Los gritos de los Padres en el segundo Concilio de Nicea (843) parecían haber despertado de un largo sueño al Imperio bizantino. Los iconoclastas habían sido aniquilados; las imágenes volvían a sonreír en sus nichos; el Islam empezaba a respetar aquel Imperio que había creído agonizante, y los áureos sueños de Justiniano iluminaban otra vez las riberas del Bósforo. Con la tranquilidad religiosa y el prestigio político, vuelve también el renacimiento literario. Los monjes del Studium escriben versos, historias y vidas de santos; la monja Icasia envía a la corte sus bellos poemas místicos y profanos; el palacio de Magnaura se transforma en Universidad, y el filósofo León, el sabio más ilustre de la ciudad, enseña matemáticas en la iglesia de los Cuarenta Mártires. De su escuela salen los dos más grandes espíritus que tuvo Bizancio en aquel siglo: el joven Constantino, hijo del estratega de Tesalónica, y Focio, que no tardaría en ser considerado como el jefe de aquel movimiento patriótico. Los dos son íntimos amigos; los dos revuelven juntos las obras de la antigüedad clásica y los escritos de los Santos Padres; los dos ponen el mismo entusiasmo en la restauración de las más brillantes tradiciones bizantinas. Focio se inclina más hacia las letras; Constantino tiene la pasión de la filosofía, y en especial por la filosofía aristotélica. En el círculo literario que rodea al maestro León se discute acerca de las categorías, de la materia y de la forma, del movimiento y del ser. Focio es más ambicioso; no tarda en apoderarse de La escuela de Léon; su influencia sobre la juventud aumenta constantemente, y la ejerce con despotismo y pedantería, como conviene a un profesor, exigiendo de sus discípulos una obediencia rigurosa y guardándolos celosamente para sí solo. Constantino frecuenta su casa, se aprovecha de su rica biblioteca y le escucha con admiración; pero, aunque algo más joven, es más bien un compañero que un discípulo. Puede conservar su independencia y tiene su personalidad propia. A los veinte años ya es conocido por todos con el nombre de Constantino el Filósofo.
Después de haberse apoderado del mundo de las letras, Focio intriga para brillar en el de la política, y poco a poco va abriéndose paso en la corte, hasta asaltar la más alta dignidad del Imperio. A los treinta años logra derribar al patriarca San Ignacio, mal visto por los centros literarios por sus tendencias contrarias a la sabiduría de este mundo, y se coloca en su lugar. Constantino sigue también una brillante carrera. Le han ofrecido uno de los más pingües arzobispados, pero ha preferido permanecer en Constantinopla discutiendo con sus sabios y revolviendo sus librerías. En la cancillería imperial tienen los ojos fijos sobre él. En 851 aparece en la corte de los califas cumpliendo una misión al mismo tiempo religiosa y política. Constantino tiene entonces veinticuatro años. Se trata de responder a unas cartas teológicas que el ameroumnis Mutawakkil había enviado al emperador Miguel. El bizantino habló ante los sabios árabes con altivez y habilidad. «Toda la ciencia viene de los griegos», les decía; y respondiendo al edicto de Mutawakkil, que mandaba señalar las casas de los cristianos con la imagen del demonio, observaba: «Sin querer, habéis hecho pública una gran verdad: que el diablo sólo puede habitar con los musulmanes; en cuanto encuentra una casa cristiana, debe quedarse a la puerta.»
La guerra interrumpió estas sabias y corteses discusiones; pero algún tiempo después, Constantino se dirigía hacia el sur de Rusia al frente de una embajada que debía estrechar las relaciones entre el empezador bizantino y el khagán de los kházaros. Esta vez Constantino llevaba consigo a su hermano Metodio. Los enviados debían contrarrestar la influencia de los predicadores judíos y musulmanes en Crimea y las regiones cercanas y decidir al príncipe en favor del cristianismo. La corte del khagán estaba llena de esclavos, y tal vez fue ésta una de las razones que vio el gobierno de Bizancio para enviar a los dos hermanos. Nacidos en la frontera septentrional del Imperio, los dos conocían las costumbres y la lengua de aquellos pueblos, que más de una vez habían puesto en duros trances a los sucesores de Constantino, y cuya conversión parecía prometer alguna seguridad al Imperio. Acompañados de un brillante cortejo, los dos embajadores llegaron a Querson, en Crimea, donde Constantino empezó a aprender la lengua del país. Sus aficiones arqueológicas le llevaron a descubrir el sepulcro de San Clemente, y algo después encontró un códice que contenía el Evangelio y el Salterio en lengua rusa, y, con ayuda de un indígena, llegó a descifrar esa lengua. Más adelante tuvieron que hacer no pocos rodeos para no caer entre las hordas de los magiares, «que aullaban como lobos».
