa Úrsula y la de todos los mártires recientemente «descubiertos» con la introducción de un tal papa Ciríaco, que nunca existió. Que esta fábula extravagante, plagada de datos históricos, que con toda facilidad podía haberse comprobado que eran falsos, conquistase inmediatamente una amplia aceptación, ilustra de nuevo la inmensa e infortunada credulidad de la época. Por otra parte, esa rápida aceptación es también una prueba de la estima que se tenía por Isabel.
Sin duda que fue, en realidad, una mujer de buen juicio para los asuntos de la vida diaria, puesto que, de lo contrario, no habría podido soportar, como lo hizo, el cargo de superiora de su comunidad durante los últimos siete años de su vida. Su cargo era el principal, después del abad, quien gobernaba la doble comunidad. Isabel murió el 18 de junio de 1164, a los treinta y ocho años de edad. Una confusión entre las abadías con el mismo nombre de Schönau, motivó que se considerase a Isabel como una monja del Císter y como a tal la registrase Molanus, en 1568, en la nueva edición del Usuardo. De ahí se trasladó su nombre al Martirologio Romano en 1584 y, desde entonces, sigue en su lugar, sin referencia alguna a sus escritos. Nunca se ha llagado a canonizar o siquiera a beatificar formalmente a Isabel, y hay muchos puntos de vista divergentes en cuanto a la naturaleza de sus visiones. Sin embargo, todos los críticos admiten que la propia Isabel, su hermano y quienes la conocieron bien, estaban firmemente convencidos de que aquellas experiencias espirituales procedían de lo alto.
Lo que sabemos sobre la vida de Isabel procede, sobre todo, de unas memorias que su hermano Egberto escribió y agregó a la mencionada colección de sus visiones. Este material biográfico, junto con una carta del propio Egberto, se halla impreso en Acta Sanctorum, junio, vol. IV. La mejor de las ediciones sobre sus escritos y visiones, es la de F. W. E. Roth (1884). Este mismo editor sacó a la luz en 1886, lo que él llama Libro de Oraciones (Gebetbuch) de Isabel.
Por aquel entonces y durante largo tiempo, asaltaron a la santa terribles tentaciones; la mantenían en continuo sobresalto las súbitas apariciones en su celda o en otras partes del convento, de los demonios con hábitos de monjes, que se burlaban de ella y proferían horribles amenazas. En cierta ocasión vio al diablo en la forma de un gran toro negro que, al arrojarse sobre ella, se transformó en un haz de llamas de las que surgió un rebaño de cabras pestilentes. Pero aquel período de prueba sólo fue el preludio a una época de grandes consuelos y visitas de seres celestiales. Especialmente los domingos y fiestas de guardar, Isabel entraba en éxtasis durante la celebración de la misa. Según sus confesiones, durante los arrobamientos recibía admoniciones y mensajes de un ángel o del santo cuya fiesta se conmemoraba. Veía a sus visitantes celestiales con tanta claridad que, pasado el éxtasis, describía con lujo de detalles su aspecto, su vestimenta y la forma en que aparecían. De la misma manera, como si se representaran ante sus ojos corporales, presenciaba escenas de la Pasión, la Resurrección y la Ascensión del Señor. Algunas de sus visiones las reprodujo en cera, sobre tablillas y, a pedido del abad Hildelino, las enviaba a su hermano Egberto, un canónigo de Bonn, que posteriormente tomó el hábito en Schönau y sucedió a Hildelino en el cargo de abad. Esas notas, complementadas con sus explicaciones orales, aparecen en tres libros sobre las visiones de Isabel, compilados y publicados por Egberto, con un prefacio propio y una lista cronológica de las experiencias religiosas de su hermana.
