En medio de una Europa conmocionada políticamente y en una época de marcado orgullo espiritual y de grandes desviaciones de la auténtica vida cristiana, nace el 22 de febrero de 1698 Juan Bautista de Rossi, en la pequeña ciudad de Voltaggio perteneciente al Arzobispado de Génova. Sus padres, Carlos de Rossi y Francisca Anfossi, aunque de escasos recursos económicos, eran muy apreciados por sus conciudadanos por ser personas de gran devoción. De ellos recibió el pequeño Juan las primeras enseñanzas acerca de los misterios de Dios y del amor al prójimo, y desde su más temprana edad se mostró inclinado por los actos de piedad y bondad, sobrepasando en ellas a sus otros tres hermanos. Cuando tenía diez años, una pareja de nobles que se encontraba en la ciudad pasando el verano, impulsada por los dones del muchacho, pidió permiso a los padres para llevarlo a Génova para su educación. Al poco tiempo de comenzar su nueva vida, Juan recibió la noticia de la muerte de su padre, sin embargo, no regresó a su ciudad natal y permaneció en Génova por tres años.
Durante ese tiempo, la casa donde vivía era visitada por dos monjes capuchinos, quienes se encargaron de llevarle al Padre Provincial tan excelentes referencias del muchacho, que el sacerdote no dudó en recomendarlo con Lorenzo de Rossi, pariente de Juan y canónigo de santa María de Cosmedine, en Roma, quien de inmediato lo invitó a continuar su educación en la Ciudad Eterna. Juan aceptó la invitación e ingresó al Collegium Romanorum, bajo la dirección de los jesuitas, donde comenzó su educación sacerdotal. En aquel tiempo era rector del colegio el padre Aníbal Miarchetti, devoto del sagrado Corazón, activo promotor de la catequesis entre los pobres, a quienes recogía y cuidaba en la iglesia de san Ignacio, y fundador, junto con el padre Pompeo de Benedictis, de la Congregación de los Doce Apóstoles, compuesta por jóvenes romanos que aprendían a hacer oración, a visitar casas de beneficencia y hospitales, y a practicar la caridad entre sus compañeros. San Juan se hace miembro de esta Congregación y de la Hermandad de la Santísima Virgen, y el tiempo que no dedica a sus estudios, en los que se destaca por su entrega y aplicación, lo utiliza en ejercicios piadosos, visitando a los enfermos y haciendo obras de caridad con tal entrega que le merecen el sobrenombre de “el Apóstol”. Sin embargo, tanto sus compañeros, como los religiosos encargados de su educación, ignoraban que el joven san Juan tenía la costumbre de practicar las más severas penitencias, hasta que cayó gravemente enfermo y tuvo que suspender sus estudios.
A los dieciséis años ingresó al colegio de los dominicanos donde, a pesar de sus ataques de epilepsia consecuencia de la grave enfermedad por la que había pasado, se dedicó a profundizar la filosofía escolástica y la teología, sin abandonar sus prácticas caritativas. Se sabe, por ejemplo, que además de ayudar a los enfermos y abandonados, le gustaba ir en las madrugadas a la plaza de mercado donde le enseñaba el catecismo a los campesinos, preparándolos para la confesión y la primera comunión. Antes de cumplir los diecisiete años alcanzó la condición clerical y durante aquellos días tuvo la oportunidad de conocer mucho a Clemente XI, en quien encontró una profunda inspiración. Fue precisamente el 8 de marzo del mismo año de la muerte del papa, 1721, que Juan, a los 23 años, fue ordenado sacerdote, alcanzando de esta manera la meta por la que tanto había luchado, y celebró su primera misa en la iglesia de san Ignacio, en el Collegium Romanorum, en el altar de san Luis Gonzaga, por quien sentía una especial devoción. Una de las primeras decisiones que tomó fue la de comprometerse por medio de un voto a no aceptar ningún beneficio eclesiástico, a menos que se le ordenara por obediencia, para poder dedicar por completo el resto de su vida al servicio de los pobres y necesitados. Los primeros pasos en su ministerio los da en el Hospicio de Pobres de Santa Galla y pasando gran parte del día, e incluso de la noche, entre los labradores y mulateros que trabajaban en la Campaña, predicándoles en el viejo Foro Romano (Campo Vaccino). Sin embargo, temeroso de contagiarles su enfermedad y sintiéndose incapaz de dar los consejos adecuados, se resistía a confesarlos y tenía por costumbre enviar a otro sacerdote a las personas que, iluminados por sus prédicas, decidían arrepentirse y confesar sus pecados.