Al entrar en el país de los kházaros vieron una ciudad cristiana sitiada por un jefe de sus tribus. Como enviado extraordinario del basileus, Constantino se presentó en el campamento de los sitiadores y obtuvo del jefe, al mismo tiempo que la retirada, la promesa de recibir el bautismo. En sus disputas con los rabinos y los alfaquíes, el misionero reveló las condiciones del griego sutil, conocedor profundo de la teología y dotado de un gran talento para la controversia. Ninguna dificultad le asustaba, bien se tratase de la venida del Mesías, del misterio de la Trinidad o de la observancia de la ley mosaica. El príncipe reconoció la superioridad del cristianismo, y dio a sus subditos libertad para bautizarse. Él mismo se ofreció a aceptar la doctrina evangélica; pero fue una pura veleidad.
Cuando los embajadores volvieron a Constantinopla, la propaganda judía se hizo más intensa, el khagán se circuncidó, y casi todo su pueblo aceptó la ley de Moisés, con un Júbilo clamoroso de todo el mundo Judío, pues hasta en la lejana Córdoba, el rabino Chasdai, ministro de Abderramán III, escribía al príncipe de los kházaros felicitándose de aquel acontecimiento.
En su retorno a Constantinopla, Constantino dió nuevas pruebas de su celo religioso, combatiendo antiguos usos de origen pagano que se practicaban en la región de File. Los cristianos de aquella tierra seguían venerando un árbol sagrado, al cual daban el nombre de Alejandro. Era una encina gigantesca, unida a un cerezo; varias veces al año se reunían en torno los habitantes de las cercanías, con excepción de las mujeres, y ofrecían sacrificios. Constantino se presentó en una de estas reuniones, arengó al pueblo, y, pidiendo un hacha, descargó el primer golpe sobre el árbol sagrado. «Algo después—dice la leyenda—, mientras el filósofo se consolaba en Dios, llegaron a la capital del Imperio los embajadores del rey de Moravia, Ratislao, con una carta en que decían al emperador: «Nuestro pueblo acaba de rechazar el paganismo y observa la religión cristiana, pero no tenemos nadie que nos enseñe la verdadera fe en nuestra lengua. Envíanos un obispo y un maestro, porque de ti sale la buena ley.» La corte bizantina comprendió que tenía delante una ocasión propicia para extender su influencia entre los pueblos del centro de Europa. La Moravia se encontraba en medio de la masa inmensa de tribus eslavas que confinaban con el Imperio franco. Todo el valle del Morava hasta el Danubio, todo el territorio de la Eslovaquia actual y parte de los eslovenos de Panonia obedecían al príncipe Ratislao. Ratislao era un hombre práctico; se había dado cuenta de que el porvenir de su pueblo, hostigado constantemente por los ejércitos germánicos, sólo podía asegurarse por la aceptación de una religión que era la de los pueblos civilizados. Había sinceridad en su conversión, pero no le faltaban tampoco razones de Estado; y no quiere misioneros de Germania, porque ha visto en los germanos los mayores enemigos de su raza.
La corte de Constantinopla pensó desde el primer momento en el hombre que tan felizmente había cumplido otras misiones semejantes. Tal vez fue Focio el que propuso el nombramiento de su amigo. «Habiendo reunido su consejo—dice el hagiógrafo—, el emperador llamó a Constantino y le dijo: «Ya sé, ¡oh filósofo!, que estás fatigado; pero nadie como tú puede realizar esta obra.» Aquella obra era para asustar al más valiente: Ratislao no se contentaba con maestros que le instruyesen; quería también ver en su lengua las escrituras de los cristianos. Viendo la dificultad, Constantino dijo al emperador:
—Iré alegremente, a pesar de mi fatiga; pero sería necesaria una escritura propia para su lengua.
—Mis antecesores—replicó el emperador—la han buscado, pero inútilmente.
—En ese caso, mi iniciativa sería como la del que intenta escribir en el agua, y difícilmente me libraría de la nota de hereje.
—Vete tranquilo—concluyó Miguel III—, y confía en las luces que Dios no niega a los que confían en Él.
Se trataba, por tanto, de traducir en eslavo las Sagradas Escrituras, cosa imposible y absurda, puesto que los eslavos carecían aún de caracteres, y no era fácil empresa el encontrarlos. Más de una vez, el joven filósofo, que desde niño conocía la lengua eslava, se había esforzado por transcribir algunas palabras con ayuda del alfabeto griego, pero siempre con poco fruto. Ahora renovó sus esfuerzos más ahincadamente, y a los pocos días presentaba en la corte su famosa escritura glogolítica, en que podían observarse influencias griegas, copias, hebreas, persas y samaritanas. Inmediatamente comenzó la traducción de los Evangelios. Después de haber encontrado la escritura de la lengua eslava, inauguraba su literatura. Ahora sólo le faltaba escoger algunos compañeros para emprender el viaje. Su hermano Metodio caminaría junto a él como hombre de toda su confianza.