El primero de esos libros está escrito con un estilo sencillo, como el que hubiera podido usar la propia Isabel; pero los otros tienen mayores complicaciones, tanto en el lenguaje como en las ideas y, en ocasiones, se pone en evidencia cierta inclinación a la teología que, sin duda pertenece a Egberto y no a Isabel. El caso se pone todavía en mayor evidencia en otro de sus trabajos: «El Libro de los Caminos de Dios», que fue escrito, al parecer, como una imitación al «Scivias» de santa Hildegarda. En él aparecen advertencias muy severas y rigurosas, dirigidas a varias clases del clero y a los laicos; contiene una advocación del antipapa «Víctor IV», a quien favorecían los amigos de Egberto; y de acuerdo con los términos de la denuncia contra el Cathari y de las invectivas contra los prelados mundanos y los sacerdotes infieles, se ponen claramente de manifiesto la mente y la pluma de Egberto. El último de los libros de Isabel y el más famoso, fue una contribución suya a la Leyenda Ursulina. El libro tiene una historia singular. Las excavaciones practicadas en diversas ocasiones desde los principios del siglo doce, en uno de los distritos de Colonia, dieron como resultado el descubrimiento de una cantidad considerable de restos humanos. El sitio recibió el nombre de "Ager Ursulinus" y se creyó que, entre las osamentas, se encontraban los restos de santa Úrsula y de sus once mil vírgenes. Sin embargo, entre los huesos había esqueletos masculinos, así como gran número de tablillas (ahora se ha comprobado que todas eran falsificadas), que ostentaban los nombres de supuestos mártires. Gerlac, el abad de Deutz, quien tomó parte activa en el traslado de las supuestas reliquias de santa Úrsula, en 1142, y que pasó nueve años buscando los restos de las vírgenes, sus compañeras, recurrió a Egberto con la esperanza de que por medio de las visiones de su hermana Isabel, se aclarase el asunto que tanto le preocupaba.
Parece ser que Egberto insistió tenazmente para que su hermana accediera a ayudarlo y, presionada de esta manera, escribió una nueva versión fabulosa de la ya fantástica historia de santa Úrsula y la de todos los mártires recientemente «descubiertos» con la introducción de un tal papa Ciríaco, que nunca existió. Que esta fábula extravagante, plagada de datos históricos, que con toda facilidad podía haberse comprobado que eran falsos, conquistase inmediatamente una amplia aceptación, ilustra de nuevo la inmensa e infortunada credulidad de la época. Por otra parte, esa rápida aceptación es también una prueba de la estima que se tenía por Isabel.
Sin duda que fue, en realidad, una mujer de buen juicio para los asuntos de la vida diaria, puesto que, de lo contrario, no habría podido soportar, como lo hizo, el cargo de superiora de su comunidad durante los últimos siete años de su vida. Su cargo era el principal, después del abad, quien gobernaba la doble comunidad. Isabel murió el 18 de junio de 1164, a los treinta y ocho años de edad. Una confusión entre las abadías con el mismo nombre de Schönau, motivó que se considerase a Isabel como una monja del Císter y como a tal la registrase Molanus, en 1568, en la nueva edición del Usuardo. De ahí se trasladó su nombre al Martirologio Romano en 1584 y, desde entonces, sigue en su lugar, sin referencia alguna a sus escritos. Nunca se ha llagado a canonizar o siquiera a beatificar formalmente a Isabel, y hay muchos puntos de vista divergentes en cuanto a la naturaleza de sus visiones. Sin embargo, todos los críticos admiten que la propia Isabel, su hermano y quienes la conocieron bien, estaban firmemente convencidos de que aquellas experiencias espirituales procedían de lo alto.
Lo que sabemos sobre la vida de Isabel procede, sobre todo, de unas memorias que su hermano Egberto escribió y agregó a la mencionada colección de sus visiones. Este material biográfico, junto con una carta del propio Egberto, se halla impreso en Acta Sanctorum, junio, vol. IV. La mejor de las ediciones sobre sus escritos y visiones, es la de F. W. E. Roth (1884). Este mismo editor sacó a la luz en 1886, lo que él llama Libro de Oraciones (Gebetbuch) de Isabel.
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