En 1731, imitando los célebres hospicios romanos, funda uno cerca de santa Galla para mujeres desamparadas. Él mismo las recogía y las cuidaba durante un tiempo, hasta que lograba conseguirles algún trabajo digno. En 1735, a pesar de su voto, es nombrado canónigo titular de santa María de Cosmedine y, a la muerte de Lorenzo de Rossi dos años más tarde, el voto de obediencia lo fuerza a aceptar la canonjía. Sin embargo, utilizó el salario para comprar un órgano para la iglesia y pagar al organista; donó a su orden religiosa, los capuchinos, la casa asociada con su puesto y se mudó a un ático. El nuevo cargo no impidió que siguiera dedicado a sus prédicas, sus obras de caridad, su servicio a los más necesitados, y, sobre todo, a escucharlos en confesión, pues se sentía especialmente atraído por este sacramento; sin embargo, en 1738 cayó gravemente enfermo. Para acelerar su recuperación decidió pasar una temporada en Civita Castellana donde, a instancias del Obispo del lugar, aceptó ayudarle en las confesiones y, después de revisar su teología moral, recibió el extraordinario privilegio de confesar en todas las iglesias de Roma. Él mostró gran celo por el ejercicio de este nuevo privilegio y pasaba varias horas al día escuchando confesiones, principalmente de personas pobres e iletradas que él visitaba en los hospitales y en sus propias casas. Se cuenta que un día fue a ayudar a un sacerdote en una iglesia a la que acudían muy pocas personas, pero desde que san Juan empezó a confesar allí, el templo comenzó a recibir más y más gente, la mayoría llevados por quienes ya se habían confesado con el sacerdote.
El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a predicar y confesar en las cárceles y allí logró muchas conversiones, no sólo entre los presos, sino también entre los mismos vigilantes. En el Segundo Nocturno del Breviario Romano, se lee: “El esplendor de su amor de Dios se manifestaba en su fisonomía mientras oficiaba, y no podía hablar de la bondad del Creador, sin lágrimas (…) y durante la salmodia parecía caer en éxtasis. Fue cumplidor muy exacto en todas las sagradas ceremonias preocupado de la belleza de la casa de Dios, y contribuyó espontáneamente con sus medios personales a tal objeto. Inculcó en los demás su propio amor hacia la Madre de dios, y promovió el culto de la Virgen en su propia iglesia, en la que instituyó un sermón diario en su honor, además de su oficio. Trató de imbuirse del espíritu de Felipe de Neri, y si bien fue devoto de todos los moradores del cielo, alentó el culto hacia los príncipes de los apóstoles; fue constante en la oración y en las buenas obras, y rico en dones de gracia” (“Breviario Romano”, tr. Bute, vol. III, p. 573).
Sin embargo, el exceso de trabajo terminó por minar su ya de por sí débil estado de salud y después de varios ataques de parálisis, murió el 23 de mayo de 1764 en una habitación del hospital de la Santísima Trinidad del Pellegrini, en cuya iglesia reposan sus restos. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron que costeárselo con limosnas; pero la profunda estimación que se le tenía quedó demostrada por la gran asistencia a sus funerales: 260 sacerdotes, un Arzobispo, varios religiosos y una inmensa multitud lo acompañaron en la misa de réquiem que fue cantada por el coro pontificio de la Basílica de Roma.
