Ningún escritor más admirado, más leído y más plagiado; y, sin embargo, no tuvo un biógrafo. Su vida y su alma hay que adivinarlas a través de sus escritos, con frecuencia impersonales, objetivos, erizados de citas y reminiscencias. Bético, sevillano por su nacimiento, no olvida nunca que por su origen es levantino, que su familia procede de Cartagena, donde habían vivido sus padres hasta que esa región fue ocupada por las tropas de Justiniano. Isidoro registra este hecho como una desgracia nacional. «En España—dice fríamente al recordarle en su Crónica—irrumpe el soldado romano.» En otra parte, después de señalar los esfuerzos de Atanagildo para expulsar a los invasores, añade: «Nosotros seguimos luchando todavía contra ellos. Muchas veces han sufrido la derrota, y ahora los vemos agotados y deshechos.» A través del laconismo seco del analista, se transparenta el patriota lamentando el desmembramiento de su patria y alegrándose al ver próxima la expulsión del dominador bizantino. Es un irredentista que en los desastres de su patria llora también desgracias familiares.
Huyendo del yugo extranjero, llegó a Sevilla su padre Severiano, más orgulloso de conservar su lealtad a los reyes de Toledo que sus posesiones levantinas (552). Aquella casa parecía hundida para siempre, y, sin embargo, es este destierro el que la iba a sacar de la oscuridad. Su madre abraza el catolicismo en las orillas del Betis. «Quiero morir desterrada—decía con frecuencia—, porque el destierro me ha hecho conocer a Dios.» Su hermana Florentina, dócil a la gracia de la vocación, se encierra en un monasterio sevillano. Su hermano mayor, Leandro; empieza a brillar por su virtud y por su saber. También él ha tomado el hábito religioso. Desde su monasterio ilumina a la ciudad con su doctrina, forma una escuela, que había de ser famosa, y, joven aún, es nombrado metropolitano de la Bética. A su lado crece Isidoro, consagrado también a la Iglesia. Como su hermano, será monje, abad, maestro, obispo y metropolitano. Ahora es un joven despierto, infatigable en la lectura y de una memoria prodigiosa. Cuando estalla la última lucha entre el arrianismo y el catolicismo (580-585), Isidoro empieza a distinguirse como defensor de la ortodoxia. Se le amenaza, se le persigue, tal vez su vida está en peligro, y acaso llega a desmayar; pero en este momento su hermano le envía desde el destierro una carta en que le exhorta a mirar con serenidad la muerte.
Terminada la lucha con la muerte del rey perseguidor (586), los dos hermanos vuelven a su diócesis y a su escuela. Isidoro es ahora el abad y el maestro. Dispone y ordena, enseña y lee; lee metódicamente, infatigablemente. Busca libros por todas partes, libros clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y filosóficos. Un libro nuevo era para él una gracia de Dios y la mayor de las venturas. Hablando de los de San Gregorio Magno, dice con pena: «Mejor suerte que yo tendrá aquel a quien Dios conceda el deleite de saborear todas sus obras.» Así ha logrado formar una librería que difícilmente hallará otra semejante en toda la Edad Media. Allí ha puesto su orgullo, su cariño, su cuidado más exquisito. En la puerta hay unos versos que nos invitan a entrar: «Muchas cosas sagradas hay aquí; muchas cosas mundanales; si te gustan los versos, tienes también donde escoger. Verás prados llenos de espinas y abundancia de flores; si las espinas te asustan, toma las rosas.» Las espinas eran, sin duda, los libros de la antigüedad. Isidoro los leía con avidez, pero necesitaba dar una explicación a los espíritus algo asustadizos. Entremos, pues... Todo está en orden; orden de disposición y orden de preferencia. En los muros se leen epigramas que aluden a los libros guardados en los estantes cercanos; y a veces, sobre los epigramas vense pinturas de eximios escritores. El primer estante está reservado para la Sagrada Escritura, «los venerandos volúmenes de las dos Leyes»; están la Vulgata, la recensión del obispo Peregrino, los originales hebraicos y las traducciones griegas. Viene después Orígenes, «el doctor verísimo», el primer dios de aquel templo. «Ninguna blasfemia, nos dice, tocó jamás mis sentidos, y eso que mis libros son tantos como los soldados de una legión.» Vienen después Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, «el hombre cuya sola presencia basta». Este que nos mira serio encima de un estante es Juan Crisóstomo. Nos lo dice él mismo, y añade: «Yo ordené las costumbres, dije la recompensa de la virtud, y a los pecadores les enseñé a llorar sus delitos.» Cipriano, «el maestro que los vence a todos por la caridad», mora cerca de los poetas. Prudencio, «el de la dulce boca», es el primero de todos. No faltan tampoco los historiadores, como Eusebio y Orosio, ni los juristas, como Gayo y Paulo; y «allí estás también tú, ¡oh Gregorio!, por quien los romanos ya no tienen nada que envidiar a Hipona; y tú, ¡oh vate Leandro!, que no eres inferior a los antiguos doctores».
Estos son los dioses mayores de aquel templo. Fuera de ellos, hay otros muchos que no tienen el honor de una pintura ni un verso. A lo más, el nombre escueto: León, Apringio, Martín... Aparte hay una serie de estantes, donde están las espinas, es decir, los libros clásicos. Ningún rótulo los delata; pero el dueño los conoce muy bien. Allí tiene algunos buenos amigos, como Horacio, Perseo, Cicerón, Marcial, Juvenal, y, sobre todo, Varrón, Servio, el comentarista de Virgilio, y Suetonio, no el historiador, sino el sabio, el naturalista. También aquí tenemos libre acceso; pero es preciso llegar con cuidado, con prudencia, para no punzarnos. El sacerdote de este santuario es magnánimo y liberal. No quiere mariposeos, ni espíritus ratoniles; quiere hombres ávidos, codiciosos, insaciables, como él. «Como veis—nos dice sonriente—, son muchos los libros que hay en nuestros anaqueles. Lee; en cualquier materia tienes donde escoger. Sacude la modorra de tu mente, no seas perezoso; esta es, hermano, la única manera de salir más docto de aquí. Tal vez me digas: ¿Para qué tanto? He recorrido las historias, he estudiado la ley, y esto me basta. Si así piensas, ya no sabes nada.»