Al llegar a Moravia, los dos misioneros bizantinos chocaron con una fuerza que no esperaban encontrar: la de los sacerdotes occidentales que les habían precedido en aquella tierra. Pero el príncipe les protegía con su apoyo, y además los adversarios germánicos se sentían muy inferiores a aquellos griegos finos, cultos y enérgicos, que hablaban la lengua del país, que conocían el carácter del pueblo, y que le presentaban la palabra de Dios envuelta en las palabras que ellos habían oído en las rodillas de sus madres. Como los occidentales habían introducido el rito latino, ellos empezaron a celebrar los oficios en griego, pero pronto se dieron cuenta de los inconvenientes de aquel dualismo, y para evitarlos, Constantino hizo una adaptación de la liturgia griega y latina, y la tradujo al eslavo. El éxito de esta iniciativa fue completo; pero el Malo—dice la leyenda—empezó a despertar la envidia de los perversos. «Dios—decían—no es glorificado en esta obra. Si fuese para Él una obra agradable, ¿no hubiera hecho que estos pueblos le hubieran alabado desde el principio, escribiendo su lengua con su propia escritura? Sólo en tres lenguas está permitido rendir culto a Dios: en hebreo, en griego y en latín.»
A pesar de esta oposición, Constantino siguió adelante, y sólo pensó en asegurar su obra con la ordenación de nuevos sacerdotes, pues los que había llevado consigo ya no bastaban para el número siempre creciente de los convertidos. Tomando en su compañía a Metodio y a un grupo de discípulos, se despidió de Ratislao, con intención de interesar en su causa a algún prelado. Atravesando la parte inferior de Panonia, entró en relaciones con el príncipe Kocel, que gobernaba aquella tierra como vasallo del Imperio germánico. Kocel aprendió la escritura eslava, y puso bajo el magisterio de Constantino cincuenta jóvenes de los que formaban su séquito. Él mismo quiso acompañar a los peregrinos hasta las fronteras de su reino. Pensando acaso embarcarse con dirección a Constantinopla, los dos hermanos llegaron a Venecia; pero allí tuvieron noticia del conflicto que acababa de estallar entre Roma y Bizancio, y cuyo protagonista era su antiguo amigo el patriarca Focio. Ni Constantino ni Metodio eran enemigos de Roma. Pertenecían a aquel grupo de monjes, numerosos en Constantinopla, que veían en el obispo de Roma no sólo el patriarca de Occidente, sino el jefe supremo de la Iglesia, o como había dicho Teodoro Studita unos años antes, con aquella elocuencia ampulosa que caracterizaba a los bizantinos: «la luz del mundo, el príncipe de los obispos, el señor y el maestro, el refugio de la salvación, la ciudadela escogida de Dios y el puerto seguro contra las tempestades de; la herejía.» Constantino y Metodio amaban a su patria, pero no hasta el punto de sacrificarle su fe. Sin embargo, los teólogos de Venecia, que son también enemigos de sus innovaciones, les echan en cara su origen bizantino y sus relaciones con Focio, a quien acababa de excomulgar el Papa Nicolás. Y no faltan historiadores modernos que recogen las acusaciones lanzadas por los enemigos. Constantino, ciertamente, había sido amigo íntimo del patriarca; pero jamás se había comprometido con respecto a él con aquellas declaraciones escritas que exigía de sus discípulos. Entraba en la casa del maestro y asistía a aquellas conferencias en que Focio leía los clásicos, explicaba los textos difíciles y dirigía los trabajos de sus incondicionales; pero no aceptaba ciegamente sus ideas. Ya entonces Constantino había combatido públicamente su doctrina de las dos almas del hombre, dando una prueba de su amor a la verdad y de su dependencia de espíritu. En su cátedra de la Iglesia de los Doce apóstoles, Constantino hablaba con tal libertad, que pudo pensarse si Focio habría influido para alejarle de Constantinopla, con el propósito oculto de deshacerse de un rival. En cuanto a Metodio, se le quiso atraer a la causa focista con el cebo de una alta dignidad eclesiástica; pero él declinó la oferta. Después de esta negativa, el emperador y el patriarca quisieron ponerle al frente de uno de los más famosos monasterios constantinopolitanos, el de Policronio, que tenía veinticuatro libras de renta, y esta vez aceptó. Metodio era un hombre sencillo y humilde, que odiaba las grandes dignidades, y no tenía más ambición que vivir en un monasterio separado del mundo. Por lo demás, en 869, cuando los dos hermanos salieron de Constantinopla, el cisma no había estallado todavía. Existían, ciertamente, los dos partidos de ignacianos y focistas, que se combatían furiosamente; pero Constantino y Metodio, a pesar de sus precedentes, lograron mantener una neutralidad estricta mientras llegaba el desenlace.
