Las crónicas de su tiempo están llenas de olas de sangre y fragor de batallas: revoluciones en Constantinopla, guerras en Italia entre bizantinos y lombardos, flamear de estandartes invasores en África y en España, y lento agonizar de una dinastía entre los guerreros francos. En el cielo, la luna se enrojece; en el mar, al norte de Creta, hierven las aguas, saltan torrentes de cenizas y escorias inflamadas; el rugir del abismo repercute en las costas de Grecia, llega hasta Campania la lluvia de granos encendidos, y en el archipiélago aparece una nueva isla—Santorín—, famosa por sus vinos. Sombrío horizonte el del mundo cuando este animoso Pontífice empuña el timón de la barquilla de Pedro (715). «Era—dice el Libro Pontifical—hombre de palabra fácil y elegante, de alma fuerte y generosa, de vida pura y noble, de saber profundo en las ciencias sagradas.»
Vigorosa y sabiamente, Gregorio empieza a poner en aquel caos la luz de su bondad y su prudencia. Su bendición acompaña a los soldados de Carlos Martel en Poitiers, y les asegura la victoria. También él tiene sus soldados, predicadores pacíficos de la fe, que, obedeciendo sus órdenes, pasan el Rin y buscan en sus bosques a los germanos idólatras. «Los piadosos designios de tu celo inflamado—escribía a uno de los más ardientes apóstoles—exigen que te llamemos a secundarnos para la dispensación de la palabra divina, cuyo depósito está confiado a nuestro santo ministerio. En el nombre de la Trinidad invisible, por la autoridad suprema del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, cuyo magisterio doctrinal tenemos en la tierra, te enviamos a anunciar el reino de Dios a todas las naciones infieles en que logres penetrar.» Gregorio sigue a Bonifacio en su apostolado, se llena de alegría por sus éxitos, le alienta en sus fatigas, le sostiene en los momentos difíciles y deshace con sus cartas las dificultades que surgen en la misión. Las soluciones del Pontífice están siempre inspiradas por un espíritu de amplitud y generosidad. Hablando de los sacerdotes y obispos irregulares, modera el celo del misionero con este sabio consejo: «No te niegues a conversar con ellos, no dejes de admitirlos a tu mesa; pues sucede muchas veces que los espíritus rebeldes a las correcciones de la verdad se dejan cautivar por el encanto de un trato bondadoso.»
Gregorio II creía en el poder de la bondad y de la inocencia más que en el de los escuadrones, y gracias a él pudo salir vencedor de los más atroces enemigos. Italia era en su tiempo teatro de ambiciones y perfidias. El Papa se halla rodeado de duques lombardos, todavía salvajes; algo más lejos está el exarca de Ravena, lugarteniente imperial, noble patricio acostumbrado a todas las artes de la intriga, como buen bizantino; y más lejos todavía, el emperador de Constantinopla, León el Isáurico, un pobre demente con ínfulas de teólogo y humos de reformador. Todos ellos se odian cordialmente, pero llegan a juntarse para despojar al Pontífice. Amenazado por todas partes, «el vicario de Cristo permanece firme en la esperanza, despertando la admiración de los hombres». La limosna, la oración y el ayuno son las armas que emplea; y a ellas junta la palabra, su palabra de apóstol, de pastor y de padre, aquella palabra con la cual conmueve los corazones, santifica los pueblos, deshace las intrigas y quebranta las conjuras. Hoy le arrebatan los castillos y ciudades de la Santa Sede, mañana los expoliadores caen de rodillas delante de su víctima. Su majestad desarma la fiereza de los lombardos y triunfa de la perfidia griega. El rey Luitprando está a punto de realizar la unidad de Italia. El exarca bizantino es un juguete en sus manos; se ha cansado de él y le va a enviar a Constantinopla. De pronto, un hombre, un anciano, el Papa, sin armas, sin más escolta que un clérigo, portador de la cruz apostólica, se presenta delante de él para hablar el lenguaje de la justicia y la verdad. El conquistador parece como herido por un rayo. Deja su manto real, su daga y su corona y cae a los pies del Pontífice. Una vez más estaba salvado el dominio imperial en Italia.
«Gregorio—dice la crónica pontificia—recomendaba sin cesar la fidelidad al Imperio.» No obstante, el Imperio estaba entonces gobernado por el enemigo más terrible de los Papas. El Isáurico se ponía furioso al pensar en la gloria de Roma y en el prestigio de sus obispos. Muchas veces sus sicarios habían cruzado los umbrales de Letrán; siempre inútilmente, porque la dulzura arrancaba el puñal de sus manos. Ahora el emperador la había emprendido contra las estatuas. Gregorio no pudo ver más que el principio de este largo conflicto; pero tuvo tiempo para decir la verdad desnuda al teólogo coronado: «Has escandalizado a todo el mundo—le escribía—; has obrado como si estuvieras libre de la muerte; has degollado a los inocentes, has alborotado la Iglesia, y no sabiendo el abecé de la doctrina, te has querido erigir en doctor. Te hablo así, porque sólo mereces el lenguaje de los ignorantes.»