Pero he aquí una puerta, disimulada detrás de un tapiz. Del interior sale un tufillo acre y no ingrato. Veamos: estantes, cajas, almireces y retortas. Todo es orden en el pequeño cubículo. Sobre la pared, cuatro figuras pintadas; dos, con nimbo alrededor de la cabeza y palmas en las manos; otras dos, con barbas y, en las manos, sendos libros. Un dístico nos da la clave para identificarlas: «Aquellos a quienes el mundo celebra como los maestros esclarecidos de la medicina, aparecen representados en estas pinturas.» Los del nimbo son San Cosme y San Damián; los de la barba, Hipócrates y Galeno. Estamos en la oficina del médico, y a la vez en la apoteca, la botica. Nuestro guía, este abad joven y pálido, ama la medicina más acaso que la jurisprudencia, que la historia, que la dialéctica o la minerología; la ama tanto como a la teología, porque si ésta sirve para alimentar a las almas, aquélla sana y robustece los cuerpos; son dos instrumentos de la caridad, que quiere abarcarlo todo y a todos aprovechar. Tanto como el olorcillo confuso de la menta, el anís, el saúco, la artemisa y la genciana, lo que aquí se respira es el hálito de la caridad. Es la caridad la que da al médico esta bella advertencia:
«Atiende solícito lo mismo al pobre que al poderoso. Justo es que el rico te pague tus cuidados, pero no seas exigente con el que no tiene que comer.» Pero al lado se lee una amarga advertencia acerca del egoísmo humano: «Mientras te dura la enfermedad, no le faltan al médico regalos; mas apenas te levantas del lecho, ya no vuelves a acordarte de él.»
De la biblioteca y la farmacia pasamos al escritorio, una habitación luminosa y sonriente. Todo es actividad y silencio. Sólo se oye el rasguear de los cálamos, el gemir del pergamino, roto por las tijeras, y, a intervalos, pausada y clara, la voz del dictante. En los muros hay severas amonestaciones para los escribas: «El que estuviese aquí media hora ocioso, sea suspendido y reciba dos azotes. Amigo, si sabes copiar y pintar dos, tres y cuatro veces mejor, tu obligación es hacerlo. Si eres capaz de comprender dónde estás, calla; ese es mi precepto. El copista no sufre a su lado un hablador.» Así debe ser el escritorio de donde va a salir la renovación científica de España: lugar del trabajo inteligente y asiduo, mansión del silencio y la quietud, refugio del arte y de la ciencia. Todos deben aspirar a la perfección; el que prepara la vitela, el que combina las tintas, el que adorna las iniciales, el que ilumina los folios con figuras de un delicioso sabor oriental, y, sobre todo, el que tiene la misión de trasladar a las futuras generaciones las obras maestras de los antiguos en esbeltas y angulosas capitales, en cursivas rápidas y enrevesadas o en los rasgos suaves y redondos de la minúscula. Nada les falta para cumplir dignamente con su noble oficio: ni el oro, ni el lapislázuli, ni el cinabrio, ni las finas canas cortadas a la orilla del Betis, ni las plumas de ganso, ni las pieles más finas de ternerillo de cuatro meses. Mirad todos esos frascos que llenan las alacenas. «No brindamos licores —nos dicen ellos—; nosotros guardamos los polvos finos de las materias colorantes.» Y el maestro completa: «Aquí tengo toda clase de perfumes: esencias de rosa y violeta, aromas de incienso y almíbar, elixires de nardo y de estacte, ungüentos de nuestra tierra española, juntamente con otros traídos de Grecia; mirra, casia, cinamomo, croco de Cilicia... En fin, todo lo que el árabe quema en sus aras, cuanto produce la India en materias de pigmentos, cuanto se encuentra entre las aguas del mar de Jonia, puede admirarse aquí. Para transmitir lo bello del pasado a los venideros, no bastan las hierbas humildes, que nacen en cualquier prado; debemos disputar sus riquezas a los palacios de los reyes.»
—Maestro—observamos nosotros—, por lo visto, al organizar todos esos elementos de trabajo, vuestro pensamiento está fijo en los tesoros de la cultura antigua.
—En la cultura de los hombres que nos han precedido y en la de los hombres que vendrán después de nosotros. Desgraciadamente, hoy ya no sabemos tanto como en tiempo de Suetonio y de Agustín. No en vano han pasado dos siglos de invasiones y saqueos. Ahora los germanos empiezan a civilizarse, a envidiarnos nuestra lengua y nuestra erudición latina. Nuestra obligación es saciar esa sed santa y noble, recogiendo cuanto se ha salvado de la guerra y del incendio, ordenando los fragmentos dispersos, armonizándolo todo y ofreciéndoselo a los siglos futuros para que no vuelvan a la barbarie.
Así debía de hablar Isidoro a Braulio de Zaragoza cuando le enseñaba las salas donde había instalado su librería, su farmacia, su escritorio y su pigmentario. Recoger, ordenar, unificar, transmitir: he aquí resumido en cuatro palabras el ideal de toda existencia. La tarea ha empezado ya. Volvamos al escritorio. Un monje dicta; una docena de monjes copia. ¿Qué copian? Una nueva edición, una recensión nueva de la Biblia. El texto de la Vulgata jeroni-miana se iba adulterando de tal modo, que las Iglesias no podían ponerse de acuerdo. Era un caos, donde Isidoro acababa de infundir la luz. Ha recogido los antiguos manuscritos, ha estudiado, ha comparado, ha eliminado, y así ha logrado un texto bíblico casi perfecto, que se extenderá por toda España y correrá luego por toda la cristiandad. Ya tiene discípulos que le ayudan, que son buenos políglotas y buenos escrituristas; y uno de ellos es Floro, «el que con manos estudiosas, no sin gran trabajo y a petición del maestro amado, corrige el Salterio de David, restituyendo la versión latina de .acuerdo con las fuentes griegas y hebraicas». Así dice la dedicatoria dirigida al abad Isidoro, y termina: «Ahora, ¡oh padre!, recibe con benévolo corazón el volumen corregido, y revísalo tú para que sea una obra definitiva.»
Evidentemente, nos hallamos ante un hombre de espíritu claro y voluntad enérgica. Es un sabio, pero también un organizador. Tiene el genio del orden que hizo de Suger un hombre de Estado. Hubiera podido gobernar el mundo, diríamos de él sin temor de exagerar. Ya en su abadía se revela un hombre de gobierno. Desde el primer momento se ha dado cuenta de que la legislación monástica que regula la vida de los monjes visigodos es oscura, enrevesada y, a veces, contradictoria: la misma confusión que en el campo de las Sagradas Escrituras. Para remediarla, escribe su Regla de los monjes, donde todo es claridad, método, sencillez y comprensión. Todos los elementos antiguos han sido admirablemente fusionados, sistematizados y dispuestos de una manera orgánica. Es una construcción, que preludia las Etimologías.