De todas suertes, el éxito de su misión quedaba en parte comprometido, y sus temores se aumentaron al recibir una orden que les obligaba a presentarse en Roma para justificar su conducta. Quien les llamaba era Nicolás I; pero cuando llegaron, Adriano II había subido ya al trono pontificio (867). Su presencia fue para la cancillería romana el principio de un reñida discusión, en la que se mezclaban prejuicios personales y odios de raza. En el Consejo del Pontífice había hombres que odiaban cordialmente a los griegos; pero detrás de los dos apóstoles estaban los dos príncipes de Panonia y de Moravia. Pronto se vio que su ortodoxia era inatacable; su profunda piedad atraía todas las miradas, y el saber de Constantino provocaba toda la admiración del clero romano, menos versados que los griegos en cuestiones filosóficas. Al lado mismo del Papa encontraron los misioneros una ayuda preciosa en la persona de su bibliotecario, Anastasio, gran erudito, conocedor del griego y familiarizado con el espíritu oriental. Aunque de carácter diferente, los dos sabios se comprendieron: se veían con frecuencia en la biblioteca papal, discutían de filosofía y de religión, y paseaban juntos en las cercanías del Tíber leyendo y comentando los escritos del Areopagita, del cual eran los dos grandes admiradores. En sus cartas, Anastasio habla siempre con profundo respeto del sabio bizantino. «Varón de gran santidad», le llama en una parte; «hombre de vida apostólica», añade en otro lugar, y escribiendo a Carlos el Calvo, se felicita de haber conocido «a un gran varón y maestro de la vida apostólica, al filósofo Constantino».
Adriano II solucionó rápidamente aquel problema, que había agitado en un principio a los clérigos de Roma. Los discípulos de Constantino recibieron la ordenación sacerdotal, las traducciones eslavas recibieron una especie de consagración al ser colocadas sobre el altar de Santa María de Praesepe, y el pueblo de Roma asistió con avidez a los cultos de aquella nueva liturgia. Pero este triunfo llegó en el momento en que la muerte rondaba en torno al lecho de Constantino. El filósofo no volvería a ver aquella tierra por la cual se había sacrificado. Tantas fatigas habían agotado sus fuerzas, siempre precarias, y, comprendiéndolo así, se retiró a un monasterio romano, vistió el hábito monacal, y allí pasó los últimos días orando y dando las últimas instrucciones a sus discípulos. Rodeado de aquella multitud de jóvenes abnegados, se extinguió dulcemente en brazos de Metodio el 4 de febrero del año 869.
Metodio se encaminó de nuevo al centro de Europa para tranquilizar a sus neófitos, que le aguardaban con impaciencia; pero al año siguiente recibía en Roma, de manos del Papa, la consagración episcopal. Entre tanto, un trágico suceso le privaba en Moravia de su mejor protector: traicionado por su sobrino Svatopluk, Ratislao caía en poder de sus enemigos los germanos, quienes, después de sacarle los ojos, le encerraron en un monasterio. Metodio mismo cayó prisionero de los obispos de Passau, Salzburgo y Freissing, que pretendían tener una jurisdicción indiscutible sobre los territorios que el bizantino acababa de recibir del Papa. La brutalidad de los prelados alemanes le hizo sufrir las más dolorosas humillaciones. Llevado a presencia de un Concilio, se le insultó, se le llamó vagabundo y hereje, se le azotó, y sin que le valiesen para nada las cartas pontificias, tuvo que cambiar el trono episcopal por el sótano oscuro de un castillo de Baviera. Entre tanto, Adriano II pedía noticias de las misiones de Moravia y Panonia, pero el jefe de los misioneros no aparecía por ninguna parte; diríase que le había tragado la tierra. A una pregunta del Pontífice, el obispo de Freissing había respondido tranquilamente que no tenía el honor de conocer a aquel hombre. Pero a los tres años apareció en Alemania un obispo italiano encargado de deshacer aquel embrollo. Metodio apareció por fin, y con ayuda de Roma pudo proseguir de nuevo la evangelización de aquellas vastas regiones. Al mismo tiempo se le imponía duro sacrificio: el abandono de la liturgia eslava. Era una satisfacción que el Papa había querido dar a sus enemigos, y que ponía a los misioneros en el trance de abandonar la obra comenzada. Metodio, viendo que sus neófitos protestaban, prefirió callarse, eludió la orden y aguardó una ocasión favorable para justificar su actitud.
En el fondo, el conflicto moravo tenía un carácter nacional; dos razas, eslavos y germanos, chocaban allí con la violencia de las luchas de esta clase. Metodio lo había comprendido, y creyendo asegurada la victoria de su causa, empezó a trabajar con nuevo entusiasmo. Organizó la jerarquía, multiplicó el número de misioneros, creó seminarios, acabó de fijar en eslavo las Sagradas Escrituras, y recorrió el país predicando y bautizando, aun en las aldeas más insignificantes. La opinión germánica seguía poniendo siempre obstáculos a su acción, y ahora el nuevo señor del país, Svatopluk, deslumbrado por el prestigio de la lengua latina, la lengua de los sabios y los emperadores, se había declarado en contra de él. Nuevo viaje a Roma en 879, nueva aprobación de la liturgia eslava por Juan VIII, nueva derrota del partido germánico, y recibimiento entusiasta del misionero en los valles del Morava. Los eslavos le consideraban como su doctor, como su maestro, como su legislador. «Nuestro padre Metodio—decían—es santo y ortodoxo. Ejerce una obra de apóstol, y en sus manos, por la gracia de Dios y de la Santa Sede, se encuentra la fuente de la gracia.»
