Tímidamente golpearon la puerta los dos monjes, y el mismo conde Waning salió a recibirlos agitando su larga melena.
—Queremos ver al santo Pontífice—dijeron los recién llegados.
El conde dudó un momento; después, viendo el aire humilde de sus interlocutores, pronunció en voz baja estas palabras:
—Bueno, entrad, pero no me comprometáis. Pensad en mi mujer y en mis pequeños.
Los dos hombres encapuchados fueron introducidos en una pequeña habitación, donde se ofreció a sus ojos el más doloroso espectáculo: un hombre yacía sobre un lecho, cubierto de guiñapos miserables; la sangre brotaba de su boca, enrojeciendo su larga barba; esforzábase por hablar, pero apenas podía articular algunos balbuceos; habíanle mutilado la lengua y los labios, y las cuencas de sus ojos estaban vacías.
Al ver aquel rostro desfigurado y monstruoso, los dos monjes empezaron a sollozar. Sus gritos conmovieron al herido, hasta entonces inmóvil, y estas palabras sonaron con claridad, llenando de estupor a los circunstantes:
—Yo conozco el acento de esa voz; es la voz de un corazón amigo.
El prodigio venía a consagrar la inocencia de aquel hombre. La brutalidad más fiera era impotente a detener el chorro encendido de su elocuencia.
—Sí—dijo uno de los visitantes—, es una voz amiga.
¿Recuerdas a Hermenario, el abad de San Sinforiano de Autun? Es el que me acompaña. Yo soy Winoberto, tu discípulo. Hemos venido a consolarte en esta hora de dolor.
—La gracia y la paz sean con vosotros por Dios, nuestro Padre, y el Señor Jesucristo. Pero es ella, ella la que necesita consuelo; ella, la pobre vieja. ¡Cómo habrá llorado pensando en estas cosas!
Winoberto comprendió que había querido hablar de su madre, monja en un monasterio lejano. Una idea feliz cruzó por su mente, y movido por ella, preguntó:
—Padre, ¿quieres escribirla?
—Sí, hijo mío—respondió el pobre mutilado—. ¡Cuánto daría porque no derramase una sola lágrima!
Winoberto desató las tablillas y el punzón que llevaba colgados de su ceñidor de cuero, y se sentó en actitud de recoger las palabras de su maestro. Éste dictó:
«A la dulce señora y santísima madre Sigrada, que, madre, según Ia carne, lo ha llegado a ser también por el lazo más fuerte del espíritu, Leodegario, siervo de los siervos de Jesucristo. Doy gracias a mi Dios, que no ha retirado su misericordia, sino que me ha hecho sentir palabras de alegría, causa de nuestra fe y paciencia comunes en todas las persecuciones, en estas tribulaciones, que vienen de Él, y que seguramente vos habéis soportado a ejemplo de Dios, justo juez, a fin de ser encontrada digna de su reino.»
El escribiente estaba admirado de este lenguaje, que parecía más propio de una felicitación que de una epístola consolatoria, y la emoción humedecía sus ojos. De la boca destrozada del paciente salían bellos textos del Evangelio y de las Epístolas de San Pablo, expresivos de su acatamiento y gratitud «al que todo lo dispone con amor y sabiduría». Después, dejando fluir más directamente los sentimientos de su alma, añadió:
«¡Oh señora, cuan grande debe ser vuestra alegría! No hay lengua que pueda decirla, ni pergamino capaz de contenerla. Habéis dejado lo que debíais dejar; habéis obtenido lo que queríais obtener, y, libre de todo estorbo mundano, vuestra única ocupación es gustar la suavidad de Cristo. Él es nuestro Dios, nuestro rey, nuestro redentor. Él es el camino, la verdad y la vida, en la fe de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. A su voluntad debe inclinarse la nuestra, recibiendo con acción de gracias el cáliz saludable de que habla el Salmista.»
