Una infancia triste en un pueblecito umbro, Laviano, en el hogar menesteroso de un campesino cuya única riqueza era su honradez; a los siete años, la sombra del ataúd de su madre, con sus miedos y sus tristezas; luego, la tiranía de una madrastra, que odia a la huerfanita, que tiene envidia de la gracia que poco a poco va revelándose en el cuerpo menudito de la niña. Como no encontró la alegría en el hogar, buscóla fuera: en el bullicio de la plaza, en el trato con sus compañeras, en la libertad de los regocijos populares. A los quince años era ya una mujercita, una rosa abierta entre la juventud de Laviano. La fortuna había sido parca con ella; la Naturaleza, generosa: estatura no muy alta, pero elegante talle, óvalo perfecto enmarcado en una cabellera de ébano, suave mirar, belleza fina y morena, inteligencia viva, corazón ardiente. Era hermosa como la imagen de un camafeo antiguo.
Poco después, entre regocijos que dieron lugar a torrentes de lágrimas, Margarita, conoció al hijo de un gran señor de las cercanías. «Ven conmigo—le dijo el joven castellano—; quiero sacarte de ese infierno en que vives. Soy dueño de Valiano y los Palazzi, y en Montepulciano tengo mi castillo señorial.» Rehusó la hermosa aldeana. Era la deshonra lo que la ofrecían. Pero el caballero, fascinado, ciego ante su belleza, suplicó, prometió, adornó su cuello con el brillo de finas perlas, y la joven cayó en el lazo; siguió a su seductor; pero, ¡ay!, nunca sería castellana de sus castillos. Era una noche aciaga la que protegió aquella huida pecaminosa. A medio camino les cerraron el paso las lagunas de Chiana. Subieron a una barquilla que había junto a la ribera, y el joven empezó a remar; de pronto, un choque; la embarcación zozobra y los fugitivos caen al agua. Nadando en medio de la oscuridad, el caballero acertó a coger su presa, la sacó a la orilla, y, con ella en brazos llamó a la puerta de un aldeano que vivía cerca de allí. Tal fue la primera aventura de aquel amor dramático. Margarita temblaba pensando que aquello era un aviso de Dios.
Al día siguiente estaban a salvo detrás de los muros almenados de Montepulciano. «Acuérdate—decía más tarde Nuestro Señor a su sierva—de aquel paso que hiciste de noche a través de las aguas cuando ibas a renovar los suplicios de mi Pasión; acuérdate de los nueve años que viviste en poder del engañador, que preparó asechanzas a tu pureza.» Fueron nueve años de pecado y remordimiento.
La pobre hija del campo, demasiado sencilla ante los engaños de la pasión, habíase dejado arrastrar por las seducciones de la vida. Había salido de su pobreza, pero sin conseguir la felicidad. En vano le ofrecían la opulencia, el lujo de sus arcas y sus tapices, los obsequios de sus servidores y las seducciones más embriagadoras de los sentidos, aquellas salas amplias del castillo señorial; en vano se reunían en torno de ella todos los atractivos de la adulación, de la riqueza y del placer. La voz de la conciencia venía a turbar todas aquellas alegrías. La vista de una azucena le recordaba las negruras de su alma; en la sonrisa de los transeúntes creía ver un reproche; y el recuerdo de su madre inmóvil en el ataúd le hacía estremecer. «En Montepulciano—dirá más tarde—perdí el honor, la dignidad y la paz; perdílo todo, menos la fe.» Esta llama santa no pudo ser ahogada por la pasión. Margarita echaba de menos aquella casa paterna, donde había sido desgraciada, pero inocente, y como el oro llegaba a sus manos en abundancia, ella lo distribuía generosamente entre los menesterosos, creyendo de esta manera rescatar su pecado. Muchas veces, buscando una soledad en el jardín, rompía en llanto, diciendo: «¡Oh! ¡Qué bien se podría rezar aquí! ¡Qué sitio más a propósito para hacer penitencia!» En más de una ocasión, cuando sus amigas encomiaban su belleza y la gracia con que llevaba sus galas, contestó ella: «No hagáis caso de esto; día vendrá en que me llaméis santa y vayáis con el bordón de los peregrinos a visitar mi sepulcro.»
