Cautivo a los diez años, empezó a mirar la vida en su realidad fuerte y grave. No reía fácilmente, dice de él su biógrafo. En otro tiempo había jugado a orillas del Miño, aturdiendo con sus gritos infantiles el pórtico de la basílica episcopal de Túy. Sobrino del obispo Hermogio, crecía junto al santuario, destinado también él a las altas dignidades eclesiásticas. Estudiaba la gramática y el salterio, cantaba en el coro las bellas melodías mozárabes, y en las grandes solemnidades presentaba el incienso delante del altar en cajas de marfil con incrustaciones de plata. Ahora todo estaba ya muy lejos: los grillos oprimían sus pies, la estrechez de la prisión acongojaba su espíritu; su destino era la esclavitud. Vivía con otros cautivos cerca de los palacios del califa. Un guardia entraba diariamente en la cárcel armado de un látigo, y, guiados por él, los presos se dirigían a su tarea: hoy trabajaban en los jardines reales, mañana en la mezquita, o en los baños, o en alguna de aquellas grandes construcciones con que el poderoso emir embellecía su capital. ¿Cómo iba a reír el pobre niño? No había esperanza para él en la tierra: los suyos habían sido con él como hombres sin entrañas. Llegó a Córdoba engañado. «Vamos a ver al tío», le dijeron seguramente; y él se dejó llevar, contento con la idea de ver mundo y de conocer aquella gran ciudad, famosa por sus opulencias y su poder. Allí estaba Hermogio, sepultado en un calabozo. Un año antes apresado en la batalla de Val de Junquera (920), había sido llevado a Córdoba y colocado bajo la vigilancia de la guardia real. En el silencio de su reclusión, pensaba en las fiestas brillantes de la corte leonesa, en las magnificencias catedralicias de Túy, en las tierras y en los siervos, y en el rescate inmediato. Y el rescate había llegado: era su sobrino.
Mientras el obispo pasaba el duero, el niño iba a ocupar su puesto en la prisión. Al principio creyó que aquello acabaría pronto. Al despedirse de él, Hermogio le había dado los más sanos consejos y las más bellas esperanzas. «Adiós, hijo mío—debió de decirle—; pronto nos veremos otra vez; voy allá para reunir el oro que exigen estos moros malditos.» Pero los días pasaban, y el niño no volvió a saber nada de su tierra. Sabía que allá en la frontera cristianos y musulmanes seguían combatiendo, y de cuando en cuando llegaban a la capital nuevos rebaños de prisioneros. Al principio lloró lágrimas abrasadoras, pero acabó por resignarse con su suerte. La fe le sostenía; rezaba los salmos que había aprendido en la escuela de Túy; descansaba de las fatigas del día buscando en su encierro el rayo de luz que se deslizaba por la estrecha ventana para descifrar la escritura de los códices visigóticos. Era un lector asiduo, y cuando no entendía la lectura, consultaba a los clérigos que estaban presos con él. Su fervor religioso le inspiraba santos atrevimientos: discutía con los musulmanes, y, dotado de una palabra fácil y de mucha gracia en el decir, llegó a confundirlos más de una vez.
Sin embargo, sus carceleros le miraban con simpatía y le trataban sin rigor. Jamás alborotó en la cárcel, ni les miró con odio, ni tuvo con ellos palabras o actitudes de rebelión. Además, veían en él una gracia que presagiaba el más halagüeño porvenir. En los tres o cuatro años que llevaba de cautiverio, Pelayo había crecido sin que el encierro le robase el color encendido de sus mejillas, ni la enfermedad afease su cuerpo. Si su conversación cautivaba, su presencia le ganaba el afecto de cuantos le trataban. La misma melancolía que su desgracia había dejado impresa en sus ojos, añadía un nuevo encanto a la belleza de su amable adolescencia. Muchas veces, en la confusión inmoral del ergástulo, tuvo necesidad de una energía heroica para guardar la pureza de su alma. «Y Dios quiera—pensaba él en sus meditaciones—que no me vea en apuros más terribles.» Aunque niño, se había dado cuenta de la corrupción que reinaba en aquella ciudad de los soberbios palacios, de los maravillosos jardines, de las tres mil mezquitas y de los novecientos baños; ciudad donde se rendía culto al amor en todas las formas, donde los poetas cantaban las gracias de los mancebos con versos apasionados, donde los eunucos y los libertos llegaban a comprar los más altos puestos del Estado con la prostitución de su conciencia. El antiguo estudiante de Túy podía ver en la cumbre de los honores a muchachos que en otro tiempo habían dormido, como él, en el suelo: eran generales, administraban las rentas del califa, tenían esclavos, tierras, casas, jardines; formaban bibliotecas, se rodeaban de literatos y clientes y miraban con desdén a la antigua aristocracia. Era la política de Abderramán III: todos los empleos los puso en manos de esclavos, cogidos en guerra, vendidos por los piratas en los puertos del Mediterráneo, o traídos por tratantes judíos de Francia y Alemania. Instrumentos dóciles y flexibles en sus manos, empezaban por abandonar su religión, y a cambio de la confianza con que se les honraba, prestábanse a los más infames servicios.
