Entre los aldeanos de Cataluña se decía en tono de desprecio: «Sallent, Sallent, petita villa y mala gent.»
Pero Dios quiso que de Sallent, pequeña villa de la provincia de Barcelona, saliese una de las más grandes figuras de la iglesia española en el siglo XIX. Allí nació San Antonio María Claret, el día de Navidad de 1807, cuando la tierra resonaba de villancicos y melodías pastoriles. Un pueblo humilde y un hogar oscuro, donde había un telar, donde se rezaba el ángelus, donde no faltaban nunca algunos maravedises para los pobres que llamaban a la puerta, pero donde, más que los dineros, abundaban los gritos, los lloros y los golpes de los niños, pues con Antonio María se sentaban a la mesa del honrado tejedor otros diez hijos, que él miraba, a la vez, orgulloso y aterrado.
No era, ciertamente, Antonio María el que más guerra daba en el hogar. Más que jugar o pegarse con los demás muchachos, le gustaba escuchar sermones, aprender a deletrear libros piadosos y meditar en las verdades que se iban grabando en su cabecita infantil. No tenía más que cinco años y ya se inquietaba su espíritu resolviendo los graves problemas de la gracia y de la predestinación, del pecado y de la eternidad. Más de una vez le oía su madre repetir entre el rebujo de la cuna: «¡Eternidad, eternidad!... ¡Siempre, siempre!... ¡Jamás, jamás!...» Y si se despertaba durante la noche, exclamaba, perseguido por la misma idea: «Y aquello, ¿no acabará nunca? ¿Siempre habrá que padecer?» La eternidad fue como el coco de su infancia.
Algo extraordinario brillaba ya desde aquellos primeros años en la vida del hijo del tejedor. Dios le guiaba y le protegía. No era como los demás niños. Si encontraba un anciano arrastrándose penosamente por la calle, se acercaba a él, le cogía de la mano y le llevaba hasta su casa. Si brillaba una moneda en su camino, la recogía y no paraba hasta encontrar su propietario; si se veía en la plaza a un niño explicando las verdades de la fe a un corro de compañeros, ese niño era Antonio María Claret. Muchas tardes, los días de fiesta, desaparecía de casa para dirigirse en compañía de alguno de sus hermanos al vecino santuario de Nuestra Señora de Fusimaña, sin acobardarse por los bosques de pinos que había que atravesar y los riscos a través de los cuales había que ascender. Todo le parecía poco para dialogar amorosamente con la que ya entonces llamaba su madrina, su maestra, su directora, su madre, y ella, evidentemente, le enseñaba, le guiaba y le protegía. Ella le salvó el día de su accidente en la playa de la Barceloneta. Una ola le envolvió rápida y furiosa; la resaca le llevaba mar adentro; ya giraba en medio de un torbellino de aguas alborotadas. «Entonces—dice él mismo—se me ocurrió la idea de invocar a María Santísima. Hícelo del mejor modo que supe, y, sin saber cómo, me hallé al instante en la playa.»
Y, no obstante, por obra del infierno, sus labios temblaban con balbuceos de blasfemias horribles contra su libertadora. Era la hora de la tentación. Sus ojos se cerraban aturdidos, su cuerpo se agitaba en una convulsión espantosa; sollozaba y decía: «¡Señor, antes morir que pecar!» Otra vez era el demonio de la lujuria. Su mente se llenaba de imágenes hediondas; su corazón, de fuegos infernales. Luchaba, rezaba, desgarraba su cuerpo; pero la tiniebla seguía envolviendo su espíritu. Hasta que su aposento se ilumina; una imagen llena de gracia brilla en los aires y aparece una mano que alarga una guirnalda de rosas, mientras se oye esta voz: «Antonio, si vences, esta corona será tuya.»
Peor fue todavía el peligro del olvido, el olvido de su destino y de la misión que le estaba designada. A los dieciocho años, Antonio se había sumergido en el torbellino hirviente de la vida de Barcelona. Era un fabricante de tejidos, estudiaba el dibujo, agenciaba tintes, multiplicaba muestras, vigilaba su taller, prosperaba, y de día en día aumentaba su prestigio de hombre inteligente e irreprochable en el comercio, a quien la fortuna reservaba un magnífico porvenir. Todo su afán era la fabricación; todo su pensamiento, las máquinas y los telares; su preocupación, las composiciones y descomposiciones. Aquella afición a la industria le absorbía, dominaba su vida, le inutilizaba para cualquier otro ejercicio. Todas las horas eran para ella; hasta los días festivos, después de oír misa y de comulgar algunas veces, el joven fabricante se encerraba en su aposento a dibujar, a combinar y a hacer problemas. Fueron cuatro años largos de desorientación y de tristeza, que el hombre de Dios miró más tarde como años perdidos, años en que no faltaron los peligros y los desengaños, pero que también tuvieron su aspecto beneficioso, pues no fue escasa la experiencia de los hombres y de la vida que en ellos recogió el joven industrial.
