Fue una virgen peregrina. Peregrinó del error a la verdad, de la opulencia a la pobreza, de las márgenes del Tajo a las montañas burgalesas. Peregrinando como ella, caminamos también nosotros. De Burgos, cabeza de Castilla, hasta Briviesca, ciudad pequeña y alegre. Desde allí, el camino es corto. Se ven autos atestados de viajeros; se ven caravanas que rezan y ríen. Nosotros tomamos el atajo, el camino primitivo, donde creemos ver todavía las huellas menudas de la virgen, y aspirar el perfume de su manto y de sus cabellos. Áridas quiebras, sendas tortuosas, esponjosos barbechos. En el aire, garabatos solemnes de buitres; en el suelo, penetrantes aromas de hierbas montaraces; junto al camino, una iglesia románica, y en torno, algunas casucas de estrechas ventanas, alegres con sus inquietos penachos de humo. Luego, Salinas, una aldea durmiente sobre charcos impregnados de sal, donde brillan ambiguos reflejos. Su nombre va unido a cuatro recuerdos: una fuente que derrama su líquido e incansable lamento, una vieja que cose su sayo en la solana, dos bueyes que rumian en un callejón, y unos niños que juegan junto al arroyo. Todo envuelto en un silencio profundo, bajo un sol de fuego en un día de estío; éste parece el lugar a propósito para encontrarse al que pone tropiezos en los santos caminos. Nosotros no le vimos; pero sabíamos que la princesa se lo había encontrado en aquella subida. Y fue allí mismo, según nos lo dice la vieja que cose al sol su refajo amarillo. Fue allí mismo, en aquel altozano que domina la aldehuela. Era un dragón terrible, dice nuestra informadora, con alas de murciélago, ojos que ponían espanto y lengua que parecía una llama. Huyeron todos los que la acompañaban; pero ella, que era valiente además de hermosa, trazó en el aire la señal de la cruz y siguió su camino. Y he oído decir que un lucero fue su guía hasta que llegó al pozo sagrado.
Sin ver dragones, sin encontrar estrellas, dimos vista al gigante macizo donde se yergue el santuario como nido colgado en las crestas peladas. Al pie, el lago milagroso donde se bañó la virgen, según cuenta la tradición. Ahora es preciso probar sus aguas y echar un canto en el fondo. Es viejo rito de la peregrinación, con el cual las doncellas, madrecitas en flor, llevan la seguridad de tener hijos. La ascensión es dura y emocionante. Hay viejos que caminan con los pies descalzos por un sendero estrecho, tortuoso, pino y accidentado. Hay murmullos de rezos y sollozos. El panorama se amplía y embellece. A nuestros pies se extiende la policromía única, inimitable, de la Bureba; el espinazo oscuro de la Demanda; las severas cimas que se retuercen en la cuenca del Oca; la tierra bravía que fue el primer mojón del condado castellano; las hoces en que se esconden abadías famosas; la cresta en que se alzan históricos castillos—Oña y Frías, Nájera y Pancorbo—; todo el terreno sagrado en que domina la señora amable que duerme en esta altura.
Ya estamos en su alcázar. Parece que vamos a tocar el cielo con las manos. ¡Qué puro es allí el aire! ¡Qué sabrosos los recuerdos! El ermitaño y el capellán que allí viven son los hombres más felices de Castilla. Salen a nuestro encuentro con una sonrisa que se debe parecer a la de San Pedro cuando abre las puertas del reino celeste. «Aquí—nos dicen—estuvo sepultada la santa durante siglos.» Es una gruta que mira al Norte, honda y húmeda, defendida por una puerta de roble. Al otro lado, alegre con el sol del mediodía, otra gruta a la cual se baja por una escalera cavada en la roca. Una reja impide el acceso; pero no hay peregrino que no arroje su ofrenda al interior—una moneda de cobre o de plata—, porque aquella peña fue santificada por la vida penitente de la hija del rey de Toledo. Habla de ayunos rigurosos, de rezos inflamados, de coloquios misteriosos, de visitas angélicas, de combates y de victorias, de lágrimas y arrobamientos. En el centro está el santuario bello, limpio, sólido: dos naves ojivales y una del Renacimiento. Bóvedas decoradas de pinturas brillantes, fuertes pilares, estatuas y retablos en los muros, y por todas partes, testigos de prodigios sin cuento, exvotos de mil formas: piernas y brazos de cera, retratos y dibujos de sabor popular, dijes de plata encerrados en cajitas de vidrio, y tablillas en que se leen versos con aroma de vino añejo:
En el altar dorado, las manos sobre el pecho, una mujer yacente, cubriendo el rico lecho, donde duerme su sueño feliz la virgen mora que vino de Toledo para ser protectora de cristianos en Burgos, la Rioja, Vizcaya, desde el pico de Urbión a la peña de Amaya. Rezamos....; la penumbra del templo recogía nuestra oración ungida de amor y poesía; besamos la magnífica cabellera de oro que antaño besar quiso más de un príncipe moro. ¡Oh cabellera rubia, que osaste despreciar amores terrenales, enséñanos a amar!
