Nació en Corte (isla de Cerdeña) en 1676. De joven entró en la Orden franciscana. Estudió filosofía en Roma y teología en Nápoles, donde recibió la ordenación sacerdotal. Cuando su vida se orientaba a la docencia de teología, santo Tomás de Cori lo conquistó para la causa de la reforma franciscana que había emprendido, y así se convirtió en propagador de los "retiros" de la estricta observancia dentro de la familia franciscana. Su vida se desarrolló luego en los "retiros" de Bellegra y Palombara (Roma), Zuani (Córcega) y Fucecchio (Florencia). A la vez destacó por su fervoroso apostolado popular en la predicación y en los ejercicios espirituales, en su asidua y prolongada dedicación al confesonario, en la atención a los enfermos y sobre todo a los moribundos, para los que siempre estaba disponible. Murió tras breve enfermedad en Fucecchio el 19 de mayo de 1740.
San Teófilo de Corte, sacerdote franciscano, predicador popular y propagador de los "retiros" de la estricta observancia dentro de la familia franciscana, nació en Corte (isla de Córcega) el 30 de octubre de 1676, un par de meses antes de que naciera san Leonardo de Porto Mauricio, y murió en Fucecchio, cerca de Florencia, el 19 de mayo de 1740.
Dos días después de su nacimiento, sus padres, Juan-Antonio De Signori y María Magdalena Arrighi, personas ilustres en su ciudad, llevaron a bautizar al único hijo que tuvieron a la parroquia de San Marcelo y le pusieron el nombre de Biagio (Blas). El pequeño creció en un hogar cristiano en el que imperaba el amor y la armonía. Pronto empezó a frecuentar la escuela, en la que dio muestras de poseer una vivaz inteligencia y una memoria extraordinaria. Además, frecuentaba la iglesia y participaba atentamente en las funciones sagradas, hasta el punto de llamar la atención de sus amigos, que lo admiraban o se reían de él, según las actitudes religiosas de cada uno.
En aquel tiempo, Córcega tenía unos cincuenta conventos de los hijos de san Francisco, y en Corte había dos: uno de franciscanos y otro de capuchinos. El joven Blas, impulsado por la gracia, iba desarrollando en su interior la vocación religiosa y el deseo de seguir de cerca al Poverello. Llegado a la edad de 16 años, dejó la casa paterna y se recogió en el convento de los capuchinos con la intención de vestir su hábito. Semejante decisión les pareció a sus padres tal vez poco madura, y de buenas formas consiguieron que el hijo volviera con ellos. Pero poco después, precisamente el 17 de septiembre de 1693, fiesta de la impresión de las llagas del Seráfico Padre, y esta vez con el asentimiento de los suyos, Blas entró en el convento de San Francisco. Días después vistió el habito franciscano, momento en el que cambió el nombre de Blas por el de Teófilo, que significa amigo de Dios, y, terminado el año de noviciado, hizo la profesión el 22 de septiembre de 1694 consagrándose para siempre a Dios entre los seguidores del Pobrecillo de Asís. Desde el noviciado el lema de su vida fue la observancia íntegra y estricta de la Regla de su Orden, para así, con Francisco, seguir más de cerca las huellas de Cristo.
Dos años más tarde, los superiores, apreciando la capacidad intelectual de fray Teófilo, lo enviaron a la península italiana a fin de que completara su formación. Se despidió de sus padres, a los que ya no vería en la tierra, y emprendió el viaje. Estudió filosofía en Roma, en el convento de Aracoeli, entonces sede del Ministro general de la Orden, y luego marchó a Nápoles, al convento de Santa María la Nova, donde estudió teología. El 30 de noviembre de 1700 fue ordenado de sacerdote en Pozzuoli por Mons. Giuseppe Falcez, franciscano. Enseguida recibió del Comisario general de la Orden la patente de predicador y de lector.
Aconsejado seguramente por los superiores, nuestro santo decidió concurrir a la cátedra de teología. En julio de 1701, completados los estudios en Nápoles, emprendió viaje a Roma, en cuyo convento de Aracoeli debía tener lugar la disputa pública para optar a la cátedra. Ya en la ciudad eterna y mientras esperaba el momento de la oposición, pensó en retirarse por unos días al conventito solitario de Bellegra (entonces Civitella San Sisto), cerca de Subiaco, para reflexionar en profundidad sobre su futuro. Estaba preparado para afrontar las oposiciones, pero no veía claro si la misión de la enseñanza y de la cátedra era la que la Providencia le había reservado, y, ante esa indecisión, quería buscar en la soledad y la oración la voluntad de Dios.
Cuando llegó a Bellegra era guardián del convento santo Tomás de Cori, hombre de Dios, cuya fama de santidad se había extendido por toda aquella región. Tomás tenía 21 años más que Teófilo y, siendo como era un experto en el discernimiento y dirección de las almas, no tardó en adivinar cuál era la verdadera vocación del joven estudioso. Y así, después de unos ejercicios espirituales, el santo superior aconsejó a su virtuoso huésped que dejara la dedicación al estudio, renunciara a las oposiciones para la cátedra de teología y se consagrara a la propagación de los santos Retiros según el modelo de Bellegra. No desagradó al joven tal consejo, pero consideró que era deber suyo volver primero a Roma y participar en las oposiciones a las que se había comprometido.
Durante el viaje de Bellegra a Roma, al pasar por Tívoli, una mañana muy temprano, nuestro santo cayó en un foso y se fracturó el fémur derecho, por lo que tuvieron que trasladarlo en un pequeño carro a la enfermería de Aracoeli. Cuando la noticia del accidente llegó a Bellegra, santo Tomás se trasladó presto a Roma para visitar al enfermo y para exhortale a que, una vez recuperado, volviera al conventito solitario. La exhortación del santo guardián fue acogida por el accidentado como una orden expresa del cielo. Y el P. Teófilo emprendió una nueva carrera en su vida, en la que llegaría a ser gran maestro, no tanto de la ciencia teórica cuanto de la ciencia práctica y vivida en la estricta observancia de la forma de vida que san Francisco legó a sus hijos.
