Es el año 177. En las tinieblas del calabozo, los mártires de Lyón se interesan por toda la Iglesia: se alegran de todos sus triunfos, rezan por todos sus hijos y recogen todas las noticias que les hablan de sus hermanos esparcidos por todo el mundo. Un día llega hasta ellos un extraño rumor que les llena de júbilo: el fin de los tiempos se acerca, el imperio de Belial será destruido. Jesús va a volver al frente de sus legiones angélicas para fundar sobre las ruinas de las antiguas naciones el reino de su Padre. Así lo anuncian Montano y los demás profetas de Frigia. Luces de esperanza iluminan la prisión; ¿acaso la venida de Cristo no es para los mártires el fin de los sufrimientos? Pero hay gentes que se ríen de los profetas asiáticos, hay sacerdotes que los condenan, hay obispos para quienes las ideas escatológicas y las prácticas austeras del montañismo no son más que una nueva herejía. No obstante, los prisioneros siguen atentos los vaticinios, simpatizan con los rígidos milenaristas y escriben a las Iglesias para recomendarles «la paz y la unión». Escriben, sobre todo, a la Iglesia de Roma, donde preside el obispo Eleuterio; y el portador de la carta es su colega y su hermano, el obispo Ireneo. «Os rogamos—dicen al Papa—que le atendáis y le escuchéis; está abrasado por el celo del Testamento de Cristo. Si supiéramos que un título puede conferir alguna justicia al qué le lleva, os le hubiéramos presentado como un sacerdote de la Iglesia.»
Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»
Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»
Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.
Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»
Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»
Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.
Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.
Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.
Evidentemente, Ireneo ocupa ya un puesto importante en la comunidad cristiana de Lyón, tal vez el primer puesto después del obispo Potino. Cuando el obispo muere, agotado por los rigores de la prisión, los fieles le designan para sucederle. Malos tiempos corren para sus correligionarios: el odio popular les persigue, y en todo instante deben estar preparados para el martirio. Ireneo guía las almas hacia Cristo: alrededor suyo, en aquella joven Iglesia de la Galia, que se está formando, hay fervor entusiasta, exaltación religiosa, carismas de visiones, de profecías, de éxtasis, y estremecimientos de júbilo y de temor. «¡Oh raza divina del Pez celestial—rezaba uno de aquellos cristianos—, recibe con un corazón lleno de respeto la vida inmortal entre los mortales; rejuvenece tu alma, amigo mío, en las aguas divinas, por las ondas eternas de la sabiduría que da los tesoros. Recibe el alimento, dulce como la miel, del Salvador de los santos; toma, come y bebe, con el Ijzus[1] en tus manos. Ijzus[1], dame la gracia que yo deseo ardientemente, Señor y Salvador; que mi madre repose en paz, te lo pide tu hijo, oh luz de los muertos.»
Con su saber y su virtud, Ireneo mantenía viva la llama evangélica en su nueva patria. Porque él no era galo. Como otros muchos de los que dieron a conocer el cristianismo en las orillas del Ródano, había nacido en el Asia Menor, cerca de Esmirna. Adorador ferviente de Cristo, viajó inquieto durante su juventud buscando a través del Oriente los mejores expositores del Evangelio. Curioso y exigente, no quiso ser discípulo de nadie, pero oyó a muchos maestros que habían vivido en el trato íntimo de los Apóstoles. Papías inflamó su adolescencia con sus historias y sus fábulas, con sus sueños místicos y sus descripciones fantásticas del reino milenario, en que las viñas habían de tener diez mil cepas, y cada cepa diez mil ramas, y cada rama diez mil racimos, y cada racimo diez mil uvas, y cada una veinticinco metretas de vino. Más fuerte impresión hizo sobre él la enseñanza del gran obispo de Esmirna, San Policarpo, a quien habían distinguido con su amistad San Juan Evangelista y San Ignacio. Recordando a esta gran figura del cristianismo primitivo, decía más tarde: «Aún podría señalaros el lugar en que se sentaba el bienaventurado Policarpo para repetirnos las palabras de los antiguos y contarnos lo que sabía respecto a Jesús, a sus milagros y a su doctrina. Parece que le estoy viendo entrar y salir: su imagen, su andar, su género de vida, los discursos que dirigía al pueblo, todo está grabado en mi corazón.»