Y sucedió que un día el carcelero se acercó a Pelayo y le dijo: «Muchacho, te felicito; el rey se ha acordado de ti y quiere honrarte.» Los que le rodeaban miráronle con envidia, pero él empezó a temblar. Luego vinieron unos servidores de palacio y se lo llevaron. Antes de entrar en el alcázar, rompieron sus cadenas, le despojaron del saco de los cautivos, bañaron su cuerpo con agua perfumada, rizaron y peinaron artísticamente sus cabellos, le vistieron una túnica de seda y le ciñeron un brillante cinturón. Era la hora del mediodía cuando Pelayo atravesaba los patios que había en torno de la mansión. No vio ni las fuentes de mármol, ni los espléndidos jardines, ni los áureos arte-sonados, ni los tapices orientales que colgaban de las paredes; ni oyó las recomendaciones que le hacía su introductor acerca del ceremonial de la visita. Una sola cosa absorbía todo su ser: la nueva orientación de su vida. Habíanle dicho que el rey le llamaba tal vez para hacerle su copero; pero aquel ambiente cortesano se le presentaba lleno de lazos para su fe y su virtud, y su pequeño corazón de catorce años temblaba. Su mismo azoramiento le hacía más amable todavía. A su paso, los guardias sudaneses inclinaban sus cabezas con respeto, como si pasase un príncipe. Un cortesano salió a su encuentro, le cogió de la mano y le introdujo en un amplio salón. Los aromas llenaban la estancia; rutilaban las líquidas espumas en los vasos de. cristal; temblaban los rayos del sol al caer sobre las joyas y las bandejas. En el fondo, arrellanado entre cojines, un hombre sonreía: cabello rubio, ojos azules, color blanco y sonrosado, rostro afable y hermoso y agradable mirar. Era el príncipe, el más poderoso de los sultanes cordobeses, el emir de los creyentes, Abderramán III el Victorioso. Los historiadores han alabado la bondad de su corazón, su ánimo virtuoso y la grandeza de su alma. Pero la sensualidad le dominaba; digno gobernante de un pueblo de afeminados, no tenía bastante con su harén; necesitaba un séquito numeroso de efebos, escogidos entre sus miles de esclavos.
El niño se acercó haciendo las tres postraciones de rúbrica, y besó la mano del emir. Abderramán le miró rápidamente, admirando su talle esbelto, sus carnes de color de rosa y de jazmín, su mirada temblorosa, su abundante cabellera, rubia tal vez, con ese rubio pálido que era el preferido de todos los omeyas cordobeses. Después dijo sonriente: «Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder: pues una gran parte de todo ello será para ti. Tendrás oro, plata, vestidos, alhajas, caballos; tendrás un magnífico palacio junto al real alcázar, y en él tendrás esclavos, esclavas y cuanto puedas apetecer. Pero es preciso que te hagas musulmán como yo, porque he oído que eres cristiano y que empiezas ya a discutir en defensa de tu religión.» El califa se detuvo, observando la impresión que sus palabras hacían en el muchacho. Este, con serenidad, y al mismo tiempo con energía, contestó: «Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo, aunque no lo quieras.» Es posible que Abderramán no comprendiese toda la decisión que había en esta respuesta; la gracia del muchacho y el encanto de su voz le cegaban. Llevado de su instinto brutal, se adelantó hacia él y le tocó su túnica con las manos. Lleno de ira, el santo adolescente retrocedió, diciendo: «¡Atrás, perro! ¿Crees acaso que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?» Y al mismo tiempo hizo añicos su túnica de seda. «Llevadle de aquí —dijo entonces el príncipe a sus cortesanos—; educadle mejor si podéis; de lo contrario, sabéis el castigo que merece.» Vinieron después los ruegos y las amenazas, pero nada pudo vencer el ánimo heroico del mártir. Pelayo repetía sin cesar: «Señor, libradme de las garras de mis enemigos.» Y ya no volvió a atravesar los umbrales de la cárcel; colocado en una máquina de guerra, fue lanzado desde un patio del alcázar hasta el lado opuesto del río, y como todavía diese muestras de vida, llegó un negro de la guardia y segó su cabeza. Caía la tarde cuando se presentaba en la mesa del reino celeste con la copa de su fe y de su amor.
