A los doce años era ya una criatura extraordinaria. Después, lo maravilloso rodea su vida. Era la santa, según decían los romanos. ¡Qué asombro causaba ver a aquella mujer nobilísima, sin rival en Roma por sus riquezas y el esplendor de su casa, vestida con sencilla túnica de lana, sin acordarse del oro, de las sedas, de los adornos y joyas que su marido, Lorenzo de Ponciani, había reunido para ella en cantidad fabulosa! Un día las gentes la vieron, estupefactas, guiando por las avenidas del Foro, donde sus antepasados habían arrastrado brocados y púrpuras, un asnillo cargado con un haz de leña y un fardo de ropas. No faltó quien la creyó loca, ni tampoco quien juzgase estos actos hijos de un espíritu avaricioso y mezquino. Iba en busca de los desgraciados, a las buhardillas sórdidas, donde los enfermos aguardaban la luz de su sonrisa; a los zaquizamís, donde se amontonaban los niños de caras pálidas y hambrientas.
Esta era toda su ambición: mitigar el dolor, aliviar la pobreza. Y es que ella sabía lo que era sufrir. El rey de Nápoles había tomado a Roma. Su casa fue saqueada, sus bienes confiscados, desterrado su marido, y su hijo llevado en rehenes. Mientras tanto, ella alababa a Dios, y Dios se lo devolvió todo mejorado, como al patriarca de Hus. Así, el matrimonio iba puliendo aquella alma. Santa Francisca había hecho propósito de no casarse; pero su confesor aconsejóla que no se resistiese a las instancias de sus padres. Se casó, y todo en su vida vino a probar que había hecho bien. Ama de casa, supo poner en ella una seriedad cristiana y una serena alegría. A sus domésticas llamábalas hermanas, y como a hermanas las trataba. La maternidad fue para ella una grande alegría, y no dudó consagrarle los más profundos afectos de su alma. Crió a sus hijos con su propia leche, enseñóles el temor de Dios, y ellos fueron dignos de tal madre. La temprana muerte de su hijo Evangelista fue uno de los grandes goces de su vida. Fue una muerte extraordinaria: «Veo—decía el joven—a San Antonio y San Onofre, que vienen a buscarme para conducirme al Cielo.»
Una vez Evangelista vino a verla en su oratorio, y le dijo: «Dentro de poco mi hermana Inés vendrá a reunirse conmigo. Todos te dejamos; pero aquí tienes a mi compañero; que de ahora en adelante será el tuyo: es un arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará.» Desde aquel momento. Francisca pudo leer y trabajar de día y de noche, porque el arcángel era para ella una luz visible, que tan pronto aparecía a su derecha como a su izquierda. Un día, un sacerdote que la criticaba de exagerada e indiscreta, dióle a comulgar una hostia no consagrada. Conociólo ella, quejóse, y el sacerdote confesó su falta.
Una de las ventajas que le trajo el matrimonio fue el llegar a conocer a una hermana de su marido, llamada Vannoza. Vannoza se hizo su cooperadora, su amiga, su confidente. Juntas iban de puerta en puerta a pedir para los pobres, juntas hacían sus oraciones dentro de casa, y juntas se las veía fuera de ella. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior, nunca. Como divina que era, esta intimidad recibió una sanción divina. Un día, las dos mujeres, a la sombra de un árbol del jardín, hablaban del modo de santificar sus vidas en ejercicios para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Era en tiempo de primavera, y, sin embargo, el árbol que las cobijaba, en vez de echar flores, dio frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres, que las llevaron a sus maridos para confirmarles en el propósito de no poner obstáculo a sus piadosos proyectos.
Pero Francisca veía que en Roma había otras damas de rancio linaje muy distintas de su amiga Vannoza. El pesar le mordía el corazón al verlas entregadas a las frivolidades y ligerezas de la Roma corrompida, en que alboreaba el Renacimiento. En sus éxtasis frecuentes, largos, a veces de dos o tres días, no cesaba de pedir a Dios le indicase un medio «de salvar la flor de la pureza en aquellas mujeres, semejantes a las moscas incautas que caen en la tela tejida por la araña». Y al dejar los coloquios divinos, del fondo de su alma brotaba una voz que le decía: «Ve, trabaja, reúnelas, infúndelas tu espíritu, el espíritu de Benito el patriarca, espíritu de paz, de oración y de trabajo.» Así nació la Congregación de las Oblatas de San Benito. El primer monasterio, en Torr de Spechi, se ve todavía en Roma, decorado con todos los encantos del primitivo arte italiano, ennoblecido aún por la virtud de las hijas de la santa fundadora.
Francisca no entró en un principio, porque todavía la ataban al mundo los lazos del matrimonio; pero cuando estos se rompieron, presentóse en Torr de Spechi vestida con un hábito de penitencia, y de rodillas, delante de todas aquellas mujeres, transformadas por su caridad, les suplicó que, aunque pecadora, tuviesen a bien admitirla en su compañía. Ellas la abrazaron, y llenas de gozo la recibieron como hijas a su madre. Ella daba el ejemplo en todo. Era la más obediente, la más humilde, la más mortificada y la más piadosa. Desde que vivía en su palacio, la obediencia había sido para ella una preocupación continua. En toda Roma era bien conocida esta anécdota edificante. Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la estrofa, cuando oyó una voz: «¡ Francisca, Francisca! » Era Ponciani, que la llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo celestial.
Uno de los aspectos de esta santa mujer, modelo de casadas, de viudas y de monjas, fue el de vidente. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue más que la corteza ligera y transparente de la vida que vivía en el otro. Fue una apariencia. Cuando decimos que desde este mundo vio el otro con una transparencia extraña, tal vez no hablemos con exactitud, pues más que en éste, estaba en el otro. Por eso, en sus visiones nos ha pintado como nadie los misterios del más allá. Vio el infierno, con su fuego negro, con sus jerarquías, funciones y suplicios. Conocía toda la estrategia usual de los demonios para hacer caer a un alma; cómo la debilitan, y, una vez débil, la atacan con la desconfianza, para inspirarla luego el orgullo, al cual se entrega tanto más fácilmente cuanto mayor es la flaqueza; cómo la asedian después los espíritus de la carne, y luego los del dinero, para terminar en poder de los de la idolatría, que concluyen lo que los otros comenzaron. Es una profunda psicología la que se encierra en esta gradación admirable.
Vio también el purgatorio, con su fuego claro, de matiz rojizo; con sus diversas moradas de dolor, y, como Dante, su contemporáneo, llevada de la mano misma de Dios, penetró también en el paraíso. Esta visión celeste es más rica de detalles: primero está el cielo estrellado, cuyos mundos, mayores que la tierra, flotan a enormes distancias; después, el cristalino, más brillante todavía, y finalmente el empíreo, que es el más sublime. Su visión más alta fue la del Ser antes de la creación de los ángeles. Era un círculo espléndido e inmenso, que sólo en sí mismo descansaba. Bajo el círculo infinito, el desierto de la nada, y dentro de él una como columna deslumbrante en que se reflejaba la divinidad. Allí, unos caracteres: principio sin principio y fin sin fin. Luego aparecieron los ángeles, a semejanza de copos de nieve que cubren las montañas.
Y Cristo dijo a la vidente: «Yo soy la profundidad del poder divino. Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Yo soy la sabiduría divina. Soy la altura y la profundidad; soy la esfera inmensa, la altura del amor, la caridad inestimable. Por mi obediencia, fundada en la humildad, he redimido al género humano.»
Esta era toda su ambición: mitigar el dolor, aliviar la pobreza. Y es que ella sabía lo que era sufrir. El rey de Nápoles había tomado a Roma. Su casa fue saqueada, sus bienes confiscados, desterrado su marido, y su hijo llevado en rehenes. Mientras tanto, ella alababa a Dios, y Dios se lo devolvió todo mejorado, como al patriarca de Hus. Así, el matrimonio iba puliendo aquella alma. Santa Francisca había hecho propósito de no casarse; pero su confesor aconsejóla que no se resistiese a las instancias de sus padres. Se casó, y todo en su vida vino a probar que había hecho bien. Ama de casa, supo poner en ella una seriedad cristiana y una serena alegría. A sus domésticas llamábalas hermanas, y como a hermanas las trataba. La maternidad fue para ella una grande alegría, y no dudó consagrarle los más profundos afectos de su alma. Crió a sus hijos con su propia leche, enseñóles el temor de Dios, y ellos fueron dignos de tal madre. La temprana muerte de su hijo Evangelista fue uno de los grandes goces de su vida. Fue una muerte extraordinaria: «Veo—decía el joven—a San Antonio y San Onofre, que vienen a buscarme para conducirme al Cielo.»
Una vez Evangelista vino a verla en su oratorio, y le dijo: «Dentro de poco mi hermana Inés vendrá a reunirse conmigo. Todos te dejamos; pero aquí tienes a mi compañero; que de ahora en adelante será el tuyo: es un arcángel que el Señor te envía, y que ya no te abandonará.» Desde aquel momento. Francisca pudo leer y trabajar de día y de noche, porque el arcángel era para ella una luz visible, que tan pronto aparecía a su derecha como a su izquierda. Un día, un sacerdote que la criticaba de exagerada e indiscreta, dióle a comulgar una hostia no consagrada. Conociólo ella, quejóse, y el sacerdote confesó su falta.
Una de las ventajas que le trajo el matrimonio fue el llegar a conocer a una hermana de su marido, llamada Vannoza. Vannoza se hizo su cooperadora, su amiga, su confidente. Juntas iban de puerta en puerta a pedir para los pobres, juntas hacían sus oraciones dentro de casa, y juntas se las veía fuera de ella. En su vida exterior se separaban muy poco; en su vida interior, nunca. Como divina que era, esta intimidad recibió una sanción divina. Un día, las dos mujeres, a la sombra de un árbol del jardín, hablaban del modo de santificar sus vidas en ejercicios para los cuales necesitaban licencia de sus maridos. Era en tiempo de primavera, y, sin embargo, el árbol que las cobijaba, en vez de echar flores, dio frutos: hermosas peras maduras cayeron a los pies de las dos mujeres, que las llevaron a sus maridos para confirmarles en el propósito de no poner obstáculo a sus piadosos proyectos.
