Encinares de Carrasquilla, montes de Cirueña y de Grañon, atravesados por el filo sutil del serranillo, vega fértil del Oja, y allá en el centro, rodeada de viñas y de huertos, envuelta en aromas de espliego y de manzanos, la ciudad torreada y almenada, otro santuario de la tierra española, Santo Domingo de la Calzada.
Allí se detuvo en 1044 el primer habitante de la vega. Antes de él, todo ello era un bosque de encinas, de robles y carrascos, poblado de ciervos y jabalíes. Pero el recién llegado era un colonizador animoso. No traía oro, ni bueyes, ni arados, ni un hacha siquiera. Dicen que su único instrumento era una hoz. Pero venía armado de una energía heroica, con unos ojos límpidos y dulces, con un alma anhelante de trabajos y abrasada en el fuego de los santos amores. Era un varón de deseos. Podemos figurárnosle joven —algo más de veinte años—, sencillo hasta el candor, robusto y casi atlético. Su historia anterior había sido una serie de experiencias, de anhelos y de fracasos. Primero, la vida pastoril, por la ribera del Ebro, luchando con las lluvias y los lobos, recogiendo entre los tamujales las altas enseñanzas de su único libro, la Naturaleza. Muchas veces, desde la colina, el pellejo en la espalda, la cuerna en el cinto, apoyado con las dos manos sobre la cayada de roble, según costumbre de los pastores de Castilla y acaso de los pastores de todo el mundo, vio descender la tarde con su paso místico y callado; hasta que un día, entre el rumor de los cencerros y el murmullo de la brisa, oyó la voz de Dios.
Con frecuencia, el sencillo adolescente había oído hablar de San Millán y de su monasterio, el gran monasterio riojano, donde los monjes se hacían santos, sabios y artistas. También él quiso ser monje, y, a ser posible, santo y artista. En sus años de pastor había observado que no se daba mala maña para hacer cruces, estrellas y hasta figuras de ovejas, de gallos y perros en el cuerno de la leche y en el callado de roble. Y se presentó en la portería del convento, confundido, tal vez, entre un grupo de pobres y vagabundos que iban a pedir limosna. Pero si los demás desaparecían después de recibir su ración, él permanecía a la puerta con ganas de decir su secreto.
—Tú, ¿qué quieres? —le preguntó el viejo portero, clavando en él unos ojillos algo desconfiados.
—Quiero ser monje—respondió el mancebo, algo acobardado.
—¿Cómo te llamas?
—Domingo.
—¿De dónde eres?
—De Viloria.
—Y ¿dónde está Viloria?
—No está lejos de aquí, a unas horas de camino, en las cercanías del Ebro.
—Y ¿qué sabes hacer?
—Sé guardar ovejas; he sido pastor.
El monje meneó la cabeza, y el abad la meneó también cuando le dijeron que había un postulante. El joven insistió diciendo que también San Millán había sido pastor. Pero no era eso sólo: diariamente llegaban al monasterio gentes desconocidas que pedían un puesto en el coro monacal. Había que distinguirlos bien, porque muchos venían huyendo de la tierra, del rebaño o de la servidumbre a que estaban sujetos. Tal vez el pastor de Viloria era uno de ésos: nadie le recomendaba, y él, pensando que bastaba la buena voluntad, se había olvidado de proveerse de una carta de presentación.
