Cuando vino al mundo, su cuerpecito apareció blanco como la nieve, y, al verlo, dijo su padre: «Gwenn-ol-é», que quiere decir: «¡ Oh, qué blanco!» Desde entonces le llamaron Gwennolé. Su padre, Fragán, era uno de los jefes bretones que, saliendo de su isla, había llegado a la nueva Bretaña del otro lado del mar y fundado en ella un brillante señorío. Pero el niño no miraba con buenos ojos ni el ruidoso botín de las cacerías, ni el fulgor de las espadas, ni el relincho de los caballos. En medio del panorama imponente de los bosques, sus sueños eran sueños de paz. Amaba el silencio más que el círculo de oro de los jefes y sus túnicas amplias y deslumbrantes. Un día se declaró a su padre y le dijo que quería ir a donde estaba el santo cenobita Budoc, que vivía a corta distancia con sus discípulos, en el peñón desnudo de Lavré.
Quiso Fragán ir en compañía de su hijo. Llegaron al peñón después de pasar un brazo de mar. Luego atravesaron un muro de piedra, precedido de un foso. Vieron una iglesia, hecha con grandes bloques de granito, y en torno muchas celdas, cavadas en la roca, que ofrecían el aspecto de una colmena. La del abad se abría en una colina, dominando las demás. A ella llegaron los dos viajeros, dejando atrás herrerías y talleres, donde los monjes trabajaban con los brazos desnudos hasta los hombros.
Rodilla en tierra, extendidas las manos, el abad hacía oración, apoyando en el suelo la punta de su barba patriarcal.
—Levántate dijo al niño, que se había postrado ante él para exponer su petición—. Yo te enseñaré las siete artes, las ciencias sagradas y las letras de los antiguos; pero no has de envanecerte, porque todo es dádiva de Dios. Leo en tus ojos una gran sabiduría: que el Señor te dé su bendición.
Budoc sacó un plato de frutas silvestres, otro de hierbas y otro de peces, que un novicio había cogido el día anterior. Después de la comida, Fragán abrazó a su hijo y emprendió la vuelta hacia su castillo. Entre tanto, Gwennolé se hacía un modelo de estudiantes. Sus compañeros le querían mucho, porque era muy caritativo, y en su caridad hacía cosas verdaderamente prodigiosas. Un día, Budoc tuvo que ausentarse, y los niños, aprovechando aquella inesperada libertad, salieron al campo y empezaron a correr como locos. Uno de ellos se cayó de un risco y se rompió una pierna, causando miedo y tristeza a los demás. Al oír los gritos, corrió Gwennolé, puso las manos sobre el herido, y le dejó curado. Otro día los jóvenes de la región se divertían en las carreras de caballos. Maglo, el más valiente, había tocado la meta, pero no pudo contener su corcel y vino a dar contra los acantilados del mar, cayendo inerte y con el cráneo destrozado. Cuando menos se esperaba, el hijo de Fragán apareció entre la multitud aterrada, llegó al lugar donde el joven yacía entre charcos de sangre, le dijo al oído unas palabras misteriosas, y luego salió, llevándole del brazo.
Algún tiempo después, un ángel vino a decirle: «Ve corriendo a tu casa, porque tu hermana Clewia necesita tus consuelos.» Un caso muv doloroso había sucedido a la pobre niña. Estaba jugando con sus amigas en un patio del castillo, cuando un ganso, salido de las aguas pantanosas que cerca había, le saltó a la cara, le sacó un ojo y se lo tragó. Clewia fue llorando al lado de su madre. Fragán lavó sus párpados con agua de hierbas medicinales y se entristeció mucho al ver para siempre perdida la hermosura del rostro de su hija. Mas he aquí a Gwennolé delante de la puerta. Saluda sonriente, manda reunir en una habitación todos los gansos, y, cogiendo al culpable, le abre la blanca pechuga, encuentra el ojo garzo de su hermana y se lo coloca en el rostro. Después le da un beso en la frente y se vuelve a su isla de Lavré.
Muchos años había vivido ya en ella, cuando una noche se le apareció San Patricio y le mandó que fuese a predicar a los paganos. «Que se haga la voluntad divina», dijo Budoc cuando lo supo. Y le dio doce monjes para que fuesen en su compañía.