Pero cuando ya empezaba a abrirse camino y la suerte le sonreía y su bolsa se llenaba de plata, surgió en el fondo de su alma, con una insistencia inquietante, esta sentencia que, siendo niño, había leído en el Evangelio: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» Como con una espada invisible, esta frase atravesó su ser y paralizó aquella actividad apasionada y febril. Al empezar el trabajo, mientras trabajaba, cuando cerraba el taller, durante el sueño, la terrible pregunta brillaba ante sus ojos, amortiguando su entusiasmo y llenándole de inquietudes. A veces le parecía que alguien se apostaba junto a él y se la lanzaba al oído. Su espíritu no recubro la serenidad hasta que un día se levantó con la resolución de abandonar aquella maraña de ruedas, tejidos y lanzaderas, para consagrarse únicamente al negocio de su salvación. Tenía entonces veintidós años.
Aquella alma ávida e inquieta no podía entregarse a medias. Con audacia y generosidad, ensaya durante algún tiempo los diversos caminos que se abren ante ella. ¿Cuál será el suyo? Todo su afán es ahora conocer la voluntad de Dios. Primero, el estudio del latín y de la filosofía en el seminario de Vich. Pero allí cerca, en la cartuja de Montealegre, viven unos hombres en el olvido perpetuo de todas las cosas mundanas. Un breve ensayo, de resultados negativos, en el silencio de la vida claustral. ¿Cómo aquel hombre, hecho para las plazas y las multitudes, trotamundos a lo divino, iba a aquietarse con el reposo contemplativo de un claustro sin horizonte, de una vida despojada de todo dinamismo exterior? Otra vez en el seminario, en una celda fría y hosca, cuyas paredes están llenas de estampas de todos los gustos y colores, con imágenes de la Virgen y de los santos, con figuras simbólicas, dibujadas a pluma por el propio seminarista, de las cuatro verdades eternas; con breves jaculatorias, o resoluciones, o sentencias recortadas de algún libro piadoso. Allí la imaginación trabajaba buscando imposibles. Hay horas de humanos desalientos y horas de divinas impaciencias. En una de estas últimas le parece oír la misma voz que traía a Francisco Javier a través del continente asiático: «La caridad de Cristo me urge —decía—. No puedo resistir a los impulsos interiores que me llaman a salvar almas. Tengo sed de derramar mi sangre por Cristo.» Su sueño es ahora irse a países de infieles, ponerse a disposición de los que dirigen la Obra de la Propagación de la Fe. Con la ilusión en el alma, y en la mano el báculo de peregrino, pasa los Pirineos, coge un barco en Marsella y llega a Roma en una tarde iluminada por un sol de otoño claro y dulce. Nuevo desencanto. Todo son tardanzas y dificultades. Se le cierran todos los caminos y todas las puertas, hasta la puerta de la Compañía de Jesús. Está loco de contento porque ha logrado vestir la sotana de San Ignacio; pero durante el noviciado cae enfermo, y el Padre rector le dice: «Es la voluntad de Dios que usted vaya pronto, ¡pronto!, a España. No tenga miedo. ¡Animo!»
Después de tantos rodeos, se encuentra otra vez en su tierra. Ya es sacerdote. Le han dado una parroquia que se llama Viladráu. No será cartujo, ni jesuita, ni misionero del Asia: será simplemente cura; pero un cura perfecto que no es poco decir. Confiesa como si tuviese experiencia de muchos años, dice misa como un ángel, se pasa las horas muertas delante del altar, organiza y sostiene hermandades piadosas, recibe a sus feligreses con una amabilidad exquisita, y cuando hay baile en el pueblo, se presenta entre los jóvenes con un crucifijo en la mano, habla con voz patética de las penas del infierno, disuelve las parejas y despide la música. Tenía gracia especial para hablar. Los vecinos de Viladráu estaban orgullosos de su vicario. Es un misionero, es un apóstol, es un predicador admirable del Evangelio. La voz se extiende por los alrededores, y todos los domingos, por la tarde, la comarca se despuebla y los caminos de Viladráu se llenan de gentes, que lanzan al aire cantos y plegarias. La iglesia se llena, la voz estalla en anatemas, se diluye en divinos requiebros o tiembla como un gemido; el orador aparece transfigurado, la muchedumbre estalla en lágrimas y en sollozos.