Sin embargo, la muerte de Metodio, en 6 de abril de 885, estuvo a punto de dar al traste con toda su obra. La atmósfera antibizantina se hizo más densa en Roma, arreció la ofensiva germánica, y los discípulos del gran misionero se alejaron del país, llevando sus tradiciones bíblicas y litúrgicas, después de haber sufrido los rigores de la prisión. La herencia de Constantino y Metodio parecía perdida para siempre; pero en este momento, Bulgaria, que acababa de abandonar el paganismo, abre las puertas a los fugitivos, les ofrece el refugio de sus escuelas y de sus monasterios y salva la influencia de los dos santos hermanos. A Metodio y Constantino, o Cirilo, como él quiso llamarse a la hora de su muerte, les cabe la gloria de haber comprendido y amado antes que nadie el alma de esa raza enigmática, soñadora y dulce, mística e inmoral, violenta y dócil, que ni les desalentó con sus bruscas reacciones, ni les asustó con sus ímpetus bravíos. Fueron dos grandes apóstoles de Cristo, y además dos grandes civilizadores, que encendieron faros de saber y de virtud en medio de las tinieblas.
Después de haberse apoderado del mundo de las letras, Focio intriga para brillar en el de la política, y poco a poco va abriéndose paso en la corte, hasta asaltar la más alta dignidad del Imperio. A los treinta años logra derribar al patriarca San Ignacio, mal visto por los centros literarios por sus tendencias contrarias a la sabiduría de este mundo, y se coloca en su lugar. Constantino sigue también una brillante carrera. Le han ofrecido uno de los más pingües arzobispados, pero ha preferido permanecer en Constantinopla discutiendo con sus sabios y revolviendo sus librerías. En la cancillería imperial tienen los ojos fijos sobre él. En 851 aparece en la corte de los califas cumpliendo una misión al mismo tiempo religiosa y política. Constantino tiene entonces veinticuatro años. Se trata de responder a unas cartas teológicas que el ameroumnis Mutawakkil había enviado al emperador Miguel. El bizantino habló ante los sabios árabes con altivez y habilidad. «Toda la ciencia viene de los griegos», les decía; y respondiendo al edicto de Mutawakkil, que mandaba señalar las casas de los cristianos con la imagen del demonio, observaba: «Sin querer, habéis hecho pública una gran verdad: que el diablo sólo puede habitar con los musulmanes; en cuanto encuentra una casa cristiana, debe quedarse a la puerta.»
La guerra interrumpió estas sabias y corteses discusiones; pero algún tiempo después, Constantino se dirigía hacia el sur de Rusia al frente de una embajada que debía estrechar las relaciones entre el empezador bizantino y el khagán de los kházaros. Esta vez Constantino llevaba consigo a su hermano Metodio. Los enviados debían contrarrestar la influencia de los predicadores judíos y musulmanes en Crimea y las regiones cercanas y decidir al príncipe en favor del cristianismo. La corte del khagán estaba llena de esclavos, y tal vez fue ésta una de las razones que vio el gobierno de Bizancio para enviar a los dos hermanos. Nacidos en la frontera septentrional del Imperio, los dos conocían las costumbres y la lengua de aquellos pueblos, que más de una vez habían puesto en duros trances a los sucesores de Constantino, y cuya conversión parecía prometer alguna seguridad al Imperio. Acompañados de un brillante cortejo, los dos embajadores llegaron a Querson, en Crimea, donde Constantino empezó a aprender la lengua del país. Sus aficiones arqueológicas le llevaron a descubrir el sepulcro de San Clemente, y algo después encontró un códice que contenía el Evangelio y el Salterio en lengua rusa, y, con ayuda de un indígena, llegó a descifrar esa lengua. Más adelante tuvieron que hacer no pocos rodeos para no caer entre las hordas de los magiares, «que aullaban como lobos».
Al entrar en el país de los kházaros vieron una ciudad cristiana sitiada por un jefe de sus tribus. Como enviado extraordinario del basileus, Constantino se presentó en el campamento de los sitiadores y obtuvo del jefe, al mismo tiempo que la retirada, la promesa de recibir el bautismo. En sus disputas con los rabinos y los alfaquíes, el misionero reveló las condiciones del griego sutil, conocedor profundo de la teología y dotado de un gran talento para la controversia. Ninguna dificultad le asustaba, bien se tratase de la venida del Mesías, del misterio de la Trinidad o de la observancia de la ley mosaica. El príncipe reconoció la superioridad del cristianismo, y dio a sus subditos libertad para bautizarse. Él mismo se ofreció a aceptar la doctrina evangélica; pero fue una pura veleidad.
Cuando los embajadores volvieron a Constantinopla, la propaganda judía se hizo más intensa, el khagán se circuncidó, y casi todo su pueblo aceptó la ley de Moisés, con un Júbilo clamoroso de todo el mundo Judío, pues hasta en la lejana Córdoba, el rabino Chasdai, ministro de Abderramán III, escribía al príncipe de los kházaros felicitándose de aquel acontecimiento.
