Habéis oído hablar de mi pasada conducta en el judaísmo: con qué saña perseguía a la Iglesia de Dios y la asolaba, y aventajaba en el judaísmo a muchos de mi edad y de mi raza como defensor muy celoso de las tradiciones de mis antepasados.
Pero, cuando aquel que me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, se dignó revelar a su Hijo en mí para que lo anunciara entre los gentiles, no consulté con hombres ni subí a Jerusalén a ver a los apóstoles anteriores a mí, sino que, enseguida, me fui a Arabia, y volví a Damasco.
Después, pasados tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas, y permanecí quince días con él. De los otros apóstoles no vi a ninguno, sino a Santiago, el hermano del Señor. Dios es testigo de que no miento en lo que os escribo. Después fui a las regiones de Siria y de Cilicia. Personalmente yo era un desconocido para las iglesias de Cristo que hay en Judea; sólo habían oído decir que el que antes lo perseguía anuncia ahora la fe que antes intentaba destruir; y glorificaban a Dios por causa mía.
En aquel tiempo, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa.
Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose dijo:
«Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano». Respondiendo, le dijo el Señor:
«Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; sólo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada».
Palabra del Señor.
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