Vigorosa y sabiamente, Gregorio empieza a poner en aquel caos la luz de su bondad y su prudencia. Su bendición acompaña a los soldados de Carlos Martel en Poitiers, y les asegura la victoria. También él tiene sus soldados, predicadores pacíficos de la fe, que, obedeciendo sus órdenes, pasan el Rin y buscan en sus bosques a los germanos idólatras. «Los piadosos designios de tu celo inflamado—escribía a uno de los más ardientes apóstoles—exigen que te llamemos a secundarnos para la dispensación de la palabra divina, cuyo depósito está confiado a nuestro santo ministerio. En el nombre de la Trinidad invisible, por la autoridad suprema del bienaventurado Pedro, príncipe de los Apóstoles, cuyo magisterio doctrinal tenemos en la tierra, te enviamos a anunciar el reino de Dios a todas las naciones infieles en que logres penetrar.» Gregorio sigue a Bonifacio en su apostolado, se llena de alegría por sus éxitos, le alienta en sus fatigas, le sostiene en los momentos difíciles y deshace con sus cartas las dificultades que surgen en la misión. Las soluciones del Pontífice están siempre inspiradas por un espíritu de amplitud y generosidad. Hablando de los sacerdotes y obispos irregulares, modera el celo del misionero con este sabio consejo: «No te niegues a conversar con ellos, no dejes de admitirlos a tu mesa; pues sucede muchas veces que los espíritus rebeldes a las correcciones de la verdad se dejan cautivar por el encanto de un trato bondadoso.»
Gregorio II creía en el poder de la bondad y de la inocencia más que en el de los escuadrones, y gracias a él pudo salir vencedor de los más atroces enemigos. Italia era en su tiempo teatro de ambiciones y perfidias. El Papa se halla rodeado de duques lombardos, todavía salvajes; algo más lejos está el exarca de Ravena, lugarteniente imperial, noble patricio acostumbrado a todas las artes de la intriga, como buen bizantino; y más lejos todavía, el emperador de Constantinopla, León el Isáurico, un pobre demente con ínfulas de teólogo y humos de reformador. Todos ellos se odian cordialmente, pero llegan a juntarse para despojar al Pontífice. Amenazado por todas partes, «el vicario de Cristo permanece firme en la esperanza, despertando la admiración de los hombres». La limosna, la oración y el ayuno son las armas que emplea; y a ellas junta la palabra, su palabra de apóstol, de pastor y de padre, aquella palabra con la cual conmueve los corazones, santifica los pueblos, deshace las intrigas y quebranta las conjuras. Hoy le arrebatan los castillos y ciudades de la Santa Sede, mañana los expoliadores caen de rodillas delante de su víctima. Su majestad desarma la fiereza de los lombardos y triunfa de la perfidia griega. El rey Luitprando está a punto de realizar la unidad de Italia. El exarca bizantino es un juguete en sus manos; se ha cansado de él y le va a enviar a Constantinopla. De pronto, un hombre, un anciano, el Papa, sin armas, sin más escolta que un clérigo, portador de la cruz apostólica, se presenta delante de él para hablar el lenguaje de la justicia y la verdad. El conquistador parece como herido por un rayo. Deja su manto real, su daga y su corona y cae a los pies del Pontífice. Una vez más estaba salvado el dominio imperial en Italia.
«Gregorio—dice la crónica pontificia—recomendaba sin cesar la fidelidad al Imperio.» No obstante, el Imperio estaba entonces gobernado por el enemigo más terrible de los Papas. El Isáurico se ponía furioso al pensar en la gloria de Roma y en el prestigio de sus obispos. Muchas veces sus sicarios habían cruzado los umbrales de Letrán; siempre inútilmente, porque la dulzura arrancaba el puñal de sus manos. Ahora el emperador la había emprendido contra las estatuas. Gregorio no pudo ver más que el principio de este largo conflicto; pero tuvo tiempo para decir la verdad desnuda al teólogo coronado: «Has escandalizado a todo el mundo—le escribía—; has obrado como si estuvieras libre de la muerte; has degollado a los inocentes, has alborotado la Iglesia, y no sabiendo el abecé de la doctrina, te has querido erigir en doctor. Te hablo así, porque sólo mereces el lenguaje de los ignorantes.»
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