Catalina fue el último de los vástagos del tintorero Giacomo Benincasa y de su mujer Lapa di Puccio. Antes de ella habían venido veintidós. La casa de los Benincasa se alzaba, se alza todavía, en la ladera de la colina sobre la cual se asienta la ciudad de Siena: una casa espaciosa, que respira bienestar, honradez y trabajo; la casa de un industrial cuyos negocios van viento en popa; abajo, la tintorería; en medio, las habitaciones; arriba, la terraza con su jardín, y una gran cocina donde se come, se hila, se cose y se charla en las veladas invernales, bajo la dirección de Giacomo, que habla poco, y de Lapa, mujer sin malicia, pero ducha en los negocios, que dispone y decide con aire autoritario; una indómita energía y una dulzura inalterable, los dos rasgos característicos de la hija. De abajo subía un olor a tintes, pero la atmósfera moral en que creció Catalina era pura y a la vez alegre. Alegre también era la niña; alegre, viva, y tan graciosa, que la llamaban Eufrosina, el nombre de una de las Gracias. Pero un día, atravesando la calle con un hermano suyo, vio un trono de oro, y en él, rodeado de sus ángeles, al Redentor del mundo, que la miraba, la sonreía y trazaba sobre ella una cruz, como hace el obispo cuando da su bendición. Tenía entonces seis años; pero a partir de esa hora dejó de ser niña.
Había visto al Señor, y la voz que en otro tiempo sacaba de entre sus redes a los discípulos, sonaba ahora en su alma, dulce y penetrante como un lejano tañido de campanas. Creyéndose con vocación eremítica, descubrió en su casa un escondrijo sombrío y allí se refugiaba y jugaba a la ermitaña, rezando y ayunando, mientras los demás comían, y flagelándose con una disciplina que ella misma había fabricado. Al poco tiempo esto le pareció un simulacro, y una mañana, habiéndose provisto de un pan, abandonó la casa, resuelta a irse por el ancho mundo. Allá abajo, el valle se abría entre peñascos, y en los peñascos abrían su boca las cavernas. En una de ellas entró la niña, y empezó a rezar con tal fervor, que todo desapareció en torno suyo y le parecía flotar en un mundo de luz resplandeciente, hasta que su cabeza tocó en la bóveda de la roca, y del golpe se despertó. Entonces tuvo miedo. Pensó volver a casa, pero ya era tarde; el sol descendía, las campanas tocaban a Vísperas, las puertas de la ciudad se cerrarían de un momento a otro. Mientras pensaba en su situación, vio pasar una nube ante sus ojos, sintió que flotaba de nuevo, y, sin saber cómo, se encontró más allá de las murallas. Así fracasaron sus proyectos anacoréticos. Pero había comprendido que su vida debía consagrarse a Jesús; arrodillada delante de la Madona, decía: « ¡Oh Virgen María!, concédeme la gracia de tener por Esposo al que amo con toda mi alma, tu Hijo santísimo y mi Señor Jesucristo. Le prometo no aceptar a otro jamás.»
A los siete años, Catalina era la noviecita de Jesús, y como tal se esforzará en cumplir la voluntad de su Esposo. Ahora bien, pensaba en su interior, la voluntad de Jesús es que domemos nuestra naturaleza. Desde entonces, apreciando las penitencias comenzadas en la bodega y los graneros, la niña se condenó a no comer más que pan y legumbres. Colocaba la carne en el plato de sus hermanos, o bien la tiraba por debajo de la mesa a los gatos. A los doce años empezó la lucha irremediable. Lapa estaba inquieta por su hija. Observaba que no se asomaba a la ventana para ver pasar a los muchachos, que mientras barría el portal no cantaba canciones de amor. Sin embargo, ella tenía sus planes. «Lávate algo más a menudo—decía a Catalina—; péinate con más cuidado; trata de agradar a los hombres.» La niña se mostraba rebelde a estos consejos. Sólo una temporada llegó a vacilar, seducida por la hermana a quien más quería. Hasta consintió en ir al baile con un hermoso atavío, pintada la cara y los cabellos teñidos de rubio, como lo exigía la moda. Al poco tiempo aquella hermana se le murió, y Catalina volvió a su vida de reclusión y de penitencia, orando mucho, comiendo poco y durmiendo lo menos posible. Como señal de su decisión, cogió las tijeras y su cabellera de oro rodó por el suelo. Lapa, sin embargo, no cedía; sus hijos la ayudan en la lucha, hasta que el tintorero se puso serio, y un día, después de comer, dijo con toda gravedad: «Que nadie se atreva en adelante a atormentar a mi hija amadísima; dejémosla que sirva a su Esposo libremente, a fin de que interceda por nosotros.»