En su retorno a Constantinopla, Constantino dió nuevas pruebas de su celo religioso, combatiendo antiguos usos de origen pagano que se practicaban en la región de File. Los cristianos de aquella tierra seguían venerando un árbol sagrado, al cual daban el nombre de Alejandro. Era una encina gigantesca, unida a un cerezo; varias veces al año se reunían en torno los habitantes de las cercanías, con excepción de las mujeres, y ofrecían sacrificios. Constantino se presentó en una de estas reuniones, arengó al pueblo, y, pidiendo un hacha, descargó el primer golpe sobre el árbol sagrado. «Algo después—dice la leyenda—, mientras el filósofo se consolaba en Dios, llegaron a la capital del Imperio los embajadores del rey de Moravia, Ratislao, con una carta en que decían al emperador: «Nuestro pueblo acaba de rechazar el paganismo y observa la religión cristiana, pero no tenemos nadie que nos enseñe la verdadera fe en nuestra lengua. Envíanos un obispo y un maestro, porque de ti sale la buena ley.» La corte bizantina comprendió que tenía delante una ocasión propicia para extender su influencia entre los pueblos del centro de Europa. La Moravia se encontraba en medio de la masa inmensa de tribus eslavas que confinaban con el Imperio franco. Todo el valle del Morava hasta el Danubio, todo el territorio de la Eslovaquia actual y parte de los eslovenos de Panonia obedecían al príncipe Ratislao. Ratislao era un hombre práctico; se había dado cuenta de que el porvenir de su pueblo, hostigado constantemente por los ejércitos germánicos, sólo podía asegurarse por la aceptación de una religión que era la de los pueblos civilizados. Había sinceridad en su conversión, pero no le faltaban tampoco razones de Estado; y no quiere misioneros de Germania, porque ha visto en los germanos los mayores enemigos de su raza.
La corte de Constantinopla pensó desde el primer momento en el hombre que tan felizmente había cumplido otras misiones semejantes. Tal vez fue Focio el que propuso el nombramiento de su amigo. «Habiendo reunido su consejo—dice el hagiógrafo—, el emperador llamó a Constantino y le dijo: «Ya sé, ¡oh filósofo!, que estás fatigado; pero nadie como tú puede realizar esta obra.» Aquella obra era para asustar al más valiente: Ratislao no se contentaba con maestros que le instruyesen; quería también ver en su lengua las escrituras de los cristianos. Viendo la dificultad, Constantino dijo al emperador:
—Iré alegremente, a pesar de mi fatiga; pero sería necesaria una escritura propia para su lengua.
—Mis antecesores—replicó el emperador—la han buscado, pero inútilmente.
—En ese caso, mi iniciativa sería como la del que intenta escribir en el agua, y difícilmente me libraría de la nota de hereje.
—Vete tranquilo—concluyó Miguel III—, y confía en las luces que Dios no niega a los que confían en Él.
Se trataba, por tanto, de traducir en eslavo las Sagradas Escrituras, cosa imposible y absurda, puesto que los eslavos carecían aún de caracteres, y no era fácil empresa el encontrarlos. Más de una vez, el joven filósofo, que desde niño conocía la lengua eslava, se había esforzado por transcribir algunas palabras con ayuda del alfabeto griego, pero siempre con poco fruto. Ahora renovó sus esfuerzos más ahincadamente, y a los pocos días presentaba en la corte su famosa escritura glogolítica, en que podían observarse influencias griegas, copias, hebreas, persas y samaritanas. Inmediatamente comenzó la traducción de los Evangelios. Después de haber encontrado la escritura de la lengua eslava, inauguraba su literatura. Ahora sólo le faltaba escoger algunos compañeros para emprender el viaje. Su hermano Metodio caminaría junto a él como hombre de toda su confianza.
Al llegar a Moravia, los dos misioneros bizantinos chocaron con una fuerza que no esperaban encontrar: la de los sacerdotes occidentales que les habían precedido en aquella tierra. Pero el príncipe les protegía con su apoyo, y además los adversarios germánicos se sentían muy inferiores a aquellos griegos finos, cultos y enérgicos, que hablaban la lengua del país, que conocían el carácter del pueblo, y que le presentaban la palabra de Dios envuelta en las palabras que ellos habían oído en las rodillas de sus madres. Como los occidentales habían introducido el rito latino, ellos empezaron a celebrar los oficios en griego, pero pronto se dieron cuenta de los inconvenientes de aquel dualismo, y para evitarlos, Constantino hizo una adaptación de la liturgia griega y latina, y la tradujo al eslavo. El éxito de esta iniciativa fue completo; pero el Malo—dice la leyenda—empezó a despertar la envidia de los perversos. «Dios—decían—no es glorificado en esta obra. Si fuese para Él una obra agradable, ¿no hubiera hecho que estos pueblos le hubieran alabado desde el principio, escribiendo su lengua con su propia escritura? Sólo en tres lenguas está permitido rendir culto a Dios: en hebreo, en griego y en latín.»