La pasión del orden será también el resorte de su vida episcopal. En el año 600 sucede a su hermano en la sede episcopal de Sevilla. Predica al pueblo, gobierna la diócesis, vela sobre toda la Bética, reúne concilios, uno en 619; otro en 625; promulga sabios decretos para promover la cultura y mejorar las costumbres, defiende la ortodoxia, convierte a un obispo oriental que propagaba en el sur de España el eutiquianismo, y confunde a un prelado godo que se había levantado al frente de una reacción arriana. Su acción llega hasta Toledo, y desde allí a todas las provincias de España. Es el consejero de los reyes, su servidor, el más fiel de los vasallos. Admira al pueblo guerrero, que ha sabido crear un imperio en su tierra, y se esfuerza para suavizar sus costumbres y hacerle comprender toda la belleza de las viejas tradiciones hispanorromanas. Amigo del «cristianísimo rey Sisebuto, su hijo y señor», le alienta en su programa de gobierno, le anima en sus trabajos literarios, y «conociendo su ingenio, su facundia y su amor a las letras», le dedica el libro De la naturaleza de las cosas. Esta política se inspira en el más puro y ardiente patriotismo. Se siente orgulloso de ser español, de vivir en la era de los reyes de Toledo, de pertenecer a la Iglesia de los grandes concilios toledanos. Su Crónica de los reyes godos, vándalos y suevos empieza con un canto a España lleno de emoción y lirismo. «De todas las tierras que hay desde el océano a la India, tú eres la más hermosa, ¡oh Hispania sagrada!, madre, siempre feliz, de príncipes y de pueblos. Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la reina de las provincias, la parte más ilustre de la tierra, la que fue amada por el poderío de la gente goda, que alzó en ella un imperio glorioso por la majestad real y el brillo de las riquezas.»
Aquel hombre, enamorado de la unidad, se sentía nacionalista al ver a su patria gozosa de su unidad política y religiosa. Él también trabaja por la centralización de los poderes civiles y religiosos, asqueado, sin duda, de la anarquía en que se había vivido durante dos siglos. Favorece el acrecentamiento de las atribuciones de los metropolitanos de Toledo, y trabaja en acentuar la tendencia a la formación de una Iglesia nacional, iniciada ya en el tercer concilio toledano. Su ideal empieza a realizarse en el cuarto concilio de Toledo, que, inspirado y presidido por él, nos refleja, al mismo tiempo que sus ideas teológicas, sus planes bien definidos de reforma religiosa. Es en diciembre del año 633. Isidoro, casi octogenario, ha llegado a la cumbre de su fama de ciencia y santidad. Los setenta obispos reunidos en torno suyo se inclinan delante de su figura venerable y su saber prodigioso. Casi no hay discusión en la asamblea: él propone los decretos, sus colegas asienten. Todos llevan el sello de su talento preciso, claro, pragmatista y organizador. La disposición de las materias es también de una lógica irreprochable. Ante todo, el símbolo de la fe que ha de ser como la columna de luz del catolicismo español; después, la organización general de la Iglesia, y como consecuencia natural, la ordenación de la oración pública y los oficios divinos; siguen las disposiciones acerca de la parte material de las basílicas y los estatutos que han de regular la vida de los clérigos. Hay una veintena de cánones para fijar la situación de los siervos y los judíos, y viene, finalmente, la reglamentación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Una idea común inspira toda esta legislación: es la idea de unidad. Todas las ciudades episcopales deben tener una universidad, un seminario semejante al de Sevilla; todos los clérigos deben usar la misma tonsura, todos los templos deben tener los mismos rezos y la misma manera de administrar los sacramentos; todas las iglesias deben someterse a la misma ley; toda la nación debe regirse por la misma colección canónica: la Hispana, que Isidoro acaba de redactar y promulgar; todos los obispos deben acatar la autoridad del Concilio nacional. Unidad de gobierno, unidad de disciplina y unidad de liturgia, «porque sería un absurdo—dice Isidoro—que tuviésemos costumbres distintas los que profesamos una misma fe y formamos parte de un mismo imperio». Hay una excepción, sin embargo, a este principio general. Isidoro se resigna a ella, aunque no sin vacilaciones. Vive en un ambiente nacionalista, y lo favorece con toda su alma. El nacionalismo trae la persecución de los judíos, y en esto Isidoro ya no está con sus contemporáneos, ni siquiera con su amigo el rey Sisebuto, que había querido convertirlos a la fuerza. En su Historia, Isidoro condena su conducta. «Tuvo celo—dice—, pero no según la prudencia.» En el Concilio cuarto de Toledo, delante de la corte y del episcopado, se atrevió a oponerse a la corriente antisemita, contentándose con dificultar la influencia perniciosa de los judíos. «Se les ha de atraer—dice—; pero no con la espada, sino con el raciocinio»; y poniendo en práctica este principio, publica sus dos libros Contra los judíos, que, en el optimismo de su caridad, había creído más eficaces que las torturas de Sisebuto.
El sabio, entre tanto, no había olvidado sus planes de su escuela. Leía, escribía y enseñaba con el ardor de sus años juveniles. Su ciencia y su elocuencia reúnen en torno suyo lo más granado de la juventud estudiosa de toda España. Todo en él cautivaba y deleitaba: su virtud, su bondad, su lenguaje y su saber. Ildefonso de Toledo, el más famoso de sus discípulos, hace de él este elogio: «Era un hombre extraordinario, tanto por su belleza varonil como por su inteligencia; su manera de hablar tenía tal gracia, tal facilidad y un hechizo tan profundo, que causaba estupefacción a cuantos le escuchaban, y aunque repitiese las mismas cosas, nunca nos cansábamos de oírle.» Además de fácil, su palabra era densa, y siempre en armonía con la condición de los oyentes. «Tenía una abundancia admirable de expresión—dice otro contemporáneo, Braulio de Zaragoza—; este hombre, dotado de una elocuencia maravillosa, sabía amoldarse al alcance de todos, de los sabios lo mismo que de los ignorantes.» Su enseñanza era una entrega de sí mismo; en su voz, lo mismo que en su pluma, sólo hay un anhelo: ser útil a los demás, haciendo fructificar aquel germen de sabiduría que providencialmente había arraigado en el fondo de su ser. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y al mismo tiempo, limpia de orgullo, completamente impersonal. Todos sus libros se los arranca la necesidad de sus discípulos o la exigencia de sus contemporáneos. Comenta rápidamente casi todos los libros de la Biblia, en beneficio del pueblo cristiano; publica su obra Los oficios eclesiásticos, para poner en manos del clérigo un manual litúrgico indispensable; escribe los tres libros de las Sentencias, que pueden considerarse como la primera Summa teológica, para que sirviese de libro de texto a los estudiantes de teología en las escuelas episcopales; redacta su obra De la diferencia de la propiedad de las palabras, como complemento al estudio de la gramática y la retórica; y sus obras históricas La Crónica, La Historia de los reyes de España y El libro de los varones eclesiásticos, no tienen otro objeto que satisfacer la sed de conocimientos que él había despertado entre sus compatriotas. Las mismas ciencias naturales; el estudio del mundo físico, debían formar una parte no despreciable del ciclo de estudios que regía en su Universidad sevillana, «pues no es una cosa supersticiosa—nos dice él mismo—el conocer el curso de los astros, los movimientos de las olas, la naturaleza del rayo y del trueno, las causas de las tempestades, de los terremotos, de la lluvia y la nieve, de las nubes y del arco iris». De todas estas cuestiones trata en dos libros sugestivos, el De la naturaleza de las cosas y el Orden de las criaturas.
