Fue mi cuna el campo de Nisibe. Hijo único, se empeñaban mis padres en casarme, pero yo había hecho el firme propósito de consagrarme a la vida monástica. No pudiendo resistir ni las amenazas de mi padre, ni los halagos de mi madre, un día me marché de casa, y como por el Oriente tenía cerrado el camino por las fronteras de Persia y las guarniciones romanas, me vine hacia esta tierra de Siria, Llegué al desierto de Calcis, donde, habiendo encontrado un monasterio, me dediqué a buscar el sustento con el trabajo de mis manos y a domar la carne con ayunos, bajo la dirección de un santo abad. Después de algunos años, sabiendo que acababa de morir mi padre, me vino el deseo de volver a mi tierra para consolar a mi madre y disponer de la hacienda. Mi abad se opuso tenazmente, diciéndome que aquella era una tentación del demonio. Puso delante de mis ojos los ejemplos de los santos y las palabras de la Escritura, y viendo que no conseguía nada, arrojóse a mis plantas rogándome que no le abandonase. ¡Desgraciado de mí! Vencí aquellos ruegos con una victoria lamentable, pensando que no buscaba mi salvación, sino su comodidad. Acompañóme hasta el exterior del monasterio, llorando como si fuese detrás de un duelo, y al despedirse me dijo: «Ya te veo, hijo mío, entre las garras de Satanás.»
»Juntéme a una caravana que iba de Calois a Edesa, atravesando un desierto por donde vagan en su caminar incierto cuadrillas de beduínos. Éramos unos setenta viajeros entre niños; jóvenes, hombres maduros, ancianos y mujeres. De repente, oímos galopar de camellos y corceles. Eran los sarracenos, hombres de calzas anchas, de amplios albornoces, de cuerpo bronceado y casi desnudo, de melenas desgreñadas y blancos turbantes. Como no venían a luchar, sino a robar, traían las largas lanzas en la mano, los arcos sin tender y las aljabas al hombro. Nos atacan, nos roban y nos llevan cautivos. En el reparto fuí entregado a uno de ellos, como esclavo, juntamente con una pobre mujer. Nuestro amo nos sube a los lomos de un camello, y colgando de él más que montados, caminamos a través del desierto, temblando sin cesar por nuestra vida. Para comer, nos da carne casi cruda; para beber, leche de camella.
»Después de pasar un gran río, llegamos a una soledad interior, donde estaba la mujer de nuestro amo con sus hijos. Tuvimos que adorarlos con la cabeza en tierra, según costumbre de aquella gente. Como la tierra es allí muy cálida, me quitaron el hábito, obligándome a andar casi desnudo. Me encomendaron la guarda de las ovejas, y esto fue para mí un consuelo, pues gracias a mi oficio de pastor, rara vez me encontraba con mis amos y con los otros de sus siervos. Me consideraba otro Jacob, recordaba a Moisés, y pensaba que tal vez habían pasado por aquellos lugares con sus ganados. Mi comida era leche y queso; oraba sin cesar, cantaba los salmos que había aprendido en el monasterio, y hasta llegaba a encontrar agradable mi cautiverio. Pero, ¡ay!, nadie puede considerarse seguro con las múltiples e inefables astucias del diablo. Mi amo, viendo que aumentaba su rebaño, y queriendo recompensar mis servicios, me propuso el casamiento con aquella mujer que había sido robada conmigo. Le dije que era cristiano y que, como tal, no podía unirme a una mujer casada, pues ella lo era, aunque había sido separada de su marido el día del asalto en la distribución del botín. Él, entonces, lleno de ira, desenvainó la espada, y allí me hubiera dejado muerto si no corro hacia la esclava con los brazos abiertos. Llega la noche, más tenebrosa que nunca; voy con mi nueva esposa a la choza destartalada que nos servía de vivienda; la tristeza nos acongoja; nos detestamos el uno al otro, y no nos atrevemos a confesarlo. Entonces sentí por primera vez lo terrible de mi cautividad. Póstreme en tierra lamentándome y diciendo: ¿Por qué he llegado hasta aquí? Después de haber guardado la virginidad toda mi vida, ¿tendré que casarme ahora, cuando mi cabello enpieza a encanecer? He aquí el castigo que me pronosticaba el viejo abad. ¿Qué hacer? ¿Aguardaré la intervención divina? No; será mejor morir; también la guarda de la pureza tiene su martirio. Quedará sin sepultura en la soledad el testigo de Cristo; seré mártir y verdugo a la vez. Pensando estas cosas, saqué mi puñal, haciéndole brillar en las tinieblas, y dije: —Adiós, mujer desgraciada; quiero ser mártir antes que marido. —Por Jesucristo te lo pido, exclamó ella, arrojándose a mis pies; no derrames tu sangre ni cargues de esa suerte mi conciencia; y si quieres morir, mátame a mí antes, y así nos juntaremos en la muerte. Pero escucha: también yo quiero guardar castidad. La desgracia del destierro me ha dado a conocer su belleza. Mírame como una esposa de pureza, unida a ti, no con los lazos de la carne, sino con el amor del espíritu. Deja que nuestros dueños vean en ti el marido, con tal que Cristo sepa que no eres más que hermano. Amémonos con el alma, y podremos engañar a los hombres—. Espánteme de la proposición, lo confieso, y empecé a amar a aquella mujer, admirado de su valor. Nunca, sin embargo, vi su cuerpo desnudo; nunca toqué su carne, temiendo perder en la paz lo que había guardado en la guerra. Pasaron los días. Nuestros amos nos trataban con más confianza que antes. Jamás sospecharon que pudiéramos fugarnos. A veces me sucedía estar un mes entero fuera de casa siguiendo los ganados.
»Después de algún tiempo, estando solo en el campo, sin ver otra cosa que el cielo y la tierra, me invadieron los recuerdos de mi vida en el cenobio y me puse triste al pensar en aquel Padre que me educara, y que había perdido. De repente, me fijo en un nido de hormigas que se agitaban y bullían en una estrecha senda. Eran de ver las cosas, más grandes que sus cuerpos, de que iban cargadas. Unas llevaban semillas de hierbas con las tenazas de su boca, otras sacaban tierra de los agujeros o detenían el curso del agua con montoncitos de tierra; éstas mutilaban los granos traídos por sus compañeras, para que, al humedecerse su casa, no se transformasen en hierba; aquéllas, con triste actitud, recogían los cuerpos de las que morían en el trabajo. Y, lo que es más extraño, en tan numeroso hervir de animalitos, la que salía no estorbaba a la que iba a entrar; al contrario, si la veía abrumada por el peso, iba a ayudarla, poniendo su cuerpo bajo la carga. Fue un bello espectáculo el que se me presentó aquel día. Recordé las palabras con que Salomón nos invita a considerar la industria de las hormigas, empecé a odiar más y más el cautiverio en que vivía y a anhelar las celdas del monasterio, buscando la semejanza de aquellas hormigas, que formaban un solo granero, y no teniendo ninguna cosa propia, las poseen todas en común.
»Al volver a casa salió a mi encuentro la mujer. No pude ocultar en el rostro la tristeza de mi alma. Ella lo advierte y pregunta la causa de mi desaliento. Se la digo, la animo a la fuga y asiente a mi idea. Le pido silencio, me da su palabra, y hablamos sigilosamente, fluctuando entre el miedo y la esperanza. Tenía yo en el rebaño dos cabritos muy grandes; los mato, lleno de aire sus pieles y preparo las carnes para el camino. Y emprendimos la marcha. A las diez millas encontramos el río, echamos los pellejos al agua y empezamos a nadar sobre ellos, remando con los pies. Nos dejamos llevar algún tiempo del agua, para que, si nos perseguían, perdiesen nuestra pista al llegar al otro lado. Al fin hubimos de saltar a tierra, porque las provisiones de carne se nos mojaban y en parte iban desapareciendo. Bebimos hasta saciarnos, pensando en la sed que nos aguardaba. Corrimos, mirando siempre a la espalda, avanzando más de noche que de día. Todavía se estremece mi cuerpo al pensar en la angustia que entonces nos atormentaba.
»Al tercer día, vimos confusamente a gran distancia dos hombres montados en camellos, que venían corriendo a todo galope. «Es el amo», nos dijimos; pensando en una muerte segura y viendo que el sol se oscurecía a nuestros ojos, llenos de miedo, comprendimos que las huellas de nuestros pasos nos habían traicionado, y en esto vimos a la derecha la boca de una caverna que penetraba a gran profundidad bajo la tierra. Entramos dentro, pero nos quedamos cerca de la puerta, por temor a los animales venenosos, pues sabíamos que las víboras, los basiliscos y los escorpiones suelen buscar estos sitios huyendo del ardor del sol. ¡Cuál no sería nuestro espanto cuando, unos instantes después, vimos que el amo y un consiervo nuestro se detenían junto a la entrada! La muerte misma no hubiera podido causarnos impresión tan terrible. Mi lengua se traba al pensar que el amo me llama, todavía iracundo. Entra el esclavo para cogernos, mientras él sujeta los camellos, aguardándonos con la espada desnuda. Cerca de nosotros oímos esta voz: «Salid, malvados, a pagar la pena que habéis merecido. ¿Por qué tardáis? Nos dimos cuenta de que apenas nos veía por el paso repentino de la luz a la oscuridad; y ya nos disponíamos a obedecer, viendo que era inútil toda resistencia; cuando vimos que una leona se arrojaba sobre aquel hombre; y, cogiéndole del cuello, le arrastraba al interior. ¡Dios santo! ¡Qué terror sentimos, y qué gozo al mismo tiempo! Impaciente el beduino por la tardanza, creyó que resistíamos al esclavo, y penetró en la cueva blandiendo la espada y gritando furiosamente, y ya se acercaba a nosotros amenazador, cuando fue arrebatado por la fiera. Ahora ya no era la cólera de los hombres la que temíamos, sino la furia del animal. Nos apretamos contra la roca, temblorosos, sin atrevernos siquiera a respirar, y así estuvimos algún tiempo, hasta que, con gran sorpresa nuestra, vimos que la leona, dándose cuenta, sin duda, de que habían descubierto su madriguera, salía llevando un cachorrillo en la boca, y nos cedía su refugio. Aguardamos largo rato a que marchase lejos de allí, y al caer de la tarde nos decidimos a dejar la caverna. No lejos de la entrada vi los camellos, que rumiaban tranquilamente. Subimos a ellos, y bien confortados con las provisiones que traía nuestro dueño, continuamos el viaje. Diez días tardamos en llegar a la primera estación romana. Después de oír nuestra historia; el tribuno enviónos al procónsul de Mesopotamia, y allí nos dieron el precio de los camellos. Supe que mi abad se había dormido ya en el Señor, y, en consecuencia, me retiré a esta tierra de Siria, donde mi único amo es Dios, a quien sirvo, aguardando el momento en que me dé la soldada.»
Esta es la historia tal como la contó el monje Malco al joven Eusebio Jerónimo hacia el año 350. Este joven, pagado de aventuras y heroísmos, había dejado su tierra de Dalmacia para recorrer el Oriente misterioso. En Antioquía conoció al obispo Evagrio; el cual le llevó a un pueblo de su propiedad que había en la diócesis y se llamaba Maronia. Allí oyó hablar de un santo anciano, llamado Malco, famoso por su virtud y por sus austeridades, y de una vieja venerable, que le acompañaba en sus penitencias y obras de piedad. Vivían, como Zacarías e Isabel, en los umbrales del templo, sólo que no había Juan ninguno de por medio. Admirado del caso, el joven presentóse en el tugurio de los dos viejos, y entonces fue cuando Malco le hizo relación de su accidentada vida. Eusebio Jerónimo, San Jerónimo, recogió con entusiasmo aquella proeza maravillosa del heroísmo evangélico y con ella iluminó una de sus páginas más inspiradas. «He expuesto—concluye—una historia de castidad para los hombres castos. Vosotros contadla a los venideros, para que sepan que la pureza no está cautiva ni entre las espadas, ni entre las bestias, ni entre los desiertos, y que el hombre que se ha entregado a Cristo puede morir, mas no puede ser vencido.»
»Juntéme a una caravana que iba de Calois a Edesa, atravesando un desierto por donde vagan en su caminar incierto cuadrillas de beduínos. Éramos unos setenta viajeros entre niños; jóvenes, hombres maduros, ancianos y mujeres. De repente, oímos galopar de camellos y corceles. Eran los sarracenos, hombres de calzas anchas, de amplios albornoces, de cuerpo bronceado y casi desnudo, de melenas desgreñadas y blancos turbantes. Como no venían a luchar, sino a robar, traían las largas lanzas en la mano, los arcos sin tender y las aljabas al hombro. Nos atacan, nos roban y nos llevan cautivos. En el reparto fuí entregado a uno de ellos, como esclavo, juntamente con una pobre mujer. Nuestro amo nos sube a los lomos de un camello, y colgando de él más que montados, caminamos a través del desierto, temblando sin cesar por nuestra vida. Para comer, nos da carne casi cruda; para beber, leche de camella.
»Después de pasar un gran río, llegamos a una soledad interior, donde estaba la mujer de nuestro amo con sus hijos. Tuvimos que adorarlos con la cabeza en tierra, según costumbre de aquella gente. Como la tierra es allí muy cálida, me quitaron el hábito, obligándome a andar casi desnudo. Me encomendaron la guarda de las ovejas, y esto fue para mí un consuelo, pues gracias a mi oficio de pastor, rara vez me encontraba con mis amos y con los otros de sus siervos. Me consideraba otro Jacob, recordaba a Moisés, y pensaba que tal vez habían pasado por aquellos lugares con sus ganados. Mi comida era leche y queso; oraba sin cesar, cantaba los salmos que había aprendido en el monasterio, y hasta llegaba a encontrar agradable mi cautiverio. Pero, ¡ay!, nadie puede considerarse seguro con las múltiples e inefables astucias del diablo. Mi amo, viendo que aumentaba su rebaño, y queriendo recompensar mis servicios, me propuso el casamiento con aquella mujer que había sido robada conmigo. Le dije que era cristiano y que, como tal, no podía unirme a una mujer casada, pues ella lo era, aunque había sido separada de su marido el día del asalto en la distribución del botín. Él, entonces, lleno de ira, desenvainó la espada, y allí me hubiera dejado muerto si no corro hacia la esclava con los brazos abiertos. Llega la noche, más tenebrosa que nunca; voy con mi nueva esposa a la choza destartalada que nos servía de vivienda; la tristeza nos acongoja; nos detestamos el uno al otro, y no nos atrevemos a confesarlo. Entonces sentí por primera vez lo terrible de mi cautividad. Póstreme en tierra lamentándome y diciendo: ¿Por qué he llegado hasta aquí? Después de haber guardado la virginidad toda mi vida, ¿tendré que casarme ahora, cuando mi cabello enpieza a encanecer? He aquí el castigo que me pronosticaba el viejo abad. ¿Qué hacer? ¿Aguardaré la intervención divina? No; será mejor morir; también la guarda de la pureza tiene su martirio. Quedará sin sepultura en la soledad el testigo de Cristo; seré mártir y verdugo a la vez. Pensando estas cosas, saqué mi puñal, haciéndole brillar en las tinieblas, y dije: —Adiós, mujer desgraciada; quiero ser mártir antes que marido. —Por Jesucristo te lo pido, exclamó ella, arrojándose a mis pies; no derrames tu sangre ni cargues de esa suerte mi conciencia; y si quieres morir, mátame a mí antes, y así nos juntaremos en la muerte. Pero escucha: también yo quiero guardar castidad. La desgracia del destierro me ha dado a conocer su belleza. Mírame como una esposa de pureza, unida a ti, no con los lazos de la carne, sino con el amor del espíritu. Deja que nuestros dueños vean en ti el marido, con tal que Cristo sepa que no eres más que hermano. Amémonos con el alma, y podremos engañar a los hombres—. Espánteme de la proposición, lo confieso, y empecé a amar a aquella mujer, admirado de su valor. Nunca, sin embargo, vi su cuerpo desnudo; nunca toqué su carne, temiendo perder en la paz lo que había guardado en la guerra. Pasaron los días. Nuestros amos nos trataban con más confianza que antes. Jamás sospecharon que pudiéramos fugarnos. A veces me sucedía estar un mes entero fuera de casa siguiendo los ganados.
»Después de algún tiempo, estando solo en el campo, sin ver otra cosa que el cielo y la tierra, me invadieron los recuerdos de mi vida en el cenobio y me puse triste al pensar en aquel Padre que me educara, y que había perdido. De repente, me fijo en un nido de hormigas que se agitaban y bullían en una estrecha senda. Eran de ver las cosas, más grandes que sus cuerpos, de que iban cargadas. Unas llevaban semillas de hierbas con las tenazas de su boca, otras sacaban tierra de los agujeros o detenían el curso del agua con montoncitos de tierra; éstas mutilaban los granos traídos por sus compañeras, para que, al humedecerse su casa, no se transformasen en hierba; aquéllas, con triste actitud, recogían los cuerpos de las que morían en el trabajo. Y, lo que es más extraño, en tan numeroso hervir de animalitos, la que salía no estorbaba a la que iba a entrar; al contrario, si la veía abrumada por el peso, iba a ayudarla, poniendo su cuerpo bajo la carga. Fue un bello espectáculo el que se me presentó aquel día. Recordé las palabras con que Salomón nos invita a considerar la industria de las hormigas, empecé a odiar más y más el cautiverio en que vivía y a anhelar las celdas del monasterio, buscando la semejanza de aquellas hormigas, que formaban un solo granero, y no teniendo ninguna cosa propia, las poseen todas en común.
»Al volver a casa salió a mi encuentro la mujer. No pude ocultar en el rostro la tristeza de mi alma. Ella lo advierte y pregunta la causa de mi desaliento. Se la digo, la animo a la fuga y asiente a mi idea. Le pido silencio, me da su palabra, y hablamos sigilosamente, fluctuando entre el miedo y la esperanza. Tenía yo en el rebaño dos cabritos muy grandes; los mato, lleno de aire sus pieles y preparo las carnes para el camino. Y emprendimos la marcha. A las diez millas encontramos el río, echamos los pellejos al agua y empezamos a nadar sobre ellos, remando con los pies. Nos dejamos llevar algún tiempo del agua, para que, si nos perseguían, perdiesen nuestra pista al llegar al otro lado. Al fin hubimos de saltar a tierra, porque las provisiones de carne se nos mojaban y en parte iban desapareciendo. Bebimos hasta saciarnos, pensando en la sed que nos aguardaba. Corrimos, mirando siempre a la espalda, avanzando más de noche que de día. Todavía se estremece mi cuerpo al pensar en la angustia que entonces nos atormentaba.