Rechazado en San Millán, presentóse Domingo en la abadía cercana de Santa María de Valvanera. Otra vez la misma respuesta negativa. Pensó entonces en la vida eremítica, y se internó en uno de los montes que rodean al San Lorenzo. Allí encontró un anacoreta, a quien rogó que le enseñase a practicar aquella vida; pero el solitario le dijo bruscamente: «Si quieres servir a Dios en la soledad, puedes quedarte en esta choza; ya me buscaré yo otra.» La proposición no era excesivamente generosa. Hartas cuevas había entre aquellas rocas que podrían abrigarle mejor que aquel tugurio. Optó el joven por refugiarse en una de ellas y ponerse bajo la dirección inmediata de Dios, ya que los hombres se mostraban con él tan poco complacientes. Con la mejor voluntad del mundo comenzó a practicar todas las cosas que, a su entender, eran propias de los ermitaños: rezar, ayunar, martirizar su carne y hacer otras clases de penitencia. Como no era un prófugo del trabajo, según habían creído, tal vez, los cenobitas de La Cogolla, quiso cultivar el campo que se extendía delante de su cobija, y pronto el erial se convirtió en un huerto que le daba sabrosas coles y rábanos espléndidos. Pero un día, Domingo oyó hablar de un obispo que venía del otro lado del mar, precedido de un gran renombre de virtud. Era el obispo de Ostia, Gregorio, un santo varón que ponía en fuga con una palabra las nubes de las langostas, y llegaba a España como legado de Benedicto IX. Como otros muchos, el joven penitente salió a besarle el anillo, y, animado por su aspecto bondadoso, le pidió un puesto entre las gentes de su séquito.
Había encontrado, finalmente, al maestro que buscaba. Domingo era a la vez paje y discípulo. Ensillaba la mula a su señor, le guiaba en los caminos de Navarra y de Castilla, le limpiaba los lodos y los polvos del viaje, y al mismo tiempo recogía con avidez sus palabras. Cuando el obispo entraba en una iglesia y explicaba el Evangelio a la multitud, su ayudante aparecía siempre en primera fila, escuchando con los brazos cruzados y recogida actitud; cuando se dirigían de un pueblo a otro, Domingo se arrimaba a la cabalgadura del obispo para recibir santos consejos y preciosas enseñanzas. Un mundo nuevo se abría para él, el mundo de las maravillas celestes con que Dios premia a los que le buscan con generosidad. Y ya no se sabía si el que fugaba las nubes de langostas era el obispo o el paje. A fuerza de caminar por las regiones del Ebro y del Arga, del Pisuerga y del Arlanzón, había llegado a la tierra prometida del amor divino. Esta vida duró cuatro años; cuatro años de peregrinaciones y de ascensiones, hasta que el santo legado pasó a mejor vida en la ciudad de Logroño (1044).
Es el momento en que Domingo aparece en el valle del Oja armado con su hoz. Lleva un plan fijo y una voluntad decidida. Más de una vez, en sus años de andanzas por aquella tierra, se ha encontrado en los mesones con los peregrinos de Santiago; ha oído hablar mal de los caminos y de las posadas, ha presenciado escenas de despojo, y ha visto, tal vez, a más de un caminante tendido exánime en los páramos y en las encrucijadas de los caminos. Tal vez se ha enternecido oyendo el viejo cantar:
Vos que andáis a Santiago, mire vostre mercé, non hay puentes nin posades nin cosa para comer.
En su alma ha sentido la caridad evangélica del buen Samaritano. El no tiene dineros; pero tiene su vida, sus brazos, su juventud, y, sobre todo, las energías de un corazón generoso y compasivo. Será el protector de los peregrinos del Apóstol en aquel lugar donde más necesitaban de su ayuda, de un guía, de una defensa. Por allí pasaba el camino francés, el de las caravanas extranjeras, el de los hombres de la esclavina y del bordón. De Pamplona a Estella, de Estella a Logroño, de Logroño a Nájera. Después de Nájera, la Rioja ya no ofrecía ningún refugio a los jacobitas. Debían atravesar un terreno pantanoso, cruzar caudalosos ríos, penetrar en valles accidentados y montañas pobladas de terrores. Más he aquí que llega este joven dispuesto a devolver la seguridad y la confianza. Empieza levantando una ermita en un claro del encinar. Desde allí otea la calzada y sale al encuentro de los peregrinos. De noche tiene presto su farol para lanzarse en cuanto perciba una voz humana entre los árboles. Recorre el bosque, baja a la orilla del río, busca en los barrancos, y más de una vez, tan feliz como San Cristóbal, atraviesa el vado apoyado en su estaca de fresno, llevando al hombro algún viajero desmayado. La leyenda no nos dice si el Niño Jesús quiso ser cogido por las manos callosas del riojano, como antaño por los puños de hierro del gigante oriental.