Apenas recuperado de su enfermedad, Teófilo, con los debidos permisos, emprendió el camino de Bellegra. La soledad, la paz y la espiritualidad profunda que se vivían en aquel eremitorio restablecerían su cuerpo y su espíritu. El guardián lo recibió con los brazos abiertos, y entre los dos se tejió una profunda y santa amistad que los llevó, primero como maestro y discípulo y luego como compañeros, a empeñarse con todas sus fuerzas en la renovación de la vida franciscana con los «Retiros» principalmente y a volcar en el apostolado popular las riquezas espirituales acumuladas en la vida de oración y penitencia. Teófilo amaba la soledad, y amaba también las almas; en la soledad, meditando la pasión de Cristo, aprendió a estimar cada vez más el inmenso valor de las almas que habían sido redimidas por la sangre del Señor, y esto lo llevó a entregarse con fervor al apostolado.
Las poblaciones de la Sabina y de la región de Subiaco, como más tarde muchas de Córcega y de Toscana, escucharon de tiempo en tiempo la palabra enardecida que brotaba de aquel corazón lleno de Dios, quien quiso valerse con frecuencia de su siervo Teófilo para mover los corazones, llevarlos a la conversión, comprometerlos a una vida más cristiana. Con todo, la sede preferida y más habitual de su apostolado fue el confesonario, en el que pasaba a veces jornadas enteras, sin casi tiempo para comer ni descansar. Siempre estaba pronto para atender a los penitentes, a los que trataba con gran comprensión y benevolencia; su máxima era: confesar a pocos, pero bien. Al ministerio de las confesiones unía el de las tandas de ejercicios espirituales para el clero secular, los religiosos y también los seglares, tanto en las parroquias como en el convento. Atendía con prontitud las peticiones de los párrocos, de los obispos o de los superiores religiosos, feliz de cooperar de una u otra forma al bien de las almas.
Hay que añadir que los preferidos de la actividad del P. Teófilo fueron los enfermos y especialmente los moribundos. Cuando lo llamaban a la cabecera de un moribundo, o sencillamente de un enfermo, interrumpía lo que estuviera haciendo y acudía presuroso, sin que le preocupara el cansancio ni las incomodidades del viaje ni las inclemencias del tiempo; había que atender a una persona en trance de emprender el viaje a la otra vida, y esa tarea tenía preferencia sobre las demás; y lo mismo valía cuando se trataba de administrar los sacramentos a un enfermo, o de consolar y aconsejar al mismo o a sus familiares.
La múltiple actividad apostólica no le impedía a nuestro santo mantener el espíritu de oración y observar la estricta disciplina claustral. Por mucho que se hubiera fatigado a lo largo del día, no se dispensaba de los maitines a media noche; y cuando volvía al convento, incluso después de un largo y penoso viaje, se unía de inmediato a los actos o ejercicios en que se ocupaba la comunidad.
Otra faceta de la vida y actividad de nuestro santo fue la paciencia y la confianza en la Providencia de Dios. A pesar de su santidad, de su bondad y de sus notables cualidades, no siempre agradó a todos. En su empeño en devolver la estricta observancia de la Regla a los conventos, se encontró con bastantes incomprensiones y contrariedades. Hubo frailes que por muchas y diversas razones no aceptaran la estricta observancia que propugnaban Tomás y Teófilo, y que no sólo los combatieron en el campo interno de la Orden sino que, además, implicaron en su rechazo a los seglares, quienes, por ejemplo, se negaron a dar limosna a los limosneros de los Retiros. Teófilo no perdió nunca la calma ni las buenas formas, repitiendo siempre: ¡Dios nos ayudará!, ¡Dios proveerá!
En 1709, los superiores trasladaron al P. Teófilo al Retiro de Palombara Sabina (Roma), donde permaneció seis años, siendo guardián de la comunidad de 1713 a 1715, año en que regresó al eremitorio de Bellegra, para el que fue elegido guardián en 1715 y 1724. De nuevo marchó a Palombara en 1727 para recuperar la observancia que se había relajado un tanto, y en 1729 se encontraba una vez más en Bellegra, donde había fallecido santo Tomás de Cori el 11 de enero de aquel mismo año.
Los superiores de la Provincia franciscana de Roma veían con buenos ojos los «retiros» en que se habían convertido algunos de sus conventos, por los frutos de santidad que estaban dando, aunque no todo fueran éxitos, y la Orden los apoyaba. Llegó el momento en que los frailes de Córcega les pidieron que abrieran en alguno de sus conventos una de esas fraternidades de estricta observancia. La petición fue aceptada y para convertirla en realidad seleccionaron un grupo de seis religiosos, entre ellos el P. Teófilo, por ser corso y por sus cualidades, así como por su experiencia. En octubre de 1730 partieron para la isla, a la que nuestro santo volvía después de 34 años de haberse ausentado de la misma, y en la que fueron muy bien recibidos por los frailes y por la gente. Pero, cuando empezó a hacer las oportunas averiguaciones para escoger el lugar adecuado en el que establecer el Retiro, todo fueron dificultades. Sucesivamente se propuso el proyecto a los conventos de Farinóla, Nonza, Campoloro y Caccia, y ninguno lo aceptó, y de algunos tuvo que retirarse como huyendo. Llegada la cuaresma de 1731, lo enviaron a predicar a Corte, con la esperanza de que, en su pueblo, su fervorosa elocuencia y el ejemplo de su vida virtuosa y penitente allanarían las dificultades y harían posible la renovación de su convento. Pero tampoco en aquella comunidad pudo establecer la estricta observancia.
