El joven que se acerca a Jesús es una persona con profundos sentimientos religiosos, pues cumple los Mandamientos y tiene inquietudes de futuro.
Quiere además conquistar la vida eterna y labrarse la felicidad en el cielo.
Algo que a Jesús le agrada y, por eso le mira con cariño.
Pero no es suficiente, no basta con preocuparse del futuro.
Debe vivir el presente con desprendimiento de sí mismo y con generosidad hacia los demás. Jesús ve en él un apóstol a su lado para compartir su proyecto de vida.
Sin embargo, y al contrario que el resto de los apóstoles que lo dejan todo para seguirle, este joven no quiere dejar la seguridad de sus riquezas.
Podría haber sido un gran mensajero de la alegría del evangelio, pero se marchó triste.
Quizás pensaba que todo resultaría más fácil y sin sacrificios. Se equivocó, como tantos jóvenes de hoy arrastrados por el materialismo y la vida muelle.
La vida cristiana implica estar atentos a las necesidades de los demás, implicarse en sus problemas y comprometerse en darles solución.
Uno es bueno, no porque evita el mal, sino porque practica el bien.
Las bienaventuranzas que propuso, sin mencionarlas, Jesús al joven van mucho más allá de los Mandamientos.
La pobreza de espíritu, la búsqueda de la paz, la misericordia y el perdón hacia los hermanos, la mansedumbre como actitud, mirar con ojos limpios, sufrir persecución por la fe o trabajar por la justicia son las señas de identidad de los verdaderos seguidores de Jesús.
Lo sabemos, pero falta fuerza de voluntad para asumir este reto.
¿Por qué hay tan pocos jóvenes -me pregunto- en las sociedades “desarrolladas” para responder a los requerimientos de Jesús y una muchedumbre incontable para asistir a giras de sus cantantes preferidos, incluso aguantando noches a la intemperie para obtener una entrada?
¿Por qué participan tantos otros en deportes de alto riesgo en busca de una superación personal o desafiando los límites de su cuerpo ante el esfuerzo?
¿No habremos perdido el rumbo de la dimensión espiritual del hombre en aras de satisfacer el propio “ego” y los dictámenes de la moda al uso?
Quiere además conquistar la vida eterna y labrarse la felicidad en el cielo.
Algo que a Jesús le agrada y, por eso le mira con cariño.
Pero no es suficiente, no basta con preocuparse del futuro.
Debe vivir el presente con desprendimiento de sí mismo y con generosidad hacia los demás. Jesús ve en él un apóstol a su lado para compartir su proyecto de vida.
Sin embargo, y al contrario que el resto de los apóstoles que lo dejan todo para seguirle, este joven no quiere dejar la seguridad de sus riquezas.
Podría haber sido un gran mensajero de la alegría del evangelio, pero se marchó triste.
Quizás pensaba que todo resultaría más fácil y sin sacrificios. Se equivocó, como tantos jóvenes de hoy arrastrados por el materialismo y la vida muelle.
La vida cristiana implica estar atentos a las necesidades de los demás, implicarse en sus problemas y comprometerse en darles solución.
Uno es bueno, no porque evita el mal, sino porque practica el bien.
Las bienaventuranzas que propuso, sin mencionarlas, Jesús al joven van mucho más allá de los Mandamientos.
La pobreza de espíritu, la búsqueda de la paz, la misericordia y el perdón hacia los hermanos, la mansedumbre como actitud, mirar con ojos limpios, sufrir persecución por la fe o trabajar por la justicia son las señas de identidad de los verdaderos seguidores de Jesús.
Lo sabemos, pero falta fuerza de voluntad para asumir este reto.
¿Por qué hay tan pocos jóvenes -me pregunto- en las sociedades “desarrolladas” para responder a los requerimientos de Jesús y una muchedumbre incontable para asistir a giras de sus cantantes preferidos, incluso aguantando noches a la intemperie para obtener una entrada?
¿Por qué participan tantos otros en deportes de alto riesgo en busca de una superación personal o desafiando los límites de su cuerpo ante el esfuerzo?
¿No habremos perdido el rumbo de la dimensión espiritual del hombre en aras de satisfacer el propio “ego” y los dictámenes de la moda al uso?
Nos falta tiempo en las sociedades “desarrolladas” para llenar los espacios vacíos de otros.
Estamos tan embebidos en nosotros mismos, en múltiples quehaceres, la mayoría superfluos, que dejamos de lado las relaciones sociales.
Los pueblos que viven en la pobreza nos dan lecciones de cómo compartir la vida y los bienes materiales con sencilla espontaneidad, como algo natural y sin aspavientos.
Saben expresarse, conversar alegremente, “perder el tiempo”, sentirse cerca de sus familias y vecinos.
No se obsesionan por los problemas.
Son pobres de cosas, pero ricos en humanidad.
Si, además se sienten, reforzados por la fe, se convierten en un ejemplo a seguir.
El papa Juan Pablo II, decía a la multitud congregada en Villa Salvador (Perú) que el hambre de Dios es la gran riqueza de los pobres y la falta de hambre de Dios la gran pobreza de los ricos.
Quienes vivimos en la abundancia no nos damos cuenta de la capacidad de sufrimiento de los pobres, de sus luchas por la subsistencia diaria, de su solidaridad con los más necesitados de entre ellos, de su paciencia y aguante para no responder a la opresión con la violencia.