La conversión presentida vino de una manera fulminante. A principios de 1273 vivía Margarita en la casona de los Palazzi. De súbito, el lebrel favorito del señor de Valíano se acerca a ella lanzando aullidos lastimeros, lame la mano de su dueña y coge con los dientes su túnica de seda, como diciendo: «Ven conmigo.» Ella le sigue temblorosa y llega al bosque de Petrignano. Allí, frente a una encina, el animal se detiene, renovando sus lúgubres alaridos. Pálida, convulsa, Margarita observa en torno, ve un montón de ramas artificiosamente dispuesto, las retira haciendo un esfuerzo supremo, y, nadando en un charco de sangre, reconoce a su amante, apuñalado. Aquel horrible espectáculo la hizo caer al suelo desmayada, y al mismo tiempo la iluminó. Allí mismo, bajo el peso de un dolor centuplicado por el remordimiento, tomó la resolución de expiar su caída.
Unos días más tarde, cubierta de un sencillo vestido negro, contrita y deshecha en llanto, se presentaba en la casa paterna. Esperaba el perdón, pero al lado de su padre estaba la madrastra. El buen labriego umbro tuvo que escoger entre la esposa y la hija, la hija del escándalo, como decía aquella mala mujer. Margarita bajó la cabeza y salió en silencio. ¿Dónde ir? Allí, junto a la cabaña donde había nacido, había un huerto, y en el huerto una higuera. Sentóse a su sombra la pobre muchacha, y lloró largamente. «No te apures—le decía una voz—; aún eres joven y hermosa; puedes gozar del amor, y el mundo llenará tu copa de divinas dulzuras.» Margarita cerró los ojos, apretó los dedos y dijo con decisión heroica: «No, eso no volverá.» Oirá voz le dijo: «A Cortona; los hijos de San Francisco se compadecerán de tí y te dirán lo que tienes que hacer.» Y echando a andar, recorrió las doce millas que la separaban de Cortona. Tenía entonces alrededor de veinticinco años.
A la pecadora reemplazó la penitente. Ha caído la negra cabellera, han terminado las fiestas y banquetes, y el rostro que fue admiración de gentiles hombres está ahora marchito por el ayuno, cubierto de hollín, ensangrentado por los golpes. Un domingo, la pobre pecadora como a sí misma se llama Margarita, entra en la iglesia de Laviano, vestida de harapos, llevando una cuerda al cuello, y, de rodillas, pide a sus compatriotas que perdonen los escándalos de su vida. Vuelve otra vez a Cortona obsesionada por el anhelo de purificación. Horas y horas se pasa de rodillas delante del crucifijo, diciendo sus congojas y escuchando palabras misteriosas. Un día oye una voz que le dice: «Tus pecados te han sido perdonados.» Otro día, los labios del Cristo se abren de nuevo para preguntar: «¿Qué quieres, mi pobre pecadora?» Y ella responde: «Señor Jesús, no quiero más que a Vos; no busco más que a Vos.»
El amor de Dios va dominando aquel corazón apasionado. Se presenta con todos sus arrebatos y sus divinas locuras: éxtasis, visiones, apariciones, íntimos coloquios, gritos desgarradores, lágrimas abrasadas. La penitente ha subido a las cumbres vertiginosas de la unión, ha conocido la crucifixión. «Un Viernes Santo—dice el narrador de su vida, que fue su propio director—vino a decirme que no me ausentase del convento, porque Dios le preparaba algo extraordinario. Después de la misa conventual, fue arrebatada en espíritu. A su vista desarrollóse todo el drama de la Pasión. Vio al Salvador vendido por el beso de Judas, negado por San Pedro, abandonado por los Apóstoles, insultado por los pretorianos. Oyó los golpes de los azotes, los gritos del populacho, el ruido del martillo cuando le clavaban las manos y los pies. Me explicó todas las escenas de la Pasión, sin advertir la presencia de la población de Corteña, que había venido para presenciar tan extraordinario suceso. Tenía los brazos en cruz y las contracciones de su rostro reflejaban la violencia de sus emociones. A la misma hora en que expiró la víctima del Calvario, inclinó la cabeza, y pareció que ella también expiraba. Los que estaban presentes no cesaban de sollozar.»