Pronto, los pueblos todos de Cataluña quieren oír al predicador de Viladráu. Y él se deja llevar; va a pie de parroquia en parroquia, bajo los soles, entre las nieves, desde las márgenes del Ebro hasta las vertientes de los Pirineos. «La caridad me urge, el amor me impele, me hace andar, me hace correr de una población a otra, me obliga a gritar: «¡Hijo mío, mira que vas a caer en los infiernos! ¡Alto, no pases adelante!» Su paso levanta oleadas de entusiasmo, y, lo que es mejor, gritos de arrepentimiento: los pueblos se transforman, los grandes pecadores se arrodillan a sus pies, y su voz abre los corazones más empedernidos. Predica en las iglesias y en los caminos, en la calle y al abrigo de las posadas. Los caminantes y las samaritanas saben del poder de su palabra y de la bondad de su corazón.
—Buenos días, señor cura—le dijo en cierta ocasión un arriero—; ¿quiere confesar a mis mulas?
—No blasfemes de esa manera, desgraciado; quien ha de confesarse eres tú, que no lo has hecho hace quince años.
—¿Quién le ha dicho a usted eso?
—El que me ha dicho los pecados que tienes. Mira, te los voy a decir uno por uno....Y como herido por el rayo, aquel pobre hombre ató las bestias a un árbol, y allí mismo, junto al tronco, cayó de rodillas delante del misionero.
En otra ocasión, se desarrolló una escena más sublime todavía. Era entre un laberinto de montañas, camino de Olot. Tres hombres de feroz aspecto salen de la selva, y gritan.
—Alto, Padre capellán. ¡La bolsa o la vida!
—La vida será, porque bolsa no llevo.
—Pues morirá, para que no nos denuncie.
—No me importa morir, pero os ruego una cosa. Voy a predicar cerca de aquí el sermón de la fiesta. Todo está preparado y no puedo faltar; dejadme unas horas, que, una vez cumplido mi compromiso, vendré a buscaros.
—Tiene razón—dijo uno.
—¿Y si no vuelve?—observó otro—. ¿Si nos denuncia y nos llevan a la cárcel? Mejor será matarlo.
—No temáis—replicó el Padre Claret—; os doy mi palabra de sacerdote, y la cumpliré religiosamente.
—Vaya en paz—respondieron los malhechores, desalmados por tanta fortaleza. Y en las primeras horas de la tarde se encontraba de nuevo en el lugar de la cita. Los tres bandidos salieron a su encuentro.
—¡Qué! ¿Ya viene preparado a morir?—preguntaron.
—Sí, amigos míos—respondió él—; pero antes quiero daros gracias por haberme concedido el favor que os pedí.
—¡Es un héroe!—exclamaron los tres, conmovidos por aquella serenidad—. ¿Qué hacemos?
—¡Perdonadle! ¡Es un valiente!—murmuró uno.
—Pero, además, es un santo—replicó otro—. Yo quiero confesarme con él.
—Y yo.
—Y yo.
Y los tres cayeron de rodillas pidiendo la absolución.
