Nacido en Murcia (España) en 1534, frente a la iglesia de San Juan de Dios, es bautizado en la catedral. Su padre, Ginés Hibernón, era de ascendencia nobiliaria, natural de Cartagena, y su madre, María Real, de la serranía de Cuenca, a la que llamaban por apodo «la Buena», justo título que se había granjeado por su vida laboriosa y caritativa. Contraen matrimonio y fijan su residencia en la ciudad portuaria, donde el padre poseía propiedades agrarias. La crisis económica del momento obliga a la joven familia a buscar mejor suerte y futuro trasladándose a la población murciana de Alcantarilla. Por este tiempo, la población alcantarillense dependía del clero catedralicio murciano, del que un hermano de la madre era canónigo beneficiado. Al poco de establecerse en la nueva residencia, nace Andrés, pues la madre ya estaba en adelantado embarazo cuando se produce el traslado. El nacimiento de Andrés tiene lugar en casa de su tío canónigo, al encontrarse la madre hospedada temporalmente en Murcia.
Andrés pasó con su familia los años de su infancia y primera adolescencia. Cuentan sus primeros biógrafos que el pequeño Andrés sólo tenía de niño »la apariencia», porque el asiento, la compostura, la devoción sobrepujaba mucho sus años. Los padres, deseando mejor porvenir para su primogénito, que el de un trabajador asalariado y de vendedor ambulante de telas, lo envían a Valencia con su tío Pedro Ximeno, en cuyo servicio estuvo hasta cumplir los veinte años. Entre otros oficios estuvo mayormente al cuidado de una manada de ganado. Ya adulto, determinó volver a la casa paterna. Entretanto y en sus años de servicio en el aprisco de su tío Pedro iba madurando la firme determinación de trasladarse al «otro aprisco del Pastor». Posibles contactos esporádicos con frailes franciscanos iban dando forma a su futura vida religiosa.
En compesación a su trabajo, su tío Pedro le entrega ochenta ducados en plata, que pensaba dar a sus padres para destinarlos a la dote de su hermana. En el camino de Valencia a Murcia le apalean y desvalijan todo cuanto lleva. Restablecido de aquel tremendo susto piensa «cuán pasajeros son los bienes de este mundo»: mejor inversión sería atesorar para el cielo.
Mas de nuevo, quizá viendo la pobreza de la familia, pospone por el momento su vocación religiosa, y reemprende el camino hacia Granada, donde se encargaría de la administración de bienes de Pedro Casanova, regidor a la sazón en Cartagena. Unos meses después, rompe con este modo de vida, e ingresa como postulante en el convento de San Francisco de Cartagena, perteneciente a la Provincia Seráfica Cartaginense. Tras un breve tiempo de experiencia es enviado al noviciado del convento de San Francisco de Albacete, en el que viste el hábito el 31 de octubre de 1556, y profesa un año más tarde en la festividad de Todos los Santos.
Al cabo de siete años, no satisfecho con el tenor de vida que se observaba, decide abrazar una vida más estrecha y apropiada al espíritu primigenio de la Orden de los Frailes Menores, que por este tiempo San Pedro de Alcántara (-19 de octubre) iba promoviendo a través de la Península Ibérica. La nueva forma de ,más rigurosa observancia a la Regla» de San Francisco se iba introduciendo en los conventos observantes, despertando entre sus frailes un afán de emulación. La vida de penitencia y austeridad, con intensa oración y guarda de la estricta pobreza contagió al joven fraile murciano.
En efecto, a los seis años de permanencia en el convento de San Francisco de Albacete, sirviendo en los oficios de portero, cocinero y limosnero, ingresa, con facultad apostólica, en la provincia alcantarina de San Juan Bautista de Valencia, asignándole la residencia de San José de Elche. Era el año de 1563, cuando tenía 29 años.
A fray Andrés le cupo en suerte vivir los primeros tiempos del movimiento renovador de la descalcez franciscana. Su primera residencia alcantarina estuvo dirigida por el padre Alfonso Llerena, discípulo de San Pedro de Alcántara. Los primeros establecimientos descalzos eran, sin duda, auténticos viveros de santidad, de los que nacería San Pascual Bailón (-17 de mayo), compañero de fray Andrés.
En todos los conventos donde moró (Elche, Almansa, Villena, Santa Ana de Jumilla, San Juan de Ribera de Valencia, San Diego de Murcia, y sobre todo Gandía, donde estuvo diez años), dejó profunda huella entre la comunidad y entre los que le conocieron. Como maestro espiritual de pequeños y grandes, siguiendo el consejo de San Pedro de Alcántara a Santa Teresa de Ávila, de que »la perfección de la vida, no se ha de tratar sino con los que la viven», acudían a él desde la gente sencilla a los de alto abolengo, incluso sus compañeros religiosos, lectores de Teología.