A la caída de la tarde dejó la iglesia para encerrarse en su celda. Nueva Magdalena, iba preguntando a todos los que encontraba, con voces desoladas: «¿Dónde habéis puesto al Señor mi Dios? ¡Desventurada de mí! ¿Dónde iré a buscarle? Busco y suspiro y velo y sufro y desfallece mi corazón; pero, ¡ay!, no te encuentro. Respondedme, oh ángeles; tened piedad de mí, oh hijos de los hombres; ¿dónde está mi amor crucificado? ¡Oh dulce Jesús, mi soberano bien, delicias de mi alma, ¿por qué me has abandonado? ¿Dónde te has ocultado?»
No faltaban personas que se preciaban de suficientemente discretas para mirar con buenos ojos estas explosiones inocentes del amor. Hablaban de teatralidad, de hipocresía, de locura; reíanse de aquellos excesos, que ellos tachaban de imprudentes; o bien se indignaban pensando en los sortilegios infames que debían de ser la causa de los fenómenos extraordinarios. Para unos, la penitente era una alucinada; para otros, una poseída del demonio. Los mismos doctores franciscanos se reunieron para deliberar sobre el carácter divino o diabólico de todo aquello. Margarita sufría en silencio. En medio de las calumnias, sonreía, diciendo a su amado: «Donde estáis Vos, allí está el paraíso.» Iba de casa en casa pidiendo limosna para los enfermos, pasaba el día sirviendo a los apestados del hospital, y a las injurias de sus enemigos contestaba con los tesoros de su caridad. En los últimos años de su vida, sintiendo necesidad de mayor aislamiento, encerróse junto a una ermita que había al pie de la ciudadela, en la cima del monte que dominaba la ciudad. Sentía ansias de acercarse al Cielo. En su habitación no había más que dos cosas: un crucifijo colgado en la pared, y en un ángulo, un montón de juncos que le servía de lecho. ¿Para qué más? Cristo la iluminaba constantemente con su presencia, y esto le bastaba a la santa reclusa. Para la antigua pecadora, el mundo empezaba a desvanecerse en la lejanía. Absorta en la contemplación de la luz increada, apenas se acordaba ya de su cuerpo. Los días se le pasaban sin comer, y en los últimos veinte días de su vida no probó un solo bocado. Hasta que un día el muro se desmoronó, y la verdadera reclusa, el alma, huyó con el júbilo de la libertad eterna.
Poco después, entre regocijos que dieron lugar a torrentes de lágrimas, Margarita, conoció al hijo de un gran señor de las cercanías. «Ven conmigo—le dijo el joven castellano—; quiero sacarte de ese infierno en que vives. Soy dueño de Valiano y los Palazzi, y en Montepulciano tengo mi castillo señorial.» Rehusó la hermosa aldeana. Era la deshonra lo que la ofrecían. Pero el caballero, fascinado, ciego ante su belleza, suplicó, prometió, adornó su cuello con el brillo de finas perlas, y la joven cayó en el lazo; siguió a su seductor; pero, ¡ay!, nunca sería castellana de sus castillos. Era una noche aciaga la que protegió aquella huida pecaminosa. A medio camino les cerraron el paso las lagunas de Chiana. Subieron a una barquilla que había junto a la ribera, y el joven empezó a remar; de pronto, un choque; la embarcación zozobra y los fugitivos caen al agua. Nadando en medio de la oscuridad, el caballero acertó a coger su presa, la sacó a la orilla, y, con ella en brazos llamó a la puerta de un aldeano que vivía cerca de allí. Tal fue la primera aventura de aquel amor dramático. Margarita temblaba pensando que aquello era un aviso de Dios.
Al día siguiente estaban a salvo detrás de los muros almenados de Montepulciano. «Acuérdate—decía más tarde Nuestro Señor a su sierva—de aquel paso que hiciste de noche a través de las aguas cuando ibas a renovar los suplicios de mi Pasión; acuérdate de los nueve años que viviste en poder del engañador, que preparó asechanzas a tu pureza.» Fueron nueve años de pecado y remordimiento.