De aquello ya no se volvió a hablar; pero Lapa, la simplicísima Lapa, como dicen las antiguas crónicas, no comprendía la locura que le había dado a su hija. ¿Por qué dormir, por ejemplo, sobre una dura tabla, mejor que en una cama bien mullida? Y la madre se esforzaba inútilmente por poner a su hija en razón. «Hija mía, ¿es que te quieres matar? ¿Quién me roba mi hija?», gritaba una vez, habiéndola encontrado flagelándose. Catalina vivía ahora en una estrecha habitación, cuyos únicos muebles eran un banco y un cofre. El banco, durante el día, le servía de mesa, y durante la noche, de cama. En él se tendía vestida, con un leño por almohada. En la pared colgaba un crucifijo, alumbrado de día y noche por una lámpara. Allí rezaba la virgen, allí velaba, hacía penitencia y recibía visitas misteriosas, que inundaban de luz la habitación. Sus éxtasis empezaron a ser frecuentes, dejándola sumergida en un estado de insensibilidad y de rigidez tetánica, hasta el punto de que se le podía pinchar con alfileres sin que lo notase. Aquel era también el campo de sus combates. Terrible fue, sobre todo, el que tuvo que resistir un día de carnaval. Primero oyó un zumbido, como cuando por la noche se entra en la cocina y se espantan todas las moscas. Pero esto sucedía en invierno, cuando no hay moscas. Eran los demonios. Después empezó a resonar a sus oídos un ruido frágil e insistente como los acordes de la mandolina, que le insinuaba pérfidamente: «Pobre Catalina, ¿por qué hacerte sufrir así? ¿Para qué el ayuno, la cadena de hierro que llevas alrededor de tu cintura, la disciplina con que hieres tus carnes de nieve? Vive como los demás, duerme como los demás, sé buena y piadosa, pero de una manera razonable.» Placenteras visiones surgían ante los ojos de la virgen: el hogar, la casa, los niños, y allá afuera las canciones de amor, los gritos de las muchachas, las fiestas, todo el torbellino de la danza y de la orgía. Catalina no era sentimental, pero el tentador desarrollaba delante de ella sus más seductores espejismos. Formas lascivas bailaban en torno suyo con frenética algazara, murmurando con zalamera sonrisa: «Mira, esto es la felicidad.» Nunca se había sentido tan próxima al abismo. En el delirio de la desesperación, cerraba los ojos o los clavaba en el crucifijo, y experimentaba ya acaso el vértigo, cuando, por un supremo esfuerzo de su voluntad, rechazó definitivamente al enemigo. «Tus amenazas no me asustan —exclamó—, porque he elegido los sufrimientos como placeres.» Entonces, el aire se hizo leve y puro; una claridad deslumbradora iluminó la habitación, y en la luz una voz murmuraba: « ¡Catalina, hija mía!» Y ella, inflamada de amor, regando los rojos ladrillos con sus lagrimas, decía: « ¡Oh Jesús dulce y bueno! ¿Dónde estabas cuando mi alma sufría en el tormento?»
Y siguieron las visiones y revelaciones. Diariamente el Paraíso se abría para ella. En la calle, lo mismo que en la celda, se encontraba con visitantes misteriosos. A veces los huéspedes le sorprendían en el jardín, cuando a la hora del crepúsculo se paseaba por las avenidas bordeadas de alhucemas, entre las rosas y los lirios. Una tarde la charla con el Señor y con María Magdalena se prolongó tanto, que la virgen tuvo que decir: «Maestro, no conviene que permanezca fuera a estas horas; permíteme que me retire.» Y oyó esta respuesta: «Haz lo que quieras, hija mía.» Y como Catalina se levantase para bajar a su celda, Jesús y la Magdalena la siguieron hasta su cuarto. Los tres se sentaron en el banco y hablaron como buenos amigos: Jesús, a la derecha; la pecadora, a la izquierda, y el ama de casa, en medio. Otras veces Catalina se quedaba en la ventana sondeando las profundidades del Cielo y escuchando en la lejanía el canto de las milicias bienaventuradas. « ¿No oís cómo cantan?—exclamaba entonces—. Los que más han amado tienen las voces más hermosas. ¿No oís la voz de la Magdalena?» Ninguna visión tan memorable como la de aquel día en que, rodeado de sus santos. Jesús le puso un anillo en el dedo, mientras David tocaba el arpa. Y no fue una alucinación. Al extinguirse la claridad celeste, el anillo de desposada brillaba en la mano de Catalina. Llevólo a sus labios y lo contempló con transportes de júbilo. Era un anillo de oro con un gran diamante rodeado de cuatro perlas pequeñas: el duro diamante de la fe y las perlas de la pureza de intención, de pensamiento, de palabra y de acción. En adelante, Catalina llevó siempre su anillo nupcial, pero sólo era visible para ella, y a intervalos desaparecía a sus ojos, con lo cual conocía que su Esposo no estaba contento de ella. Entonces lloraba amargamente, confesaba su falta, y el anillo volvía a despedir sus vivos resplandores.
Catalina acababa de cumplir los veinte años. Por este tiempo era ya mantellata, vestía el manto negro y la túnica blanca de la Orden Tercera de Santo Domingo. Además, había aprendido a leer. Una de sus compañeras le procuró un alfabeto, y pronto pudo leer el Breviario, que fue siempre su libro favorito, después del de las estrellas y las flores. Tenía pasión por las flores. En sus sueños veía a los ángeles bajar del Paraíso con guirnaldas de lirios y ponérselas en su cabeza. Cuando vagaba por el jardín, reunía flores en forma de cruz y se las enviaba como un saludo a las personas piadosas. Aunque no era extraordinariamente bella, tenía una gracia sobrenatural que subyugaba. «En la época en que la conocí—decía, un joven dominico—, era joven y su cara parecía dulce y alegre; yo era joven igualmente, y, sin embargo, no sentía en su presencia el embarazo que hubiera experimentado delante de otra muchacha, y cuanto más hablaba con ella, más se apagaban las pasiones humanas en mi corazón.»
Este poder de atracción se revelará pronto en toda su plenitud. La mística se va a convertir en mujer de acción. Marta Catalina se llamará ella, aludiendo a este nuevo sesgo de su vida. Jesús se presentaba ahora a la puerta de su celda suplicando que la abriese, no para entrar Él, sino para que ella saliera. «Soy una mujer ignorante—respondía ella resistiendo—: ¿qué podría yo hacer?» Y el Señor respondía: «Para Mí no hay hombres ni mujeres sabios ni ignorantes.» Desde entonces Catalina confundió su vida con la de sus prójimos. En el libro que dictó al fin de su juventud, que fue también el fin de su vida, en aquel libro donde escribió su corazón, Jesús le habla de esta manera: «No podéis serme útil en nada; en cambio, os es posible acudir en auxilio del prójimo. El alma que ama mi verdad, no se cansa nunca de prodigarse en auxilio de los demás.»