Bautizando y predicando, los misioneros se dirigieron hacia el sur de la Armórica, bebiendo el agua de las fuentes claras y durmiendo bajo el brillo de las estrellas azules. Una mañana, Gwennolé se detuvo enfrente de una islita que parecía una esmeralda flotando sobre el zafiro del mar. El paisaje lo atraía. Mandó echar por tierra el tronco del árbol más corpulento, hizo una barca, y, entrando en ella con sus companeros, toma la dirección de la isla. Lo que le había parecido un paraíso, era una tierra rocosa, expuesta a los vientos y cubierta de landas y urces miserables. Tres años lucharon los misioneros contra la infecundidad del suelo, alimentándose de los huevos que ponían en la playa las aves marinas y de las conchas que las mareas dejaban en la orilla. «Marchemos de aquí», dijo el abad a sus monjes; y cuando estaban ya lejos, no pudo menos de exclamar, viendo aquel trozo de tierra verde iluminado por el sol: «Así sois vosotros, falaces espejismos de la vida. Aprended, hermanos míos; las vanas apariencias de la tierra nos deslumbran; al grito del placer cede nuestra flaqueza, sin escuchar las voces interiores, y después los pesares nos atormentan.»
Como las abejas diligentes se esparcen para buscar el botín dorado con que han de fabricar su casa, así los monjes se derraman por la selva, abatiendo los pinos con que habían de construir su monasterio. Unos arrancan las zarzas y los arbustos, otros levantan la muralla que los ha de defender contra las bestias salvajes, otros echan los cimientos de la iglesia. En poco tiempo la obra estaba terminada. Sabio con la experiencia, el fundador puso su casa al abrigo de los vientos; por eso le dio el nombre de Lanndevenec, que significa «bien abrigada». Por un lado, la mancha de oro de la playa; por otro, un alto monte cubierto de pinos, y por los demás, la selva espesa, que el abad mostraba a sus discípulos, diciendo: «El mal se multiplica en torno nuestro; pero no os asustéis ni de las malezas del terreno ni de las malas hierbas de las almas. Cultivad sin descanso las almas y la tierra.» Y lo mismo que las zarzas, los discípulos desarraigaban la mentira y el error.
El mismo rey de la tierra se acercó un día al siervo de Dios y le dijo:
—Yo soy Cradlón, rey de Kemper. Tengo arcas llenas de oro y un gran ejército. Pídeme lo que quieras y te lo daré.
— ¡ Oh rey! —respondió el abad sonriendo—, si las riquezas de la tierra tuviesen algún valor para mí, ¿hubiera yo abandonado los dominios de mi padre? Duermo sobre un lecho de ceniza, una cabaña mal construida es mi morada, con poca cosa estoy contento, y te aseguro que soy más rico que tú.
Aquel lenguaje dejó admirado al rey, que desde entonces obedeció como un cordero las palabras del abad de Lanndevenec. Por su parte, el abad iba con frecuencia a visitar a su amigo en la ciudad de Is. Is, la ciudad real, era una pequeña metrópoli bretona que desafiaba las iras del océano con sus muros de granito y la construcción maciza de sus altas torres. Dentro de la triple muralla vivía un pueblo vicioso y desenfrenado. Dahut, la hija del rey, mujer de maravillosa belleza y de malicia satánica, daba el ejemplo de la orgía y el escándalo, sin que Cradión se atreviese a decirle nada, por el carino que le tenía. El abad quedó aterrado de la belleza fascinadora de aquella criatura, y trató de convertir a sus adoradores; pero los hechizos de la princesa tenían más fuerza que la palabra del monje.
Una noche, estando en oración, oyó una voz que le decía: «Aléjate de aquí; ya ha llegado la hora del castigo.» Inmediatamente comunicó al rey el aviso del Cielo. Ensillaron los caballos y huyeron a favor de la oscuridad. Dahut quiso salvarse a la grupa del caballo de su padre. Apenas había atravesado la triple muralla, cuando la oscuridad se vio repentinamente iluminada, y un trueno espantoso resonó tras ellos. Cradión, abrazado al cuello del noble bruto, que se encabritaba de espanto, volvió los ojos, y a la luz de un relámpago vio la mar espumosa y mugiente que se lanzaba al asalto de su capital. Poco después, las olas llegaron a los pies del caballo, y luego a la cintura, y estaban ya a punto de perecer los tres fugitivos, cuando el rey oyó esta orden del abad: «Arrojad ese demonio al agua.» Cradión se arrancó de los brazos de su hija, y en el mismo instante se detuvo el mar. Aquellas aguas iban en busca de Dahut, la fornicaria.