El Padre Claret pertenecía a la estirpe de los grandes oradores populares, como San Antonio de Padua, San Juan Crisóstomo, San Vicente Ferrer. Su misma presencia física predisponía en favor. Era de color moreno, bajo de estatura, lleno de cuerpo, de frente alta y despejada. Los que le conocieron nos hablan de la sonrisa de su palabra, de su voz viva y penetrante, agradable y dulcísima, del hechizo de su mirada escrutadora bajo el bosque de las pobladas cejas, del buen humor de la charla y de su trato dulce y afable, que ponía en su sonrisa una magia de sobrenatural atracción. Su elocuencia era la de un auténtico misionero. Podía predicar durante varias horas diarias sin que se advirtiese en él el menor cansancio. Y después de un mes, el público le oía el último día con el mismo entusiasmo que el primero. Los temas ordinarios de sus sermones eran las verdades eternas, la gravedad del pecado, los Sacramentos, la misericordia de Dios, la impenitencia final, la conversión de la Magdalena. Había tomado por modelo al Beato Juan de ávila, y, lo mismo que él, ungía sus sermones con el óleo de la oración. Para hacerse entender, usaba con frecuencia de parábolas y semejanzas caseras. Un público de académicos le hubiera puesto numerosos reparos, pero él prefería atenerse a la máxima de San Agustín: «No me importa que me critiquen los gramáticos, con tal que me entiendan los rudos.» Uno de sus oyentes, que más tarde fue obispo de Segorbe, monseñor Aguilar, escribía un día de diciembre de 1843: «Vengo de Roda, donde acabo de oír al Padre Claret. Empezó el sermón con voz clara, entera y vibrante, que oían perfectamente tanto los que estaban dentro como los que estaban fuera del templo. Ni un murmullo o movimiento en el auditorio, ni un golpe de tos en el predicador interrumpieron por un momento aquel torrente de palabras y de doctrina. Al salir, decía la gente: ¿Cómo puede hablar tanto tiempo sin descansar?... ¿De dónde habrá sacado tanta doctrina?... ¡Qué comparaciones tan oportunas! ¡Qué ejemplos tan bien traídos! ¡Es un santo!, observaban algunos, y contaban sucesos milagrosos acaecidos en sus misiones.»
Efectivamente, Dios había querido confirmar aquella elocuencia con el sello de lo sobrenatural. Los prodigios se sucedían sin interrupción. Hoy, un oyente quedaba como petrificado en su asiento, por haber faltado al respeto al predicador; mañana, la lluvia caía sobre la concurrencia sin dejar la menor reliquia de humedad; otro día, el predicador se detenía para anunciar un castigo, o revelar el estado de un alma, o profetizar la muerte de un oyente. Aquella voz que removía las conciencias, tenía también poder para apagar las llamas, para curar las enfermedades, para descubrir el porvenir. El demonio se revolvía furioso contra ella, estorbando visiblemente los frutos de las predicaciones; despertando recelos entre los políticos, fomentando la calumnia, atizando la persecución y acudiendo a todos los medios para desacreditar al predicador. Ante tan criminal injusticia, el arzobispo de Tarragona se vio en la precisión de desmentir las calumnias con un documento público en el que hacía la apología del misionero: «Su conducta privada es irreprochable; sus costumbres, edificantes; sus obras, conformes a su lenguaje de ministro del Evangelio; su abnegación y desinterés, completos, no recibiendo jamás estipendio por los sermones que predica, ni siquiera por la celebración del santo sacrificio; su vida, penitente, mortificada, laboriosa: es un verdadero misionero apostólico. Viaja siempre a pie y sin provisión de comida ni vestidos. Lo sabe y lo publica la gente de Cataluña y de otras provincias.
Ante los ladridos del sectarismo y de la envidia, el misionero redobla su actividad. Apenas duerme. Ayuna constantemente, confiesa mañana y tarde, a veces hasta quince horas; predica diariamente, y a donde no alcanza el poder de su voz envía la influencia de su pluma. Se ha hecho periodista, folletista, escritor. Ha comprendido el valor de ese otro ministerio más amplio, más moderno, más clarividente, más intenso, más popular, del libro, del folleto, de la hoja volante y de la estampa. Y no sabemos cuándo encontraba tiempo para escribir, pero de su pluma salió una montaña de libros y opúsculos, en que glosaba y vulgarizaba la doctrina del cristianismo en todos sus aspectos: teológico, ascético, místico, apologético, pedagógico, sociológico y cultural. Son más de cien volúmenes, que se reimprimieron durante mucho tiempo, porque el público devoto los devoraba apasionadamente.
Esto era poco todavía. El campo se dilataba ante sus ojos, pidiendo trabajadores infatigables; los obispos reclamaban misioneros; las almas estaban hambrientas de doctrina. Muchas veces el predicador tiene que contestar a las solicitudes con estas palabras dolorosas: «No puedo.» Acaba de recorrer en una misión ruidosa las Islas Canarias, y otras muchas provincias desean oír su voz. Es entonces cuando piensa en rodearse de algunos compañeros, encargados de recoger su espíritu y de ampliar su apostolado. Se reúnen por vez primera en el seminario de Vich el 16 de julio de 1849. Acaban de hacer los Ejercicios espirituales. Están dispuestos a obedecer, a trabajar, a misionar: «Hoy comenzamos una grande obra», dice mosén Claret. «¿Cómo podremos hacer nosotros una grande obra, siendo tan pocos y tan pequeños?», responde uno de los seis que están allí reunidos. «No importa — agrega el jefe de todos ellos—. Así resplandecerá más el poder de Dios.» Aquel día se formó la Congregación de Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, que hoy extiende sus ramas bienhechoras a través de la tierra.