La pobre hija del campo, demasiado sencilla ante los engaños de la pasión, habíase dejado arrastrar por las seducciones de la vida. Había salido de su pobreza, pero sin conseguir la felicidad. En vano le ofrecían la opulencia, el lujo de sus arcas y sus tapices, los obsequios de sus servidores y las seducciones más embriagadoras de los sentidos, aquellas salas amplias del castillo señorial; en vano se reunían en torno de ella todos los atractivos de la adulación, de la riqueza y del placer. La voz de la conciencia venía a turbar todas aquellas alegrías. La vista de una azucena le recordaba las negruras de su alma; en la sonrisa de los transeúntes creía ver un reproche; y el recuerdo de su madre inmóvil en el ataúd le hacía estremecer. «En Montepulciano—dirá más tarde—perdí el honor, la dignidad y la paz; perdílo todo, menos la fe.» Esta llama santa no pudo ser ahogada por la pasión. Margarita echaba de menos aquella casa paterna, donde había sido desgraciada, pero inocente, y como el oro llegaba a sus manos en abundancia, ella lo distribuía generosamente entre los menesterosos, creyendo de esta manera rescatar su pecado. Muchas veces, buscando una soledad en el jardín, rompía en llanto, diciendo: «¡Oh! ¡Qué bien se podría rezar aquí! ¡Qué sitio más a propósito para hacer penitencia!» En más de una ocasión, cuando sus amigas encomiaban su belleza y la gracia con que llevaba sus galas, contestó ella: «No hagáis caso de esto; día vendrá en que me llaméis santa y vayáis con el bordón de los peregrinos a visitar mi sepulcro.»
La conversión presentida vino de una manera fulminante. A principios de 1273 vivía Margarita en la casona de los Palazzi. De súbito, el lebrel favorito del señor de Valíano se acerca a ella lanzando aullidos lastimeros, lame la mano de su dueña y coge con los dientes su túnica de seda, como diciendo: «Ven conmigo.» Ella le sigue temblorosa y llega al bosque de Petrignano. Allí, frente a una encina, el animal se detiene, renovando sus lúgubres alaridos. Pálida, convulsa, Margarita observa en torno, ve un montón de ramas artificiosamente dispuesto, las retira haciendo un esfuerzo supremo, y, nadando en un charco de sangre, reconoce a su amante, apuñalado. Aquel horrible espectáculo la hizo caer al suelo desmayada, y al mismo tiempo la iluminó. Allí mismo, bajo el peso de un dolor centuplicado por el remordimiento, tomó la resolución de expiar su caída.
Unos días más tarde, cubierta de un sencillo vestido negro, contrita y deshecha en llanto, se presentaba en la casa paterna. Esperaba el perdón, pero al lado de su padre estaba la madrastra. El buen labriego umbro tuvo que escoger entre la esposa y la hija, la hija del escándalo, como decía aquella mala mujer. Margarita bajó la cabeza y salió en silencio. ¿Dónde ir? Allí, junto a la cabaña donde había nacido, había un huerto, y en el huerto una higuera. Sentóse a su sombra la pobre muchacha, y lloró largamente. «No te apures—le decía una voz—; aún eres joven y hermosa; puedes gozar del amor, y el mundo llenará tu copa de divinas dulzuras.» Margarita cerró los ojos, apretó los dedos y dijo con decisión heroica: «No, eso no volverá.» Oirá voz le dijo: «A Cortona; los hijos de San Francisco se compadecerán de tí y te dirán lo que tienes que hacer.» Y echando a andar, recorrió las doce millas que la separaban de Cortona. Tenía entonces alrededor de veinticinco años.