Nos creemos superiores por el mero hecho de “tener” y “poseer”, porque nos hemos adentrado en la cultura de que todo se puede comprar con dinero y de que lo que no es rentable económicamente no sirve para nada.
Está claro que Dios no quiere la pobreza, pero no aprueba la riqueza obtenida a costa de los pobres.
Debe haber un equilibrio que sólo desde la dignidad y poniéndose en la piel del otro se va logrando.
Y este es el gran reto evangélico que plantea Jesús al joven para que salga de sus seguridades y se abra a un horizonte nuevo de justicia, de generosidad y de amor.
No basta confesar con los labios nuestra fe en Dios, tener un catálogo de verdades y acumular méritos por nuestra correcta observancia religiosa.
Si nuestro corazón no está abierto a la voluntad de Dios y se encierra en los parámetros consumistas terminaremos, tarde o temprano, al vacío existencial que padece buena parte de la sociedad de hoy.
Estamos tan embebidos en nosotros mismos, en múltiples quehaceres, la mayoría superfluos, que dejamos de lado las relaciones sociales.
Los pueblos que viven en la pobreza nos dan lecciones de cómo compartir la vida y los bienes materiales con sencilla espontaneidad, como algo natural y sin aspavientos.
Saben expresarse, conversar alegremente, “perder el tiempo”, sentirse cerca de sus familias y vecinos.
No se obsesionan por los problemas.
Son pobres de cosas, pero ricos en humanidad.
Si, además se sienten, reforzados por la fe, se convierten en un ejemplo a seguir.
El papa Juan Pablo II, decía a la multitud congregada en Villa Salvador (Perú) que el hambre de Dios es la gran riqueza de los pobres y la falta de hambre de Dios la gran pobreza de los ricos.
Quienes vivimos en la abundancia no nos damos cuenta de la capacidad de sufrimiento de los pobres, de sus luchas por la subsistencia diaria, de su solidaridad con los más necesitados de entre ellos, de su paciencia y aguante para no responder a la opresión con la violencia.
Nos creemos superiores por el mero hecho de “tener” y “poseer”, porque nos hemos adentrado en la cultura de que todo se puede comprar con dinero y de que lo que no es rentable económicamente no sirve para nada.
Está claro que Dios no quiere la pobreza, pero no aprueba la riqueza obtenida a costa de los pobres.
Debe haber un equilibrio que sólo desde la dignidad y poniéndose en la piel del otro se va logrando.
Y este es el gran reto evangélico que plantea Jesús al joven para que salga de sus seguridades y se abra a un horizonte nuevo de justicia, de generosidad y de amor.
No basta confesar con los labios nuestra fe en Dios, tener un catálogo de verdades y acumular méritos por nuestra correcta observancia religiosa.
Si nuestro corazón no está abierto a la voluntad de Dios y se encierra en los parámetros consumistas terminaremos, tarde o temprano, al vacío existencial que padece buena parte de la sociedad de hoy.
El joven se marchó triste, porque era rico y no quería renunciar a sus privilegios.
Mucha gente piensa que la felicidad va unida al dinero, como si éste fuera la panacea universal que remedia todos los males que padecemos.
Todos hemos visto imágenes de niños de países pobres disfrutando con luminosa sonrisa de juguetes elaborados por ellos, mientras que la sociedad de la opulencia no es capaz de sacar una sonrisa a sus hijos educados en el capricho.
Esto nos hace pensar que vivimos en un gran engaño, en un mundo de artificio sin alma y sin amor.
Urge que vivamos de una manera más humana y más digna, mirando de igual a igual al hermano, sea cual sea su condición religiosa, económica o social.
Europa ahora se siente sacudida por el fenómeno de los refugiados de Siria e Irak, que huyen de la persecución y el hambre, originados por la guerra; una guerra atizada desde Occidente, principal responsable de armar a los beligerantes.
¿Seremos capaces de acogerles con hospitalidad, de integrarles con plenos derechos en nuestra sociedad y de darles trabajo para que vivan dignamente?
Tragedias como ésta, en las que han muerto muchos miles de personas devoradas por el mar, nos ayudan a despertar del letargo, a ser sensibles a la necesidades ajenas y a poner nuestra esperanza en Jesús, el único que puede llenar nuestras ansias de eternidad.
Mucha gente piensa que la felicidad va unida al dinero, como si éste fuera la panacea universal que remedia todos los males que padecemos.
Y no es así.
Todos hemos visto imágenes de niños de países pobres disfrutando con luminosa sonrisa de juguetes elaborados por ellos, mientras que la sociedad de la opulencia no es capaz de sacar una sonrisa a sus hijos educados en el capricho.
Esto nos hace pensar que vivimos en un gran engaño, en un mundo de artificio sin alma y sin amor.
Urge que vivamos de una manera más humana y más digna, mirando de igual a igual al hermano, sea cual sea su condición religiosa, económica o social.
Europa ahora se siente sacudida por el fenómeno de los refugiados de Siria e Irak, que huyen de la persecución y el hambre, originados por la guerra; una guerra atizada desde Occidente, principal responsable de armar a los beligerantes.
¿Seremos capaces de acogerles con hospitalidad, de integrarles con plenos derechos en nuestra sociedad y de darles trabajo para que vivan dignamente?
Tragedias como ésta, en las que han muerto muchos miles de personas devoradas por el mar, nos ayudan a despertar del letargo, a ser sensibles a la necesidades ajenas y a poner nuestra esperanza en Jesús, el único que puede llenar nuestras ansias de eternidad.
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