Esta producción, extensa y variada, culmina en la obra gigantesca de las Etimologías, cristalización genial de los conocimientos que Isidoro había atesorado en su memoria y almacenado en sus ficheros, fruto de una inmensa lectura, de una larga paciencia y de un método escrupuloso. Todo el saber antiguo debía estar allí condensado, sistematizado, ordenado. Hablando de San Isidoro, esta palabra nos persigue siempre. En primer lugar, las artes liberales; después, la medicina y las leyes de los tiempos, con un breve resumen de historia universal; a continuación, la noticia de las cosas sagradas, de las religiones y de las sectas; y tras esto, la exposición de toda suerte de conocimientos profanos: lingüística y etnología, sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y cosmología; lengua, razas, ejércitos, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios; campos, caminos, jardines, construcciones, vestidos, costumbres, instrumentos de la paz y de la guerra y utensilios de toda clase. Era una verdadera enciclopedia, cuyo elemento original estaba en la concepción y en el espíritu amplio con que Isidoro supo amalgamar la ciencia pagana con la tradición científica de los Santos Padres. Para él, todos aquellos conocimientos debían tener valor de edificación, todos podían ser una ayuda para bien vivir, con tal que se hiciese de ellos mejor uso que los paganos.
Tal fue la impresión que hizo en toda España el plan grandioso de esta obra, que los intelectuales se apresuraron a arrancársela de las manos al autor. Ya en 620, el rey Sisebuto logró que Isidoro le enviase una copia de lo que hasta entonces llevaba compuesto. Hízose con todo sigilo, pues el autor no se decidía nunca a dar por terminada su obra. Durante siete años, Braulio de Zaragoza le exige con insistencia inoportuna el envío de un ejemplar, y al fin, en 631, agotada la paciencia, le escribe una carta llena de amistosos reproches: «En adelante—le dice—, mis ruegos se convertirán en injurias, mis palabras en gritos, y no te dejaré en paz hasta que abras la mano y des a la familia de Dios ese pan de vida que ella exige de ti.» Isidoro cede, y entrega los borrones a su amigo, encargándole de dar la última mano. Era el año 632.
En medio de sus abrumadoras tareas de metropolitano y de maestro, de escritor y de obispo, de consejero de reyes y director de concilios, de organizador del reino y de la Iglesia, Isidoro parecía sentir constantemente la nostalgia del retiro monacal: «¡Ay, pobre de mí—exclama en el tercer libro de las Sentencias—, pues me veo atado por muchos lazos que me es imposible romper! Si continúo al frente del gobierno eclesiástico, el recuerdo de mis pecados me aterra, y si me retiro de los negocios mundanos, tiemblo más todavía, pensando en el crimen del que abandona la grey de Cristo.» Estas palabras parecen el eco de una vida espiritual intensa; y, efectivamente, aquel erudito sin igual, aquel gran gobernante, era también un místico, y como un místico se nos revela en el libro de los Sinónimos, efusión inflamada del corazón llagado por las tristezas de la vida, diálogo emocionante entre el alma, que, oprimida por el dolor, llega a desear la muerte, y la razón, que la consuela con la esperanza del perdón, la profunda belleza de la virtud, los encantos de la bondad divina y las alegrías inefables de los caminos de la perfección. Alternativamente oímos el lenguaje de la humildad más profunda y del amor más puro.
La humildad y el amor fueron también los dulces compañeros en su última hora. Viendo que se acercaba, dejó su celda para orar, una vez más, en la basílica de San Vicente; así nos lo dice uno de sus discípulos, que estuvo presente a su muerte. Durante los seis últimos meses, los pobres habían pasado delante de él en una procesión continua; ahora les distribuyó cuanto le quedaba. Colocado delante del altar, rezó en alta voz delante de la multitud; después, dirigiéndose a los fieles, les dijo estas palabras:
«Perdonadme todas las faltas que he cometido contra vosotros; si he mirado con odio a alguno; si, irritado, molesté a alguien con mis palabras, humildemente le ruego que me perdone.» A estas súplicas, el pueblo respondía con sollozos. Dos obispos vistieron el cilicio al moribundo y lo rociaron de ceniza. «Indulgencia», gemía Isidoro, y sus manos se dirigían al Cielo empujadas por su anhelo heroico de descanso y de luz. Era el año 636.
Así murió aquel gran bienhechor de la Humanidad, trabajador infatigable y sabio universal, a quien llamará, algo más tarde, un concilio toledano, «doctor insigne de nuestro siglo novísimo ornamento de la Iglesia católica, el último en el orden de los tiempos, pero no en la doctrina; el hombre más docto en estos críticos momentos de fin de las edades». Preocupóse más de conocer que de profundizar, pero acaso era esto lo que entonces más convenía. En muchos siglos no se levantó un hombre de erudición tan vasta: comentó la Escritura, escribió versos, reorganizó la legislación civil y canónica, dejó una tradición escolar, trató en sus obras todas las ramas del saber, e influyó profundamente en toda la vida social y religiosa. Fue el mayor pedagogo de la Edad Media. Durante muchos siglos, la cristiandad vivirá de su hálito ardiente, como dirá Dante. Todavía no ha muerto, cuando sus obras recorren triunfantes todos los pueblos del Occidente de Europa. Italianos, franceses, sajones, germanos y celtas le estudian, le imitan, le copian, le plagian incansablemente. Después de los libros santos, no hay libros más leídos que los suyos. Se encuentran en todas las bibliotecas, se enseñan en todas las escuelas, se transcriben en todos los escritorios. Muchas generaciones podrán repetir con verdad las palabras de San Braulio:
«Tus libros nos llevan hacia la casa paterna cuando andamos errantes y extraviados por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen quiénes somos, de dónde venimos, y dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de las grandezas de la patria y nos dan la descripción de los tiempos. Nos enseñan el derecho de los sacerdotes y las cosas santas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, las relaciones y los géneros de las cosas, los nombres de los pueblos y la esencia de cuanto existe en el Cielo y en la tierra.»