El paciente ha llegado al punto central de aquella tierna conversación con su madre. Su sangre ha sido vertida en ese cáliz que acaba de recordar. Ahora le toma en sus manos para presentársele a su madre. No se entristece ni llora; reza, canta, salta de júbilo, como un mártir entreviendo la corona. Y continúa:
«¡Oh muerte dichosa, que das la vida! ¡Oh pérdida de todos los bienes, recompensada con las riquezas eternas! ¡Oh aflicción bienaventurada, que nos traes la alegría de los ángeles! Ya veis, madre mía y señora, cómo Dios tiene piedad de vos al llevaros las prendas queridas que salieron de vuestro seno. Si al marchar los dejaseis en este mundo, pudierais llorarlos como muertos. Pero he aquí que ha caído la noche, que oscurece la pupila del alma. Ya el atleta, desnudo para la lucha, ha dejado cuanto le embarazaba, si no es el yugo ligero de Cristo y el dulce peso de la cruz. Sigamos al Señor; su misericordia va delante de nosotros. Corramos sin miedo, seguros de la victoria.»
Así, bajo aquel guiñapo sangriento de hombre, se revelaba un alma más alta que las estrellas.
Vemos el corazón amante y delicado del hijo, el valor inconmovible del héroe, la magnánima grandeza del perseguido, la noble serenidad del justo en medio de los dolores más atroces y de la más espantosa desgracia. Esta carta, embalsamada de paz y de caridad, vale por un retrato. El retratado en ella es una de las más nobles figuras que ilustran la Galia de los merovingios, tan rica en fuertes caracteres y en trágicos sucesos. Leodegario ha nacido cerca del Rhin, en el seno de una familia tan ilustre por su nobleza como por su santidad. A ella pertenecen Santa Sigrada, San Warein, Santa Otilia y el duque Atalarico, sicambro de naturaleza brutal, perseguidor de santos, ambicioso terrible, asesino sin escrúpulos, y, al fin de su vida, austero penitente retirado en una ermita a llorar sus crímenes y a domar sus instintos feroces.
Leodegario tenía también que cumplir grandes destinos, pero no era el suyo el camino de la violencia. Este hombre que ahora parece a punto de agonizar en un lecho miserable, fue poco ha uno de los personajes más influyentes de Francia. Ya de niño se nos presenta en la corte, estudiando las primeras letras en la escuela palatina. A su lado se sienta en las aulas un muchacho de mirar duro y altanero, de puño firme y de inteligencia despierta. Mal sujeto para rival; y la fatalidad de Leodegario será tenerle frente a sí en todo momento. Ya en la escuela, Ebroino se siente humillado por la superioridad del hijo de los duques de Austrasia. Pero Leodegario, que no es ambicioso, cuando su carrera parecía sembrada de las más bellas ilusiones, viste el hábito de monje en un monasterio cercano a Poitiers, y sigue estudiando en el silencio y en el olvido, mientras su antiguo compañero se revela como un genio militar, marcha de triunfo en triunfo y se apodera del gobierno de los francos, en calidad de mayordomo de palacio. En este momento Leodegario aparece en la corte, llamado para dirigir las escuelas palatinas. El despotismo del mayordomo se hace cada vez más insolente. Su ambición pasa por encima de todas las infamias: destierros y asesinatos de príncipes, suplicios de magnates, tragedias misteriosas en el episcopado y el clero. Es el dominio del terror. Sólo un hombre, el jefe de la escuela, se atreve a resistirle; pero bien pronto se le aleja de la corte, haciéndole obispo de Autun.
En su diócesis, Leodegario realiza el ideal de un gran obispo: reúne concilios, fomenta la enseñanza, consuela a los pueblos, reparte sus riquezas entre los pobres, y como al cargo episcopal se unía entonces también el de gobernador, gobierna la ciudad, recibe a los litigantes, defiende a su pueblo de los enemigos y restaura las antiguas murallas romanas. Estaba ocupado en estas tareas, cuando llegan hasta él los primeros rumores de una revolución palaciega, y poco después es llamado de nuevo a la corte. Ebroino ha fracasado por vez primera. A pesar de todas sus intrigas, Childerico II ha subido al trono, y Leodegario va a ser el primero de sus consejeros. El mayordomo huye, busca un asilo al pie de los altares, que ha bañado con la sangre de los Pontífices, y allí implora la gracia del rey. Sólo una cosa puede salvarle: la intervención de Leodegario. Se le saca del santuario, se le arrebata el cíngulo militar, se le corta la melena, y cubierto con un grosero hábito monacal, se le lleva al monasterio de Luxeuil (670).