Mientras el obispo pasaba el duero, el niño iba a ocupar su puesto en la prisión. Al principio creyó que aquello acabaría pronto. Al despedirse de él, Hermogio le había dado los más sanos consejos y las más bellas esperanzas. «Adiós, hijo mío—debió de decirle—; pronto nos veremos otra vez; voy allá para reunir el oro que exigen estos moros malditos.» Pero los días pasaban, y el niño no volvió a saber nada de su tierra. Sabía que allá en la frontera cristianos y musulmanes seguían combatiendo, y de cuando en cuando llegaban a la capital nuevos rebaños de prisioneros. Al principio lloró lágrimas abrasadoras, pero acabó por resignarse con su suerte. La fe le sostenía; rezaba los salmos que había aprendido en la escuela de Túy; descansaba de las fatigas del día buscando en su encierro el rayo de luz que se deslizaba por la estrecha ventana para descifrar la escritura de los códices visigóticos. Era un lector asiduo, y cuando no entendía la lectura, consultaba a los clérigos que estaban presos con él. Su fervor religioso le inspiraba santos atrevimientos: discutía con los musulmanes, y, dotado de una palabra fácil y de mucha gracia en el decir, llegó a confundirlos más de una vez.
Sin embargo, sus carceleros le miraban con simpatía y le trataban sin rigor. Jamás alborotó en la cárcel, ni les miró con odio, ni tuvo con ellos palabras o actitudes de rebelión. Además, veían en él una gracia que presagiaba el más halagüeño porvenir. En los tres o cuatro años que llevaba de cautiverio, Pelayo había crecido sin que el encierro le robase el color encendido de sus mejillas, ni la enfermedad afease su cuerpo. Si su conversación cautivaba, su presencia le ganaba el afecto de cuantos le trataban. La misma melancolía que su desgracia había dejado impresa en sus ojos, añadía un nuevo encanto a la belleza de su amable adolescencia. Muchas veces, en la confusión inmoral del ergástulo, tuvo necesidad de una energía heroica para guardar la pureza de su alma. «Y Dios quiera—pensaba él en sus meditaciones—que no me vea en apuros más terribles.» Aunque niño, se había dado cuenta de la corrupción que reinaba en aquella ciudad de los soberbios palacios, de los maravillosos jardines, de las tres mil mezquitas y de los novecientos baños; ciudad donde se rendía culto al amor en todas las formas, donde los poetas cantaban las gracias de los mancebos con versos apasionados, donde los eunucos y los libertos llegaban a comprar los más altos puestos del Estado con la prostitución de su conciencia. El antiguo estudiante de Túy podía ver en la cumbre de los honores a muchachos que en otro tiempo habían dormido, como él, en el suelo: eran generales, administraban las rentas del califa, tenían esclavos, tierras, casas, jardines; formaban bibliotecas, se rodeaban de literatos y clientes y miraban con desdén a la antigua aristocracia. Era la política de Abderramán III: todos los empleos los puso en manos de esclavos, cogidos en guerra, vendidos por los piratas en los puertos del Mediterráneo, o traídos por tratantes judíos de Francia y Alemania. Instrumentos dóciles y flexibles en sus manos, empezaban por abandonar su religión, y a cambio de la confianza con que se les honraba, prestábanse a los más infames servicios.