En tiempos de Pío IX se dio inicio al proceso de beatificación y después de confirmarse algunos milagros, excepcionalmente sorprendentes por las circunstancias en que se dieron, fue beatificado el 13 de mayo de 1860. En 1879 vuelve a hablarse de nuevos milagros y ese mismo año la Iglesia difunde el decreto que los aprueba, dando de esta manera el paso decisivo hacia su canonización del sacerdote romano. Con un nuevo decreto, de abril de 1881, siendo relator de la causa el Cardenal Miecislao Leodochowski y promotor de la fe el padre Salvati, se concede el permiso para proceder a ella. Por fin, el 8 de diciembre de ese mismo año, junto con los beatos José de Labre, Lorenzo de Brindis y Clara de Montefalco, Juan Bautista de Rossi fue canonizado por Su Santidad León XIII.
Durante ese tiempo, la casa donde vivía era visitada por dos monjes capuchinos, quienes se encargaron de llevarle al Padre Provincial tan excelentes referencias del muchacho, que el sacerdote no dudó en recomendarlo con Lorenzo de Rossi, pariente de Juan y canónigo de santa María de Cosmedine, en Roma, quien de inmediato lo invitó a continuar su educación en la Ciudad Eterna. Juan aceptó la invitación e ingresó al Collegium Romanorum, bajo la dirección de los jesuitas, donde comenzó su educación sacerdotal. En aquel tiempo era rector del colegio el padre Aníbal Miarchetti, devoto del sagrado Corazón, activo promotor de la catequesis entre los pobres, a quienes recogía y cuidaba en la iglesia de san Ignacio, y fundador, junto con el padre Pompeo de Benedictis, de la Congregación de los Doce Apóstoles, compuesta por jóvenes romanos que aprendían a hacer oración, a visitar casas de beneficencia y hospitales, y a practicar la caridad entre sus compañeros. San Juan se hace miembro de esta Congregación y de la Hermandad de la Santísima Virgen, y el tiempo que no dedica a sus estudios, en los que se destaca por su entrega y aplicación, lo utiliza en ejercicios piadosos, visitando a los enfermos y haciendo obras de caridad con tal entrega que le merecen el sobrenombre de “el Apóstol”. Sin embargo, tanto sus compañeros, como los religiosos encargados de su educación, ignoraban que el joven san Juan tenía la costumbre de practicar las más severas penitencias, hasta que cayó gravemente enfermo y tuvo que suspender sus estudios.
A los dieciséis años ingresó al colegio de los dominicanos donde, a pesar de sus ataques de epilepsia consecuencia de la grave enfermedad por la que había pasado, se dedicó a profundizar la filosofía escolástica y la teología, sin abandonar sus prácticas caritativas. Se sabe, por ejemplo, que además de ayudar a los enfermos y abandonados, le gustaba ir en las madrugadas a la plaza de mercado donde le enseñaba el catecismo a los campesinos, preparándolos para la confesión y la primera comunión. Antes de cumplir los diecisiete años alcanzó la condición clerical y durante aquellos días tuvo la oportunidad de conocer mucho a Clemente XI, en quien encontró una profunda inspiración. Fue precisamente el 8 de marzo del mismo año de la muerte del papa, 1721, que Juan, a los 23 años, fue ordenado sacerdote, alcanzando de esta manera la meta por la que tanto había luchado, y celebró su primera misa en la iglesia de san Ignacio, en el Collegium Romanorum, en el altar de san Luis Gonzaga, por quien sentía una especial devoción. Una de las primeras decisiones que tomó fue la de comprometerse por medio de un voto a no aceptar ningún beneficio eclesiástico, a menos que se le ordenara por obediencia, para poder dedicar por completo el resto de su vida al servicio de los pobres y necesitados. Los primeros pasos en su ministerio los da en el Hospicio de Pobres de Santa Galla y pasando gran parte del día, e incluso de la noche, entre los labradores y mulateros que trabajaban en la Campaña, predicándoles en el viejo Foro Romano (Campo Vaccino). Sin embargo, temeroso de contagiarles su enfermedad y sintiéndose incapaz de dar los consejos adecuados, se resistía a confesarlos y tenía por costumbre enviar a otro sacerdote a las personas que, iluminados por sus prédicas, decidían arrepentirse y confesar sus pecados.