Desde este momento la vemos tomar parte en todos los quehaceres domésticos, buscar a los pobres, interesarse por los pecadores, obrar conversiones maravillosas, cuidar a los enfermos, procurar la salvación de los moribundos". «Señor—clamaba en un éxtasis—, quiero que me prometas la vida eterna para todos mis parientes, para todos mis amigos; pruébame que me atiendes. Señor; dame una prenda cierta de que harás lo que te pido.» En el mismo momento experimentó un vivo dolor, y viendo un clavo de oro que taladraba su mano, prorrumpió en aquellas palabras que solía decir siempre que experimentaba un padecimiento físico: «Alabado sea mi dulce, amabilísimo y amado Esposo y dueño Jesucristo.» Pero no se contentaba con orar, sino que obraba: todo cuanto había en la casa del tintorero iba a parar a las manos de los pobres. Catalina tenía permiso de su padre para disponer de ello, y su conducta era bendecida, porque los toneles estaban siempre llenos, los panes no se acababan nunca en la panera. En cuanto a los enfermos, cuanto más repugnantes, más atraían la atención de la joven. Los días se le pasaban con frecuencia en el hospital de los leprosos, cosechando el desprecio en vez de la gratitud. En él vivía una anciana llamada Tecca, abandonada de todos. Era regañona y altiva, una razón más para que Catalina la asistiese. Se constituyó en su sirvienta, soportando las injurias con alegría. A veces, la leprosa solía recibirla con palabras irónicas, como éstas: «Bien venida seáis, reina de Fontebranda. ¿Dónde se ha entretenido la reina esta mañana? ¿Ha sido en la iglesia de los hermanos? Parece que la reina no se harta de la sociedad de los frailes.» Pacientemente, sin pronunciar palabra, Catalina cumplía con su oficio de enfermera, azorada por las burlas de la vieja, que desde el fondo del catre la seguía con mirada de odio y de befa. Lapa supo algo de esto, y decía a su hija: «Te expones al contagio por esa imbécil, y no podría soportar que cogieses la lepra.» En las manos de Catalina apareció una erupción sospechosa, pero ella siguió frecuentando el hospital, y cuando Tecca murió, su incansable enfermera amortajó al repugnante cadáver y le dio tierra con sus propias manos.
Los prodigios sucedían a los prodigios: ayuno de meses, cambio de corazón entre Jesús y Catalina, estigmatización, conversiones ruidosas, aromas misteriosos, muerte mística. La muerte mística llenó de alarma a toda la ciudad. Se dijo que Catalina había muerto realmente, que se había roto su corazón y exhalado su espíritu. La casa se llenó de gente. Todos la vieron pálida, inmóvil, en la cámara mortuoria; todos sollozaban, cuando la vida reapareció en las mejillas, el corazón volvió a palpitar, los ojos se abrieron, miraron tristes en torno y empezaron a derramar torrentes de lágrimas. «Sí—dijo entonces—, mi alma estaba separada de mi cuerpo; recorrí los reinos de la eternidad; me asomé a las mansiones del infierno; vi los horrores del purgatorio y presencié la alegría de los santos en la eterna beatitud.» Y Catalina oraba, lloraba, sin poder consolarse de su retorno. De sus labios ardientes salían palabras entrecortadas, reveladoras del incendio de su amor: «O sposo, o giovane amabilissimo, amatissimo giovane» Y tan pronto lloraba como reía; y su rostro cambiaba de color, ahora blanco como la nieve, ahora rojo como el fuego, «¡Oh amor, amor—clamaba—; eres lo más suave! ¡Oh eterna belleza, tanto tiempo desconocida, tantos siglos velada por el mundo!
¡Oh Esposo, Esposo! ¿Cuándo..., cuándo?,.. ¿Por que no ahora?»
Ahora no; había que hacer muchas cosas en la tierra; había que convertir muchas almas, y sostener muchos combates, y correr muchos caminos. Y la amable virgen, l’allegra et festosa vergine, que dicen las viejas crónicas, se entregó animosamente a la voluntad del Señor. A los veinticinco años empieza su vida pública, interviniendo en la política italiana, negociando la paz entre los pueblos, poniendo la mano en el timón del bajel de la Iglesia. Los Papas y los príncipes piden su consejo. Atraviesa las provincias italianas hablando de la fe y del perdón; aparece en Pisa y en Florencia, en Aviñón y en Roma; escribe a los capitanes y a los tiranos, a los legados del Papa y a los cardenales; decide la traslación de la corte pontificia a Roma, y las repúblicas italianas piden su intervención para poner fin a las discordias. Sin ninguna experiencia de la política, se coloca frente a los más altos poderes de su tiempo. Y no ruega; exige, manda: «Deseo y quiero que obréis de esta manera... Mi alma desea que seáis así... Es la voluntad de Dios y mi deseo... Haced la voluntad de Dios y la mía... Quiero.» Así hablaba a la reina de Nápoles, al rey de Francia, al tirano de Milán, a los obispos y al Pontífice. Ese audaz quiero es la varita mágica con la que llama a todas las puertas y a todos los corazones, y si realmente las puertas se le abren, es que en su acento vibra una admirable potencia de verdad. En su semblante hay algo que intimida y seduce al mismo tiempo. Bien se vio el día de la insurrección de Florencia. Catalina ha ido allí para tratar la paz con Roma; pero el pueblo no quiere paz: se amotina, saquea y recorre las calles gritando: « ¿Dónde está la hechicera? Queremos hacerla pedazos.» Al oír los rugidos, la sienesa deja el jardín y avanza hacia las turbas, pero nadie se atrevió a tocarla: «Lloro—escribía al día siguiente— porque la multitud de mis pecados es tan grande, que no he merecido cimentar con mi sangre una sola piedra del edificio místico de la Santa Iglesia. Parecía como si las manos dispuestas a herir estuviesen atadas. «Aquí estoy—les decía yo—; tomadme y dejad a los que me acompañan.» Pero estas palabras eran como puñaladas que atravesaban los corazones.»