La Providencia, sin embargo, abrió otros caminos. El superior del convento de Zuani renunció a su oficio, y el Provincial, para sustituirlo, nombró al P. Teófilo primero presidente y luego, el 20 de diciembre de 1732, guardián de la casa. Y así fue como el santo, poco a poco, fue introduciendo en aquella comunidad los usos y costumbres de los Retiros de Bellegra y Palombara: silencio riguroso, maitines a media noche, horas de oración, numerosas prácticas piadosas además de los oficios litúrgicos, ninguna limosna como estipendio por las misas, que debían celebrarse todas por los bienhechores, Vía crucis solemne en la iglesia todos los domingos y viernes de cuaresma, mucha austeridad en el comer, en el vestir y en toda la casa, nada de cuestaciones generales de grano ni de mosto, etc., etc. La buena gente de Zuani creía que no podrían mantener por mucho tiempo ese tenor de vida, y se compadecía de los buenos frailes. El P. Teófilo repetía como de costumbre: «¡Dios proveerá!». Y espléndida se mostró la Providencia. En aquel convento, en tiempos normales, apenas podían vivir seis religiosos; ahora vivían allí sin agobios hasta 18. El convento se quedó pequeño y hacía falta ampliarlo, y el santo pudo levantar un ala nueva con las limosnas que le llegaban de improviso. El guardián aventajaba a todos en la santidad de vida y en la paterna amabilidad y prudencia para con todos.
A lo largo de la vida del P. Teófilo, Dios se dignó obrar en él y por medio de él numerosos hechos prodigiosos. En Bellegra, con una bendición hizo desaparecer los gusanos que devastaban las legumbres del huerto. En Zuani, un moribundo quedó sin habla y no podía confesarse; acudió el P. Teófilo, y el paciente recuperó la palabra y pudo confesarse; luego volvió a quedarse mudo. En cierta ocasión se escapó del convento una vaca que les había regalado un bienhechor; era un día de niebla tan densa que no se la podía localizar; una bendición del santo hizo que el tiempo se despejara de inmediato, y encontraron el animal en un bosque vecino. En otra ocasión llevaron a la iglesia del Retiro a una mujer endemoniada; los exorcismos del P. Teófilo liberaron enseguida a la infeliz. Un joven de Zuani, de vida licenciosa, la víspera de su boda perdió a la joven con la que iba a casarse pero que se ahogó; en su desesperación el joven acudió al P. Teófilo buscando una palabra de consuelo; la actitud y las palabras del santo cambiaron de tal modo el ánimo del joven, que se consagró totalmente a Dios, fue un sacerdote muy celoso y elocuente predicador, y murió en olor de santidad.
La estancia del P. Teófilo en su isla natal duró unos cuatro años. Consolidado el Retiro de Zuani, los superiores lo llamaron a Roma, y el 30 de septiembre de 1734 se encontraba de nuevo en Aracoeli. Luego lo enviaron a Palombara para que con su presencia reavivara el fervor de antaño que, durante su ausencia, se había debilitado. Al año siguiente lo nombraron una vez más guardián de su querido Retiro de Bellegra, y durante su permanencia en el mismo volvió muy gustoso a Palombara como testigo en el proceso informativo sobre la santidad de su amigo y maestro santo Tomás de Cori, muerto en 1729, del que había sido discípulo y ahora era el continuador principal en la obra de los Retiros.
Mientras tanto, también los franciscanos de Toscana deseaban tener casas en las que imperara la estricta observancia de la Regla del Seráfico Padre, y para hacer realidad tal deseo pidieron ayuda a los superiores de la Orden. Así, por obediencia, el 17 de enero de 1736, el P. Teófilo dejó Bellegra y se dirigió a Florencia para llevar a cabo en aquella Provincia minorítica la fundación de un Retiro como los de Bellegra, Palombara y Zuani. A finales de febrero llegó a la capital toscana y se hospedó en el convento de Ognisanti. El 24 de abril de aquel mismo año lo eligieron guardián del convento La Virgen, de Fucecchio, a 45 Km de Florencia, en la ribera del río Arno, para fundar allí el retiro. El santo se trasladó a su nuevo destino y se presentó de la mejor manera que supo, pero la acogida que le dispensaron los frailes no fue calurosa ni alegre. Más aún, hubo quienes, para impedir la proyectada reforma, recurrieron a las autoridades civiles y quienes soliviantaron a la gente y la indujeron a que no dieran más limosnas al convento, y hasta hubo algunos que llegaron a insultar al santo. No por ello su turbó el nuevo guardián, sino que, cosa habitual en él, permaneció sereno y confiado en que la providencia de Dios lo ayudaría a cumplir la misión que se le había encomendado.
Y Dios hizo fructificar la paciencia de su siervo. El día de san Antonio, 13 de junio, se celebraba una gran fiesta, y en la misa solemne predicó el P. Teófilo con tanta unción y elocuencia, que empezaron a desvanecerse en el ánimo de sus frailes los prejuicios contra él y contra su obra. A partir de entonces y con rapidez fue cambiando el ritmo de vida de aquella comunidad, en la que se respiraba, cada vez más, un aire nuevo de renovación espiritual, de aproximación a los ideales de san Francisco, de entrega evangélica a la gente. El pueblo quedó muy edificado, y llenaba la iglesia en todas las celebraciones. También el clero acudía a los ejercicios espirituales y a las conferencias morales que predicaba el santo. Éste y los demás frailes, por su parte, eran asiduos en los servicios religiosos: en el confesionario, en la predicación, en la asistencia a los enfermos, etc. Al amor de la vida recogida y contemplativa se unió un mayor espíritu de entrega y de apostolado. La reforma produjo frutos de santidad no sólo en el convento sino también en el pueblo.