Leodegario es ahora el piloto de la política franca; pero el rey, pobre juguete de sus pasiones, no puede soportar la austeridad de su palabra y de su vida. Además, Ebroino le mina el terreno desde el destierro por medio de sus partidarios. Las acusaciones producen el efecto deseado, y un día aquel joven inconsciente que había heredado el cetro de Clodoveo, se deshace del mejor de sus servidores, mandándole a juntarse con Ebroino en Luxeuil. Dos años enteros vivieron uno al lado del otro aquellos dos hombres, representantes de tan distintos ideales, cantando en el mismo coro, trabajando en el mismo claustro, dándose el beso de paz cada vez que oían la misa conventual; y cuando llega la noticia del asesinato del rey, los dos salen al mismo tiempo de su encierro: Ebroino, para empuñar de nuevo las riendas del gobierno, y Leodegario, para volverse a su diócesis de Autun. Allí fue a buscarle su enemigo con numeroso ejército. La ciudad se preparaba para defenderle; pero él, tratando ante todo de evitar un derramamiento de sangre, dejó una noche su palacio y se puso en manos de los sitiadores. Iba vestido de los ornamentos pontificales y una muchedumbre de fieles le seguía llorando. Al trasponer la puerta de la ciudad, se encontró con una banda de enemigos.
—¿A quién buscáis?—preguntó.
—Al Pontífice.
—Aquí me tenéis: os entrego mi vida.
La vida era poco. Tenían que hacerle sufrir antes los más bárbaros suplicios. Paseáronle en son de mofa por todo el campamento, le llenaron de injurias, le sacaron los ojos, le cortaron la lengua y los labios, y así mutilado y herido le puso el tirano bajo la custodia de uno de sus condes.
Este es el momento en que Leodegario dirige a su madre aquella epístola que trae hasta nosotros el hálito varonil de su alma señera. Ahora ya no le quedaba más que morir; sabía que su enemigo no se quedaría a mitad de camino en la venganza. El desenlace tardó en llegar. Ebroino tenía muchas cosas que hacer para perder el tiempo con un pobre ciego. Durante dos años, el obispo vivió en una paz que parecía como un reflejo del eterno reposo. Rezaba, predicaba, conversaba con sus amigos y diariamente ofrecía el sacrificio de la misa. La orden temida llega de súbito. El mártir se deja llevar tranquilamente al palacio. Como su Maestro, va de Herodes a Pilato, de la asamblea de los obispos a la de los condes, de la de los condes a la presencia del ministro implacable. Se le acusa de haber intervenido en la muerte de Childerico II, pero todo el mundo sabe que aquello no es más que un pretexto. Ebroino goza atormentando a su rival de la escuela, le humilla, y después de haberse divertido con él, le pone en manos del verdugo. Hay que acabar con aquella vida, pero en un lugar donde nadie pueda presenciarlo, en la opaca soledad de un bosque. Los ejecutores van con su víctima, tropezando en las raíces de los pinos y en las ramas de los carrascos. Ya se cansan, pero aún les parece que no se han internado bastante.
—Hijos míos—dice el mártir—, ¿por qué os fatigáis tanto? Haced pronto lo que tenéis que hacer.
Y allí, en acruella selva de Artois, dejó de latir aquel gran corazón. El lugar no era tan oculto como hubiera deseado Ebroino. El Cielo le delata con luces y milagros.
—Ve a ver—dice Ebroino a su escudero.
—Señor—responde el emisario—, un muerto no puede hacer cosa que nos quite el sueño.