Ya puede salir de Cataluña. Fue por aquellos días cuando mientras rezaba el Oficio cayó sobre su breviario un trozo de papel que decía: «Ya estarás contento; te han nombrado arzobispo de Cuba. Allá harás de las tuyas; pero también yo haré de las mías.» Por firma, tres rasguños hechos con las uñas. «No hay que hacerle caso. ¡Es el padre de la mentira!», dijo mosén Antón, adivinando el origen de todo aquello. Pero esta vez el demonio decía la verdad. Fue preconizado por el Papa Pío IX en mayo de 1850, y en febrero del año siguiente estaba ya trabajando en su isla.
Era arzobispo, pero sin dejar de ser misionero. Restaura el seminario, reanuda las clases, interrumpidas durante treinta años; reorganiza el clero, y convierte su palacio episcopal en asilo, hospital, capilla y escuela. Por lo demás, el apenas aparece por sus viejas estancias. Tiene una diócesis inmensa: ciento cincuenta leguas de longitud, por cuarenta de anchura. En dos años la recorre cuatro veces: llega al último rancho, al pueblo más humilde. Unas veces a pie, otras a caballo, hace jornadas de cien kilómetros, bajo un clima tropical, sin probar bocado en veinticuatro horas. Confiesa, predica, confirma, reparte rosarios y medallas, realiza su ministerio pastoral en iglesias destartaladas, en los descampados, en miserables cobertizos. Pasa legalizando matrimonios, legitimando hijos espurios, quemando libros heréticos, renovando la vida cristiana. Las multitudes no aciertan a separarse de él; le siguen de pueblo en pueblo, le aclaman, y a veces camina rodeado de miles de jinetes. Pero la impiedad está rabiosa ante aquel fervor y aquel espíritu evangélico. Acecha, escupe, ladra y no se detiene ni ante el procedimiento del atentado. Una vez, arde la hacienda en que iba a hospedarse el arzobispo; otra vez, el asesino cae a sus plantas arrepentido, y otra vez, en la ciudad de Holguín, la conjuración masónica se felicita ya de haber triunfado. El arzobispo sale del templo con la mejilla surcada por una profunda herida. Sanó milagrosamente; pero gobernantes poco celosos se dieron cuenta de que la actividad de aquel hombre les creaba demasiadas dificultades. Un santo es siempre enojoso para los que no quieren serlo. Los primeros que protestaban eran algunos eclesiásticos, que se Helaban a cumplir el Derecho canónico. El arzobispo estaba dispuesto a imponerle sin contemplaciones: «Pocos y buenos—solía decir él—. Yo sé por experiencia que el castigo mayor que puede caer sobre un pueblo es un mal sacerdote. Es preferible dejar un pueblo sin sacerdote que enviarle uno indiano.» Y añadía esta sentencia, que nos refleja el espíritu de su vida episcopal: «Un obispo ha de estar preparado a una de estas tres cosas: a ser envenenado, procesado o condenado. Si los hombres le respetan, le condenará Dios.»
Él tuvo la repulsa de los hombres. Siete años después de su llegada a Cuba fue llamado a Madrid, que se convirtió desde entonces en centro de sus correrías apostólicas. La reina Isabel II le hizo su confesor; el Papa Pío IX le dio el título de arzobispo de Trajanópolis. Los honores se acumulaban sobre su cabeza, pero él estaba contento porque otra vez volvía a ser misionero, y nada más que misionero. Ahora es toda España la que recoge el fruto de su predicación. Es la historia de los días en que era párroco de Viladráu, aunque en mayor escala. La misma actividad, el mismo desinterés, el mismo entusiasmo en las muchedumbres, el mismo odio de los malvados, correspondidos con la generosidad de siempre. «Dejadlos—decía el Padre Claret—, son los artífices de mi alma. Si supiesen el bien que me hacen, de seguro no se acordarían de mí.»
Al fin, el destierro. Al estallar la revolución de 1860, Isabel II pasa la frontera, y su confesor la sigue. Dos años más, dos años de quietud y de silencio, que despiertan la imagen de un sereno atardecer. Y la muerte llega, callada y suave, pero no inesperada, en la abadía cisterciense de Fontfroidé, al salir el sol del 24 de octubre de 1870.
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