Hacia mediados del siglo XVI, la herejía de Calvino causaba grandes estragos en el sur de Francia, por lo que un joven caballero de Toulouse o de sus cercanías, llamado Andrés Martinet, tuvo que dejar su patria y abandonar su fortuna para mantenerse fiel a su fe y huir del riesgo de verse constreñido a abrazar la de los hugonotes. Encontró refugio en Medinaceli, provincia de Soria (España), donde entró a trabajar en el taller de un curtidor de pieles llamado Antonio Cedillo. Pronto se ganó Julián la confianza y apoyo de su patrón, que lo apreció como a un hijo, le facilitó una vivienda y le ofreció para esposa a la virtuosa joven Catalina Gutiérrez, empleada en el servicio doméstico de su hogar. Los dos jóvenes se unieron en matrimonio y en fecha que no sabemos con exactitud, entre 1550 y 1553, les nació su primer hijo, Julián, a quien educaron en el santo temor de Dios y en el amor de su santa ley.
Julián correspondió al ambiente que vivía en su casa y a la santa solicitud de sus padres, y desarrolló sentimientos nobles en su corazón a la vez que cultivó la piedad y las devociones acordes con su edad, sobre todo la misa y la comunión, prácticas que mantuvo cuando empezó a trabajar como aprendiz en una sastrería y a pesar de las burlas de sus colegas.
Con todo, a medida que pasaba el tiempo, crecía en nuestro joven el deseo de una mayor perfección y la tendencia a la vida religiosa. Vislumbrando los peligros para su alma que encontraría en el mundo y después de mucha oración y de consultar con su confesor, decidió hacerse franciscano. Vistió el hábito de san Francisco en el convento de Santa María de La Salceda (Segovia), fundado por fray Pedro de Villacreces y perteneciente primero a la Provincia descalza de San José, fundada tiempo atrás por san Pedro de Alcántara, y luego a la Observante de Castilla. Llevado de un extraordinario fervor se entregó en seguida a la práctica de unas mortificaciones y penitencias tan exageradas, que los superiores pensaron que tanta austeridad provenía más de una mente exaltada que de una sólida virtud, por lo que lo invitaron a dejar el hábito y el convento.
Dolorido y desolado, pero convencido de que aquella era la voluntad del Señor, que no lo estimaba apto para vivir entre los siervos de Dios, marchó a Santorcaz, cerca de Toledo, y se puso a trabajar como sastre, sin abandonar sus prácticas de piedad. Mientras tanto él pedía a Dios que le concediese la gracia de llevar la vida consagrada que tanto ansiaba.
No mucho tiempo después llegó a Santorcaz, para dar una misión, el padre Francisco de Torres, célebre misionero de los franciscanos de la Provincia de Castilla, y pronto quedó hondamente impresionado por la atención que Julián prestaba a sus sermones, la devoción con que ayudaba a misa y el fervor con que comulgaba. Por ello, le propuso que lo acompañara en sus viajes apostólicos, y el joven no dudó ni un instante en aceptar la propuesta, se vistió un hábito de peregrino y empezó a recorrer con aquel apóstol de la palabra los caminos de España. Cuando llegaban a un lugar, la primera ocupación de Julián era recorrer las calles del pueblo o ciudad haciendo sonar una esquila para convocar a todos al sermón del misionero; la gente quedaba edificada por su modestia y piedad. Un día pasaron por Medinaceli y sus conciudadanos, viéndolo vestido de aquella manera, lo tomaron por loco; él, con una sonrisa humilde, les respondió: «Decís la verdad. Yo soy un verdadero loco, pero soy tal por amor de Dios».
El P. Torres, que conocía el deseo de Julián de vestir el hábito franciscano, lo observaba atentamente y cada vez admiraba más su sencillez y candor, su generosidad y su fervor, su deseo sincero de servir a Dios en el recogimiento y la penitencia. Por tanto, llegó el momento en que consideró procedente recomendar a los frailes de La Salceda que la admitieran al noviciado. Admitido de nuevo, una vez más se entregó con ardor a la vida de austeridad y a las penitencias inusuales aun entre los descalzos. Y de nuevo los frailes lo consideraron un exaltado y lo despidieron.