Los florentinos la habían llamado hechicera. Era el juicio que se formaban de ella muchos de sus contemporáneos. Se le reprochaban su abstinencia total de alimento y de bebida, sus éxtasis, sus visiones, y aquella doble vista con que adivinaba el fondo de los corazones. Por el olor deducía la presencia del pecado en un alma. La corte, tan brillante, de Aviñón le olía peor que los apestados del hospital de Siena. Estas cosas escandalizaban a muchas gentes. Empezaron las habladurías y las acusaciones. Hasta los predicadores hablaban en el pulpito contra la hija del tintorero. Ella callaba. Su silencio y su mansedumbre eran la mejor de todas las defensas. Los mayores enemigos se convertían, con sólo verla, en sus admiradores más entusiastas. Una influencia sobrenatural les transformaba, sin ellos darse cuenta. Así le sucedió a un gran predicador franciscano. Una tarde irrumpió en el cuarto de la santa. Ella le invitó a tomar asiento en el baúl de los vestidos, después de sentarse en el suelo. Hubo unos instantes de silencio, que interrumpió el fraile con estas palabras: «He oído hablar mucho de tu santidad, y vengo con la esperanza de llevarme alguna palabra de edificación y de consuelo.» Catalina, sospechando el lazo, respondió: «Es para mí grande alegría el veros, porque seguramente, con el conocimiento que tenéis de la Escritura, vais a fortalecer e iluminar mi alma.» Aquello era un torneo, en el que dos adversarios hábiles median sus fuerzas respectivas. Catalina rehusó descubrirse ante el teólogo, y el toque del ángelus fue la señal para la separación de los contendientes. Catalina acompañó hasta la puerta a Fra Lazarino, y, arrodillándose, le pidió su bendición. Él se marchó defraudado. Acostóse al punto, porque al día siguiente debía predicar. Pero se levantó profundamente triste; el mal humor aumentaba conforme avanzaba el día; tuvo que suspender el sermón, y las lágrimas no cesaban de correr por sus mejillas. Indagaba la causa, sin resultado alguno, hasta que, al llegar el crepúsculo, se le vino a la memoria su entrevista con Catalina. Entonces lo comprendió todo, y, más sereno, fue en busca de la virgen para confesarle la vanidad y la suficiencia de su alma, y suplicarle que le perdonase la persecución de otros días.
Fray Lazarino se convirtió en un ferviente caterínato, en un amigo e imitador de Catalina. En torno de la sienesa vemos constantemente un grupo, una brigada, decía ella, de hombres y mujeres que en gran parte han sido reclutados de entre sus más decididos adversarios. Pero ahora la admiran y no aciertan a separarse de ella. Son los caterinatos. Van a visitarla con frecuencia, la escoltan en sus viajes, escuchan su doctrina, siguen religiosamente su dirección y la llaman su madre mamma. Ella los ama como a hijos, se hace responsable de sus pecados, los ayuda a salir del vicio, los guía por los caminos de la perfección en santas conversaciones y les escribe cartas penetradas de unción amorosa y de santa doctrina: «Queridísimo hijo en Cristo, el dulce Jesús—escribía a uno de estos devotos—, parece como si el demonio te hubiese encadenado de tal suerte, que no puedas retornar al redil, y yo, tu pobre madre, voy buscándote y llamándote, porque quisiera llevarte sobre los hombros de mi dolor y mi compasión para ponerte en el camino recto. Haz como el hijo pródigo. Tú también eres pobre y necesitado: tu alma muere de hambre. ¡Ay.! ¡Cuan digna soy de lástima! ¿Qué ha sido de tus piadosas resoluciones? Rompe esa cadena; no te dejes engañar del demonio, no te alejes de mí. Ven, ven, queridísimo hijo. Bien puedo llamarte querido, cuando tantas lágrimas y angustias me cuestas.»
Había aprendido a escribir. «A fin de que pueda dilatar mi corazón—decía ella—para impedir que estalle algún día, la Providencia me ha dado la facultad de escribir. No habiendo llegado para mí la hora de dejar las tinieblas de este mundo, esta facultad ha surgido en mi alma como cuando un maestro enseña a su discípulo lo que debe hacer. He tomado lecciones como en sueños con el glorioso evangelista San Juan y con Santo Tomás de Aquino.» Fue una iniciación interior; sus misteriosos maestros le presentaban los modelos, y no tenía más que copiar lo que veía. Esto sucedió en el curso de un éxtasis. Y fue escritora, una gran escritora. Escribió bellos himnos, que ella misma cantaba en sus viajes con voz tan límpida, que dejaba a todos maravillados; escribió sus epístolas a sus discípulos., y sus Cortas a los grandes de la tierra, y escribió, sobre todo, el libro del Diálogo, mensaje inflamado a todos los hombres de buena voluntad, dictado en una tempestad de pasión por el honor del Esposo, enriquecido con un caudal prodigioso de experiencias terrenas y celestes, iluminado con todas las claridades de una vibrante poesía. Juglar de Dios, como Francisco de Asís, Catalina poseía en alto grado el don esencial del poeta: el de crear la imagen perfecta. Sus comparaciones se han hecho clásicas. A veces son humorísticas, como cuando llama al Breviario la «esposa del sacerdote», porque acostumbraba a pasearse con él bajo el brazo. Las tentaciones son como las moscas, que no se acercan a la olla hirviendo; la virtud se malea en medio del mundo, como la flor pierde su perfume si está mucho tiempo en el agua; la cruz es el bastón de nuestra peregrinación; junto al castillo del alma ladra el perro de la conciencia, un perro que bebe sangre y come fuego: la sangre de Cristo y el fuego del Espíritu Santo. La imagen, para esta santa poetisa, no era más que un vestido del pensamiento, un vestido hermoso y sutil para cubrir un pensamiento grave, profundo y delicado, del mismo modo que este mundo sólo tiene valor como una preparación de otro mundo mejor. Para ella, la vida presente, en sí misma considerada, «es sólo tinieblas y amargura, hediondez e inmundicia, prisión asquerosa y sombría. Todo desaparecerá—nos dice—, y ¿qué os quedará luego sino un puñado de hojas secas?» Aquella tenue sonrisa que, según sus biógrafos; se dibujaba constantemente en sus labios, debía de estar llena de compasión y de melancolía.