El abad volvió a entrar en su monasterio, donde el Cielo premiaba de una manera prodigiosa los trabajos de sus discípulos. Los años se sucedían a los años, las canas florecían en sus cabezas, y la muerte se olvidaba de ellos. Gwennolé decía, algo triste: «¿Por qué, después de tantos ayunos y de tan costoso renunciamiento, se nos dilata la hora de ascensión?» Encima de la abadía veíanse con frecuencia coros de ángeles, y músicas invisibles resonaban en las horas de la noche. Los monjes creyeron que aquel lugar estaba encantado, y se pusieron en oración. Entonces se presentó un ángel brillante como el sol, y dijo: «El labrador que arroja el grano en el surco, nada sabe de la futura mies; pero que trabaje hasta el día en que el trigo sea separado de la paja, y entonces su gozo será pleno.»
Al día siguiente, la muerte se llevó al más viejo de los hermanos; y después a otros, por orden de edad; así que todos sabían, aproximadamente, su última hora. Viendo el abad que la disciplina de los jóvenes se resentía de aquella certidumbre de un futuro lejano, pidió a Dios que llamase a sus monjes lo mismo en la edad de los floridos sueños que en el tiempo de los sueños marchitos. Desde entonces, la Parca bienhechora volvió, como antaño, a recoger su mies en todas las estaciones de la vida. Pero no se atrevía a deshojar la sonrisa indulgente del abad, hasta que él la llamó, deseoso de juntarse a su antiguo amigo, el monarca de Is, la maldita.
Como la vid se abraza al olmo, así la leyenda se injerta en su historia, iluminándola, embelleciéndola. Es lo propio de todos estos santos celtas. Gwennolé pertenece a la raza de Columba, el bardo encapuchado que enciende la guerra a causa de un libro, y canta salmos mientras los soldados se matan; de Columbano, que escribe la Regla más estrecha que se ha visto jamás y no puede vivir sin disputar con los obispos y los príncipes; de Cadoc, el que, partiendo de su tierra con cincuenta monjes, armados todos ellos de un arpa, se enfrenta con los tiranos y los bandidos, y sólo cesa de cantar cuando los opresores le prometen dejar libres a los oprimidos; de Brendomo, cuyas peregrinaciones fantásticas por el vasto océano, en busca del paraíso terrestre, de regiones que explorar y de almas que convertir, han tomado la forma de visiones admirablemente penetradas del espíritu de Dios y de la verdad teológica; de Mokuda, el pastor de rostro gracioso y talla procer, que dejó el amor de treinta doncellas y las promesas de su rey, por emprender el canto de los santos de Dios, oído entre el misterio de los bosques; de Dega, el monje copista y escultor, que fabricó trescientas campanas, cinceló trescientas cruces y transcribió trescientos evangeliarios, y que se despidió de los monjes de Bangor con estas bellas palabras: «Doy gracias a Dios de haber conocido en vosotros los tres órdenes de monjes que he visto en otras partes: los que son ángeles por la pureza, los que son apóstoles por la actividad, y los que serían mártires si Dios los llamase a derramar su sangre por la fe.»
Quiso Fragán ir en compañía de su hijo. Llegaron al peñón después de pasar un brazo de mar. Luego atravesaron un muro de piedra, precedido de un foso. Vieron una iglesia, hecha con grandes bloques de granito, y en torno muchas celdas, cavadas en la roca, que ofrecían el aspecto de una colmena. La del abad se abría en una colina, dominando las demás. A ella llegaron los dos viajeros, dejando atrás herrerías y talleres, donde los monjes trabajaban con los brazos desnudos hasta los hombros.
Rodilla en tierra, extendidas las manos, el abad hacía oración, apoyando en el suelo la punta de su barba patriarcal.
—Levántate dijo al niño, que se había postrado ante él para exponer su petición—. Yo te enseñaré las siete artes, las ciencias sagradas y las letras de los antiguos; pero no has de envanecerte, porque todo es dádiva de Dios. Leo en tus ojos una gran sabiduría: que el Señor te dé su bendición.
Budoc sacó un plato de frutas silvestres, otro de hierbas y otro de peces, que un novicio había cogido el día anterior. Después de la comida, Fragán abrazó a su hijo y emprendió la vuelta hacia su castillo. Entre tanto, Gwennolé se hacía un modelo de estudiantes. Sus compañeros le querían mucho, porque era muy caritativo, y en su caridad hacía cosas verdaderamente prodigiosas. Un día, Budoc tuvo que ausentarse, y los niños, aprovechando aquella inesperada libertad, salieron al campo y empezaron a correr como locos. Uno de ellos se cayó de un risco y se rompió una pierna, causando miedo y tristeza a los demás. Al oír los gritos, corrió Gwennolé, puso las manos sobre el herido, y le dejó curado. Otro día los jóvenes de la región se divertían en las carreras de caballos. Maglo, el más valiente, había tocado la meta, pero no pudo contener su corcel y vino a dar contra los acantilados del mar, cayendo inerte y con el cráneo destrozado. Cuando menos se esperaba, el hijo de Fragán apareció entre la multitud aterrada, llegó al lugar donde el joven yacía entre charcos de sangre, le dijo al oído unas palabras misteriosas, y luego salió, llevándole del brazo.