Una vez más hay que subrayar que nuestro santo era un verdadero amante del retiro, de la soledad, de la oración. No contento con las muchas prácticas religiosas del Retiro, en las que participaba con viva fe, encontraba la forma y manera de orar continuamente tanto en la celda, como en el trabajo o yendo de camino. Era un hombre hecho oración, como decía Celano del Seráfico Padre. Enamorado de Cristo crucificado, practicaba con gran fervor el ejercicio del Vía crucis en comunidad y también en privado, e incluso durante los viajes, teniendo en la mano una cruz pequeña. En cierta ocasión, cuando iba de Bellegra a Roma, el compañero de viaje, Fray José d'Affile, le preguntó si haciendo así el Vía crucis se ganarían las correspondientes indulgencias. El santo le respondió que no practicaba interesadamente; pero luego repensó la cosa y, cuando llegaron a Roma, pidió y obtuvo del papa Clemente XII, para sí y para sus compañeros de viaje, el poder ganar las indulgencias meditando los misterios de la pasión del Señor ante la cruz que siempre llevaba consigo y que entonces le bendijo, a tal fin, el mismo Sumo Pontífice.
El P. Teófilo era amante de la juventud, por lo que trabajó hasta conseguir que el Retiro de Fucecchio fuera también casa de noviciado. El convento resultaba insuficiente, por lo que hizo que se construyera un ala nueva para los jóvenes aspirantes a la vida franciscana, y que se construyera con una cierta comodidad, que no ofendiera la pobreza y simplicidad seráfica, pero que respondiera a las exigencias sanitarias e higiénicas de entonces. Esto no lo habrían permitido otros reformadores franciscanos, ni siquiera los de su tiempo como santo Tomás de Cori o san Leonardo de Porto Mauricio. Pero nuestro santo buscaba el equilibrio en todas las cosas, estaba a favor de la normalidad y en contra de los excesos y abusos. Cuando en 1737 se introdujo la causa de beatificación de santo Tomás de Cori, el P. Teófilo leyó en el refectorio el correspondiente decreto e hizo un sentido discurso que cerró con estas palabras: «No creáis que el P. Tomás haya hecho cosas singulares. Observó con exactitud la Regla y las leyes del Retiro, y eso basta para hacerse santos».
Las actas del proceso de beatificación de nuestro santo, por una parte, muestran cómo se entregaba en cuerpo y alma a la realización de sus tareas, aun las más ordinarias, mientras afrontaba con toda humildad y sencillez los asuntos más importantes; por otra parte, reúnen un número considerable de hechos extraordinarios e incluso de verdaderos milagros con los que el Señor acreditaba la santidad de su siervo.
A pesar de las penitencias y austeridades con que había mortificado su cuerpo, parecía que aún le quedaban años de vida al P. Teófilo. Pero un día, al salir del confesonario, se desmayó; recuperados los sentidos dijo a sus hermanos que no tenía importancia, y continuó su ritmo de vida habitual. Desde hacía tiempo sufría de una grave hernia inguinal, que con frecuencia requería la atención de los médicos. Un día el Dr. Calaverdi lo estaba curando cuando un aldeano lo llamó para confesar a un enfermo; el P. Teófilo apenas dejó al médico terminar su trabajo y marchó presuroso con peligro de su vida. El 10 de mayo de 1740 lo llamaron temprano para asistir a un moribundo; soplaba fuerte la tramontana. El P. Zacarías de Lucca se ofreció para sustituirlo, pero el santo le respondió: «No, hijo; me han llamado a mí, y quiero hacer yo esta obra de caridad». A partir de aquel día aparecieron los síntomas de la enfermedad que rápidamente acabaría con su vida. Le fiebre se iba agravando y el santo, presintiendo que se acercaba el tránsito a la eternidad, pidió confesarse y que le administraran el santo Viático. Se enteró de que querían trasladarlo a la enfermería de Lucca, pero él se opuso rotundamente, como también se opuso a que llamaran a un médico especialista de fuera para curarlo.
Al atardecer del día 19 de mayo de 1740 expiró serenamente en el Retiro de La Virgen de Fucecchio san Teófilo de Corte, que tanto había trabajado para que floreciera de nuevo el espíritu y la perfecta observancia de la Regla de san Francisco.
Sus funerales fueron una gran manifestación pública de la estima y veneración en que le tenían el pueblo y los frailes, que lo consideraban un santo. Su cuerpo tuvo que permanecer dos días expuesto a la devoción de los fieles. La fama de su santidad se extendió admirablemente, eran frecuentes y numerosas las peregrinaciones a su tumba y se multiplicaron los milagros con que Dios glorificaba a su humilde siervo, de manera que, ya en 1750, a los diez años de su muerte, se abrió el primer proceso canónico para su beatificación. Y así, fue declarado venerable por el papa Benedicto XIV el 21 de noviembre de 1755; lo beatificó León XIII el 19 de enero de 1896, y, tras nuevos milagros que Dios realizó por intercesión del beato Teófilo, Pío XI lo canonizó solemnemente el 29 de junio de 1930. En la correspondiente bula de canonización, el papa hacía este elogio de nuestro santo: «En Teófilo de Corte, discípulo de Francisco de Asís, aprendan especialmente los religiosos el desprecio de las cosas terrenas, la unión íntima con Dios, en el silencio y el retiro, la observancia perfecta de la disciplina regular, el celo apostólico en el procurar la salud de las almas, la ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo...».
Conservamos varios escritos del santo publicados en italiano y en latín, y también un número considerable de cartas dirigidas al P. Scalabrini, entonces ministro provincial de Toscana, que describen las dificultades y vicisitudes del Retiro de Fucecchio. Otros escritos suyos, de carácter formativo y espiritual, se han perdido.