Catalina, naturaleza enérgica, más dominante, menos dulce que Francisco de Asís, tiene, al dejar este mundo, unos momentos sombríos. No muere cantando como el Poverello. Es en Roma, en la Vía di Papa. Apenas ha cumplido treinta y tres años; pero yace sobre unas tablas luchando con la muerte. Y con el diablo. Los caterinatos la rodean, y uno de ellos nos dice: «Poco después de recibir la Extremaunción, cambió de aspecto y empezó a mover la cabeza y los brazos, como si sufriese violentos ataques de los espíritus infernales. El combate se prolongó por espacio de media hora. Luego empezó a exclamar: «Pecavi, Domine, misere mei.» Repitiólo sesenta veces, y a cada vez levantaba el brazo y lo dejaba caer pesadamente sobre su lecho. Luego se metamorfoseó completamente; su rostro, antes ensombrecido, volvió a ser como el de un ángel; los ojos, hasta entonces empañados de lágrimas, adquirieron tan gozoso resplandor, que nos fue imposible dudar que, sublimándose a la superficie de un océano sin fondo; había sido devuelta a sí misma; y esto dulcificó nuestro pesar, puesto que nosotros, sus hijos y sus hijas, que la rodeábamos, estábamos profundamente abatidos.»
Había visto al Señor, y la voz que en otro tiempo sacaba de entre sus redes a los discípulos, sonaba ahora en su alma, dulce y penetrante como un lejano tañido de campanas. Creyéndose con vocación eremítica, descubrió en su casa un escondrijo sombrío y allí se refugiaba y jugaba a la ermitaña, rezando y ayunando, mientras los demás comían, y flagelándose con una disciplina que ella misma había fabricado. Al poco tiempo esto le pareció un simulacro, y una mañana, habiéndose provisto de un pan, abandonó la casa, resuelta a irse por el ancho mundo. Allá abajo, el valle se abría entre peñascos, y en los peñascos abrían su boca las cavernas. En una de ellas entró la niña, y empezó a rezar con tal fervor, que todo desapareció en torno suyo y le parecía flotar en un mundo de luz resplandeciente, hasta que su cabeza tocó en la bóveda de la roca, y del golpe se despertó. Entonces tuvo miedo. Pensó volver a casa, pero ya era tarde; el sol descendía, las campanas tocaban a Vísperas, las puertas de la ciudad se cerrarían de un momento a otro. Mientras pensaba en su situación, vio pasar una nube ante sus ojos, sintió que flotaba de nuevo, y, sin saber cómo, se encontró más allá de las murallas. Así fracasaron sus proyectos anacoréticos. Pero había comprendido que su vida debía consagrarse a Jesús; arrodillada delante de la Madona, decía: « ¡Oh Virgen María!, concédeme la gracia de tener por Esposo al que amo con toda mi alma, tu Hijo santísimo y mi Señor Jesucristo. Le prometo no aceptar a otro jamás.»
A los siete años, Catalina era la noviecita de Jesús, y como tal se esforzará en cumplir la voluntad de su Esposo. Ahora bien, pensaba en su interior, la voluntad de Jesús es que domemos nuestra naturaleza. Desde entonces, apreciando las penitencias comenzadas en la bodega y los graneros, la niña se condenó a no comer más que pan y legumbres. Colocaba la carne en el plato de sus hermanos, o bien la tiraba por debajo de la mesa a los gatos. A los doce años empezó la lucha irremediable. Lapa estaba inquieta por su hija. Observaba que no se asomaba a la ventana para ver pasar a los muchachos, que mientras barría el portal no cantaba canciones de amor. Sin embargo, ella tenía sus planes. «Lávate algo más a menudo—decía a Catalina—; péinate con más cuidado; trata de agradar a los hombres.» La niña se mostraba rebelde a estos consejos. Sólo una temporada llegó a vacilar, seducida por la hermana a quien más quería. Hasta consintió en ir al baile con un hermoso atavío, pintada la cara y los cabellos teñidos de rubio, como lo exigía la moda. Al poco tiempo aquella hermana se le murió, y Catalina volvió a su vida de reclusión y de penitencia, orando mucho, comiendo poco y durmiendo lo menos posible. Como señal de su decisión, cogió las tijeras y su cabellera de oro rodó por el suelo. Lapa, sin embargo, no cedía; sus hijos la ayudan en la lucha, hasta que el tintorero se puso serio, y un día, después de comer, dijo con toda gravedad: «Que nadie se atreva en adelante a atormentar a mi hija amadísima; dejémosla que sirva a su Esposo libremente, a fin de que interceda por nosotros.»
De aquello ya no se volvió a hablar; pero Lapa, la simplicísima Lapa, como dicen las antiguas crónicas, no comprendía la locura que le había dado a su hija. ¿Por qué dormir, por ejemplo, sobre una dura tabla, mejor que en una cama bien mullida? Y la madre se esforzaba inútilmente por poner a su hija en razón. «Hija mía, ¿es que te quieres matar? ¿Quién me roba mi hija?», gritaba una vez, habiéndola encontrado flagelándose. Catalina vivía ahora en una estrecha habitación, cuyos únicos muebles eran un banco y un cofre. El banco, durante el día, le servía de mesa, y durante la noche, de cama. En él se tendía vestida, con un leño por almohada. En la pared colgaba un crucifijo, alumbrado de día y noche por una lámpara. Allí rezaba la virgen, allí velaba, hacía penitencia y recibía visitas misteriosas, que inundaban de luz la habitación. Sus éxtasis empezaron a ser frecuentes, dejándola sumergida en un estado de insensibilidad y de rigidez tetánica, hasta el punto de que se le podía pinchar con alfileres sin que lo notase. Aquel era también el campo de sus combates. Terrible fue, sobre todo, el que tuvo que resistir un día de carnaval. Primero oyó un zumbido, como cuando por la noche se entra en la cocina y se espantan todas las moscas. Pero esto sucedía en invierno, cuando no hay moscas. Eran los demonios. Después empezó a resonar a sus oídos un ruido frágil e insistente como los acordes de la mandolina, que le insinuaba pérfidamente: «Pobre Catalina, ¿por qué hacerte sufrir así? ¿Para qué el ayuno, la cadena de hierro que llevas alrededor de tu cintura, la disciplina con que hieres tus carnes de nieve? Vive como los demás, duerme como los demás, sé buena y piadosa, pero de una manera razonable.» Placenteras visiones surgían ante los ojos de la virgen: el hogar, la casa, los niños, y allá afuera las canciones de amor, los gritos de las muchachas, las fiestas, todo el torbellino de la danza y de la orgía. Catalina no era sentimental, pero el tentador desarrollaba delante de ella sus más seductores espejismos. Formas lascivas bailaban en torno suyo con frenética algazara, murmurando con zalamera sonrisa: «Mira, esto es la felicidad.» Nunca se había sentido tan próxima al abismo. En el delirio de la desesperación, cerraba los ojos o los clavaba en el crucifijo, y experimentaba ya acaso el vértigo, cuando, por un supremo esfuerzo de su voluntad, rechazó definitivamente al enemigo. «Tus amenazas no me asustan —exclamó—, porque he elegido los sufrimientos como placeres.» Entonces, el aire se hizo leve y puro; una claridad deslumbradora iluminó la habitación, y en la luz una voz murmuraba: « ¡Catalina, hija mía!» Y ella, inflamada de amor, regando los rojos ladrillos con sus lagrimas, decía: « ¡Oh Jesús dulce y bueno! ¿Dónde estabas cuando mi alma sufría en el tormento?»