Pero Francisca veía que en Roma había otras damas de rancio linaje muy distintas de su amiga Vannoza. El pesar le mordía el corazón al verlas entregadas a las frivolidades y ligerezas de la Roma corrompida, en que alboreaba el Renacimiento. En sus éxtasis frecuentes, largos, a veces de dos o tres días, no cesaba de pedir a Dios le indicase un medio «de salvar la flor de la pureza en aquellas mujeres, semejantes a las moscas incautas que caen en la tela tejida por la araña». Y al dejar los coloquios divinos, del fondo de su alma brotaba una voz que le decía: «Ve, trabaja, reúnelas, infúndelas tu espíritu, el espíritu de Benito el patriarca, espíritu de paz, de oración y de trabajo.» Así nació la Congregación de las Oblatas de San Benito. El primer monasterio, en Torr de Spechi, se ve todavía en Roma, decorado con todos los encantos del primitivo arte italiano, ennoblecido aún por la virtud de las hijas de la santa fundadora.
Francisca no entró en un principio, porque todavía la ataban al mundo los lazos del matrimonio; pero cuando estos se rompieron, presentóse en Torr de Spechi vestida con un hábito de penitencia, y de rodillas, delante de todas aquellas mujeres, transformadas por su caridad, les suplicó que, aunque pecadora, tuviesen a bien admitirla en su compañía. Ellas la abrazaron, y llenas de gozo la recibieron como hijas a su madre. Ella daba el ejemplo en todo. Era la más obediente, la más humilde, la más mortificada y la más piadosa. Desde que vivía en su palacio, la obediencia había sido para ella una preocupación continua. En toda Roma era bien conocida esta anécdota edificante. Rezaba una vez Francisca el Oficio parvo, que era su devoción favorita, cuando, al empezar una estrofa, oyó dos golpes en la puerta. Era un pobre. Ella corrió, puso unas monedas en las manos del mendigo, y volvió a entrar en su habitación. Apenas se había arrodillado para empezar de nuevo la estrofa, cuando oyó una voz: «¡ Francisca, Francisca! » Era Ponciani, que la llamaba. Nuevamente interrumpió su rezo. Otras dos veces la llamaron aún, y otras dos veces dejó la estrofa sin concluir. Al volver por quinta vez a su cuarto, encontró aquellos versos escritos con letras de oro por un calígrafo celestial.
Uno de los aspectos de esta santa mujer, modelo de casadas, de viudas y de monjas, fue el de vidente. Para ella, vivir fue ver. Su vida en este mundo no fue más que la corteza ligera y transparente de la vida que vivía en el otro. Fue una apariencia. Cuando decimos que desde este mundo vio el otro con una transparencia extraña, tal vez no hablemos con exactitud, pues más que en éste, estaba en el otro. Por eso, en sus visiones nos ha pintado como nadie los misterios del más allá. Vio el infierno, con su fuego negro, con sus jerarquías, funciones y suplicios. Conocía toda la estrategia usual de los demonios para hacer caer a un alma; cómo la debilitan, y, una vez débil, la atacan con la desconfianza, para inspirarla luego el orgullo, al cual se entrega tanto más fácilmente cuanto mayor es la flaqueza; cómo la asedian después los espíritus de la carne, y luego los del dinero, para terminar en poder de los de la idolatría, que concluyen lo que los otros comenzaron. Es una profunda psicología la que se encierra en esta gradación admirable.
Vio también el purgatorio, con su fuego claro, de matiz rojizo; con sus diversas moradas de dolor, y, como Dante, su contemporáneo, llevada de la mano misma de Dios, penetró también en el paraíso. Esta visión celeste es más rica de detalles: primero está el cielo estrellado, cuyos mundos, mayores que la tierra, flotan a enormes distancias; después, el cristalino, más brillante todavía, y finalmente el empíreo, que es el más sublime. Su visión más alta fue la del Ser antes de la creación de los ángeles. Era un círculo espléndido e inmenso, que sólo en sí mismo descansaba. Bajo el círculo infinito, el desierto de la nada, y dentro de él una como columna deslumbrante en que se reflejaba la divinidad. Allí, unos caracteres: principio sin principio y fin sin fin. Luego aparecieron los ángeles, a semejanza de copos de nieve que cubren las montañas.
Y Cristo dijo a la vidente: «Yo soy la profundidad del poder divino. Yo he creado el cielo, la tierra, los ríos y los mares. Yo soy la sabiduría divina. Soy la altura y la profundidad; soy la esfera inmensa, la altura del amor, la caridad inestimable. Por mi obediencia, fundada en la humildad, he redimido al género humano.»
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