Sus restos mortales se conservan en Fucecchio, en la iglesia de La Virgen, debajo del altar mayor, sobre el que san Teófilo celebró tantas veces con ardiente devoción los sagrados misterios. Los franciscanos permanecieron en el convento La Virgen, de Fucecchio (Florencia), hasta 1995.
San Teófilo de Corte, sacerdote franciscano, predicador popular y propagador de los "retiros" de la estricta observancia dentro de la familia franciscana, nació en Corte (isla de Córcega) el 30 de octubre de 1676, un par de meses antes de que naciera san Leonardo de Porto Mauricio, y murió en Fucecchio, cerca de Florencia, el 19 de mayo de 1740.
Dos días después de su nacimiento, sus padres, Juan-Antonio De Signori y María Magdalena Arrighi, personas ilustres en su ciudad, llevaron a bautizar al único hijo que tuvieron a la parroquia de San Marcelo y le pusieron el nombre de Biagio (Blas). El pequeño creció en un hogar cristiano en el que imperaba el amor y la armonía. Pronto empezó a frecuentar la escuela, en la que dio muestras de poseer una vivaz inteligencia y una memoria extraordinaria. Además, frecuentaba la iglesia y participaba atentamente en las funciones sagradas, hasta el punto de llamar la atención de sus amigos, que lo admiraban o se reían de él, según las actitudes religiosas de cada uno.
En aquel tiempo, Córcega tenía unos cincuenta conventos de los hijos de san Francisco, y en Corte había dos: uno de franciscanos y otro de capuchinos. El joven Blas, impulsado por la gracia, iba desarrollando en su interior la vocación religiosa y el deseo de seguir de cerca al Poverello. Llegado a la edad de 16 años, dejó la casa paterna y se recogió en el convento de los capuchinos con la intención de vestir su hábito. Semejante decisión les pareció a sus padres tal vez poco madura, y de buenas formas consiguieron que el hijo volviera con ellos. Pero poco después, precisamente el 17 de septiembre de 1693, fiesta de la impresión de las llagas del Seráfico Padre, y esta vez con el asentimiento de los suyos, Blas entró en el convento de San Francisco. Días después vistió el habito franciscano, momento en el que cambió el nombre de Blas por el de Teófilo, que significa amigo de Dios, y, terminado el año de noviciado, hizo la profesión el 22 de septiembre de 1694 consagrándose para siempre a Dios entre los seguidores del Pobrecillo de Asís. Desde el noviciado el lema de su vida fue la observancia íntegra y estricta de la Regla de su Orden, para así, con Francisco, seguir más de cerca las huellas de Cristo.
Dos años más tarde, los superiores, apreciando la capacidad intelectual de fray Teófilo, lo enviaron a la península italiana a fin de que completara su formación. Se despidió de sus padres, a los que ya no vería en la tierra, y emprendió el viaje. Estudió filosofía en Roma, en el convento de Aracoeli, entonces sede del Ministro general de la Orden, y luego marchó a Nápoles, al convento de Santa María la Nova, donde estudió teología. El 30 de noviembre de 1700 fue ordenado de sacerdote en Pozzuoli por Mons. Giuseppe Falcez, franciscano. Enseguida recibió del Comisario general de la Orden la patente de predicador y de lector.
Aconsejado seguramente por los superiores, nuestro santo decidió concurrir a la cátedra de teología. En julio de 1701, completados los estudios en Nápoles, emprendió viaje a Roma, en cuyo convento de Aracoeli debía tener lugar la disputa pública para optar a la cátedra. Ya en la ciudad eterna y mientras esperaba el momento de la oposición, pensó en retirarse por unos días al conventito solitario de Bellegra (entonces Civitella San Sisto), cerca de Subiaco, para reflexionar en profundidad sobre su futuro. Estaba preparado para afrontar las oposiciones, pero no veía claro si la misión de la enseñanza y de la cátedra era la que la Providencia le había reservado, y, ante esa indecisión, quería buscar en la soledad y la oración la voluntad de Dios.
Cuando llegó a Bellegra era guardián del convento santo Tomás de Cori, hombre de Dios, cuya fama de santidad se había extendido por toda aquella región. Tomás tenía 21 años más que Teófilo y, siendo como era un experto en el discernimiento y dirección de las almas, no tardó en adivinar cuál era la verdadera vocación del joven estudioso. Y así, después de unos ejercicios espirituales, el santo superior aconsejó a su virtuoso huésped que dejara la dedicación al estudio, renunciara a las oposiciones para la cátedra de teología y se consagrara a la propagación de los santos Retiros según el modelo de Bellegra. No desagradó al joven tal consejo, pero consideró que era deber suyo volver primero a Roma y participar en las oposiciones a las que se había comprometido.
Durante el viaje de Bellegra a Roma, al pasar por Tívoli, una mañana muy temprano, nuestro santo cayó en un foso y se fracturó el fémur derecho, por lo que tuvieron que trasladarlo en un pequeño carro a la enfermería de Aracoeli. Cuando la noticia del accidente llegó a Bellegra, santo Tomás se trasladó presto a Roma para visitar al enfermo y para exhortale a que, una vez recuperado, volviera al conventito solitario. La exhortación del santo guardián fue acogida por el accidentado como una orden expresa del cielo. Y el P. Teófilo emprendió una nueva carrera en su vida, en la que llegaría a ser gran maestro, no tanto de la ciencia teórica cuanto de la ciencia práctica y vivida en la estricta observancia de la forma de vida que san Francisco legó a sus hijos.