Pero no se contentaba, como Papías, con la palabra viva de las tradiciones orales, sino que trataba de completarlas e iluminarlas con toda suerte de conocimientos literarios. Leía infatigablemente libros cristianos y judíos, religiosos y profanos; moldeaba su espíritu en todas las producciones de la literatura bíblica y helénica, y, como dirá Tertuliano. exploraba con curiosidad infatigable todas las doctrinas. La Biblia, sobre todo, se ha convertido en sangre y alimento de su vida; piensa con ella y siente a través de ella; toda idea, toda imagen que nace en su mente, despierta en él un mundo de recuerdos, que proceden directamente de los libros inspirados. San Pablo y San Juan son sus autores favoritos. Pero conoce también la literatura clásica: cita a Hornero, a Píndaro, a Hesíodo, a Stesícoro; compara ingeniosamente a los gnósticos, que adoran a los ángeles y desconocen a Dios, con el perro de Esopo, que deja la presa por la sombra; y piensa en Edipo, el rey que se saca los ojos cuando ve a los herejes ciegos ante las luces de las Sagradas Escrituras. Ha penetrado en los sistemas filosóficos, desde las rudimentarias disquisiciones de los antesocráticos hasta la doctrina platónica del mundo sensible, imagen y reflejo del mundo eterno, pasando por las teorías del vacío y de los átomos de Demócrito y Epicuro, por el determinismo de los estoicos y los números de Pitágoras. Si desconoce el peripatetismo, es que Aristóteles se había eclipsado entonces en las escuelas.
Tal vez en sus peregrinaciones científico-religiosas Ireneo se ha encontrado con San Justino; desde luego, conoce sus obras y simpatiza con él. Conoce, como él, la historia del pensamiento de su tiempo; y aunque no tiene gran inclinación al pensamiento abstracto, pertenece, como él, a la raza griega. Su helenismo se refleja en su horror a las divagaciones, en su gusto del detalle, del hecho preciso y concreto, en el buen sentido y en la serenidad de su espíritu. Se ríe de los eones de los gnósticos, de sus complicadas genealogías y de sus abortos divinos, como Sócrates se había reído de los sofistas, y su buen gusto queda desconcertado ante el simbolismo extravagante, ante las ridículas mixtificaciones «de aquellos hombres imprudentes que no están satisfechos si no nadan en lo incomprensible». Pero este hombre de espíritu griego tiene un alma profundamente cristiana. El rasgo que le caracteriza es la profundidad de su fe: Dios. Cristo y la Iglesia son sus tres grandes amores; bellas palabras sobre la luz, sobre la vida, sobre el amor, revelan en él al discípulo de San Juan; el entusiasmo religioso se armoniza en su alma con una moderación admirable, y si tiene menos talento que Tertuliano, le supera por las cualidades del corazón. Suya es aquella expresión exquisita y profunda, digna de San Pablo: «No hay Dios sin bondad: Deus non est cui bonitas desit.»