Algún tiempo después, un ángel vino a decirle: «Ve corriendo a tu casa, porque tu hermana Clewia necesita tus consuelos.» Un caso muv doloroso había sucedido a la pobre niña. Estaba jugando con sus amigas en un patio del castillo, cuando un ganso, salido de las aguas pantanosas que cerca había, le saltó a la cara, le sacó un ojo y se lo tragó. Clewia fue llorando al lado de su madre. Fragán lavó sus párpados con agua de hierbas medicinales y se entristeció mucho al ver para siempre perdida la hermosura del rostro de su hija. Mas he aquí a Gwennolé delante de la puerta. Saluda sonriente, manda reunir en una habitación todos los gansos, y, cogiendo al culpable, le abre la blanca pechuga, encuentra el ojo garzo de su hermana y se lo coloca en el rostro. Después le da un beso en la frente y se vuelve a su isla de Lavré.
Muchos años había vivido ya en ella, cuando una noche se le apareció San Patricio y le mandó que fuese a predicar a los paganos. «Que se haga la voluntad divina», dijo Budoc cuando lo supo. Y le dio doce monjes para que fuesen en su compañía.
Bautizando y predicando, los misioneros se dirigieron hacia el sur de la Armórica, bebiendo el agua de las fuentes claras y durmiendo bajo el brillo de las estrellas azules. Una mañana, Gwennolé se detuvo enfrente de una islita que parecía una esmeralda flotando sobre el zafiro del mar. El paisaje lo atraía. Mandó echar por tierra el tronco del árbol más corpulento, hizo una barca, y, entrando en ella con sus companeros, toma la dirección de la isla. Lo que le había parecido un paraíso, era una tierra rocosa, expuesta a los vientos y cubierta de landas y urces miserables. Tres años lucharon los misioneros contra la infecundidad del suelo, alimentándose de los huevos que ponían en la playa las aves marinas y de las conchas que las mareas dejaban en la orilla. «Marchemos de aquí», dijo el abad a sus monjes; y cuando estaban ya lejos, no pudo menos de exclamar, viendo aquel trozo de tierra verde iluminado por el sol: «Así sois vosotros, falaces espejismos de la vida. Aprended, hermanos míos; las vanas apariencias de la tierra nos deslumbran; al grito del placer cede nuestra flaqueza, sin escuchar las voces interiores, y después los pesares nos atormentan.»
Como las abejas diligentes se esparcen para buscar el botín dorado con que han de fabricar su casa, así los monjes se derraman por la selva, abatiendo los pinos con que habían de construir su monasterio. Unos arrancan las zarzas y los arbustos, otros levantan la muralla que los ha de defender contra las bestias salvajes, otros echan los cimientos de la iglesia. En poco tiempo la obra estaba terminada. Sabio con la experiencia, el fundador puso su casa al abrigo de los vientos; por eso le dio el nombre de Lanndevenec, que significa «bien abrigada». Por un lado, la mancha de oro de la playa; por otro, un alto monte cubierto de pinos, y por los demás, la selva espesa, que el abad mostraba a sus discípulos, diciendo: «El mal se multiplica en torno nuestro; pero no os asustéis ni de las malezas del terreno ni de las malas hierbas de las almas. Cultivad sin descanso las almas y la tierra.» Y lo mismo que las zarzas, los discípulos desarraigaban la mentira y el error.
El mismo rey de la tierra se acercó un día al siervo de Dios y le dijo:
—Yo soy Cradlón, rey de Kemper. Tengo arcas llenas de oro y un gran ejército. Pídeme lo que quieras y te lo daré.
— ¡ Oh rey! —respondió el abad sonriendo—, si las riquezas de la tierra tuviesen algún valor para mí, ¿hubiera yo abandonado los dominios de mi padre? Duermo sobre un lecho de ceniza, una cabaña mal construida es mi morada, con poca cosa estoy contento, y te aseguro que soy más rico que tú.