Apenas recuperado de su enfermedad, Teófilo, con los debidos permisos, emprendió el camino de Bellegra. La soledad, la paz y la espiritualidad profunda que se vivían en aquel eremitorio restablecerían su cuerpo y su espíritu. El guardián lo recibió con los brazos abiertos, y entre los dos se tejió una profunda y santa amistad que los llevó, primero como maestro y discípulo y luego como compañeros, a empeñarse con todas sus fuerzas en la renovación de la vida franciscana con los «Retiros» principalmente y a volcar en el apostolado popular las riquezas espirituales acumuladas en la vida de oración y penitencia. Teófilo amaba la soledad, y amaba también las almas; en la soledad, meditando la pasión de Cristo, aprendió a estimar cada vez más el inmenso valor de las almas que habían sido redimidas por la sangre del Señor, y esto lo llevó a entregarse con fervor al apostolado.
Las poblaciones de la Sabina y de la región de Subiaco, como más tarde muchas de Córcega y de Toscana, escucharon de tiempo en tiempo la palabra enardecida que brotaba de aquel corazón lleno de Dios, quien quiso valerse con frecuencia de su siervo Teófilo para mover los corazones, llevarlos a la conversión, comprometerlos a una vida más cristiana. Con todo, la sede preferida y más habitual de su apostolado fue el confesonario, en el que pasaba a veces jornadas enteras, sin casi tiempo para comer ni descansar. Siempre estaba pronto para atender a los penitentes, a los que trataba con gran comprensión y benevolencia; su máxima era: confesar a pocos, pero bien. Al ministerio de las confesiones unía el de las tandas de ejercicios espirituales para el clero secular, los religiosos y también los seglares, tanto en las parroquias como en el convento. Atendía con prontitud las peticiones de los párrocos, de los obispos o de los superiores religiosos, feliz de cooperar de una u otra forma al bien de las almas.
Hay que añadir que los preferidos de la actividad del P. Teófilo fueron los enfermos y especialmente los moribundos. Cuando lo llamaban a la cabecera de un moribundo, o sencillamente de un enfermo, interrumpía lo que estuviera haciendo y acudía presuroso, sin que le preocupara el cansancio ni las incomodidades del viaje ni las inclemencias del tiempo; había que atender a una persona en trance de emprender el viaje a la otra vida, y esa tarea tenía preferencia sobre las demás; y lo mismo valía cuando se trataba de administrar los sacramentos a un enfermo, o de consolar y aconsejar al mismo o a sus familiares.
La múltiple actividad apostólica no le impedía a nuestro santo mantener el espíritu de oración y observar la estricta disciplina claustral. Por mucho que se hubiera fatigado a lo largo del día, no se dispensaba de los maitines a media noche; y cuando volvía al convento, incluso después de un largo y penoso viaje, se unía de inmediato a los actos o ejercicios en que se ocupaba la comunidad.
Otra faceta de la vida y actividad de nuestro santo fue la paciencia y la confianza en la Providencia de Dios. A pesar de su santidad, de su bondad y de sus notables cualidades, no siempre agradó a todos. En su empeño en devolver la estricta observancia de la Regla a los conventos, se encontró con bastantes incomprensiones y contrariedades. Hubo frailes que por muchas y diversas razones no aceptaran la estricta observancia que propugnaban Tomás y Teófilo, y que no sólo los combatieron en el campo interno de la Orden sino que, además, implicaron en su rechazo a los seglares, quienes, por ejemplo, se negaron a dar limosna a los limosneros de los Retiros. Teófilo no perdió nunca la calma ni las buenas formas, repitiendo siempre: ¡Dios nos ayudará!, ¡Dios proveerá!
En 1709, los superiores trasladaron al P. Teófilo al Retiro de Palombara Sabina (Roma), donde permaneció seis años, siendo guardián de la comunidad de 1713 a 1715, año en que regresó al eremitorio de Bellegra, para el que fue elegido guardián en 1715 y 1724. De nuevo marchó a Palombara en 1727 para recuperar la observancia que se había relajado un tanto, y en 1729 se encontraba una vez más en Bellegra, donde había fallecido santo Tomás de Cori el 11 de enero de aquel mismo año.
Los superiores de la Provincia franciscana de Roma veían con buenos ojos los «retiros» en que se habían convertido algunos de sus conventos, por los frutos de santidad que estaban dando, aunque no todo fueran éxitos, y la Orden los apoyaba. Llegó el momento en que los frailes de Córcega les pidieron que abrieran en alguno de sus conventos una de esas fraternidades de estricta observancia. La petición fue aceptada y para convertirla en realidad seleccionaron un grupo de seis religiosos, entre ellos el P. Teófilo, por ser corso y por sus cualidades, así como por su experiencia. En octubre de 1730 partieron para la isla, a la que nuestro santo volvía después de 34 años de haberse ausentado de la misma, y en la que fueron muy bien recibidos por los frailes y por la gente. Pero, cuando empezó a hacer las oportunas averiguaciones para escoger el lugar adecuado en el que establecer el Retiro, todo fueron dificultades. Sucesivamente se propuso el proyecto a los conventos de Farinóla, Nonza, Campoloro y Caccia, y ninguno lo aceptó, y de algunos tuvo que retirarse como huyendo. Llegada la cuaresma de 1731, lo enviaron a predicar a Corte, con la esperanza de que, en su pueblo, su fervorosa elocuencia y el ejemplo de su vida virtuosa y penitente allanarían las dificultades y harían posible la renovación de su convento. Pero tampoco en aquella comunidad pudo establecer la estricta observancia.