Y siguieron las visiones y revelaciones. Diariamente el Paraíso se abría para ella. En la calle, lo mismo que en la celda, se encontraba con visitantes misteriosos. A veces los huéspedes le sorprendían en el jardín, cuando a la hora del crepúsculo se paseaba por las avenidas bordeadas de alhucemas, entre las rosas y los lirios. Una tarde la charla con el Señor y con María Magdalena se prolongó tanto, que la virgen tuvo que decir: «Maestro, no conviene que permanezca fuera a estas horas; permíteme que me retire.» Y oyó esta respuesta: «Haz lo que quieras, hija mía.» Y como Catalina se levantase para bajar a su celda, Jesús y la Magdalena la siguieron hasta su cuarto. Los tres se sentaron en el banco y hablaron como buenos amigos: Jesús, a la derecha; la pecadora, a la izquierda, y el ama de casa, en medio. Otras veces Catalina se quedaba en la ventana sondeando las profundidades del Cielo y escuchando en la lejanía el canto de las milicias bienaventuradas. « ¿No oís cómo cantan?—exclamaba entonces—. Los que más han amado tienen las voces más hermosas. ¿No oís la voz de la Magdalena?» Ninguna visión tan memorable como la de aquel día en que, rodeado de sus santos. Jesús le puso un anillo en el dedo, mientras David tocaba el arpa. Y no fue una alucinación. Al extinguirse la claridad celeste, el anillo de desposada brillaba en la mano de Catalina. Llevólo a sus labios y lo contempló con transportes de júbilo. Era un anillo de oro con un gran diamante rodeado de cuatro perlas pequeñas: el duro diamante de la fe y las perlas de la pureza de intención, de pensamiento, de palabra y de acción. En adelante, Catalina llevó siempre su anillo nupcial, pero sólo era visible para ella, y a intervalos desaparecía a sus ojos, con lo cual conocía que su Esposo no estaba contento de ella. Entonces lloraba amargamente, confesaba su falta, y el anillo volvía a despedir sus vivos resplandores.
Catalina acababa de cumplir los veinte años. Por este tiempo era ya mantellata, vestía el manto negro y la túnica blanca de la Orden Tercera de Santo Domingo. Además, había aprendido a leer. Una de sus compañeras le procuró un alfabeto, y pronto pudo leer el Breviario, que fue siempre su libro favorito, después del de las estrellas y las flores. Tenía pasión por las flores. En sus sueños veía a los ángeles bajar del Paraíso con guirnaldas de lirios y ponérselas en su cabeza. Cuando vagaba por el jardín, reunía flores en forma de cruz y se las enviaba como un saludo a las personas piadosas. Aunque no era extraordinariamente bella, tenía una gracia sobrenatural que subyugaba. «En la época en que la conocí—decía, un joven dominico—, era joven y su cara parecía dulce y alegre; yo era joven igualmente, y, sin embargo, no sentía en su presencia el embarazo que hubiera experimentado delante de otra muchacha, y cuanto más hablaba con ella, más se apagaban las pasiones humanas en mi corazón.»
Este poder de atracción se revelará pronto en toda su plenitud. La mística se va a convertir en mujer de acción. Marta Catalina se llamará ella, aludiendo a este nuevo sesgo de su vida. Jesús se presentaba ahora a la puerta de su celda suplicando que la abriese, no para entrar Él, sino para que ella saliera. «Soy una mujer ignorante—respondía ella resistiendo—: ¿qué podría yo hacer?» Y el Señor respondía: «Para Mí no hay hombres ni mujeres sabios ni ignorantes.» Desde entonces Catalina confundió su vida con la de sus prójimos. En el libro que dictó al fin de su juventud, que fue también el fin de su vida, en aquel libro donde escribió su corazón, Jesús le habla de esta manera: «No podéis serme útil en nada; en cambio, os es posible acudir en auxilio del prójimo. El alma que ama mi verdad, no se cansa nunca de prodigarse en auxilio de los demás.»
Desde este momento la vemos tomar parte en todos los quehaceres domésticos, buscar a los pobres, interesarse por los pecadores, obrar conversiones maravillosas, cuidar a los enfermos, procurar la salvación de los moribundos". «Señor—clamaba en un éxtasis—, quiero que me prometas la vida eterna para todos mis parientes, para todos mis amigos; pruébame que me atiendes. Señor; dame una prenda cierta de que harás lo que te pido.» En el mismo momento experimentó un vivo dolor, y viendo un clavo de oro que taladraba su mano, prorrumpió en aquellas palabras que solía decir siempre que experimentaba un padecimiento físico: «Alabado sea mi dulce, amabilísimo y amado Esposo y dueño Jesucristo.» Pero no se contentaba con orar, sino que obraba: todo cuanto había en la casa del tintorero iba a parar a las manos de los pobres. Catalina tenía permiso de su padre para disponer de ello, y su conducta era bendecida, porque los toneles estaban siempre llenos, los panes no se acababan nunca en la panera. En cuanto a los enfermos, cuanto más repugnantes, más atraían la atención de la joven. Los días se le pasaban con frecuencia en el hospital de los leprosos, cosechando el desprecio en vez de la gratitud. En él vivía una anciana llamada Tecca, abandonada de todos. Era regañona y altiva, una razón más para que Catalina la asistiese. Se constituyó en su sirvienta, soportando las injurias con alegría. A veces, la leprosa solía recibirla con palabras irónicas, como éstas: «Bien venida seáis, reina de Fontebranda. ¿Dónde se ha entretenido la reina esta mañana? ¿Ha sido en la iglesia de los hermanos? Parece que la reina no se harta de la sociedad de los frailes.» Pacientemente, sin pronunciar palabra, Catalina cumplía con su oficio de enfermera, azorada por las burlas de la vieja, que desde el fondo del catre la seguía con mirada de odio y de befa. Lapa supo algo de esto, y decía a su hija: «Te expones al contagio por esa imbécil, y no podría soportar que cogieses la lepra.» En las manos de Catalina apareció una erupción sospechosa, pero ella siguió frecuentando el hospital, y cuando Tecca murió, su incansable enfermera amortajó al repugnante cadáver y le dio tierra con sus propias manos.