En 1731, imitando los célebres hospicios romanos, funda uno cerca de santa Galla para mujeres desamparadas. Él mismo las recogía y las cuidaba durante un tiempo, hasta que lograba conseguirles algún trabajo digno. En 1735, a pesar de su voto, es nombrado canónigo titular de santa María de Cosmedine y, a la muerte de Lorenzo de Rossi dos años más tarde, el voto de obediencia lo fuerza a aceptar la canonjía. Sin embargo, utilizó el salario para comprar un órgano para la iglesia y pagar al organista; donó a su orden religiosa, los capuchinos, la casa asociada con su puesto y se mudó a un ático. El nuevo cargo no impidió que siguiera dedicado a sus prédicas, sus obras de caridad, su servicio a los más necesitados, y, sobre todo, a escucharlos en confesión, pues se sentía especialmente atraído por este sacramento; sin embargo, en 1738 cayó gravemente enfermo. Para acelerar su recuperación decidió pasar una temporada en Civita Castellana donde, a instancias del Obispo del lugar, aceptó ayudarle en las confesiones y, después de revisar su teología moral, recibió el extraordinario privilegio de confesar en todas las iglesias de Roma. Él mostró gran celo por el ejercicio de este nuevo privilegio y pasaba varias horas al día escuchando confesiones, principalmente de personas pobres e iletradas que él visitaba en los hospitales y en sus propias casas. Se cuenta que un día fue a ayudar a un sacerdote en una iglesia a la que acudían muy pocas personas, pero desde que san Juan empezó a confesar allí, el templo comenzó a recibir más y más gente, la mayoría llevados por quienes ya se habían confesado con el sacerdote.
El Sumo Pontífice le encomendó el oficio de ir a predicar y confesar en las cárceles y allí logró muchas conversiones, no sólo entre los presos, sino también entre los mismos vigilantes. En el Segundo Nocturno del Breviario Romano, se lee: “El esplendor de su amor de Dios se manifestaba en su fisonomía mientras oficiaba, y no podía hablar de la bondad del Creador, sin lágrimas (…) y durante la salmodia parecía caer en éxtasis. Fue cumplidor muy exacto en todas las sagradas ceremonias preocupado de la belleza de la casa de Dios, y contribuyó espontáneamente con sus medios personales a tal objeto. Inculcó en los demás su propio amor hacia la Madre de dios, y promovió el culto de la Virgen en su propia iglesia, en la que instituyó un sermón diario en su honor, además de su oficio. Trató de imbuirse del espíritu de Felipe de Neri, y si bien fue devoto de todos los moradores del cielo, alentó el culto hacia los príncipes de los apóstoles; fue constante en la oración y en las buenas obras, y rico en dones de gracia” (“Breviario Romano”, tr. Bute, vol. III, p. 573).
Sin embargo, el exceso de trabajo terminó por minar su ya de por sí débil estado de salud y después de varios ataques de parálisis, murió el 23 de mayo de 1764 en una habitación del hospital de la Santísima Trinidad del Pellegrini, en cuya iglesia reposan sus restos. Su pobreza era tal que el entierro tuvieron que costeárselo con limosnas; pero la profunda estimación que se le tenía quedó demostrada por la gran asistencia a sus funerales: 260 sacerdotes, un Arzobispo, varios religiosos y una inmensa multitud lo acompañaron en la misa de réquiem que fue cantada por el coro pontificio de la Basílica de Roma.
En tiempos de Pío IX se dio inicio al proceso de beatificación y después de confirmarse algunos milagros, excepcionalmente sorprendentes por las circunstancias en que se dieron, fue beatificado el 13 de mayo de 1860. En 1879 vuelve a hablarse de nuevos milagros y ese mismo año la Iglesia difunde el decreto que los aprueba, dando de esta manera el paso decisivo hacia su canonización del sacerdote romano. Con un nuevo decreto, de abril de 1881, siendo relator de la causa el Cardenal Miecislao Leodochowski y promotor de la fe el padre Salvati, se concede el permiso para proceder a ella. Por fin, el 8 de diciembre de ese mismo año, junto con los beatos José de Labre, Lorenzo de Brindis y Clara de Montefalco, Juan Bautista de Rossi fue canonizado por Su Santidad León XIII.
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