La caridad es ingeniosa, dice San Pablo; y la de Domingo encontraba cada día nuevos medios de servir a su divino ideal. La ermita primera se convirtió pronto en una espaciosa alberguería, donde el enfermo tenía medicinas, y cama el fatigado; y cena el hambriento. El ermitaño era enfermero, médico, cocinero, albañil y arquitecto. Sus planes eran cada día más ambiciosos. Vio que la vieja calzada romana estaba en mal estado, y empezó su reconstrucción, con paciencia, con inteligencia, con trabajo infinito. Desde entonces fue ingeniero, patrono de todos los ingenieros de España. Después de la calzada, el puente. Aquel río Oja era su tormento: rápido, caudaloso, temible en las avenidas. Y Domingo empezó el puente, largo, sólido, una bella obra de ingeniería. Almas piadosas le ayudaban en sus tareas; él recorría los pueblos del contorno, se colocaba los domingos a la puerta de las iglesias e imploraba la misericordia de los fieles. Uno le daba un dinero; otro, más rico, un escudo; otros, una oveja, o un cahiz de trigo, o la yunta para trabajar un día, o bien su prestación personal. Y así empezó a tener discípulos e imitadores que trabajaban a sus órdenes y servían a Dios bajo su dirección. Y el valle se llena de vida. En el antiguo encinar, alegría de jubiloso renacer, hormigueo de multitudes, cantar de fuentes entre pórticos, relampagueo de arte, murmullo de brisas entre verdes viñedos y trigales dorados. Una nueva ciudad acaba de nacer en torno de un sepulcro. La ermita se transforma en catedral. Aquel gran civilizador parece haberlo presentido, o, mejor, profetizado. Siete años antes de morir se labró un sarcófago modesto, que diariamente llenaba con trigo de limosna «¿Por qué disponéis el sepulcro tan lejos de la iglesia?», le preguntó una devota; y él respondió sonriente: «Si el sepulcro no puede acercarse a la iglesia, la iglesia se acercará al sepulcro.»
Y fue así. Se alzó la iglesia y abrió las sagradas reliquias; surgió la ciudad, y heredó el nombre del santo, juntamente con su espíritu. Santo Domingo de la Calzada, noble y leal, activa y cortés; cortés e hidalga con la caridad de Cristo que inflamó a su fundador. Por sus calles creeríais encontrar todavía la sonrisa amable que hace mil años acogía a los peregrinos. Si llegáis cuando los calceatenses celebran los festejos aniversarios de su patrón, llevaréis recuerdos imborrables: el desfile jubiloso de la población cuando va a preparar el almuerzo sagrado, las víctimas lujosamente ataviadas, los jóvenes vestidos de peregrinos, las mujeres agitando ramos de encina, los niños llevando el pan v el vino en sus cestos enguirnaldados, los carros preparando la pira en la plaza, y luego la comida matinal bendecida por el pontífice. Niños y grandes, reverendos sacerdotes y zagales sonrientes, mendigos harapientos y caballeros de lustrosas levitas se acercan a saborear la ración simbólica, que recuerda la que Domingo daba a los pordioseros Entrad luego en la catedral. Arte gótico primitivo, en que parece sobrevivir el hálito de aquel gran civilizador. Al lado, luces, sedas, filigranas de hierro; mármoles, alabastros, estatuas y frontales de plata; es la capilla del santo, la que guarda su sepulcro y sus cenizas. De pronto, el canto de un gallo y un ruido de alas; son el gallo y la gallina que allí, detrás de un enrejado, dan fe del milagro famoso que sabe todo el mundo: Los bellos rizos y los ojos claros de Hugonel, los mirares zalameros y las palabras procaces de la moza del mesón, la repulsa del bello peregrino, la venganza de la muchacha desdeñada, la copa de oro que aparece en la maleta del extranjero, el suplicio del supuesto ladrón, la carcajada del alcalde al comunicarle que el mancebo sigue día tras día vivo en la horca: «Eso será cuando cante esta gallina asada que ahora voy a comer»; y, finalmente, el animalito que salta del plato cantando con la alegría que puede tener una gallina que escapa a la muerte y al tenedor. Después de muerto, Santo Domingo seguía protegiendo a sus peregrinos; y los peregrinos cantaban al llegar ante su sepulcro:
Oh! que nous fumes joyeux Quand nous fumes a Saint-Dominique, En entendant le coq chanter Et aussi la blanche geline.