Era tan pacífico como lo indica su nombre, dijeron de él los antiguos. Movido por sus exhortaciones, el Papa Víctor suspendió el rayo del anatema, que estaba a punto de lanzar contra los asiáticos, porque celebraban la Pascua el mismo día que los judíos y no aguardaban al domingo siguiente. De San Policarpo había heredado la simplicidad evangélica y el fervor religioso. Podemos aplicarle lo que él decía del obispo de Esmirna: «Delante de Dios me atrevo a asegurar que si este hombre bienaventurado oyera las blasfemias de los herejes, se hubiera tapado los oídos, exclamando según su costumbre: «¡Buen Dios, a qué tiempo me has reservado a fin de tolerar estas cosas! Y hubiera huido lleno de dolor.» Este sentimiento de fe es el que anima su pluma y pone en su rostro una amarga tristeza ante los estragos que la herejía causa entre sus hermanos. A veces se ríe amablemente de los extraviados, pero nunca deja de amarlos y de rezar por ellos. «Pido sin cesar—dice en una parte—para que se levanten de la fosa que se han abierto; para que se separen de su falsa madre, y salgan del abismo, y dejen el vacío, y abandonen la sombra; para que nazcan verdaderamente, entrando en la Iglesia de Dios; para que formen a Cristo en sí mismos y conozcan al Autor y Creador del Universo, el solo verdadero Dios y Señor de todas las cosas. Tal es mi oración. Al dirigirla al Padre de las luces, mi amor es más útil para ellos que aquel con que ellos creen amarse. Es un amor verdadero y saludable, aunque a veces parezca como la medicina amarga que arranca la piel muerta a causa de las heridas. Jamás me cansaré de tender la mano para salvarles.»
Así hablaba Ireneo en su gran obra La gnosis, desenmascarada y refutada. La gnosis, gran herejía de aquel tiempo, contra la cual habían luchado ya San Juan Evangelista y San Pablo, no era más que la evolución del pensamiento judío a impulso de la curiosidad filosófica de los griegos, el intento de armonizar la religión revelada con la religión helénica. Es el choque de tres corrientes: el espíritu griego, que se esfuerza por absorber en sí el judaísmo y el cristianismo; el espíritu judío, que tiende a asimilarse el pensamiento cristiano y el pensamiento helénico, y el espíritu cristiano, que acomete la empresa, legítima en su principio, pero desviada en su ruta, de dar a los dogmas y prácticas del cristianismo una expresión filosófica. A vueltas de muchas extravagancias en sus fórmulas y en sus símbolos, la gnosis abordaba la solución de problemas, sutiles, como el del origen del mal y su reparación, el del contacto del Infinito con lo finito, el de las relaciones entre Dios y el mundo. La idea inspiradora era noble y grandiosa. Ante todo, un puro monoteísmo, como punto de partida; una divinidad despojada de todo concepto aplicable a la naturaleza humana; un Ser infinitamente distanciado del mundo visible: el Padre, la Mónada, el Abismo, el gran Silencio. El silencio eterno en las profundidades de un abismo infinito: tal es el único concepto digno de la divinidad. Mas he ahí la materia, palpable y grosera: he ahí el mal, sensible y desgarrador; he ahí el corazón del hombre aspirando a la purificación, al desprendimiento de la materia, a la unión con Dios. ¿Cómo suprimir las distancias, cómo resolver el problema pavoroso, cómo unir al hombre caído con el Dios inaccesible? Los gnósticos, los hombres de la ciencia, meditan durante más de un siglo sobre estas inquietantes cuestiones, en Roma y en Atenas, en Alejandría y en Asia Menor; y surge un tropel de seres intermediarios, de fuerzas, de ideas, de demiurgos, cuyos nombres resuenan en todas las escuelas, y cuyo destino es explicar el origen del pecado, del hombre, del mundo, de toda la materia sensible. Son los eones, ecos del silencio divino, ejecutores de las voluntades eternas; espíritus angélicos, que salen del abismo para cumplir celestes embajadas. Uno de ellos es Jesús de Nazareth, que, después de muchos ensayos inútiles, logra finalmente salvar al hombre, trágicamente sacudido por las fuerzas de dos mundos contrarios, y señalarle el camino de la felicidad perfecta por la absorción en la Mónada.