A la pecadora reemplazó la penitente. Ha caído la negra cabellera, han terminado las fiestas y banquetes, y el rostro que fue admiración de gentiles hombres está ahora marchito por el ayuno, cubierto de hollín, ensangrentado por los golpes. Un domingo, la pobre pecadora como a sí misma se llama Margarita, entra en la iglesia de Laviano, vestida de harapos, llevando una cuerda al cuello, y, de rodillas, pide a sus compatriotas que perdonen los escándalos de su vida. Vuelve otra vez a Cortona obsesionada por el anhelo de purificación. Horas y horas se pasa de rodillas delante del crucifijo, diciendo sus congojas y escuchando palabras misteriosas. Un día oye una voz que le dice: «Tus pecados te han sido perdonados.» Otro día, los labios del Cristo se abren de nuevo para preguntar: «¿Qué quieres, mi pobre pecadora?» Y ella responde: «Señor Jesús, no quiero más que a Vos; no busco más que a Vos.»
El amor de Dios va dominando aquel corazón apasionado. Se presenta con todos sus arrebatos y sus divinas locuras: éxtasis, visiones, apariciones, íntimos coloquios, gritos desgarradores, lágrimas abrasadas. La penitente ha subido a las cumbres vertiginosas de la unión, ha conocido la crucifixión. «Un Viernes Santo—dice el narrador de su vida, que fue su propio director—vino a decirme que no me ausentase del convento, porque Dios le preparaba algo extraordinario. Después de la misa conventual, fue arrebatada en espíritu. A su vista desarrollóse todo el drama de la Pasión. Vio al Salvador vendido por el beso de Judas, negado por San Pedro, abandonado por los Apóstoles, insultado por los pretorianos. Oyó los golpes de los azotes, los gritos del populacho, el ruido del martillo cuando le clavaban las manos y los pies. Me explicó todas las escenas de la Pasión, sin advertir la presencia de la población de Corteña, que había venido para presenciar tan extraordinario suceso. Tenía los brazos en cruz y las contracciones de su rostro reflejaban la violencia de sus emociones. A la misma hora en que expiró la víctima del Calvario, inclinó la cabeza, y pareció que ella también expiraba. Los que estaban presentes no cesaban de sollozar.»
A la caída de la tarde dejó la iglesia para encerrarse en su celda. Nueva Magdalena, iba preguntando a todos los que encontraba, con voces desoladas: «¿Dónde habéis puesto al Señor mi Dios? ¡Desventurada de mí! ¿Dónde iré a buscarle? Busco y suspiro y velo y sufro y desfallece mi corazón; pero, ¡ay!, no te encuentro. Respondedme, oh ángeles; tened piedad de mí, oh hijos de los hombres; ¿dónde está mi amor crucificado? ¡Oh dulce Jesús, mi soberano bien, delicias de mi alma, ¿por qué me has abandonado? ¿Dónde te has ocultado?»
No faltaban personas que se preciaban de suficientemente discretas para mirar con buenos ojos estas explosiones inocentes del amor. Hablaban de teatralidad, de hipocresía, de locura; reíanse de aquellos excesos, que ellos tachaban de imprudentes; o bien se indignaban pensando en los sortilegios infames que debían de ser la causa de los fenómenos extraordinarios. Para unos, la penitente era una alucinada; para otros, una poseída del demonio. Los mismos doctores franciscanos se reunieron para deliberar sobre el carácter divino o diabólico de todo aquello. Margarita sufría en silencio. En medio de las calumnias, sonreía, diciendo a su amado: «Donde estáis Vos, allí está el paraíso.» Iba de casa en casa pidiendo limosna para los enfermos, pasaba el día sirviendo a los apestados del hospital, y a las injurias de sus enemigos contestaba con los tesoros de su caridad. En los últimos años de su vida, sintiendo necesidad de mayor aislamiento, encerróse junto a una ermita que había al pie de la ciudadela, en la cima del monte que dominaba la ciudad. Sentía ansias de acercarse al Cielo. En su habitación no había más que dos cosas: un crucifijo colgado en la pared, y en un ángulo, un montón de juncos que le servía de lecho. ¿Para qué más? Cristo la iluminaba constantemente con su presencia, y esto le bastaba a la santa reclusa. Para la antigua pecadora, el mundo empezaba a desvanecerse en la lejanía. Absorta en la contemplación de la luz increada, apenas se acordaba ya de su cuerpo. Los días se le pasaban sin comer, y en los últimos veinte días de su vida no probó un solo bocado. Hasta que un día el muro se desmoronó, y la verdadera reclusa, el alma, huyó con el júbilo de la libertad eterna.
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