El profeta Habacuc plantea la misma pregunta que nos hacemos en la actualidad ante las desgracias de este mundo, achacables según algunos al cambio climático y según otros a Dios.
¿Por qué me ha pasado, precisamente a mí, que trato de ser justo y honrado, esta desgracia familiar?
¿Por qué se ha cobrado un terremoto en Amatrice (Italia) a cientos de víctimas inocentes, que dormían apaciblemente durante las vacaciones de verano?
No encontramos respuestas a tantas catástrofes, porque nos sentimos desarmados e indefensos ante las fuerzas de la naturaleza.
Si a todo esto añadimos la violencia contra la mujer, el aborto, la discriminación racial y económica, la prevaricación, el engaño... conformamos un panorama ciertamente sombrío.
Parece que los sinvergüenzas y gente de mal vivir triunfan, mientras los justos sufren incontables desgracias, ya narradas en el Libro de Job.
El hastío por una vida anodina y sin sentido crece sin cesar al compás de la negación de libertades, de los abusos y del egoísmo como gran “vedette” del progresismo.
No se puede fabricar felicidad desde el revanchismo y el odio.
La sonrisa es una mercancía casi en desuso por falta de una moral que condicione positivamente nuestras vidas.
Una sociedad sin Dios está abocada al fracaso, porque los paraísos terrenos terminan convirtiéndose en jaulas doradas de las pasiones y los vicios, a menudo promocionados por el poder.
Parece normal el grito de angustia de Habacuc 1, 2:
“¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches, sin que me salves?”
La fe es el mensaje central de la liturgia de hoy.
Es normal, humano y cristiano que ante las dificultades de la vida, de la comunicación y de las desgracias del mundo, gritemos con Habacuc.
“¿Hasta cuándo clamaré, Señor?”.
Los cristianos de a pie entendemos perfectamente las palabras de Habacuc, y nos vamos acostumbrando a vivir en minoría nuestra fe ante prácticas que no nos satisfacen.
Quizás sea un aldabonazo de Dios para purificar nuestra mente, nuestro corazón y nuestros compromisos.
Sea cual sea el destino de los manipuladores laicistas, nuestra vida no está en sus manos, sino en las de la Providencia.
San Pablo recuerda a su discípulo Timoteo que “Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de valentía, de amor y de dominio propio” (II Tim, 1,7) y que “guarde el depósito de la fe”
Los cristianos de a pie entendemos perfectamente las palabras de Habacuc, y nos vamos acostumbrando a vivir en minoría nuestra fe ante prácticas que no nos satisfacen.
Y por eso, porque la fe es el motor de nuestra vida y su eje vertebrador, debemos pedirla insistentemente a Dios, como los Apóstoles, que nos la aumente (Lucas 17, 5).
La fe de la que habla Jesús no consiste en una serie de normas, de contenidos y afirmaciones teóricas, sino una firme convicción interior que dinamiza nuestro ser y hace que todas las energías de la persona se unifiquen en torno a un fin.
Cuando esto sucede, nadie será capaz de echarnos atrás y cobra vigor la afirmación de Jesús de que la fe es capaz de mover montañas, de hacer posible lo aparentemente imposible.
El apóstol San Juan asegura:
“Esta es la victoria que ha derrotado al mundo: nuestra fe”
(I Juan 5, 4).
¿Para qué sirve la fe si no nos saca del paro, ni nos libra de la enfermedad, ni soluciona la depresión o los conflictos que sufrimos?
Esta es la pregunta que nos hacen los no creyentes, muy en boga dentro del mundo utilitarista, donde se rechaza lo que no sirve para producir ganancias materiales, escalar posiciones en el trabajo o gozar de la consideración de la gente.
Pero, afortunadamente, la fe se mueve en otros parámetros, en otras claves diferentes, porque no es fruto de la conquista humana o del propio esfuerzo.
Es un don gratuito de Dios, y, por esta razón, no se compra ni se vende; se tiene sin más.
Los creyentes no somos mejores o peores que los no creyentes por tener fe; sencillamente vivimos de forma diferente y acometemos los problemas dejando que el Señor nos acompañe en el camino de la solución de los mismos.
Cultivar la fe supone un servicio permanente por la causa del Reino, que no es carga añadida, sino una necesidad vital, ineludible, que arrastra y compromete de tal forma que callar ante la injusticia sería un pecado.
Así lo entendieron los mártires de todos los tiempos.
Así lo entienden hoy un incontable número de cristianos comprometidos, que actúan ignorados y ocultos con sencillez de corazón y altitud de miras, conscientes de que poco sirven sus esquemas personales si no se adaptan a los criterios de Dios y a su voluntad salvadora.
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