Y sucedió que un día el carcelero se acercó a Pelayo y le dijo: «Muchacho, te felicito; el rey se ha acordado de ti y quiere honrarte.» Los que le rodeaban miráronle con envidia, pero él empezó a temblar. Luego vinieron unos servidores de palacio y se lo llevaron. Antes de entrar en el alcázar, rompieron sus cadenas, le despojaron del saco de los cautivos, bañaron su cuerpo con agua perfumada, rizaron y peinaron artísticamente sus cabellos, le vistieron una túnica de seda y le ciñeron un brillante cinturón. Era la hora del mediodía cuando Pelayo atravesaba los patios que había en torno de la mansión. No vio ni las fuentes de mármol, ni los espléndidos jardines, ni los áureos arte-sonados, ni los tapices orientales que colgaban de las paredes; ni oyó las recomendaciones que le hacía su introductor acerca del ceremonial de la visita. Una sola cosa absorbía todo su ser: la nueva orientación de su vida. Habíanle dicho que el rey le llamaba tal vez para hacerle su copero; pero aquel ambiente cortesano se le presentaba lleno de lazos para su fe y su virtud, y su pequeño corazón de catorce años temblaba. Su mismo azoramiento le hacía más amable todavía. A su paso, los guardias sudaneses inclinaban sus cabezas con respeto, como si pasase un príncipe. Un cortesano salió a su encuentro, le cogió de la mano y le introdujo en un amplio salón. Los aromas llenaban la estancia; rutilaban las líquidas espumas en los vasos de. cristal; temblaban los rayos del sol al caer sobre las joyas y las bandejas. En el fondo, arrellanado entre cojines, un hombre sonreía: cabello rubio, ojos azules, color blanco y sonrosado, rostro afable y hermoso y agradable mirar. Era el príncipe, el más poderoso de los sultanes cordobeses, el emir de los creyentes, Abderramán III el Victorioso. Los historiadores han alabado la bondad de su corazón, su ánimo virtuoso y la grandeza de su alma. Pero la sensualidad le dominaba; digno gobernante de un pueblo de afeminados, no tenía bastante con su harén; necesitaba un séquito numeroso de efebos, escogidos entre sus miles de esclavos.
El niño se acercó haciendo las tres postraciones de rúbrica, y besó la mano del emir. Abderramán le miró rápidamente, admirando su talle esbelto, sus carnes de color de rosa y de jazmín, su mirada temblorosa, su abundante cabellera, rubia tal vez, con ese rubio pálido que era el preferido de todos los omeyas cordobeses. Después dijo sonriente: «Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder: pues una gran parte de todo ello será para ti. Tendrás oro, plata, vestidos, alhajas, caballos; tendrás un magnífico palacio junto al real alcázar, y en él tendrás esclavos, esclavas y cuanto puedas apetecer. Pero es preciso que te hagas musulmán como yo, porque he oído que eres cristiano y que empiezas ya a discutir en defensa de tu religión.» El califa se detuvo, observando la impresión que sus palabras hacían en el muchacho. Este, con serenidad, y al mismo tiempo con energía, contestó: «Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo, aunque no lo quieras.» Es posible que Abderramán no comprendiese toda la decisión que había en esta respuesta; la gracia del muchacho y el encanto de su voz le cegaban. Llevado de su instinto brutal, se adelantó hacia él y le tocó su túnica con las manos. Lleno de ira, el santo adolescente retrocedió, diciendo: «¡Atrás, perro! ¿Crees acaso que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?» Y al mismo tiempo hizo añicos su túnica de seda. «Llevadle de aquí —dijo entonces el príncipe a sus cortesanos—; educadle mejor si podéis; de lo contrario, sabéis el castigo que merece.» Vinieron después los ruegos y las amenazas, pero nada pudo vencer el ánimo heroico del mártir. Pelayo repetía sin cesar: «Señor, libradme de las garras de mis enemigos.» Y ya no volvió a atravesar los umbrales de la cárcel; colocado en una máquina de guerra, fue lanzado desde un patio del alcázar hasta el lado opuesto del río, y como todavía diese muestras de vida, llegó un negro de la guardia y segó su cabeza. Caía la tarde cuando se presentaba en la mesa del reino celeste con la copa de su fe y de su amor.
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