A lo largo de sus casi cuarenta años de vida alcantarina, fray Andrés destacó por su capacidad contemplativa. Solía decir que San Francisco se vistió interiormente de Cristo y dispuso que el hábito fuese en forma de cruz, para así expresar que la orden franciscana era una comunidad de crucificados para el mundo. Tal convicción marcó su propio derrotero. Fray Andrés se descalzó, y, con los pies desnudos, vistió el hábito áspero, pobre y vil en forma de cruz, para significar que la vida del fraile menor se ha de conformar con el hábito, en la estrechez, menosprecio y mortificación. Mas conociendo que la vida de aspereza no puede prevalecer, sino suavizada con la dulzura del trato familiar con Dios, puso, desde luego todo su ahínco en el divino empleo de la oración.
De otra parte, era «un técnico en todas las artes de los oficios domésticos conventuales», desde cocinero, limosnero o sastre a agricultor o refitolero. Todos los servicios le «enfervorizaban siempre para levantar el corazón a Dios». Cuando cavaba y escardaba la huerta, a intervalos, se hincaba de rodillas para su trato con Dios; cuando mendigaba, siempre tenía tiempo para arrodillarse en el umbral con sus alforjas; cuando estaba de portero, siempre tenía una pequeña estera para, en sus momentos libres, postrarse de rodillas. Siempre andaba atado al hilo de la oración, trayendo muy hermanadas a Marta y María. «Nunca sus descansos debían ser a costa de la oración».
Se esmeró en hacer todos los oficios que le encomendaba la obediencia con gran diligencia y puntualidad, por lo cual era apetecido por todos los guardianes de los conventos, queriendo cada cual llevárselo consigo.
Procuraba siempre que ningún minuto de tiempo lo pasase ocioso y sin ganancia espiritual. Preguntado una vez si sentía el tedio espiritual, contestó que »jamás lo sentía, porque había hecho hábito de nunca estar ocioso, con lo cual siempre se hallaba apto para la oración o contemplación». Adaptaba el modo del trabajo del cuerpo con el ejercicio de la oración, sirviendo uno al otro de estímulo. Y «como todo movimiento camina tras la quietud, así sus operaciones activas le llevaban como a su centro, al ocio santo de la oración». La oración era para él el mayor alivio y descanso.
Entre los libros preferidos estaban: Desprecio del mundo, del venerable Kempis, las Horas de Nuestra Señora y la Regla de San Francico que tenía encuadernada y siempre llevaba consigo; verificándose la frase de San Agustín: «En la oración nosotros hablamos a Dios, y en la lección Dios nos habla a nosotros».
Solían llamarle «Santo viejo», mas él siempre respondía: «¡Oh, que lástima! Viejo loco, sí, insensato e impertinente, pero de santo no, no».
Son más de cien milagros los que narra el padre Panes, principalmente en la población de Gandía. Milagros durante su vida y después de muerto.
Murió el 18 de abril de 1602, a los 68 años de edad, conservándose su cuerpo incorrupto en la iglesia de San Roque de Gandía, hasta que en 1936 fueron profanados y quemados sus restos.
Andrés pasó con su familia los años de su infancia y primera adolescencia. Cuentan sus primeros biógrafos que el pequeño Andrés sólo tenía de niño »la apariencia», porque el asiento, la compostura, la devoción sobrepujaba mucho sus años. Los padres, deseando mejor porvenir para su primogénito, que el de un trabajador asalariado y de vendedor ambulante de telas, lo envían a Valencia con su tío Pedro Ximeno, en cuyo servicio estuvo hasta cumplir los veinte años. Entre otros oficios estuvo mayormente al cuidado de una manada de ganado. Ya adulto, determinó volver a la casa paterna. Entretanto y en sus años de servicio en el aprisco de su tío Pedro iba madurando la firme determinación de trasladarse al «otro aprisco del Pastor». Posibles contactos esporádicos con frailes franciscanos iban dando forma a su futura vida religiosa.
En compesación a su trabajo, su tío Pedro le entrega ochenta ducados en plata, que pensaba dar a sus padres para destinarlos a la dote de su hermana. En el camino de Valencia a Murcia le apalean y desvalijan todo cuanto lleva. Restablecido de aquel tremendo susto piensa «cuán pasajeros son los bienes de este mundo»: mejor inversión sería atesorar para el cielo.
Mas de nuevo, quizá viendo la pobreza de la familia, pospone por el momento su vocación religiosa, y reemprende el camino hacia Granada, donde se encargaría de la administración de bienes de Pedro Casanova, regidor a la sazón en Cartagena. Unos meses después, rompe con este modo de vida, e ingresa como postulante en el convento de San Francisco de Cartagena, perteneciente a la Provincia Seráfica Cartaginense. Tras un breve tiempo de experiencia es enviado al noviciado del convento de San Francisco de Albacete, en el que viste el hábito el 31 de octubre de 1556, y profesa un año más tarde en la festividad de Todos los Santos.
Al cabo de siete años, no satisfecho con el tenor de vida que se observaba, decide abrazar una vida más estrecha y apropiada al espíritu primigenio de la Orden de los Frailes Menores, que por este tiempo San Pedro de Alcántara (-19 de octubre) iba promoviendo a través de la Península Ibérica. La nueva forma de ,más rigurosa observancia a la Regla» de San Francisco se iba introduciendo en los conventos observantes, despertando entre sus frailes un afán de emulación. La vida de penitencia y austeridad, con intensa oración y guarda de la estricta pobreza contagió al joven fraile murciano.
En efecto, a los seis años de permanencia en el convento de San Francisco de Albacete, sirviendo en los oficios de portero, cocinero y limosnero, ingresa, con facultad apostólica, en la provincia alcantarina de San Juan Bautista de Valencia, asignándole la residencia de San José de Elche. Era el año de 1563, cuando tenía 29 años.
A fray Andrés le cupo en suerte vivir los primeros tiempos del movimiento renovador de la descalcez franciscana. Su primera residencia alcantarina estuvo dirigida por el padre Alfonso Llerena, discípulo de San Pedro de Alcántara. Los primeros establecimientos descalzos eran, sin duda, auténticos viveros de santidad, de los que nacería San Pascual Bailón (-17 de mayo), compañero de fray Andrés.
En todos los conventos donde moró (Elche, Almansa, Villena, Santa Ana de Jumilla, San Juan de Ribera de Valencia, San Diego de Murcia, y sobre todo Gandía, donde estuvo diez años), dejó profunda huella entre la comunidad y entre los que le conocieron. Como maestro espiritual de pequeños y grandes, siguiendo el consejo de San Pedro de Alcántara a Santa Teresa de Ávila, de que »la perfección de la vida, no se ha de tratar sino con los que la viven», acudían a él desde la gente sencilla a los de alto abolengo, incluso sus compañeros religiosos, lectores de Teología.
A lo largo de sus casi cuarenta años de vida alcantarina, fray Andrés destacó por su capacidad contemplativa. Solía decir que San Francisco se vistió interiormente de Cristo y dispuso que el hábito fuese en forma de cruz, para así expresar que la orden franciscana era una comunidad de crucificados para el mundo. Tal convicción marcó su propio derrotero. Fray Andrés se descalzó, y, con los pies desnudos, vistió el hábito áspero, pobre y vil en forma de cruz, para significar que la vida del fraile menor se ha de conformar con el hábito, en la estrechez, menosprecio y mortificación. Mas conociendo que la vida de aspereza no puede prevalecer, sino suavizada con la dulzura del trato familiar con Dios, puso, desde luego todo su ahínco en el divino empleo de la oración.
De otra parte, era «un técnico en todas las artes de los oficios domésticos conventuales», desde cocinero, limosnero o sastre a agricultor o refitolero. Todos los servicios le «enfervorizaban siempre para levantar el corazón a Dios». Cuando cavaba y escardaba la huerta, a intervalos, se hincaba de rodillas para su trato con Dios; cuando mendigaba, siempre tenía tiempo para arrodillarse en el umbral con sus alforjas; cuando estaba de portero, siempre tenía una pequeña estera para, en sus momentos libres, postrarse de rodillas. Siempre andaba atado al hilo de la oración, trayendo muy hermanadas a Marta y María. «Nunca sus descansos debían ser a costa de la oración».
Se esmeró en hacer todos los oficios que le encomendaba la obediencia con gran diligencia y puntualidad, por lo cual era apetecido por todos los guardianes de los conventos, queriendo cada cual llevárselo consigo.
Procuraba siempre que ningún minuto de tiempo lo pasase ocioso y sin ganancia espiritual. Preguntado una vez si sentía el tedio espiritual, contestó que »jamás lo sentía, porque había hecho hábito de nunca estar ocioso, con lo cual siempre se hallaba apto para la oración o contemplación». Adaptaba el modo del trabajo del cuerpo con el ejercicio de la oración, sirviendo uno al otro de estímulo. Y «como todo movimiento camina tras la quietud, así sus operaciones activas le llevaban como a su centro, al ocio santo de la oración». La oración era para él el mayor alivio y descanso.
Entre los libros preferidos estaban: Desprecio del mundo, del venerable Kempis, las Horas de Nuestra Señora y la Regla de San Francico que tenía encuadernada y siempre llevaba consigo; verificándose la frase de San Agustín: «En la oración nosotros hablamos a Dios, y en la lección Dios nos habla a nosotros».
Solían llamarle «Santo viejo», mas él siempre respondía: «¡Oh, que lástima! Viejo loco, sí, insensato e impertinente, pero de santo no, no».
Son más de cien milagros los que narra el padre Panes, principalmente en la población de Gandía. Milagros durante su vida y después de muerto.
Murió el 18 de abril de 1602, a los 68 años de edad, conservándose su cuerpo incorrupto en la iglesia de San Roque de Gandía, hasta que en 1936 fueron profanados y quemados sus restos.
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