Huyendo del yugo extranjero, llegó a Sevilla su padre Severiano, más orgulloso de conservar su lealtad a los reyes de Toledo que sus posesiones levantinas (552). Aquella casa parecía hundida para siempre, y, sin embargo, es este destierro el que la iba a sacar de la oscuridad. Su madre abraza el catolicismo en las orillas del Betis. «Quiero morir desterrada—decía con frecuencia—, porque el destierro me ha hecho conocer a Dios.» Su hermana Florentina, dócil a la gracia de la vocación, se encierra en un monasterio sevillano. Su hermano mayor, Leandro; empieza a brillar por su virtud y por su saber. También él ha tomado el hábito religioso. Desde su monasterio ilumina a la ciudad con su doctrina, forma una escuela, que había de ser famosa, y, joven aún, es nombrado metropolitano de la Bética. A su lado crece Isidoro, consagrado también a la Iglesia. Como su hermano, será monje, abad, maestro, obispo y metropolitano. Ahora es un joven despierto, infatigable en la lectura y de una memoria prodigiosa. Cuando estalla la última lucha entre el arrianismo y el catolicismo (580-585), Isidoro empieza a distinguirse como defensor de la ortodoxia. Se le amenaza, se le persigue, tal vez su vida está en peligro, y acaso llega a desmayar; pero en este momento su hermano le envía desde el destierro una carta en que le exhorta a mirar con serenidad la muerte.
Terminada la lucha con la muerte del rey perseguidor (586), los dos hermanos vuelven a su diócesis y a su escuela. Isidoro es ahora el abad y el maestro. Dispone y ordena, enseña y lee; lee metódicamente, infatigablemente. Busca libros por todas partes, libros clásicos y patrísticos, latinos y griegos, poéticos y jurídicos, científicos y filosóficos. Un libro nuevo era para él una gracia de Dios y la mayor de las venturas. Hablando de los de San Gregorio Magno, dice con pena: «Mejor suerte que yo tendrá aquel a quien Dios conceda el deleite de saborear todas sus obras.» Así ha logrado formar una librería que difícilmente hallará otra semejante en toda la Edad Media. Allí ha puesto su orgullo, su cariño, su cuidado más exquisito. En la puerta hay unos versos que nos invitan a entrar: «Muchas cosas sagradas hay aquí; muchas cosas mundanales; si te gustan los versos, tienes también donde escoger. Verás prados llenos de espinas y abundancia de flores; si las espinas te asustan, toma las rosas.» Las espinas eran, sin duda, los libros de la antigüedad. Isidoro los leía con avidez, pero necesitaba dar una explicación a los espíritus algo asustadizos. Entremos, pues... Todo está en orden; orden de disposición y orden de preferencia. En los muros se leen epigramas que aluden a los libros guardados en los estantes cercanos; y a veces, sobre los epigramas vense pinturas de eximios escritores. El primer estante está reservado para la Sagrada Escritura, «los venerandos volúmenes de las dos Leyes»; están la Vulgata, la recensión del obispo Peregrino, los originales hebraicos y las traducciones griegas. Viene después Orígenes, «el doctor verísimo», el primer dios de aquel templo. «Ninguna blasfemia, nos dice, tocó jamás mis sentidos, y eso que mis libros son tantos como los soldados de una legión.» Vienen después Hilario, Ambrosio, Jerónimo y Agustín, «el hombre cuya sola presencia basta». Este que nos mira serio encima de un estante es Juan Crisóstomo. Nos lo dice él mismo, y añade: «Yo ordené las costumbres, dije la recompensa de la virtud, y a los pecadores les enseñé a llorar sus delitos.» Cipriano, «el maestro que los vence a todos por la caridad», mora cerca de los poetas. Prudencio, «el de la dulce boca», es el primero de todos. No faltan tampoco los historiadores, como Eusebio y Orosio, ni los juristas, como Gayo y Paulo; y «allí estás también tú, ¡oh Gregorio!, por quien los romanos ya no tienen nada que envidiar a Hipona; y tú, ¡oh vate Leandro!, que no eres inferior a los antiguos doctores».
Estos son los dioses mayores de aquel templo. Fuera de ellos, hay otros muchos que no tienen el honor de una pintura ni un verso. A lo más, el nombre escueto: León, Apringio, Martín... Aparte hay una serie de estantes, donde están las espinas, es decir, los libros clásicos. Ningún rótulo los delata; pero el dueño los conoce muy bien. Allí tiene algunos buenos amigos, como Horacio, Perseo, Cicerón, Marcial, Juvenal, y, sobre todo, Varrón, Servio, el comentarista de Virgilio, y Suetonio, no el historiador, sino el sabio, el naturalista. También aquí tenemos libre acceso; pero es preciso llegar con cuidado, con prudencia, para no punzarnos. El sacerdote de este santuario es magnánimo y liberal. No quiere mariposeos, ni espíritus ratoniles; quiere hombres ávidos, codiciosos, insaciables, como él. «Como veis—nos dice sonriente—, son muchos los libros que hay en nuestros anaqueles. Lee; en cualquier materia tienes donde escoger. Sacude la modorra de tu mente, no seas perezoso; esta es, hermano, la única manera de salir más docto de aquí. Tal vez me digas: ¿Para qué tanto? He recorrido las historias, he estudiado la ley, y esto me basta. Si así piensas, ya no sabes nada.»
Pero he aquí una puerta, disimulada detrás de un tapiz. Del interior sale un tufillo acre y no ingrato. Veamos: estantes, cajas, almireces y retortas. Todo es orden en el pequeño cubículo. Sobre la pared, cuatro figuras pintadas; dos, con nimbo alrededor de la cabeza y palmas en las manos; otras dos, con barbas y, en las manos, sendos libros. Un dístico nos da la clave para identificarlas: «Aquellos a quienes el mundo celebra como los maestros esclarecidos de la medicina, aparecen representados en estas pinturas.» Los del nimbo son San Cosme y San Damián; los de la barba, Hipócrates y Galeno. Estamos en la oficina del médico, y a la vez en la apoteca, la botica. Nuestro guía, este abad joven y pálido, ama la medicina más acaso que la jurisprudencia, que la historia, que la dialéctica o la minerología; la ama tanto como a la teología, porque si ésta sirve para alimentar a las almas, aquélla sana y robustece los cuerpos; son dos instrumentos de la caridad, que quiere abarcarlo todo y a todos aprovechar. Tanto como el olorcillo confuso de la menta, el anís, el saúco, la artemisa y la genciana, lo que aquí se respira es el hálito de la caridad. Es la caridad la que da al médico esta bella advertencia:
«Atiende solícito lo mismo al pobre que al poderoso. Justo es que el rico te pague tus cuidados, pero no seas exigente con el que no tiene que comer.» Pero al lado se lee una amarga advertencia acerca del egoísmo humano: «Mientras te dura la enfermedad, no le faltan al médico regalos; mas apenas te levantas del lecho, ya no vuelves a acordarte de él.»