Los prodigios sucedían a los prodigios: ayuno de meses, cambio de corazón entre Jesús y Catalina, estigmatización, conversiones ruidosas, aromas misteriosos, muerte mística. La muerte mística llenó de alarma a toda la ciudad. Se dijo que Catalina había muerto realmente, que se había roto su corazón y exhalado su espíritu. La casa se llenó de gente. Todos la vieron pálida, inmóvil, en la cámara mortuoria; todos sollozaban, cuando la vida reapareció en las mejillas, el corazón volvió a palpitar, los ojos se abrieron, miraron tristes en torno y empezaron a derramar torrentes de lágrimas. «Sí—dijo entonces—, mi alma estaba separada de mi cuerpo; recorrí los reinos de la eternidad; me asomé a las mansiones del infierno; vi los horrores del purgatorio y presencié la alegría de los santos en la eterna beatitud.» Y Catalina oraba, lloraba, sin poder consolarse de su retorno. De sus labios ardientes salían palabras entrecortadas, reveladoras del incendio de su amor: «O sposo, o giovane amabilissimo, amatissimo giovane» Y tan pronto lloraba como reía; y su rostro cambiaba de color, ahora blanco como la nieve, ahora rojo como el fuego, «¡Oh amor, amor—clamaba—; eres lo más suave! ¡Oh eterna belleza, tanto tiempo desconocida, tantos siglos velada por el mundo!
¡Oh Esposo, Esposo! ¿Cuándo..., cuándo?,.. ¿Por que no ahora?»
Ahora no; había que hacer muchas cosas en la tierra; había que convertir muchas almas, y sostener muchos combates, y correr muchos caminos. Y la amable virgen, l’allegra et festosa vergine, que dicen las viejas crónicas, se entregó animosamente a la voluntad del Señor. A los veinticinco años empieza su vida pública, interviniendo en la política italiana, negociando la paz entre los pueblos, poniendo la mano en el timón del bajel de la Iglesia. Los Papas y los príncipes piden su consejo. Atraviesa las provincias italianas hablando de la fe y del perdón; aparece en Pisa y en Florencia, en Aviñón y en Roma; escribe a los capitanes y a los tiranos, a los legados del Papa y a los cardenales; decide la traslación de la corte pontificia a Roma, y las repúblicas italianas piden su intervención para poner fin a las discordias. Sin ninguna experiencia de la política, se coloca frente a los más altos poderes de su tiempo. Y no ruega; exige, manda: «Deseo y quiero que obréis de esta manera... Mi alma desea que seáis así... Es la voluntad de Dios y mi deseo... Haced la voluntad de Dios y la mía... Quiero.» Así hablaba a la reina de Nápoles, al rey de Francia, al tirano de Milán, a los obispos y al Pontífice. Ese audaz quiero es la varita mágica con la que llama a todas las puertas y a todos los corazones, y si realmente las puertas se le abren, es que en su acento vibra una admirable potencia de verdad. En su semblante hay algo que intimida y seduce al mismo tiempo. Bien se vio el día de la insurrección de Florencia. Catalina ha ido allí para tratar la paz con Roma; pero el pueblo no quiere paz: se amotina, saquea y recorre las calles gritando: « ¿Dónde está la hechicera? Queremos hacerla pedazos.» Al oír los rugidos, la sienesa deja el jardín y avanza hacia las turbas, pero nadie se atrevió a tocarla: «Lloro—escribía al día siguiente— porque la multitud de mis pecados es tan grande, que no he merecido cimentar con mi sangre una sola piedra del edificio místico de la Santa Iglesia. Parecía como si las manos dispuestas a herir estuviesen atadas. «Aquí estoy—les decía yo—; tomadme y dejad a los que me acompañan.» Pero estas palabras eran como puñaladas que atravesaban los corazones.»
Los florentinos la habían llamado hechicera. Era el juicio que se formaban de ella muchos de sus contemporáneos. Se le reprochaban su abstinencia total de alimento y de bebida, sus éxtasis, sus visiones, y aquella doble vista con que adivinaba el fondo de los corazones. Por el olor deducía la presencia del pecado en un alma. La corte, tan brillante, de Aviñón le olía peor que los apestados del hospital de Siena. Estas cosas escandalizaban a muchas gentes. Empezaron las habladurías y las acusaciones. Hasta los predicadores hablaban en el pulpito contra la hija del tintorero. Ella callaba. Su silencio y su mansedumbre eran la mejor de todas las defensas. Los mayores enemigos se convertían, con sólo verla, en sus admiradores más entusiastas. Una influencia sobrenatural les transformaba, sin ellos darse cuenta. Así le sucedió a un gran predicador franciscano. Una tarde irrumpió en el cuarto de la santa. Ella le invitó a tomar asiento en el baúl de los vestidos, después de sentarse en el suelo. Hubo unos instantes de silencio, que interrumpió el fraile con estas palabras: «He oído hablar mucho de tu santidad, y vengo con la esperanza de llevarme alguna palabra de edificación y de consuelo.» Catalina, sospechando el lazo, respondió: «Es para mí grande alegría el veros, porque seguramente, con el conocimiento que tenéis de la Escritura, vais a fortalecer e iluminar mi alma.» Aquello era un torneo, en el que dos adversarios hábiles median sus fuerzas respectivas. Catalina rehusó descubrirse ante el teólogo, y el toque del ángelus fue la señal para la separación de los contendientes. Catalina acompañó hasta la puerta a Fra Lazarino, y, arrodillándose, le pidió su bendición. Él se marchó defraudado. Acostóse al punto, porque al día siguiente debía predicar. Pero se levantó profundamente triste; el mal humor aumentaba conforme avanzaba el día; tuvo que suspender el sermón, y las lágrimas no cesaban de correr por sus mejillas. Indagaba la causa, sin resultado alguno, hasta que, al llegar el crepúsculo, se le vino a la memoria su entrevista con Catalina. Entonces lo comprendió todo, y, más sereno, fue en busca de la virgen para confesarle la vanidad y la suficiencia de su alma, y suplicarle que le perdonase la persecución de otros días.