Aquel lenguaje dejó admirado al rey, que desde entonces obedeció como un cordero las palabras del abad de Lanndevenec. Por su parte, el abad iba con frecuencia a visitar a su amigo en la ciudad de Is. Is, la ciudad real, era una pequeña metrópoli bretona que desafiaba las iras del océano con sus muros de granito y la construcción maciza de sus altas torres. Dentro de la triple muralla vivía un pueblo vicioso y desenfrenado. Dahut, la hija del rey, mujer de maravillosa belleza y de malicia satánica, daba el ejemplo de la orgía y el escándalo, sin que Cradión se atreviese a decirle nada, por el carino que le tenía. El abad quedó aterrado de la belleza fascinadora de aquella criatura, y trató de convertir a sus adoradores; pero los hechizos de la princesa tenían más fuerza que la palabra del monje.
Una noche, estando en oración, oyó una voz que le decía: «Aléjate de aquí; ya ha llegado la hora del castigo.» Inmediatamente comunicó al rey el aviso del Cielo. Ensillaron los caballos y huyeron a favor de la oscuridad. Dahut quiso salvarse a la grupa del caballo de su padre. Apenas había atravesado la triple muralla, cuando la oscuridad se vio repentinamente iluminada, y un trueno espantoso resonó tras ellos. Cradión, abrazado al cuello del noble bruto, que se encabritaba de espanto, volvió los ojos, y a la luz de un relámpago vio la mar espumosa y mugiente que se lanzaba al asalto de su capital. Poco después, las olas llegaron a los pies del caballo, y luego a la cintura, y estaban ya a punto de perecer los tres fugitivos, cuando el rey oyó esta orden del abad: «Arrojad ese demonio al agua.» Cradión se arrancó de los brazos de su hija, y en el mismo instante se detuvo el mar. Aquellas aguas iban en busca de Dahut, la fornicaria.
El abad volvió a entrar en su monasterio, donde el Cielo premiaba de una manera prodigiosa los trabajos de sus discípulos. Los años se sucedían a los años, las canas florecían en sus cabezas, y la muerte se olvidaba de ellos. Gwennolé decía, algo triste: «¿Por qué, después de tantos ayunos y de tan costoso renunciamiento, se nos dilata la hora de ascensión?» Encima de la abadía veíanse con frecuencia coros de ángeles, y músicas invisibles resonaban en las horas de la noche. Los monjes creyeron que aquel lugar estaba encantado, y se pusieron en oración. Entonces se presentó un ángel brillante como el sol, y dijo: «El labrador que arroja el grano en el surco, nada sabe de la futura mies; pero que trabaje hasta el día en que el trigo sea separado de la paja, y entonces su gozo será pleno.»
Al día siguiente, la muerte se llevó al más viejo de los hermanos; y después a otros, por orden de edad; así que todos sabían, aproximadamente, su última hora. Viendo el abad que la disciplina de los jóvenes se resentía de aquella certidumbre de un futuro lejano, pidió a Dios que llamase a sus monjes lo mismo en la edad de los floridos sueños que en el tiempo de los sueños marchitos. Desde entonces, la Parca bienhechora volvió, como antaño, a recoger su mies en todas las estaciones de la vida. Pero no se atrevía a deshojar la sonrisa indulgente del abad, hasta que él la llamó, deseoso de juntarse a su antiguo amigo, el monarca de Is, la maldita.
Como la vid se abraza al olmo, así la leyenda se injerta en su historia, iluminándola, embelleciéndola. Es lo propio de todos estos santos celtas. Gwennolé pertenece a la raza de Columba, el bardo encapuchado que enciende la guerra a causa de un libro, y canta salmos mientras los soldados se matan; de Columbano, que escribe la Regla más estrecha que se ha visto jamás y no puede vivir sin disputar con los obispos y los príncipes; de Cadoc, el que, partiendo de su tierra con cincuenta monjes, armados todos ellos de un arpa, se enfrenta con los tiranos y los bandidos, y sólo cesa de cantar cuando los opresores le prometen dejar libres a los oprimidos; de Brendomo, cuyas peregrinaciones fantásticas por el vasto océano, en busca del paraíso terrestre, de regiones que explorar y de almas que convertir, han tomado la forma de visiones admirablemente penetradas del espíritu de Dios y de la verdad teológica; de Mokuda, el pastor de rostro gracioso y talla procer, que dejó el amor de treinta doncellas y las promesas de su rey, por emprender el canto de los santos de Dios, oído entre el misterio de los bosques; de Dega, el monje copista y escultor, que fabricó trescientas campanas, cinceló trescientas cruces y transcribió trescientos evangeliarios, y que se despidió de los monjes de Bangor con estas bellas palabras: «Doy gracias a Dios de haber conocido en vosotros los tres órdenes de monjes que he visto en otras partes: los que son ángeles por la pureza, los que son apóstoles por la actividad, y los que serían mártires si Dios los llamase a derramar su sangre por la fe.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario