Las lecturas de este domingo versan sobre el matrimonio, un tema de rabiosa actualidad, que durante los últimos años se ve envuelto en la controversia política y en la vida social merced a la irrupción de la llamada “ideología de género”, una antropología que considera que lo masculino y lo femenino son dimensiones de origen cultural en el ser humano marginando lo biológico.
Esta ideología tiene su origen en el odio entre sexos y en la “liberación de la mujer”, cuyas consecuencias son imprevisibles.
El odio de clases (marxismo) sembró de terror, esclavitud y muerte a los países sojuzgados por esta ideología.
Lo mismo ocurrió con el odio de razas (nazismo), que desembocó en la II Guerra Mundial.
La ideología de género está llevando en la actualidad al desprestigio de la tradición, a la decadencia de la razón y, por consiguiente, a la pérdida del sentido común y a su vinculación con la verdad.
Está promoviendo también la voluntad de cada uno y la exaltación de los sentimientos como norma suprema de moral totalmente al margen de Dios.
Por eso escribía el cardenal Ratzinger-futuro papa Benedicto XVI- que “la ideología de género es la última rebelión de la creatura contra su condición de creatura”.
Influido por ella, el hombre moderno pretende incluso librarse de la exigencias de su propio cuerpo y convertirse en un dios, en un ser autónomo que se autocrea y se recrea en su libre albedrío.
Las consecuencias de este desorden moral impulsan los métodos anticonceptivos en el marco de las políticas de salud sexual y reproductiva, las campañas para garantizar el aborto legal, seguro y sin restricciones, la legalización de la unión de personas del mismo sexo equiparables al matrimonio y con posibilidad de adopción, la trivialización del contrato matrimonial y su disolución de modo unilateral, la maternidad como un “mal a evitar”…
Esta ideología tiene su origen en el odio entre sexos y en la “liberación de la mujer”, cuyas consecuencias son imprevisibles.
El odio de clases (marxismo) sembró de terror, esclavitud y muerte a los países sojuzgados por esta ideología.
Lo mismo ocurrió con el odio de razas (nazismo), que desembocó en la II Guerra Mundial.
La ideología de género está llevando en la actualidad al desprestigio de la tradición, a la decadencia de la razón y, por consiguiente, a la pérdida del sentido común y a su vinculación con la verdad.
Está promoviendo también la voluntad de cada uno y la exaltación de los sentimientos como norma suprema de moral totalmente al margen de Dios.
Por eso escribía el cardenal Ratzinger-futuro papa Benedicto XVI- que “la ideología de género es la última rebelión de la creatura contra su condición de creatura”.
Influido por ella, el hombre moderno pretende incluso librarse de la exigencias de su propio cuerpo y convertirse en un dios, en un ser autónomo que se autocrea y se recrea en su libre albedrío.
Las consecuencias de este desorden moral impulsan los métodos anticonceptivos en el marco de las políticas de salud sexual y reproductiva, las campañas para garantizar el aborto legal, seguro y sin restricciones, la legalización de la unión de personas del mismo sexo equiparables al matrimonio y con posibilidad de adopción, la trivialización del contrato matrimonial y su disolución de modo unilateral, la maternidad como un “mal a evitar”…
Así vemos hoy con pesar cómo se rompen millones de hogares y quedan las familias desestructuradas, hijos que se ven abocados a vivir con un cónyuge que no es su madre o padre biológico, disputas por las tutelas de sus retoños, enfrentamientos por los bienes comunes, acosos y venganzas por causa de los resentimientos…
Es un panorama sombrío y poco edificante.
La institución matrimonial está sufriendo una fuerte crisis debido a la pérdida de valores morales de la sociedad, al hedonismo de la vida, al materialismo como fuente de “bien”, al acoso de las instituciones públicas azuzadas por poderes mediáticos que impulsan la liberación de la mujer, el abandono del lecho conyugal o la reducción de la sexualidad al simple coito.
Prevalece el interés propio sobre el amor y la satisfacción de las apetencias personales sobre la convivencia sana.
Se ha ido creando así un estado de opinión que descalifica a la familia tradicional, a la que se considera arcaica y fuera de la modernidad.
Nos enfrentamos a hechos paradójicos sin precedentes, que dejan huellas negativas en las presentes generaciones, que critican por un lado la indisolubilidad del matrimonio y por otro afirman que es su familia lo que más valoran.
Nos movemos dentro de una sociedad enferma, que necesita una terapia adecuada para curarse de los males que camuflamos con sofismas para tapar el miedo al compromiso y la poca capacidad de sacrificio.
La edad media para contraer matrimonio en España oscila en torno a los 30 años. Se retrasa de esta manera la paternidad y disminuye el número de hijos y, por tanto, el número de población activa.
Se echa la culpa a la falta de trabajo o de un hogar, pero no deja de ser una disculpa.
Nuestros padres vivieron en peores condiciones y fueron generosos en su entrega.
Vivimos gracias a ellos.
Es cierto que la vida ha dado un vuelco, que hoy se admiten varios tipos de familia, que se inician bajo el apelativo de “matrimonio”.
Hemos de respetarlas y amarlas en aras de la armonía y la convivencia, pero el matrimonio cristiano tiene unas connotaciones especiales que poco tienen que ver con las que se “venden” desde algunos medios “progre” de comunicación.
Es un panorama sombrío y poco edificante.
La institución matrimonial está sufriendo una fuerte crisis debido a la pérdida de valores morales de la sociedad, al hedonismo de la vida, al materialismo como fuente de “bien”, al acoso de las instituciones públicas azuzadas por poderes mediáticos que impulsan la liberación de la mujer, el abandono del lecho conyugal o la reducción de la sexualidad al simple coito.
Prevalece el interés propio sobre el amor y la satisfacción de las apetencias personales sobre la convivencia sana.
Se ha ido creando así un estado de opinión que descalifica a la familia tradicional, a la que se considera arcaica y fuera de la modernidad.
Nos enfrentamos a hechos paradójicos sin precedentes, que dejan huellas negativas en las presentes generaciones, que critican por un lado la indisolubilidad del matrimonio y por otro afirman que es su familia lo que más valoran.
¿En qué quedamos?
Nos movemos dentro de una sociedad enferma, que necesita una terapia adecuada para curarse de los males que camuflamos con sofismas para tapar el miedo al compromiso y la poca capacidad de sacrificio.
La edad media para contraer matrimonio en España oscila en torno a los 30 años. Se retrasa de esta manera la paternidad y disminuye el número de hijos y, por tanto, el número de población activa.
Se echa la culpa a la falta de trabajo o de un hogar, pero no deja de ser una disculpa.
Nuestros padres vivieron en peores condiciones y fueron generosos en su entrega.
Vivimos gracias a ellos.
Es cierto que la vida ha dado un vuelco, que hoy se admiten varios tipos de familia, que se inician bajo el apelativo de “matrimonio”.
Hemos de respetarlas y amarlas en aras de la armonía y la convivencia, pero el matrimonio cristiano tiene unas connotaciones especiales que poco tienen que ver con las que se “venden” desde algunos medios “progre” de comunicación.
El autor sagrado -primera lectura- nos adentra en el proyecto divino final sobre la creación: el hombre “creado a imagen de Dios” y la mujer “carne de la carne del hombre”, es decir: su otra mitad, “de manera que ya no son dos, sino una sola carne” (Génesis 2, 24).
Es maravilloso percatarnos que el hombre y la mujer desde su origen poseen igual dignidad y están llamados a ser el uno para el otro:
Pero la dureza de corazón del hombre ha roto esa igualdad y ha desembocado en atropellos, humillaciones, sometimientos y esclavitudes hacia la mujer, pintando las relaciones conyugales con la brocha del dominio del varón, salvo en algunas civilizaciones minoritarias de matriarcado. Jesús se lo recuerda a los judíos al evocar la ley de Moisés sobre el divorcio, para afirmar después que “al principio no fue así” (Marcos 10,6).
Nos hemos hundido hasta el fondo en el fango del egoísmo.
No podemos extrañarnos de que la institución matrimonial sufra crisis sin precedentes y que muchos pretendan destruirla por razones ya expuestas.
El matrimonio, al igual que las congregaciones, órdenes religiosas y diversas instituciones que han perdido el carisma fundacional en aras de la relajación y de infidelidades, necesita volver a sus orígenes: hombre y mujer amándose al abrigo del proyecto de Dios.
La familia es para los cristianos la célula de amor básico.
En ella los esposos llenan sus necesidades afectivas y de mutua pertenencia con el vínculo del amor y del respeto, y los hijos se sienten también reconocidos, válidos y amados.
El matrimonio es como una planta delicada que ha de cuidarse mediante el cultivo del diálogo, la comunicación y la aceptación para que dé fruto.
Para ello es vital mirar al otro desde él mismo, desde lo que piensa y siente, para vencer su soledad, ahuyentar sus frustraciones y hacerle feliz.
Aún así surgen conflictos, ocasionados por la diferencia de carácter, cultura, religión y distintas aspiraciones profesionales.
El amor lo soluciona todo cuando se tienen claras las prioridades (amor mutuo, hijos) y se acepta la diversidad como una riqueza y no un obstáculo insalvable.
Hay, por otro lado dos actitudes a tener en cuenta: la apertura al perdón y la decisión de amar. Sin ellas la pareja se queda a la intemperie, desarmada y sin abrigo, cuando empiezan las desilusiones, los sentimientos se apagan y se mira al amado(a) con las gafas oscuras de la duda.
Son estos momentos claves para reconducir la relación, mirarse a los ojos y tomar la decisión de seguir juntos, porque el amor apunta más lejos que los sentimientos, a menudo cambiantes.
Nada es fácil. La vida misma es una lucha continua y cada amanecer una nueva llamada a seguir adelante por el camino de la esperanza, en pos de la felicidad.
Los medios de comunicación se suelen hacer eco de las rupturas matrimoniales de los famosos, airean sus escándalos y alimentan el morbo para acrecentar sus ventas.
Los verdaderos matrimonios no hacen ruido, pasan de puntillas por la vida poniendo cariño a su alrededor, auxiliando a los necesitados y dando ánimos a todos.
Tienen siempre tiempo para escuchar, para ceder en lo superfluo, sembrar alegría y atajar las rivalidades.
No se pierden en elucubraciones y en discursos vacíos. Lo suyo es el amor sin medida.
Es maravilloso percatarnos que el hombre y la mujer desde su origen poseen igual dignidad y están llamados a ser el uno para el otro:
“No es bueno que el Hombre esté solo”
(Génesis 2, 18).
Pero la dureza de corazón del hombre ha roto esa igualdad y ha desembocado en atropellos, humillaciones, sometimientos y esclavitudes hacia la mujer, pintando las relaciones conyugales con la brocha del dominio del varón, salvo en algunas civilizaciones minoritarias de matriarcado. Jesús se lo recuerda a los judíos al evocar la ley de Moisés sobre el divorcio, para afirmar después que “al principio no fue así” (Marcos 10,6).
Nos hemos hundido hasta el fondo en el fango del egoísmo.
No podemos extrañarnos de que la institución matrimonial sufra crisis sin precedentes y que muchos pretendan destruirla por razones ya expuestas.
El matrimonio, al igual que las congregaciones, órdenes religiosas y diversas instituciones que han perdido el carisma fundacional en aras de la relajación y de infidelidades, necesita volver a sus orígenes: hombre y mujer amándose al abrigo del proyecto de Dios.
La familia es para los cristianos la célula de amor básico.
En ella los esposos llenan sus necesidades afectivas y de mutua pertenencia con el vínculo del amor y del respeto, y los hijos se sienten también reconocidos, válidos y amados.
El matrimonio es como una planta delicada que ha de cuidarse mediante el cultivo del diálogo, la comunicación y la aceptación para que dé fruto.
Para ello es vital mirar al otro desde él mismo, desde lo que piensa y siente, para vencer su soledad, ahuyentar sus frustraciones y hacerle feliz.
Aún así surgen conflictos, ocasionados por la diferencia de carácter, cultura, religión y distintas aspiraciones profesionales.
El amor lo soluciona todo cuando se tienen claras las prioridades (amor mutuo, hijos) y se acepta la diversidad como una riqueza y no un obstáculo insalvable.
Hay, por otro lado dos actitudes a tener en cuenta: la apertura al perdón y la decisión de amar. Sin ellas la pareja se queda a la intemperie, desarmada y sin abrigo, cuando empiezan las desilusiones, los sentimientos se apagan y se mira al amado(a) con las gafas oscuras de la duda.
Son estos momentos claves para reconducir la relación, mirarse a los ojos y tomar la decisión de seguir juntos, porque el amor apunta más lejos que los sentimientos, a menudo cambiantes.
Nada es fácil. La vida misma es una lucha continua y cada amanecer una nueva llamada a seguir adelante por el camino de la esperanza, en pos de la felicidad.
Los medios de comunicación se suelen hacer eco de las rupturas matrimoniales de los famosos, airean sus escándalos y alimentan el morbo para acrecentar sus ventas.
Los verdaderos matrimonios no hacen ruido, pasan de puntillas por la vida poniendo cariño a su alrededor, auxiliando a los necesitados y dando ánimos a todos.
Tienen siempre tiempo para escuchar, para ceder en lo superfluo, sembrar alegría y atajar las rivalidades.
No se pierden en elucubraciones y en discursos vacíos. Lo suyo es el amor sin medida.
Todos conocemos ejemplos, sentimos admiración y nos gustaría ser como ellos.
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