Sin embargo, a los pocos días el mayordomo caía al golpe del puñal.
—Queremos ver al santo Pontífice—dijeron los recién llegados.
El conde dudó un momento; después, viendo el aire humilde de sus interlocutores, pronunció en voz baja estas palabras:
—Bueno, entrad, pero no me comprometáis. Pensad en mi mujer y en mis pequeños.
Los dos hombres encapuchados fueron introducidos en una pequeña habitación, donde se ofreció a sus ojos el más doloroso espectáculo: un hombre yacía sobre un lecho, cubierto de guiñapos miserables; la sangre brotaba de su boca, enrojeciendo su larga barba; esforzábase por hablar, pero apenas podía articular algunos balbuceos; habíanle mutilado la lengua y los labios, y las cuencas de sus ojos estaban vacías.
Al ver aquel rostro desfigurado y monstruoso, los dos monjes empezaron a sollozar. Sus gritos conmovieron al herido, hasta entonces inmóvil, y estas palabras sonaron con claridad, llenando de estupor a los circunstantes:
—Yo conozco el acento de esa voz; es la voz de un corazón amigo.
El prodigio venía a consagrar la inocencia de aquel hombre. La brutalidad más fiera era impotente a detener el chorro encendido de su elocuencia.
—Sí—dijo uno de los visitantes—, es una voz amiga.
¿Recuerdas a Hermenario, el abad de San Sinforiano de Autun? Es el que me acompaña. Yo soy Winoberto, tu discípulo. Hemos venido a consolarte en esta hora de dolor.
—La gracia y la paz sean con vosotros por Dios, nuestro Padre, y el Señor Jesucristo. Pero es ella, ella la que necesita consuelo; ella, la pobre vieja. ¡Cómo habrá llorado pensando en estas cosas!
Winoberto comprendió que había querido hablar de su madre, monja en un monasterio lejano. Una idea feliz cruzó por su mente, y movido por ella, preguntó:
—Padre, ¿quieres escribirla?
—Sí, hijo mío—respondió el pobre mutilado—. ¡Cuánto daría porque no derramase una sola lágrima!
Winoberto desató las tablillas y el punzón que llevaba colgados de su ceñidor de cuero, y se sentó en actitud de recoger las palabras de su maestro. Éste dictó:
«A la dulce señora y santísima madre Sigrada, que, madre, según Ia carne, lo ha llegado a ser también por el lazo más fuerte del espíritu, Leodegario, siervo de los siervos de Jesucristo. Doy gracias a mi Dios, que no ha retirado su misericordia, sino que me ha hecho sentir palabras de alegría, causa de nuestra fe y paciencia comunes en todas las persecuciones, en estas tribulaciones, que vienen de Él, y que seguramente vos habéis soportado a ejemplo de Dios, justo juez, a fin de ser encontrada digna de su reino.»
El escribiente estaba admirado de este lenguaje, que parecía más propio de una felicitación que de una epístola consolatoria, y la emoción humedecía sus ojos. De la boca destrozada del paciente salían bellos textos del Evangelio y de las Epístolas de San Pablo, expresivos de su acatamiento y gratitud «al que todo lo dispone con amor y sabiduría». Después, dejando fluir más directamente los sentimientos de su alma, añadió:
«¡Oh señora, cuan grande debe ser vuestra alegría! No hay lengua que pueda decirla, ni pergamino capaz de contenerla. Habéis dejado lo que debíais dejar; habéis obtenido lo que queríais obtener, y, libre de todo estorbo mundano, vuestra única ocupación es gustar la suavidad de Cristo. Él es nuestro Dios, nuestro rey, nuestro redentor. Él es el camino, la verdad y la vida, en la fe de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. A su voluntad debe inclinarse la nuestra, recibiendo con acción de gracias el cáliz saludable de que habla el Salmista.»