Tal era el gran peligro que amenazaba a la Iglesia al terminar el siglo II, y contra el cual dirige el obispo de Lyón su libro famoso. Empieza por exponer las doctrinas que intenta destruir. Como su Dios, la secta gnóstica es oscura y misteriosa; quiere atraer a la multitud con el esoterismo prestigioso de los misterios griegos. Ireneo ha comprendido que revelar el sistema es casi vencerle. «Quiero que todos conozcan esta doctrina—dice—; después, pocas palabras me bastarán para aniquilarla. Cuando un animal salvaje se oculta en un bosque, no hay como aislar el bosque e iluminarle para dar caza al animal.» Esto es lo que él realiza con ingenio y habilidad, sin figuras retóricas, sin pretensiones literarias. «No tengo la costumbre de escribir —nos dice—; no he estudiado el arte del discurso. Habitando en medio de los celtas, obligado a hablar un lenguaje bárbaro, no esperéis de mí las galas de la elocuencia ni las gracias del estilo. Recibid con caridad lo que la caridad nos ha hecho escribir en un lenguaje sencillo, pero conforme a la verdad.» Es un exceso de modestia. Hoy no tenemos el texto griego, que San Jerónimo llamaba doctísimo y elocuentísimo; pero en la traducción latina podemos adivinar las cualidades de un gran escritor. Hay, ciertamente, rigidez en el lenguaje, desorden en la concepción y numerosas repeticiones; pero vemos, al mismo tiempo, vigor en la expresión, energía en el razonamiento, claridad y precisión, serenidad y mesura. Con frecuencia, el estilo se anima, se llena de vida y de color, se ilumina con pensamientos de un poderoso relieve. El pensamiento general es también vigoroso y profundo: O dualismo—dice Ireneo a sus adversarios—o panteísmo. O separáis a Dios del mundo, o confundís al uno con el otro; en ambos casos, destruís la verdadera noción de Dios. Si ponéis a la creación fuera de Dios, cualquiera que sea el nombre de vuestra materia eterna, vacío, caos o tiniebla, limitáis el ser divino, lo cual equivale a negarle. Decís que el mundo ha podido ser obra de los ángeles; perfectamente. Pero una de dos: a los ángeles obraron contra la voluntad del Ser supremo, o por mandato suyo. En el primer caso, acusáis a Dios de impotente; en la segunda hipótesis, caéis, a pesar vuestro, en la doctrina cristiana, que considera a los ángeles como instrumentos de Dios. Si, por el contrario, afirmáis que la creación está en Dios, que no es más que un desenvolvimiento de la sustancia divina, os hundís en un absurdo mayor. Entonces todas las imperfecciones de las criaturas serían lunares del Criador. Porque si, como decís, el mundo es fruto de la ignorancia y del pecado, el resultado de una decadencia en las sucesivas emanaciones de la divinidad, una degeneración progresiva del Ser, o, usando vuestra metáfora favorita» una mancha en el manto de Dios, es la misma naturaleza divina la que se envilece, la que degenera, la que tildáis de vicio e imperfección; y así, al intentar conservar en toda su pureza la noción de Dios, la corrompéis y la aniquiláis.
Tal fue la fuerza de estos argumentos, que ha podido decirse con verdad que San Ireneo mató al gnosticismo. No pudiendo responder, la secta se transformó en un sentido teúrgico y mágico, y esta transformación fue el principio de su ruina. Pero, además, es un hecho que San Ireneo puso los fundamentos de la teología cristiana, que él vivió con todo su ser, con la inteligencia y con el corazón. Iluminó y completó la enseñanza de la Escritura con la enseñanza de la tradición de las Iglesias apostólicas, y en especial de la Iglesia romana, «la muy grande, la muy antigua, conocida de todos, fundada por los príncipes de los Apóstoles, con títulos para reclamar la primacía soberana y la obediencia de todas las Iglesias». Creyente y filósofo, distinguió con seguridad maravillosa el dogma hacia el cual deben converger, como los radios al centro de la circunferencia, todas las teorías, todas las ideas cristianas, condensando esta doctrina en una fórmula radiosa: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios.» Como teólogo, sólo San Agustín y Orígenes se le pueden comparar, en los primeros siglos, por la visión sintética, armoniosa y completa de la doctrina cristiana; y tanto por la riqueza de su pensamiento como por su método, su nombre es el más importante que registra la historia del dogma entre el águila de Palmos y el águila de Hipona.
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