»Al tercer día, vimos confusamente a gran distancia dos hombres montados en camellos, que venían corriendo a todo galope. «Es el amo», nos dijimos; pensando en una muerte segura y viendo que el sol se oscurecía a nuestros ojos, llenos de miedo, comprendimos que las huellas de nuestros pasos nos habían traicionado, y en esto vimos a la derecha la boca de una caverna que penetraba a gran profundidad bajo la tierra. Entramos dentro, pero nos quedamos cerca de la puerta, por temor a los animales venenosos, pues sabíamos que las víboras, los basiliscos y los escorpiones suelen buscar estos sitios huyendo del ardor del sol. ¡Cuál no sería nuestro espanto cuando, unos instantes después, vimos que el amo y un consiervo nuestro se detenían junto a la entrada! La muerte misma no hubiera podido causarnos impresión tan terrible. Mi lengua se traba al pensar que el amo me llama, todavía iracundo. Entra el esclavo para cogernos, mientras él sujeta los camellos, aguardándonos con la espada desnuda. Cerca de nosotros oímos esta voz: «Salid, malvados, a pagar la pena que habéis merecido. ¿Por qué tardáis? Nos dimos cuenta de que apenas nos veía por el paso repentino de la luz a la oscuridad; y ya nos disponíamos a obedecer, viendo que era inútil toda resistencia; cuando vimos que una leona se arrojaba sobre aquel hombre; y, cogiéndole del cuello, le arrastraba al interior. ¡Dios santo! ¡Qué terror sentimos, y qué gozo al mismo tiempo! Impaciente el beduino por la tardanza, creyó que resistíamos al esclavo, y penetró en la cueva blandiendo la espada y gritando furiosamente, y ya se acercaba a nosotros amenazador, cuando fue arrebatado por la fiera. Ahora ya no era la cólera de los hombres la que temíamos, sino la furia del animal. Nos apretamos contra la roca, temblorosos, sin atrevernos siquiera a respirar, y así estuvimos algún tiempo, hasta que, con gran sorpresa nuestra, vimos que la leona, dándose cuenta, sin duda, de que habían descubierto su madriguera, salía llevando un cachorrillo en la boca, y nos cedía su refugio. Aguardamos largo rato a que marchase lejos de allí, y al caer de la tarde nos decidimos a dejar la caverna. No lejos de la entrada vi los camellos, que rumiaban tranquilamente. Subimos a ellos, y bien confortados con las provisiones que traía nuestro dueño, continuamos el viaje. Diez días tardamos en llegar a la primera estación romana. Después de oír nuestra historia; el tribuno enviónos al procónsul de Mesopotamia, y allí nos dieron el precio de los camellos. Supe que mi abad se había dormido ya en el Señor, y, en consecuencia, me retiré a esta tierra de Siria, donde mi único amo es Dios, a quien sirvo, aguardando el momento en que me dé la soldada.»
Esta es la historia tal como la contó el monje Malco al joven Eusebio Jerónimo hacia el año 350. Este joven, pagado de aventuras y heroísmos, había dejado su tierra de Dalmacia para recorrer el Oriente misterioso. En Antioquía conoció al obispo Evagrio; el cual le llevó a un pueblo de su propiedad que había en la diócesis y se llamaba Maronia. Allí oyó hablar de un santo anciano, llamado Malco, famoso por su virtud y por sus austeridades, y de una vieja venerable, que le acompañaba en sus penitencias y obras de piedad. Vivían, como Zacarías e Isabel, en los umbrales del templo, sólo que no había Juan ninguno de por medio. Admirado del caso, el joven presentóse en el tugurio de los dos viejos, y entonces fue cuando Malco le hizo relación de su accidentada vida. Eusebio Jerónimo, San Jerónimo, recogió con entusiasmo aquella proeza maravillosa del heroísmo evangélico y con ella iluminó una de sus páginas más inspiradas. «He expuesto—concluye—una historia de castidad para los hombres castos. Vosotros contadla a los venideros, para que sepan que la pureza no está cautiva ni entre las espadas, ni entre las bestias, ni entre los desiertos, y que el hombre que se ha entregado a Cristo puede morir, mas no puede ser vencido.»
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