El beato Julián soportó esta nueva y más dura prueba con una serenidad admirable, y, sin quejarse, se limitó a manifestar: «Creo que mi vocación es la de religioso, con hábito o sin él». Entonces se retiró a lo alto de un monte cercano para seguir allí su vida de contemplación y de penitencia. Se construyó con el ramaje una cabaña, y todos los días bajaba a la puerta del convento donde enseñaba el catecismo a los demás pobres que allí se reunían y, como ellos, recibía de los frailes el pan y la menestra para alimentarse. Un día se encontró por el camino con un pobre casi desnudo y, movido a compasión, le dio la pobre túnica que llevaba; al día siguiente, el portero del convento le reprochó que acudiera a la portería medio desnudo, y Julián le explicó lo ocurrido y le añadió con humildad que había pensado que aquel pobre necesitaba la túnica más que él. Entonces los frailes le dieron un hábito viejo, parecido al que llevaban los donados, y Julián, agradecido a la comunidad que lo vestía y lo alimentaba, se sintió obligado a corresponderles de la mejor manera que le era posible: ir a pedir limosna para el convento. Los campesinos, que lo estimaban y lo consideraban como un santo, quedaban edificados por sus palabras y sus ejemplos y le daban abundantes limosnas, que él llevaba a los frailes, quedándose para sí algún mendrugo.
Finalmente, los religiosos reconocieron que la piedad de Julián era auténtica y que obraba impulsado por el Espíritu de Dios, y le abrieron por tercera vez las puertas del noviciado. Trascurrido el año de prueba, Julián fue admitido a la profesión solemne de la Regla de san Francisco en calidad de hermano lego y con el nombre de fray Julián de San Agustín. Lleno de gratitud y alegría, el nuevo hermano se entregó con todas sus fuerzas a la tarea de su santificación. Intensificó la austeridad de vida y fue inventando nuevas e increíbles formas de penitencia y mortificación; dedicaba a la oración el tiempo que sus tareas domésticas le dejaban libre, hurtando muchas horas al sueño; se propuso obedecer no sólo a los superiores sino también a todos los religiosos, hacia los que se mostró siempre bondadoso y humilde.
No tardaron los superiores en nombrarlo compañero de misión del P. Torres, que entonces estaba de familia en el convento de Alcalá, donde aún estaba fresca la memoria edificante de San Diego ( 1463), que había pasado allí los últimos años de su vida y al que Julián tomó como modelo. Una vez más, en su tarea de acompañante del predicador, la vida y las palabras del humilde lego eran a veces tan elocuentes y eficaces como los sermones del misionero.
Algún tiempo después lo enviaron al convento de Nuestra Señora de la Esperanza de Ocaña (Toledo) como limosnero, pero no tardó en volver a Alcalá donde pasó el resto de su vida, dedicado a atender las necesidades de los enfermos y de los pobres.
A lo largo de su vida religiosa fray Julián se distinguió por la observancia estricta de la Regla de san Francisco y por la práctica de todas las virtudes, particularmente la oración y la penitencia, la humildad y la obediencia. Había asimilado de tal forma el espíritu de oración, que en cualquier tiempo y lugar vivía en la presencia de Dios con el que conversaba familiarmente. Cuando estaba en el convento, pasaba en el coro o en la iglesia las horas que le dejaban libres las tareas que se le habían encomendado y la mayor parte de la noche, de suerte que en la práctica no tenía una celda reservada para su uso. Fuera del convento, cuando iba por los pueblos a pedir limosna, pasaba las mañanas en la iglesia para rezar, ayudar a misa y comulgar, y por la noche, si no se quedaba en la iglesia postrado en adoración, solía retirarse al despoblado para entregarse allí libremente a la contemplación. Narran las crónicas que el demonio puso en marcha todos sus engaños y artimañas para quebrantar la constancia del siervo de Dios, y que éste lo protegía y lo llenaba de consuelo además de concederle dones extraordinarios, como los éxtasis.
El amor de Dios que ardía en el corazón de Julián lo impulsaba a una vida de caridad sin límites hacia el prójimo. Lo que más le preocupaba era el bien espiritual de todas las personas, a la vez que las carencias y miserias de los pobres despertaban en él la más tierna compasión. Se interesaba por sus necesidades, buscaba medios para ayudarles, les procuraba limosnas, los consolaba en sus penas hablándoles de la felicidad del cielo, exhortaba a los ricos a que socorrieran a los indigentes. Las palabras sencillas y humildes de fray Julián sembraban la paz en los corazones, despertaban el arrepentimiento en los pecadores, y no fueron raras las conversiones que obtuvo, movía el corazón de los pudientes a auxiliar a los más desfavorecidos en bienes de fortuna.
Resulta difícil comprender cómo fray Julián pudo conciliar durante toda su vida el fiel cumplimiento de sus deberes de hermano lego y la intensa vida de oración, con unas penitencias tan duras y hasta exageradas, que ni siquiera los frailes de aquel tiempo, descalzos y de tradición alcantarina, llegaban a discernir como virtud, por lo que lo despidieron dos veces del noviciado. Maceraba de continuo su cuerpo y el ayuno era una constante en su vida, más severo en las frecuentes cuaresmas que observaba a imitación de san Francisco. Su alimento solía ser un poco de pan, algunas hierbas medio cocidas y pocas nueces. Hacía uso abundante de cilicios y otros instrumentos de mortificación. Y ocultaba con gran celo sus penitencias.
A la par iban su penitencia y su humildad, sincera y profunda. Se tenía por inferior y servidor de todos. Los desprecios e insultos que a veces le propinaban en sus correrías, no le ofendían porque consideraba sinceramente que era digno de ellos. Si el superior, por equivocación o para provocarlo o probarlo, lo reprendía aun por faltas que no había cometido, lejos de excusarse, cumplía la penitencia, para expiación de sus pecados, y trataba de superarse en aquello que le habían recriminado. Por otra parte, ponía sumo cuidado en evitar cuanto pudiera atraerle la estima y veneración de la gente. Cuando Dios obraba por su intercesión algún milagro, el siervo de Dios se apresuraba a atribuírselo a la Virgen o a los santos.
Ciertamente el Señor quiso adornar la vida de su siervo con muchos milagros y gracias extraordinarias, éxtasis, curaciones, docilidad de los animales y de las fuerzas de la naturaleza, y también el don de profecía y el de ciencia infusa. No era raro que autoridades y los mismos profesores de la Universidad de Alcalá fueran a consultarle las cuestiones más delicadas y difíciles, y que salieran maravillados de sus respuestas que no podían atribuir sino a la sabiduría que Dios le había regalado. También los bienhechores pedían a veces al P. Guardián del convento de Alcalá que les enviara a Fr. Julián para que los consolara o aconsejara y para encomendarse a sus oraciones, y siempre quedaban edificados. La fama de santidad de nuestro beato se extendió por toda España. La misma reina Doña Margarita, esposa de Felipe III, quiso conocerlo personalmente, y en tal sentido escribió a su P. Guardián, el cual lo mandó por obediencia a la corte de Madrid. La Reina lo acogió con gran respeto y veneración y se encomendó a sus oraciones; el pobre fraile, por timidez o por humildad, apenas abrió la boca. Con todo, Dña. Margarita quedó muy bien impresionada y, como muestra del alto aprecio en que lo tenía, dejó en su testamento una suma considerable de dinero para su canonización.
Después de una vida sencilla, inocente, pura, llena de buenas obras, fray Julián cayó enfermo una vez más, y comprendió que era la última enfermedad. Recibidos con gran devoción los últimos sacramentos, murió en Alcalá el 8 de abril de 1606. La noticia de su muerte se difundió rápidamente, y el clero y los universitarios, los nobles y el pueblo de Alcalá acudieron al convento de los franciscanos para venerar y despedir al siervo de Dios, cuyo cuerpo tuvo que permanecer expuesto dieciocho días para satisfacer el deseo de los fieles, y no se corrompió sino que permaneció flexible emanando un suave perfume. Lo enterraron en una capilla a la que el pueblo llamó pronto de "San Julián". Los milagros obrados por su intercesión se multiplicaron, y el papa León XII lo beatificó solemnemente el 23 de mayo de 1825.
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