Allí se detuvo en 1044 el primer habitante de la vega. Antes de él, todo ello era un bosque de encinas, de robles y carrascos, poblado de ciervos y jabalíes. Pero el recién llegado era un colonizador animoso. No traía oro, ni bueyes, ni arados, ni un hacha siquiera. Dicen que su único instrumento era una hoz. Pero venía armado de una energía heroica, con unos ojos límpidos y dulces, con un alma anhelante de trabajos y abrasada en el fuego de los santos amores. Era un varón de deseos. Podemos figurárnosle joven —algo más de veinte años—, sencillo hasta el candor, robusto y casi atlético. Su historia anterior había sido una serie de experiencias, de anhelos y de fracasos. Primero, la vida pastoril, por la ribera del Ebro, luchando con las lluvias y los lobos, recogiendo entre los tamujales las altas enseñanzas de su único libro, la Naturaleza. Muchas veces, desde la colina, el pellejo en la espalda, la cuerna en el cinto, apoyado con las dos manos sobre la cayada de roble, según costumbre de los pastores de Castilla y acaso de los pastores de todo el mundo, vio descender la tarde con su paso místico y callado; hasta que un día, entre el rumor de los cencerros y el murmullo de la brisa, oyó la voz de Dios.
Con frecuencia, el sencillo adolescente había oído hablar de San Millán y de su monasterio, el gran monasterio riojano, donde los monjes se hacían santos, sabios y artistas. También él quiso ser monje, y, a ser posible, santo y artista. En sus años de pastor había observado que no se daba mala maña para hacer cruces, estrellas y hasta figuras de ovejas, de gallos y perros en el cuerno de la leche y en el callado de roble. Y se presentó en la portería del convento, confundido, tal vez, entre un grupo de pobres y vagabundos que iban a pedir limosna. Pero si los demás desaparecían después de recibir su ración, él permanecía a la puerta con ganas de decir su secreto.
—Tú, ¿qué quieres? —le preguntó el viejo portero, clavando en él unos ojillos algo desconfiados.
—Quiero ser monje—respondió el mancebo, algo acobardado.
—¿Cómo te llamas?
—Domingo.
—¿De dónde eres?
—De Viloria.
—Y ¿dónde está Viloria?
—No está lejos de aquí, a unas horas de camino, en las cercanías del Ebro.
—Y ¿qué sabes hacer?
—Sé guardar ovejas; he sido pastor.
El monje meneó la cabeza, y el abad la meneó también cuando le dijeron que había un postulante. El joven insistió diciendo que también San Millán había sido pastor. Pero no era eso sólo: diariamente llegaban al monasterio gentes desconocidas que pedían un puesto en el coro monacal. Había que distinguirlos bien, porque muchos venían huyendo de la tierra, del rebaño o de la servidumbre a que estaban sujetos. Tal vez el pastor de Viloria era uno de ésos: nadie le recomendaba, y él, pensando que bastaba la buena voluntad, se había olvidado de proveerse de una carta de presentación.
Rechazado en San Millán, presentóse Domingo en la abadía cercana de Santa María de Valvanera. Otra vez la misma respuesta negativa. Pensó entonces en la vida eremítica, y se internó en uno de los montes que rodean al San Lorenzo. Allí encontró un anacoreta, a quien rogó que le enseñase a practicar aquella vida; pero el solitario le dijo bruscamente: «Si quieres servir a Dios en la soledad, puedes quedarte en esta choza; ya me buscaré yo otra.» La proposición no era excesivamente generosa. Hartas cuevas había entre aquellas rocas que podrían abrigarle mejor que aquel tugurio. Optó el joven por refugiarse en una de ellas y ponerse bajo la dirección inmediata de Dios, ya que los hombres se mostraban con él tan poco complacientes. Con la mejor voluntad del mundo comenzó a practicar todas las cosas que, a su entender, eran propias de los ermitaños: rezar, ayunar, martirizar su carne y hacer otras clases de penitencia. Como no era un prófugo del trabajo, según habían creído, tal vez, los cenobitas de La Cogolla, quiso cultivar el campo que se extendía delante de su cobija, y pronto el erial se convirtió en un huerto que le daba sabrosas coles y rábanos espléndidos. Pero un día, Domingo oyó hablar de un obispo que venía del otro lado del mar, precedido de un gran renombre de virtud. Era el obispo de Ostia, Gregorio, un santo varón que ponía en fuga con una palabra las nubes de las langostas, y llegaba a España como legado de Benedicto IX. Como otros muchos, el joven penitente salió a besarle el anillo, y, animado por su aspecto bondadoso, le pidió un puesto entre las gentes de su séquito.