El paciente ha llegado al punto central de aquella tierna conversación con su madre. Su sangre ha sido vertida en ese cáliz que acaba de recordar. Ahora le toma en sus manos para presentársele a su madre. No se entristece ni llora; reza, canta, salta de júbilo, como un mártir entreviendo la corona. Y continúa:
«¡Oh muerte dichosa, que das la vida! ¡Oh pérdida de todos los bienes, recompensada con las riquezas eternas! ¡Oh aflicción bienaventurada, que nos traes la alegría de los ángeles! Ya veis, madre mía y señora, cómo Dios tiene piedad de vos al llevaros las prendas queridas que salieron de vuestro seno. Si al marchar los dejaseis en este mundo, pudierais llorarlos como muertos. Pero he aquí que ha caído la noche, que oscurece la pupila del alma. Ya el atleta, desnudo para la lucha, ha dejado cuanto le embarazaba, si no es el yugo ligero de Cristo y el dulce peso de la cruz. Sigamos al Señor; su misericordia va delante de nosotros. Corramos sin miedo, seguros de la victoria.»
Así, bajo aquel guiñapo sangriento de hombre, se revelaba un alma más alta que las estrellas.
Vemos el corazón amante y delicado del hijo, el valor inconmovible del héroe, la magnánima grandeza del perseguido, la noble serenidad del justo en medio de los dolores más atroces y de la más espantosa desgracia. Esta carta, embalsamada de paz y de caridad, vale por un retrato. El retratado en ella es una de las más nobles figuras que ilustran la Galia de los merovingios, tan rica en fuertes caracteres y en trágicos sucesos. Leodegario ha nacido cerca del Rhin, en el seno de una familia tan ilustre por su nobleza como por su santidad. A ella pertenecen Santa Sigrada, San Warein, Santa Otilia y el duque Atalarico, sicambro de naturaleza brutal, perseguidor de santos, ambicioso terrible, asesino sin escrúpulos, y, al fin de su vida, austero penitente retirado en una ermita a llorar sus crímenes y a domar sus instintos feroces.
Leodegario tenía también que cumplir grandes destinos, pero no era el suyo el camino de la violencia. Este hombre que ahora parece a punto de agonizar en un lecho miserable, fue poco ha uno de los personajes más influyentes de Francia. Ya de niño se nos presenta en la corte, estudiando las primeras letras en la escuela palatina. A su lado se sienta en las aulas un muchacho de mirar duro y altanero, de puño firme y de inteligencia despierta. Mal sujeto para rival; y la fatalidad de Leodegario será tenerle frente a sí en todo momento. Ya en la escuela, Ebroino se siente humillado por la superioridad del hijo de los duques de Austrasia. Pero Leodegario, que no es ambicioso, cuando su carrera parecía sembrada de las más bellas ilusiones, viste el hábito de monje en un monasterio cercano a Poitiers, y sigue estudiando en el silencio y en el olvido, mientras su antiguo compañero se revela como un genio militar, marcha de triunfo en triunfo y se apodera del gobierno de los francos, en calidad de mayordomo de palacio. En este momento Leodegario aparece en la corte, llamado para dirigir las escuelas palatinas. El despotismo del mayordomo se hace cada vez más insolente. Su ambición pasa por encima de todas las infamias: destierros y asesinatos de príncipes, suplicios de magnates, tragedias misteriosas en el episcopado y el clero. Es el dominio del terror. Sólo un hombre, el jefe de la escuela, se atreve a resistirle; pero bien pronto se le aleja de la corte, haciéndole obispo de Autun.
En su diócesis, Leodegario realiza el ideal de un gran obispo: reúne concilios, fomenta la enseñanza, consuela a los pueblos, reparte sus riquezas entre los pobres, y como al cargo episcopal se unía entonces también el de gobernador, gobierna la ciudad, recibe a los litigantes, defiende a su pueblo de los enemigos y restaura las antiguas murallas romanas. Estaba ocupado en estas tareas, cuando llegan hasta él los primeros rumores de una revolución palaciega, y poco después es llamado de nuevo a la corte. Ebroino ha fracasado por vez primera. A pesar de todas sus intrigas, Childerico II ha subido al trono, y Leodegario va a ser el primero de sus consejeros. El mayordomo huye, busca un asilo al pie de los altares, que ha bañado con la sangre de los Pontífices, y allí implora la gracia del rey. Sólo una cosa puede salvarle: la intervención de Leodegario. Se le saca del santuario, se le arrebata el cíngulo militar, se le corta la melena, y cubierto con un grosero hábito monacal, se le lleva al monasterio de Luxeuil (670).