La Providencia, sin embargo, abrió otros caminos. El superior del convento de Zuani renunció a su oficio, y el Provincial, para sustituirlo, nombró al P. Teófilo primero presidente y luego, el 20 de diciembre de 1732, guardián de la casa. Y así fue como el santo, poco a poco, fue introduciendo en aquella comunidad los usos y costumbres de los Retiros de Bellegra y Palombara: silencio riguroso, maitines a media noche, horas de oración, numerosas prácticas piadosas además de los oficios litúrgicos, ninguna limosna como estipendio por las misas, que debían celebrarse todas por los bienhechores, Vía crucis solemne en la iglesia todos los domingos y viernes de cuaresma, mucha austeridad en el comer, en el vestir y en toda la casa, nada de cuestaciones generales de grano ni de mosto, etc., etc. La buena gente de Zuani creía que no podrían mantener por mucho tiempo ese tenor de vida, y se compadecía de los buenos frailes. El P. Teófilo repetía como de costumbre: «¡Dios proveerá!». Y espléndida se mostró la Providencia. En aquel convento, en tiempos normales, apenas podían vivir seis religiosos; ahora vivían allí sin agobios hasta 18. El convento se quedó pequeño y hacía falta ampliarlo, y el santo pudo levantar un ala nueva con las limosnas que le llegaban de improviso. El guardián aventajaba a todos en la santidad de vida y en la paterna amabilidad y prudencia para con todos.
A lo largo de la vida del P. Teófilo, Dios se dignó obrar en él y por medio de él numerosos hechos prodigiosos. En Bellegra, con una bendición hizo desaparecer los gusanos que devastaban las legumbres del huerto. En Zuani, un moribundo quedó sin habla y no podía confesarse; acudió el P. Teófilo, y el paciente recuperó la palabra y pudo confesarse; luego volvió a quedarse mudo. En cierta ocasión se escapó del convento una vaca que les había regalado un bienhechor; era un día de niebla tan densa que no se la podía localizar; una bendición del santo hizo que el tiempo se despejara de inmediato, y encontraron el animal en un bosque vecino. En otra ocasión llevaron a la iglesia del Retiro a una mujer endemoniada; los exorcismos del P. Teófilo liberaron enseguida a la infeliz. Un joven de Zuani, de vida licenciosa, la víspera de su boda perdió a la joven con la que iba a casarse pero que se ahogó; en su desesperación el joven acudió al P. Teófilo buscando una palabra de consuelo; la actitud y las palabras del santo cambiaron de tal modo el ánimo del joven, que se consagró totalmente a Dios, fue un sacerdote muy celoso y elocuente predicador, y murió en olor de santidad.
La estancia del P. Teófilo en su isla natal duró unos cuatro años. Consolidado el Retiro de Zuani, los superiores lo llamaron a Roma, y el 30 de septiembre de 1734 se encontraba de nuevo en Aracoeli. Luego lo enviaron a Palombara para que con su presencia reavivara el fervor de antaño que, durante su ausencia, se había debilitado. Al año siguiente lo nombraron una vez más guardián de su querido Retiro de Bellegra, y durante su permanencia en el mismo volvió muy gustoso a Palombara como testigo en el proceso informativo sobre la santidad de su amigo y maestro santo Tomás de Cori, muerto en 1729, del que había sido discípulo y ahora era el continuador principal en la obra de los Retiros.
Mientras tanto, también los franciscanos de Toscana deseaban tener casas en las que imperara la estricta observancia de la Regla del Seráfico Padre, y para hacer realidad tal deseo pidieron ayuda a los superiores de la Orden. Así, por obediencia, el 17 de enero de 1736, el P. Teófilo dejó Bellegra y se dirigió a Florencia para llevar a cabo en aquella Provincia minorítica la fundación de un Retiro como los de Bellegra, Palombara y Zuani. A finales de febrero llegó a la capital toscana y se hospedó en el convento de Ognisanti. El 24 de abril de aquel mismo año lo eligieron guardián del convento La Virgen, de Fucecchio, a 45 Km de Florencia, en la ribera del río Arno, para fundar allí el retiro. El santo se trasladó a su nuevo destino y se presentó de la mejor manera que supo, pero la acogida que le dispensaron los frailes no fue calurosa ni alegre. Más aún, hubo quienes, para impedir la proyectada reforma, recurrieron a las autoridades civiles y quienes soliviantaron a la gente y la indujeron a que no dieran más limosnas al convento, y hasta hubo algunos que llegaron a insultar al santo. No por ello su turbó el nuevo guardián, sino que, cosa habitual en él, permaneció sereno y confiado en que la providencia de Dios lo ayudaría a cumplir la misión que se le había encomendado.
Y Dios hizo fructificar la paciencia de su siervo. El día de san Antonio, 13 de junio, se celebraba una gran fiesta, y en la misa solemne predicó el P. Teófilo con tanta unción y elocuencia, que empezaron a desvanecerse en el ánimo de sus frailes los prejuicios contra él y contra su obra. A partir de entonces y con rapidez fue cambiando el ritmo de vida de aquella comunidad, en la que se respiraba, cada vez más, un aire nuevo de renovación espiritual, de aproximación a los ideales de san Francisco, de entrega evangélica a la gente. El pueblo quedó muy edificado, y llenaba la iglesia en todas las celebraciones. También el clero acudía a los ejercicios espirituales y a las conferencias morales que predicaba el santo. Éste y los demás frailes, por su parte, eran asiduos en los servicios religiosos: en el confesionario, en la predicación, en la asistencia a los enfermos, etc. Al amor de la vida recogida y contemplativa se unió un mayor espíritu de entrega y de apostolado. La reforma produjo frutos de santidad no sólo en el convento sino también en el pueblo.