Había encontrado, finalmente, al maestro que buscaba. Domingo era a la vez paje y discípulo. Ensillaba la mula a su señor, le guiaba en los caminos de Navarra y de Castilla, le limpiaba los lodos y los polvos del viaje, y al mismo tiempo recogía con avidez sus palabras. Cuando el obispo entraba en una iglesia y explicaba el Evangelio a la multitud, su ayudante aparecía siempre en primera fila, escuchando con los brazos cruzados y recogida actitud; cuando se dirigían de un pueblo a otro, Domingo se arrimaba a la cabalgadura del obispo para recibir santos consejos y preciosas enseñanzas. Un mundo nuevo se abría para él, el mundo de las maravillas celestes con que Dios premia a los que le buscan con generosidad. Y ya no se sabía si el que fugaba las nubes de langostas era el obispo o el paje. A fuerza de caminar por las regiones del Ebro y del Arga, del Pisuerga y del Arlanzón, había llegado a la tierra prometida del amor divino. Esta vida duró cuatro años; cuatro años de peregrinaciones y de ascensiones, hasta que el santo legado pasó a mejor vida en la ciudad de Logroño (1044).
Es el momento en que Domingo aparece en el valle del Oja armado con su hoz. Lleva un plan fijo y una voluntad decidida. Más de una vez, en sus años de andanzas por aquella tierra, se ha encontrado en los mesones con los peregrinos de Santiago; ha oído hablar mal de los caminos y de las posadas, ha presenciado escenas de despojo, y ha visto, tal vez, a más de un caminante tendido exánime en los páramos y en las encrucijadas de los caminos. Tal vez se ha enternecido oyendo el viejo cantar:
Vos que andáis a Santiago, mire vostre mercé, non hay puentes nin posades nin cosa para comer.
En su alma ha sentido la caridad evangélica del buen Samaritano. El no tiene dineros; pero tiene su vida, sus brazos, su juventud, y, sobre todo, las energías de un corazón generoso y compasivo. Será el protector de los peregrinos del Apóstol en aquel lugar donde más necesitaban de su ayuda, de un guía, de una defensa. Por allí pasaba el camino francés, el de las caravanas extranjeras, el de los hombres de la esclavina y del bordón. De Pamplona a Estella, de Estella a Logroño, de Logroño a Nájera. Después de Nájera, la Rioja ya no ofrecía ningún refugio a los jacobitas. Debían atravesar un terreno pantanoso, cruzar caudalosos ríos, penetrar en valles accidentados y montañas pobladas de terrores. Más he aquí que llega este joven dispuesto a devolver la seguridad y la confianza. Empieza levantando una ermita en un claro del encinar. Desde allí otea la calzada y sale al encuentro de los peregrinos. De noche tiene presto su farol para lanzarse en cuanto perciba una voz humana entre los árboles. Recorre el bosque, baja a la orilla del río, busca en los barrancos, y más de una vez, tan feliz como San Cristóbal, atraviesa el vado apoyado en su estaca de fresno, llevando al hombro algún viajero desmayado. La leyenda no nos dice si el Niño Jesús quiso ser cogido por las manos callosas del riojano, como antaño por los puños de hierro del gigante oriental.