Más he aquí en un ángulo viejas esculturas. Piedra policromada, ingenuidad medieval, era gótica. Es la vida de la santa, más antigua que las actas de los hagiógrafos y las leyendas de los breviarios. Ahora nos damos cuenta de los recuerdos que nos han salido al paso durante el camino. Vemos a Casilda en su palacio, el palacio de Galiana, que se levanta mirándose en las aguas del Tajo. A una ventana; el rey, su padre, asoma su barba y su turbante. La niña atraviesa el patio. ¿Qué llevará en sus haldas de seda? Una voz suena detrás de ella: «¿Dónde vas? ¿Qué es eso que escondes en el delantal?» Y Casilda contesta, sonriente: «Mira, papá; rosas y flores.» Y son rosas auténticas. El rey palpa, mira, huele. Son rosas, rosas entre hielos invernales, que tienen un perfume maravilloso. Y Casilda continúa su camino, extrañada ella misma de lo que acaba de suceder. Los panes que llevaba a los cautivos se han convertido en rosas.
Su alma delicada se asfixia entre las opulencias del alcázar toledano. Su padre es el príncipe más poderoso de cuantos se han repartido los restos del califato de Córdoba. Dsi-i-Nun manda en Toledo y en toda la llanura: por el Norte, hasta el Guadarrama; por el Sur, hacia Sierra Morena. En sus arcas se esconden tesoros fabulosos que fueron un día la admiración del Oriente. Allí se guarda la joya más preciada que brilló jamás en las cortes de los reyes: un ceñidor maravilloso, que los historiadores árabes describen con morosa admiración. Todo él cata cuajado de aljófar y diamantes, cuyos irisados destellos titilan entre las notas fijas de alegre color que dan miles de lentejuelas, de zafiros, de rubíes y de esmeraldas. Un día oprimió las caderas de Zobeida, la favorita de Harón Ar-Raxid, la sultana de las Mil y una noches, que deslumbró a Bagdad con su lujo y sus caprichos. Lleváronle después orgullosas las princesas de Medina-Az-Zahara, y Casilda le tiene ahora en su poder.
Le tiene, pero ni su corazón se emociona ni sus ojos se deslumbran. Las magnificencias reales la oprimen; las fiestas cortesanas la entristecen. Se la ha visto ausentarse de ellas con ademán de melancolía y buscar un consuelo hablando con los cristianos que gimen en los sótanos de la fortaleza. Les lleva sus dirhemes, las sobras de los festines y los paños necesarios para cubrir su desnudez. Allí, en aquel ambiente infecto, entre aquellas sombras vivas, pasa sus horas mejores. Ellos la ven cada día más pálida y más triste. Al recibir la moneda de plata, han notado en sus manos el fuego de la fiebre que la devora. Está enferma, sí, está enferma. Y uno de los presos le dice un día: «Dulce señora, nos da mucha pena veros sufrir; pero yo sé de unas aguas maravillosas con cuyo contacto recobraréis la salud.» Y Casilda se vino a Burgos, llegó a la Bureba, lavó su cuerpo en el pozo de San Vicente, y con la salud del cuerpo recobró también la salud del alma. Ya es feliz: no quiere joyas, ni fiestas, ni grandezas; no quiere más reino que el reino de los Cielos. En el mismo lugar donde había conocido a Cristo se consagra a Él para servirle en la oración y en la penitencia. Toledo la perdió, pero Castilla quedó para siempre embalsamada con el aliento de la gracia que ella dejó en aquellas alturas.
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