A pesar de esta oposición, Constantino siguió adelante, y sólo pensó en asegurar su obra con la ordenación de nuevos sacerdotes, pues los que había llevado consigo ya no bastaban para el número siempre creciente de los convertidos. Tomando en su compañía a Metodio y a un grupo de discípulos, se despidió de Ratislao, con intención de interesar en su causa a algún prelado. Atravesando la parte inferior de Panonia, entró en relaciones con el príncipe Kocel, que gobernaba aquella tierra como vasallo del Imperio germánico. Kocel aprendió la escritura eslava, y puso bajo el magisterio de Constantino cincuenta jóvenes de los que formaban su séquito. Él mismo quiso acompañar a los peregrinos hasta las fronteras de su reino. Pensando acaso embarcarse con dirección a Constantinopla, los dos hermanos llegaron a Venecia; pero allí tuvieron noticia del conflicto que acababa de estallar entre Roma y Bizancio, y cuyo protagonista era su antiguo amigo el patriarca Focio. Ni Constantino ni Metodio eran enemigos de Roma. Pertenecían a aquel grupo de monjes, numerosos en Constantinopla, que veían en el obispo de Roma no sólo el patriarca de Occidente, sino el jefe supremo de la Iglesia, o como había dicho Teodoro Studita unos años antes, con aquella elocuencia ampulosa que caracterizaba a los bizantinos: «la luz del mundo, el príncipe de los obispos, el señor y el maestro, el refugio de la salvación, la ciudadela escogida de Dios y el puerto seguro contra las tempestades de; la herejía.» Constantino y Metodio amaban a su patria, pero no hasta el punto de sacrificarle su fe. Sin embargo, los teólogos de Venecia, que son también enemigos de sus innovaciones, les echan en cara su origen bizantino y sus relaciones con Focio, a quien acababa de excomulgar el Papa Nicolás. Y no faltan historiadores modernos que recogen las acusaciones lanzadas por los enemigos. Constantino, ciertamente, había sido amigo íntimo del patriarca; pero jamás se había comprometido con respecto a él con aquellas declaraciones escritas que exigía de sus discípulos. Entraba en la casa del maestro y asistía a aquellas conferencias en que Focio leía los clásicos, explicaba los textos difíciles y dirigía los trabajos de sus incondicionales; pero no aceptaba ciegamente sus ideas. Ya entonces Constantino había combatido públicamente su doctrina de las dos almas del hombre, dando una prueba de su amor a la verdad y de su dependencia de espíritu. En su cátedra de la Iglesia de los Doce apóstoles, Constantino hablaba con tal libertad, que pudo pensarse si Focio habría influido para alejarle de Constantinopla, con el propósito oculto de deshacerse de un rival. En cuanto a Metodio, se le quiso atraer a la causa focista con el cebo de una alta dignidad eclesiástica; pero él declinó la oferta. Después de esta negativa, el emperador y el patriarca quisieron ponerle al frente de uno de los más famosos monasterios constantinopolitanos, el de Policronio, que tenía veinticuatro libras de renta, y esta vez aceptó. Metodio era un hombre sencillo y humilde, que odiaba las grandes dignidades, y no tenía más ambición que vivir en un monasterio separado del mundo. Por lo demás, en 869, cuando los dos hermanos salieron de Constantinopla, el cisma no había estallado todavía. Existían, ciertamente, los dos partidos de ignacianos y focistas, que se combatían furiosamente; pero Constantino y Metodio, a pesar de sus precedentes, lograron mantener una neutralidad estricta mientras llegaba el desenlace.
De todas suertes, el éxito de su misión quedaba en parte comprometido, y sus temores se aumentaron al recibir una orden que les obligaba a presentarse en Roma para justificar su conducta. Quien les llamaba era Nicolás I; pero cuando llegaron, Adriano II había subido ya al trono pontificio (867). Su presencia fue para la cancillería romana el principio de un reñida discusión, en la que se mezclaban prejuicios personales y odios de raza. En el Consejo del Pontífice había hombres que odiaban cordialmente a los griegos; pero detrás de los dos apóstoles estaban los dos príncipes de Panonia y de Moravia. Pronto se vio que su ortodoxia era inatacable; su profunda piedad atraía todas las miradas, y el saber de Constantino provocaba toda la admiración del clero romano, menos versados que los griegos en cuestiones filosóficas. Al lado mismo del Papa encontraron los misioneros una ayuda preciosa en la persona de su bibliotecario, Anastasio, gran erudito, conocedor del griego y familiarizado con el espíritu oriental. Aunque de carácter diferente, los dos sabios se comprendieron: se veían con frecuencia en la biblioteca papal, discutían de filosofía y de religión, y paseaban juntos en las cercanías del Tíber leyendo y comentando los escritos del Areopagita, del cual eran los dos grandes admiradores. En sus cartas, Anastasio habla siempre con profundo respeto del sabio bizantino. «Varón de gran santidad», le llama en una parte; «hombre de vida apostólica», añade en otro lugar, y escribiendo a Carlos el Calvo, se felicita de haber conocido «a un gran varón y maestro de la vida apostólica, al filósofo Constantino».