Fray Lazarino se convirtió en un ferviente caterínato, en un amigo e imitador de Catalina. En torno de la sienesa vemos constantemente un grupo, una brigada, decía ella, de hombres y mujeres que en gran parte han sido reclutados de entre sus más decididos adversarios. Pero ahora la admiran y no aciertan a separarse de ella. Son los caterinatos. Van a visitarla con frecuencia, la escoltan en sus viajes, escuchan su doctrina, siguen religiosamente su dirección y la llaman su madre mamma. Ella los ama como a hijos, se hace responsable de sus pecados, los ayuda a salir del vicio, los guía por los caminos de la perfección en santas conversaciones y les escribe cartas penetradas de unción amorosa y de santa doctrina: «Queridísimo hijo en Cristo, el dulce Jesús—escribía a uno de estos devotos—, parece como si el demonio te hubiese encadenado de tal suerte, que no puedas retornar al redil, y yo, tu pobre madre, voy buscándote y llamándote, porque quisiera llevarte sobre los hombros de mi dolor y mi compasión para ponerte en el camino recto. Haz como el hijo pródigo. Tú también eres pobre y necesitado: tu alma muere de hambre. ¡Ay.! ¡Cuan digna soy de lástima! ¿Qué ha sido de tus piadosas resoluciones? Rompe esa cadena; no te dejes engañar del demonio, no te alejes de mí. Ven, ven, queridísimo hijo. Bien puedo llamarte querido, cuando tantas lágrimas y angustias me cuestas.»
Había aprendido a escribir. «A fin de que pueda dilatar mi corazón—decía ella—para impedir que estalle algún día, la Providencia me ha dado la facultad de escribir. No habiendo llegado para mí la hora de dejar las tinieblas de este mundo, esta facultad ha surgido en mi alma como cuando un maestro enseña a su discípulo lo que debe hacer. He tomado lecciones como en sueños con el glorioso evangelista San Juan y con Santo Tomás de Aquino.» Fue una iniciación interior; sus misteriosos maestros le presentaban los modelos, y no tenía más que copiar lo que veía. Esto sucedió en el curso de un éxtasis. Y fue escritora, una gran escritora. Escribió bellos himnos, que ella misma cantaba en sus viajes con voz tan límpida, que dejaba a todos maravillados; escribió sus epístolas a sus discípulos., y sus Cortas a los grandes de la tierra, y escribió, sobre todo, el libro del Diálogo, mensaje inflamado a todos los hombres de buena voluntad, dictado en una tempestad de pasión por el honor del Esposo, enriquecido con un caudal prodigioso de experiencias terrenas y celestes, iluminado con todas las claridades de una vibrante poesía. Juglar de Dios, como Francisco de Asís, Catalina poseía en alto grado el don esencial del poeta: el de crear la imagen perfecta. Sus comparaciones se han hecho clásicas. A veces son humorísticas, como cuando llama al Breviario la «esposa del sacerdote», porque acostumbraba a pasearse con él bajo el brazo. Las tentaciones son como las moscas, que no se acercan a la olla hirviendo; la virtud se malea en medio del mundo, como la flor pierde su perfume si está mucho tiempo en el agua; la cruz es el bastón de nuestra peregrinación; junto al castillo del alma ladra el perro de la conciencia, un perro que bebe sangre y come fuego: la sangre de Cristo y el fuego del Espíritu Santo. La imagen, para esta santa poetisa, no era más que un vestido del pensamiento, un vestido hermoso y sutil para cubrir un pensamiento grave, profundo y delicado, del mismo modo que este mundo sólo tiene valor como una preparación de otro mundo mejor. Para ella, la vida presente, en sí misma considerada, «es sólo tinieblas y amargura, hediondez e inmundicia, prisión asquerosa y sombría. Todo desaparecerá—nos dice—, y ¿qué os quedará luego sino un puñado de hojas secas?» Aquella tenue sonrisa que, según sus biógrafos; se dibujaba constantemente en sus labios, debía de estar llena de compasión y de melancolía.
Catalina, naturaleza enérgica, más dominante, menos dulce que Francisco de Asís, tiene, al dejar este mundo, unos momentos sombríos. No muere cantando como el Poverello. Es en Roma, en la Vía di Papa. Apenas ha cumplido treinta y tres años; pero yace sobre unas tablas luchando con la muerte. Y con el diablo. Los caterinatos la rodean, y uno de ellos nos dice: «Poco después de recibir la Extremaunción, cambió de aspecto y empezó a mover la cabeza y los brazos, como si sufriese violentos ataques de los espíritus infernales. El combate se prolongó por espacio de media hora. Luego empezó a exclamar: «Pecavi, Domine, misere mei.» Repitiólo sesenta veces, y a cada vez levantaba el brazo y lo dejaba caer pesadamente sobre su lecho. Luego se metamorfoseó completamente; su rostro, antes ensombrecido, volvió a ser como el de un ángel; los ojos, hasta entonces empañados de lágrimas, adquirieron tan gozoso resplandor, que nos fue imposible dudar que, sublimándose a la superficie de un océano sin fondo; había sido devuelta a sí misma; y esto dulcificó nuestro pesar, puesto que nosotros, sus hijos y sus hijas, que la rodeábamos, estábamos profundamente abatidos.»
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