De la biblioteca y la farmacia pasamos al escritorio, una habitación luminosa y sonriente. Todo es actividad y silencio. Sólo se oye el rasguear de los cálamos, el gemir del pergamino, roto por las tijeras, y, a intervalos, pausada y clara, la voz del dictante. En los muros hay severas amonestaciones para los escribas: «El que estuviese aquí media hora ocioso, sea suspendido y reciba dos azotes. Amigo, si sabes copiar y pintar dos, tres y cuatro veces mejor, tu obligación es hacerlo. Si eres capaz de comprender dónde estás, calla; ese es mi precepto. El copista no sufre a su lado un hablador.» Así debe ser el escritorio de donde va a salir la renovación científica de España: lugar del trabajo inteligente y asiduo, mansión del silencio y la quietud, refugio del arte y de la ciencia. Todos deben aspirar a la perfección; el que prepara la vitela, el que combina las tintas, el que adorna las iniciales, el que ilumina los folios con figuras de un delicioso sabor oriental, y, sobre todo, el que tiene la misión de trasladar a las futuras generaciones las obras maestras de los antiguos en esbeltas y angulosas capitales, en cursivas rápidas y enrevesadas o en los rasgos suaves y redondos de la minúscula. Nada les falta para cumplir dignamente con su noble oficio: ni el oro, ni el lapislázuli, ni el cinabrio, ni las finas canas cortadas a la orilla del Betis, ni las plumas de ganso, ni las pieles más finas de ternerillo de cuatro meses. Mirad todos esos frascos que llenan las alacenas. «No brindamos licores —nos dicen ellos—; nosotros guardamos los polvos finos de las materias colorantes.» Y el maestro completa: «Aquí tengo toda clase de perfumes: esencias de rosa y violeta, aromas de incienso y almíbar, elixires de nardo y de estacte, ungüentos de nuestra tierra española, juntamente con otros traídos de Grecia; mirra, casia, cinamomo, croco de Cilicia... En fin, todo lo que el árabe quema en sus aras, cuanto produce la India en materias de pigmentos, cuanto se encuentra entre las aguas del mar de Jonia, puede admirarse aquí. Para transmitir lo bello del pasado a los venideros, no bastan las hierbas humildes, que nacen en cualquier prado; debemos disputar sus riquezas a los palacios de los reyes.»
—Maestro—observamos nosotros—, por lo visto, al organizar todos esos elementos de trabajo, vuestro pensamiento está fijo en los tesoros de la cultura antigua.
—En la cultura de los hombres que nos han precedido y en la de los hombres que vendrán después de nosotros. Desgraciadamente, hoy ya no sabemos tanto como en tiempo de Suetonio y de Agustín. No en vano han pasado dos siglos de invasiones y saqueos. Ahora los germanos empiezan a civilizarse, a envidiarnos nuestra lengua y nuestra erudición latina. Nuestra obligación es saciar esa sed santa y noble, recogiendo cuanto se ha salvado de la guerra y del incendio, ordenando los fragmentos dispersos, armonizándolo todo y ofreciéndoselo a los siglos futuros para que no vuelvan a la barbarie.
Así debía de hablar Isidoro a Braulio de Zaragoza cuando le enseñaba las salas donde había instalado su librería, su farmacia, su escritorio y su pigmentario. Recoger, ordenar, unificar, transmitir: he aquí resumido en cuatro palabras el ideal de toda existencia. La tarea ha empezado ya. Volvamos al escritorio. Un monje dicta; una docena de monjes copia. ¿Qué copian? Una nueva edición, una recensión nueva de la Biblia. El texto de la Vulgata jeroni-miana se iba adulterando de tal modo, que las Iglesias no podían ponerse de acuerdo. Era un caos, donde Isidoro acababa de infundir la luz. Ha recogido los antiguos manuscritos, ha estudiado, ha comparado, ha eliminado, y así ha logrado un texto bíblico casi perfecto, que se extenderá por toda España y correrá luego por toda la cristiandad. Ya tiene discípulos que le ayudan, que son buenos políglotas y buenos escrituristas; y uno de ellos es Floro, «el que con manos estudiosas, no sin gran trabajo y a petición del maestro amado, corrige el Salterio de David, restituyendo la versión latina de .acuerdo con las fuentes griegas y hebraicas». Así dice la dedicatoria dirigida al abad Isidoro, y termina: «Ahora, ¡oh padre!, recibe con benévolo corazón el volumen corregido, y revísalo tú para que sea una obra definitiva.»
Evidentemente, nos hallamos ante un hombre de espíritu claro y voluntad enérgica. Es un sabio, pero también un organizador. Tiene el genio del orden que hizo de Suger un hombre de Estado. Hubiera podido gobernar el mundo, diríamos de él sin temor de exagerar. Ya en su abadía se revela un hombre de gobierno. Desde el primer momento se ha dado cuenta de que la legislación monástica que regula la vida de los monjes visigodos es oscura, enrevesada y, a veces, contradictoria: la misma confusión que en el campo de las Sagradas Escrituras. Para remediarla, escribe su Regla de los monjes, donde todo es claridad, método, sencillez y comprensión. Todos los elementos antiguos han sido admirablemente fusionados, sistematizados y dispuestos de una manera orgánica. Es una construcción, que preludia las Etimologías.