Adriano II solucionó rápidamente aquel problema, que había agitado en un principio a los clérigos de Roma. Los discípulos de Constantino recibieron la ordenación sacerdotal, las traducciones eslavas recibieron una especie de consagración al ser colocadas sobre el altar de Santa María de Praesepe, y el pueblo de Roma asistió con avidez a los cultos de aquella nueva liturgia. Pero este triunfo llegó en el momento en que la muerte rondaba en torno al lecho de Constantino. El filósofo no volvería a ver aquella tierra por la cual se había sacrificado. Tantas fatigas habían agotado sus fuerzas, siempre precarias, y, comprendiéndolo así, se retiró a un monasterio romano, vistió el hábito monacal, y allí pasó los últimos días orando y dando las últimas instrucciones a sus discípulos. Rodeado de aquella multitud de jóvenes abnegados, se extinguió dulcemente en brazos de Metodio el 4 de febrero del año 869.
Metodio se encaminó de nuevo al centro de Europa para tranquilizar a sus neófitos, que le aguardaban con impaciencia; pero al año siguiente recibía en Roma, de manos del Papa, la consagración episcopal. Entre tanto, un trágico suceso le privaba en Moravia de su mejor protector: traicionado por su sobrino Svatopluk, Ratislao caía en poder de sus enemigos los germanos, quienes, después de sacarle los ojos, le encerraron en un monasterio. Metodio mismo cayó prisionero de los obispos de Passau, Salzburgo y Freissing, que pretendían tener una jurisdicción indiscutible sobre los territorios que el bizantino acababa de recibir del Papa. La brutalidad de los prelados alemanes le hizo sufrir las más dolorosas humillaciones. Llevado a presencia de un Concilio, se le insultó, se le llamó vagabundo y hereje, se le azotó, y sin que le valiesen para nada las cartas pontificias, tuvo que cambiar el trono episcopal por el sótano oscuro de un castillo de Baviera. Entre tanto, Adriano II pedía noticias de las misiones de Moravia y Panonia, pero el jefe de los misioneros no aparecía por ninguna parte; diríase que le había tragado la tierra. A una pregunta del Pontífice, el obispo de Freissing había respondido tranquilamente que no tenía el honor de conocer a aquel hombre. Pero a los tres años apareció en Alemania un obispo italiano encargado de deshacer aquel embrollo. Metodio apareció por fin, y con ayuda de Roma pudo proseguir de nuevo la evangelización de aquellas vastas regiones. Al mismo tiempo se le imponía duro sacrificio: el abandono de la liturgia eslava. Era una satisfacción que el Papa había querido dar a sus enemigos, y que ponía a los misioneros en el trance de abandonar la obra comenzada. Metodio, viendo que sus neófitos protestaban, prefirió callarse, eludió la orden y aguardó una ocasión favorable para justificar su actitud.
En el fondo, el conflicto moravo tenía un carácter nacional; dos razas, eslavos y germanos, chocaban allí con la violencia de las luchas de esta clase. Metodio lo había comprendido, y creyendo asegurada la victoria de su causa, empezó a trabajar con nuevo entusiasmo. Organizó la jerarquía, multiplicó el número de misioneros, creó seminarios, acabó de fijar en eslavo las Sagradas Escrituras, y recorrió el país predicando y bautizando, aun en las aldeas más insignificantes. La opinión germánica seguía poniendo siempre obstáculos a su acción, y ahora el nuevo señor del país, Svatopluk, deslumbrado por el prestigio de la lengua latina, la lengua de los sabios y los emperadores, se había declarado en contra de él. Nuevo viaje a Roma en 879, nueva aprobación de la liturgia eslava por Juan VIII, nueva derrota del partido germánico, y recibimiento entusiasta del misionero en los valles del Morava. Los eslavos le consideraban como su doctor, como su maestro, como su legislador. «Nuestro padre Metodio—decían—es santo y ortodoxo. Ejerce una obra de apóstol, y en sus manos, por la gracia de Dios y de la Santa Sede, se encuentra la fuente de la gracia.»
Sin embargo, la muerte de Metodio, en 6 de abril de 885, estuvo a punto de dar al traste con toda su obra. La atmósfera antibizantina se hizo más densa en Roma, arreció la ofensiva germánica, y los discípulos del gran misionero se alejaron del país, llevando sus tradiciones bíblicas y litúrgicas, después de haber sufrido los rigores de la prisión. La herencia de Constantino y Metodio parecía perdida para siempre; pero en este momento, Bulgaria, que acababa de abandonar el paganismo, abre las puertas a los fugitivos, les ofrece el refugio de sus escuelas y de sus monasterios y salva la influencia de los dos santos hermanos. A Metodio y Constantino, o Cirilo, como él quiso llamarse a la hora de su muerte, les cabe la gloria de haber comprendido y amado antes que nadie el alma de esa raza enigmática, soñadora y dulce, mística e inmoral, violenta y dócil, que ni les desalentó con sus bruscas reacciones, ni les asustó con sus ímpetus bravíos. Fueron dos grandes apóstoles de Cristo, y además dos grandes civilizadores, que encendieron faros de saber y de virtud en medio de las tinieblas.
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