La caridad es ingeniosa, dice San Pablo; y la de Domingo encontraba cada día nuevos medios de servir a su divino ideal. La ermita primera se convirtió pronto en una espaciosa alberguería, donde el enfermo tenía medicinas, y cama el fatigado; y cena el hambriento. El ermitaño era enfermero, médico, cocinero, albañil y arquitecto. Sus planes eran cada día más ambiciosos. Vio que la vieja calzada romana estaba en mal estado, y empezó su reconstrucción, con paciencia, con inteligencia, con trabajo infinito. Desde entonces fue ingeniero, patrono de todos los ingenieros de España. Después de la calzada, el puente. Aquel río Oja era su tormento: rápido, caudaloso, temible en las avenidas. Y Domingo empezó el puente, largo, sólido, una bella obra de ingeniería. Almas piadosas le ayudaban en sus tareas; él recorría los pueblos del contorno, se colocaba los domingos a la puerta de las iglesias e imploraba la misericordia de los fieles. Uno le daba un dinero; otro, más rico, un escudo; otros, una oveja, o un cahiz de trigo, o la yunta para trabajar un día, o bien su prestación personal. Y así empezó a tener discípulos e imitadores que trabajaban a sus órdenes y servían a Dios bajo su dirección. Y el valle se llena de vida. En el antiguo encinar, alegría de jubiloso renacer, hormigueo de multitudes, cantar de fuentes entre pórticos, relampagueo de arte, murmullo de brisas entre verdes viñedos y trigales dorados. Una nueva ciudad acaba de nacer en torno de un sepulcro. La ermita se transforma en catedral. Aquel gran civilizador parece haberlo presentido, o, mejor, profetizado. Siete años antes de morir se labró un sarcófago modesto, que diariamente llenaba con trigo de limosna «¿Por qué disponéis el sepulcro tan lejos de la iglesia?», le preguntó una devota; y él respondió sonriente: «Si el sepulcro no puede acercarse a la iglesia, la iglesia se acercará al sepulcro.»
Y fue así. Se alzó la iglesia y abrió las sagradas reliquias; surgió la ciudad, y heredó el nombre del santo, juntamente con su espíritu. Santo Domingo de la Calzada, noble y leal, activa y cortés; cortés e hidalga con la caridad de Cristo que inflamó a su fundador. Por sus calles creeríais encontrar todavía la sonrisa amable que hace mil años acogía a los peregrinos. Si llegáis cuando los calceatenses celebran los festejos aniversarios de su patrón, llevaréis recuerdos imborrables: el desfile jubiloso de la población cuando va a preparar el almuerzo sagrado, las víctimas lujosamente ataviadas, los jóvenes vestidos de peregrinos, las mujeres agitando ramos de encina, los niños llevando el pan v el vino en sus cestos enguirnaldados, los carros preparando la pira en la plaza, y luego la comida matinal bendecida por el pontífice. Niños y grandes, reverendos sacerdotes y zagales sonrientes, mendigos harapientos y caballeros de lustrosas levitas se acercan a saborear la ración simbólica, que recuerda la que Domingo daba a los pordioseros Entrad luego en la catedral. Arte gótico primitivo, en que parece sobrevivir el hálito de aquel gran civilizador. Al lado, luces, sedas, filigranas de hierro; mármoles, alabastros, estatuas y frontales de plata; es la capilla del santo, la que guarda su sepulcro y sus cenizas. De pronto, el canto de un gallo y un ruido de alas; son el gallo y la gallina que allí, detrás de un enrejado, dan fe del milagro famoso que sabe todo el mundo: Los bellos rizos y los ojos claros de Hugonel, los mirares zalameros y las palabras procaces de la moza del mesón, la repulsa del bello peregrino, la venganza de la muchacha desdeñada, la copa de oro que aparece en la maleta del extranjero, el suplicio del supuesto ladrón, la carcajada del alcalde al comunicarle que el mancebo sigue día tras día vivo en la horca: «Eso será cuando cante esta gallina asada que ahora voy a comer»; y, finalmente, el animalito que salta del plato cantando con la alegría que puede tener una gallina que escapa a la muerte y al tenedor. Después de muerto, Santo Domingo seguía protegiendo a sus peregrinos; y los peregrinos cantaban al llegar ante su sepulcro:
Oh! que nous fumes joyeux Quand nous fumes a Saint-Dominique, En entendant le coq chanter Et aussi la blanche geline.
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