Leodegario es ahora el piloto de la política franca; pero el rey, pobre juguete de sus pasiones, no puede soportar la austeridad de su palabra y de su vida. Además, Ebroino le mina el terreno desde el destierro por medio de sus partidarios. Las acusaciones producen el efecto deseado, y un día aquel joven inconsciente que había heredado el cetro de Clodoveo, se deshace del mejor de sus servidores, mandándole a juntarse con Ebroino en Luxeuil. Dos años enteros vivieron uno al lado del otro aquellos dos hombres, representantes de tan distintos ideales, cantando en el mismo coro, trabajando en el mismo claustro, dándose el beso de paz cada vez que oían la misa conventual; y cuando llega la noticia del asesinato del rey, los dos salen al mismo tiempo de su encierro: Ebroino, para empuñar de nuevo las riendas del gobierno, y Leodegario, para volverse a su diócesis de Autun. Allí fue a buscarle su enemigo con numeroso ejército. La ciudad se preparaba para defenderle; pero él, tratando ante todo de evitar un derramamiento de sangre, dejó una noche su palacio y se puso en manos de los sitiadores. Iba vestido de los ornamentos pontificales y una muchedumbre de fieles le seguía llorando. Al trasponer la puerta de la ciudad, se encontró con una banda de enemigos.
—¿A quién buscáis?—preguntó.
—Al Pontífice.
—Aquí me tenéis: os entrego mi vida.
La vida era poco. Tenían que hacerle sufrir antes los más bárbaros suplicios. Paseáronle en son de mofa por todo el campamento, le llenaron de injurias, le sacaron los ojos, le cortaron la lengua y los labios, y así mutilado y herido le puso el tirano bajo la custodia de uno de sus condes.
Este es el momento en que Leodegario dirige a su madre aquella epístola que trae hasta nosotros el hálito varonil de su alma señera. Ahora ya no le quedaba más que morir; sabía que su enemigo no se quedaría a mitad de camino en la venganza. El desenlace tardó en llegar. Ebroino tenía muchas cosas que hacer para perder el tiempo con un pobre ciego. Durante dos años, el obispo vivió en una paz que parecía como un reflejo del eterno reposo. Rezaba, predicaba, conversaba con sus amigos y diariamente ofrecía el sacrificio de la misa. La orden temida llega de súbito. El mártir se deja llevar tranquilamente al palacio. Como su Maestro, va de Herodes a Pilato, de la asamblea de los obispos a la de los condes, de la de los condes a la presencia del ministro implacable. Se le acusa de haber intervenido en la muerte de Childerico II, pero todo el mundo sabe que aquello no es más que un pretexto. Ebroino goza atormentando a su rival de la escuela, le humilla, y después de haberse divertido con él, le pone en manos del verdugo. Hay que acabar con aquella vida, pero en un lugar donde nadie pueda presenciarlo, en la opaca soledad de un bosque. Los ejecutores van con su víctima, tropezando en las raíces de los pinos y en las ramas de los carrascos. Ya se cansan, pero aún les parece que no se han internado bastante.
—Hijos míos—dice el mártir—, ¿por qué os fatigáis tanto? Haced pronto lo que tenéis que hacer.
Y allí, en acruella selva de Artois, dejó de latir aquel gran corazón. El lugar no era tan oculto como hubiera deseado Ebroino. El Cielo le delata con luces y milagros.
—Ve a ver—dice Ebroino a su escudero.
—Señor—responde el emisario—, un muerto no puede hacer cosa que nos quite el sueño.
Sin embargo, a los pocos días el mayordomo caía al golpe del puñal.
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