Una vez más hay que subrayar que nuestro santo era un verdadero amante del retiro, de la soledad, de la oración. No contento con las muchas prácticas religiosas del Retiro, en las que participaba con viva fe, encontraba la forma y manera de orar continuamente tanto en la celda, como en el trabajo o yendo de camino. Era un hombre hecho oración, como decía Celano del Seráfico Padre. Enamorado de Cristo crucificado, practicaba con gran fervor el ejercicio del Vía crucis en comunidad y también en privado, e incluso durante los viajes, teniendo en la mano una cruz pequeña. En cierta ocasión, cuando iba de Bellegra a Roma, el compañero de viaje, Fray José d'Affile, le preguntó si haciendo así el Vía crucis se ganarían las correspondientes indulgencias. El santo le respondió que no practicaba interesadamente; pero luego repensó la cosa y, cuando llegaron a Roma, pidió y obtuvo del papa Clemente XII, para sí y para sus compañeros de viaje, el poder ganar las indulgencias meditando los misterios de la pasión del Señor ante la cruz que siempre llevaba consigo y que entonces le bendijo, a tal fin, el mismo Sumo Pontífice.
El P. Teófilo era amante de la juventud, por lo que trabajó hasta conseguir que el Retiro de Fucecchio fuera también casa de noviciado. El convento resultaba insuficiente, por lo que hizo que se construyera un ala nueva para los jóvenes aspirantes a la vida franciscana, y que se construyera con una cierta comodidad, que no ofendiera la pobreza y simplicidad seráfica, pero que respondiera a las exigencias sanitarias e higiénicas de entonces. Esto no lo habrían permitido otros reformadores franciscanos, ni siquiera los de su tiempo como santo Tomás de Cori o san Leonardo de Porto Mauricio. Pero nuestro santo buscaba el equilibrio en todas las cosas, estaba a favor de la normalidad y en contra de los excesos y abusos. Cuando en 1737 se introdujo la causa de beatificación de santo Tomás de Cori, el P. Teófilo leyó en el refectorio el correspondiente decreto e hizo un sentido discurso que cerró con estas palabras: «No creáis que el P. Tomás haya hecho cosas singulares. Observó con exactitud la Regla y las leyes del Retiro, y eso basta para hacerse santos».
Las actas del proceso de beatificación de nuestro santo, por una parte, muestran cómo se entregaba en cuerpo y alma a la realización de sus tareas, aun las más ordinarias, mientras afrontaba con toda humildad y sencillez los asuntos más importantes; por otra parte, reúnen un número considerable de hechos extraordinarios e incluso de verdaderos milagros con los que el Señor acreditaba la santidad de su siervo.
A pesar de las penitencias y austeridades con que había mortificado su cuerpo, parecía que aún le quedaban años de vida al P. Teófilo. Pero un día, al salir del confesonario, se desmayó; recuperados los sentidos dijo a sus hermanos que no tenía importancia, y continuó su ritmo de vida habitual. Desde hacía tiempo sufría de una grave hernia inguinal, que con frecuencia requería la atención de los médicos. Un día el Dr. Calaverdi lo estaba curando cuando un aldeano lo llamó para confesar a un enfermo; el P. Teófilo apenas dejó al médico terminar su trabajo y marchó presuroso con peligro de su vida. El 10 de mayo de 1740 lo llamaron temprano para asistir a un moribundo; soplaba fuerte la tramontana. El P. Zacarías de Lucca se ofreció para sustituirlo, pero el santo le respondió: «No, hijo; me han llamado a mí, y quiero hacer yo esta obra de caridad». A partir de aquel día aparecieron los síntomas de la enfermedad que rápidamente acabaría con su vida. Le fiebre se iba agravando y el santo, presintiendo que se acercaba el tránsito a la eternidad, pidió confesarse y que le administraran el santo Viático. Se enteró de que querían trasladarlo a la enfermería de Lucca, pero él se opuso rotundamente, como también se opuso a que llamaran a un médico especialista de fuera para curarlo.
Al atardecer del día 19 de mayo de 1740 expiró serenamente en el Retiro de La Virgen de Fucecchio san Teófilo de Corte, que tanto había trabajado para que floreciera de nuevo el espíritu y la perfecta observancia de la Regla de san Francisco.
Sus funerales fueron una gran manifestación pública de la estima y veneración en que le tenían el pueblo y los frailes, que lo consideraban un santo. Su cuerpo tuvo que permanecer dos días expuesto a la devoción de los fieles. La fama de su santidad se extendió admirablemente, eran frecuentes y numerosas las peregrinaciones a su tumba y se multiplicaron los milagros con que Dios glorificaba a su humilde siervo, de manera que, ya en 1750, a los diez años de su muerte, se abrió el primer proceso canónico para su beatificación. Y así, fue declarado venerable por el papa Benedicto XIV el 21 de noviembre de 1755; lo beatificó León XIII el 19 de enero de 1896, y, tras nuevos milagros que Dios realizó por intercesión del beato Teófilo, Pío XI lo canonizó solemnemente el 29 de junio de 1930. En la correspondiente bula de canonización, el papa hacía este elogio de nuestro santo: «En Teófilo de Corte, discípulo de Francisco de Asís, aprendan especialmente los religiosos el desprecio de las cosas terrenas, la unión íntima con Dios, en el silencio y el retiro, la observancia perfecta de la disciplina regular, el celo apostólico en el procurar la salud de las almas, la ardiente caridad hacia Dios y hacia el prójimo...».
Conservamos varios escritos del santo publicados en italiano y en latín, y también un número considerable de cartas dirigidas al P. Scalabrini, entonces ministro provincial de Toscana, que describen las dificultades y vicisitudes del Retiro de Fucecchio. Otros escritos suyos, de carácter formativo y espiritual, se han perdido.
Sus restos mortales se conservan en Fucecchio, en la iglesia de La Virgen, debajo del altar mayor, sobre el que san Teófilo celebró tantas veces con ardiente devoción los sagrados misterios. Los franciscanos permanecieron en el convento La Virgen, de Fucecchio (Florencia), hasta 1995.
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