La pasión del orden será también el resorte de su vida episcopal. En el año 600 sucede a su hermano en la sede episcopal de Sevilla. Predica al pueblo, gobierna la diócesis, vela sobre toda la Bética, reúne concilios, uno en 619; otro en 625; promulga sabios decretos para promover la cultura y mejorar las costumbres, defiende la ortodoxia, convierte a un obispo oriental que propagaba en el sur de España el eutiquianismo, y confunde a un prelado godo que se había levantado al frente de una reacción arriana. Su acción llega hasta Toledo, y desde allí a todas las provincias de España. Es el consejero de los reyes, su servidor, el más fiel de los vasallos. Admira al pueblo guerrero, que ha sabido crear un imperio en su tierra, y se esfuerza para suavizar sus costumbres y hacerle comprender toda la belleza de las viejas tradiciones hispanorromanas. Amigo del «cristianísimo rey Sisebuto, su hijo y señor», le alienta en su programa de gobierno, le anima en sus trabajos literarios, y «conociendo su ingenio, su facundia y su amor a las letras», le dedica el libro De la naturaleza de las cosas. Esta política se inspira en el más puro y ardiente patriotismo. Se siente orgulloso de ser español, de vivir en la era de los reyes de Toledo, de pertenecer a la Iglesia de los grandes concilios toledanos. Su Crónica de los reyes godos, vándalos y suevos empieza con un canto a España lleno de emoción y lirismo. «De todas las tierras que hay desde el océano a la India, tú eres la más hermosa, ¡oh Hispania sagrada!, madre, siempre feliz, de príncipes y de pueblos. Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la reina de las provincias, la parte más ilustre de la tierra, la que fue amada por el poderío de la gente goda, que alzó en ella un imperio glorioso por la majestad real y el brillo de las riquezas.»
Aquel hombre, enamorado de la unidad, se sentía nacionalista al ver a su patria gozosa de su unidad política y religiosa. Él también trabaja por la centralización de los poderes civiles y religiosos, asqueado, sin duda, de la anarquía en que se había vivido durante dos siglos. Favorece el acrecentamiento de las atribuciones de los metropolitanos de Toledo, y trabaja en acentuar la tendencia a la formación de una Iglesia nacional, iniciada ya en el tercer concilio toledano. Su ideal empieza a realizarse en el cuarto concilio de Toledo, que, inspirado y presidido por él, nos refleja, al mismo tiempo que sus ideas teológicas, sus planes bien definidos de reforma religiosa. Es en diciembre del año 633. Isidoro, casi octogenario, ha llegado a la cumbre de su fama de ciencia y santidad. Los setenta obispos reunidos en torno suyo se inclinan delante de su figura venerable y su saber prodigioso. Casi no hay discusión en la asamblea: él propone los decretos, sus colegas asienten. Todos llevan el sello de su talento preciso, claro, pragmatista y organizador. La disposición de las materias es también de una lógica irreprochable. Ante todo, el símbolo de la fe que ha de ser como la columna de luz del catolicismo español; después, la organización general de la Iglesia, y como consecuencia natural, la ordenación de la oración pública y los oficios divinos; siguen las disposiciones acerca de la parte material de las basílicas y los estatutos que han de regular la vida de los clérigos. Hay una veintena de cánones para fijar la situación de los siervos y los judíos, y viene, finalmente, la reglamentación de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Una idea común inspira toda esta legislación: es la idea de unidad. Todas las ciudades episcopales deben tener una universidad, un seminario semejante al de Sevilla; todos los clérigos deben usar la misma tonsura, todos los templos deben tener los mismos rezos y la misma manera de administrar los sacramentos; todas las iglesias deben someterse a la misma ley; toda la nación debe regirse por la misma colección canónica: la Hispana, que Isidoro acaba de redactar y promulgar; todos los obispos deben acatar la autoridad del Concilio nacional. Unidad de gobierno, unidad de disciplina y unidad de liturgia, «porque sería un absurdo—dice Isidoro—que tuviésemos costumbres distintas los que profesamos una misma fe y formamos parte de un mismo imperio». Hay una excepción, sin embargo, a este principio general. Isidoro se resigna a ella, aunque no sin vacilaciones. Vive en un ambiente nacionalista, y lo favorece con toda su alma. El nacionalismo trae la persecución de los judíos, y en esto Isidoro ya no está con sus contemporáneos, ni siquiera con su amigo el rey Sisebuto, que había querido convertirlos a la fuerza. En su Historia, Isidoro condena su conducta. «Tuvo celo—dice—, pero no según la prudencia.» En el Concilio cuarto de Toledo, delante de la corte y del episcopado, se atrevió a oponerse a la corriente antisemita, contentándose con dificultar la influencia perniciosa de los judíos. «Se les ha de atraer—dice—; pero no con la espada, sino con el raciocinio»; y poniendo en práctica este principio, publica sus dos libros Contra los judíos, que, en el optimismo de su caridad, había creído más eficaces que las torturas de Sisebuto.
El sabio, entre tanto, no había olvidado sus planes de su escuela. Leía, escribía y enseñaba con el ardor de sus años juveniles. Su ciencia y su elocuencia reúnen en torno suyo lo más granado de la juventud estudiosa de toda España. Todo en él cautivaba y deleitaba: su virtud, su bondad, su lenguaje y su saber. Ildefonso de Toledo, el más famoso de sus discípulos, hace de él este elogio: «Era un hombre extraordinario, tanto por su belleza varonil como por su inteligencia; su manera de hablar tenía tal gracia, tal facilidad y un hechizo tan profundo, que causaba estupefacción a cuantos le escuchaban, y aunque repitiese las mismas cosas, nunca nos cansábamos de oírle.» Además de fácil, su palabra era densa, y siempre en armonía con la condición de los oyentes. «Tenía una abundancia admirable de expresión—dice otro contemporáneo, Braulio de Zaragoza—; este hombre, dotado de una elocuencia maravillosa, sabía amoldarse al alcance de todos, de los sabios lo mismo que de los ignorantes.» Su enseñanza era una entrega de sí mismo; en su voz, lo mismo que en su pluma, sólo hay un anhelo: ser útil a los demás, haciendo fructificar aquel germen de sabiduría que providencialmente había arraigado en el fondo de su ser. Fue la suya una ciencia provechosa para los demás, y al mismo tiempo, limpia de orgullo, completamente impersonal. Todos sus libros se los arranca la necesidad de sus discípulos o la exigencia de sus contemporáneos. Comenta rápidamente casi todos los libros de la Biblia, en beneficio del pueblo cristiano; publica su obra Los oficios eclesiásticos, para poner en manos del clérigo un manual litúrgico indispensable; escribe los tres libros de las Sentencias, que pueden considerarse como la primera Summa teológica, para que sirviese de libro de texto a los estudiantes de teología en las escuelas episcopales; redacta su obra De la diferencia de la propiedad de las palabras, como complemento al estudio de la gramática y la retórica; y sus obras históricas La Crónica, La Historia de los reyes de España y El libro de los varones eclesiásticos, no tienen otro objeto que satisfacer la sed de conocimientos que él había despertado entre sus compatriotas. Las mismas ciencias naturales; el estudio del mundo físico, debían formar una parte no despreciable del ciclo de estudios que regía en su Universidad sevillana, «pues no es una cosa supersticiosa—nos dice él mismo—el conocer el curso de los astros, los movimientos de las olas, la naturaleza del rayo y del trueno, las causas de las tempestades, de los terremotos, de la lluvia y la nieve, de las nubes y del arco iris». De todas estas cuestiones trata en dos libros sugestivos, el De la naturaleza de las cosas y el Orden de las criaturas.
Esta producción, extensa y variada, culmina en la obra gigantesca de las Etimologías, cristalización genial de los conocimientos que Isidoro había atesorado en su memoria y almacenado en sus ficheros, fruto de una inmensa lectura, de una larga paciencia y de un método escrupuloso. Todo el saber antiguo debía estar allí condensado, sistematizado, ordenado. Hablando de San Isidoro, esta palabra nos persigue siempre. En primer lugar, las artes liberales; después, la medicina y las leyes de los tiempos, con un breve resumen de historia universal; a continuación, la noticia de las cosas sagradas, de las religiones y de las sectas; y tras esto, la exposición de toda suerte de conocimientos profanos: lingüística y etnología, sociología y jurisprudencia; geografía y agricultura; historia natural y cosmología; lengua, razas, ejércitos, monstruos, animales, minerales, plantas, edificios; campos, caminos, jardines, construcciones, vestidos, costumbres, instrumentos de la paz y de la guerra y utensilios de toda clase. Era una verdadera enciclopedia, cuyo elemento original estaba en la concepción y en el espíritu amplio con que Isidoro supo amalgamar la ciencia pagana con la tradición científica de los Santos Padres. Para él, todos aquellos conocimientos debían tener valor de edificación, todos podían ser una ayuda para bien vivir, con tal que se hiciese de ellos mejor uso que los paganos.
Tal fue la impresión que hizo en toda España el plan grandioso de esta obra, que los intelectuales se apresuraron a arrancársela de las manos al autor. Ya en 620, el rey Sisebuto logró que Isidoro le enviase una copia de lo que hasta entonces llevaba compuesto. Hízose con todo sigilo, pues el autor no se decidía nunca a dar por terminada su obra. Durante siete años, Braulio de Zaragoza le exige con insistencia inoportuna el envío de un ejemplar, y al fin, en 631, agotada la paciencia, le escribe una carta llena de amistosos reproches: «En adelante—le dice—, mis ruegos se convertirán en injurias, mis palabras en gritos, y no te dejaré en paz hasta que abras la mano y des a la familia de Dios ese pan de vida que ella exige de ti.» Isidoro cede, y entrega los borrones a su amigo, encargándole de dar la última mano. Era el año 632.
En medio de sus abrumadoras tareas de metropolitano y de maestro, de escritor y de obispo, de consejero de reyes y director de concilios, de organizador del reino y de la Iglesia, Isidoro parecía sentir constantemente la nostalgia del retiro monacal: «¡Ay, pobre de mí—exclama en el tercer libro de las Sentencias—, pues me veo atado por muchos lazos que me es imposible romper! Si continúo al frente del gobierno eclesiástico, el recuerdo de mis pecados me aterra, y si me retiro de los negocios mundanos, tiemblo más todavía, pensando en el crimen del que abandona la grey de Cristo.» Estas palabras parecen el eco de una vida espiritual intensa; y, efectivamente, aquel erudito sin igual, aquel gran gobernante, era también un místico, y como un místico se nos revela en el libro de los Sinónimos, efusión inflamada del corazón llagado por las tristezas de la vida, diálogo emocionante entre el alma, que, oprimida por el dolor, llega a desear la muerte, y la razón, que la consuela con la esperanza del perdón, la profunda belleza de la virtud, los encantos de la bondad divina y las alegrías inefables de los caminos de la perfección. Alternativamente oímos el lenguaje de la humildad más profunda y del amor más puro.
La humildad y el amor fueron también los dulces compañeros en su última hora. Viendo que se acercaba, dejó su celda para orar, una vez más, en la basílica de San Vicente; así nos lo dice uno de sus discípulos, que estuvo presente a su muerte. Durante los seis últimos meses, los pobres habían pasado delante de él en una procesión continua; ahora les distribuyó cuanto le quedaba. Colocado delante del altar, rezó en alta voz delante de la multitud; después, dirigiéndose a los fieles, les dijo estas palabras:
«Perdonadme todas las faltas que he cometido contra vosotros; si he mirado con odio a alguno; si, irritado, molesté a alguien con mis palabras, humildemente le ruego que me perdone.» A estas súplicas, el pueblo respondía con sollozos. Dos obispos vistieron el cilicio al moribundo y lo rociaron de ceniza. «Indulgencia», gemía Isidoro, y sus manos se dirigían al Cielo empujadas por su anhelo heroico de descanso y de luz. Era el año 636.
Así murió aquel gran bienhechor de la Humanidad, trabajador infatigable y sabio universal, a quien llamará, algo más tarde, un concilio toledano, «doctor insigne de nuestro siglo novísimo ornamento de la Iglesia católica, el último en el orden de los tiempos, pero no en la doctrina; el hombre más docto en estos críticos momentos de fin de las edades». Preocupóse más de conocer que de profundizar, pero acaso era esto lo que entonces más convenía. En muchos siglos no se levantó un hombre de erudición tan vasta: comentó la Escritura, escribió versos, reorganizó la legislación civil y canónica, dejó una tradición escolar, trató en sus obras todas las ramas del saber, e influyó profundamente en toda la vida social y religiosa. Fue el mayor pedagogo de la Edad Media. Durante muchos siglos, la cristiandad vivirá de su hálito ardiente, como dirá Dante. Todavía no ha muerto, cuando sus obras recorren triunfantes todos los pueblos del Occidente de Europa. Italianos, franceses, sajones, germanos y celtas le estudian, le imitan, le copian, le plagian incansablemente. Después de los libros santos, no hay libros más leídos que los suyos. Se encuentran en todas las bibliotecas, se enseñan en todas las escuelas, se transcriben en todos los escritorios. Muchas generaciones podrán repetir con verdad las palabras de San Braulio:
«Tus libros nos llevan hacia la casa paterna cuando andamos errantes y extraviados por la ciudad tenebrosa de este mundo. Ellos nos dicen quiénes somos, de dónde venimos, y dónde nos encontramos. Ellos nos hablan de las grandezas de la patria y nos dan la descripción de los tiempos. Nos enseñan el derecho de los sacerdotes y las cosas santas, la disciplina pública y la doméstica, las causas, las relaciones y los géneros de las cosas, los nombres de los pueblos y la esencia de cuanto existe en el Cielo y en la tierra.»
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