París, 1219. La ciudad iba a confirmar, una vez más, el hermoso papel que ha jugado y continúa jugando en la historia de la Iglesia. Porque en París iban a coincidir dos hombres. Uno de ellos venía de España, se llamaba Domingo de Guzmán, y con su palabra de fuego conmovía a las muchedumbres. Le traía a París el deseo de ayudar a la naciente comunidad dominicana, que tantas dificultades venía experimentando para desenvolverse. El otro es un joven alemán, descendiente de los condes de Eberstein, que llevaba ya unos nueve años estudiando en la Universidad. Había recibido el subdiaconado y era ya bachiller en teología. Pero estaba dudando cuál serían los planes de Dios Nuestro Señor sobre él. No acababa de encontrar su camino. La muchedumbre de estudiantes que acude a oír a Santo Domingo de Guzmán le arrastra también. Hay después una entrevista a solas. Santo Domingo le anima, le decide a recibir el diaconado y a proseguir su vida de estudio y oración. Sin embargo, Jordán, que así si llamaba aquél joven, no entra todavía en la Orden dominicana.
Pero no es cuestión más que de unos meses. La vida y el ejemplo de Santo Domingo le han impresionado profundamente. Cuando al poco tiempo viene a París el Beato Reginaldo, otra de las grandes figuras de la Orden naciente, Jordán hace voto de entrar en ella. Pero antes de cumplirlo conquista a dos amigos suyos, fray Enrique de Colonia y fray León. El miércoles de ceniza del año 1220 entran los tres en el convento parisino de Santiago, célebre en la historia de la Iglesia universal.
Y allí se inicia la carrera fulgurante del Beato Jordán. Recibido el hábito, el capítulo general que aquel mismo año se celebra en Bolonia le encarga de comentar el Evangelio de San Lucas a los frailes de París. Al año siguiente es elegido provincial de Lombardía, la provincia más importante y difícil de administrar entre las recientemente establecidas. Y, al año siguiente, el 22 de mayo de 1222 es elegido unánimemente, por el capítulo general, maestro general de la Orden, como sucesor de Santo Domingo de Guzmán, cargo que desempeñó hasta su muerte el 13 de febrero de. 1237. Pocos casos habrá en que un novicio recién ingresado se transforme, en tres años, en superior general de la Orden y sucesor de su propio fundador.
¿Cuál habría de ser su papel? "Si a Santo Domingo —ha escrito el padre Mortier— pertenece el título incomunicable de fundador de la Orden, a Jordán pertenece el más modesto, pero no menos glorioso, de propagador." Y es así, en efecto. Por medio de una actividad asombrosa, que aun hoy, en tiempos de fáciles comunicaciones, nos pasmaría, el Beato Jordán consigue dar un formidable impulso a la Orden de Predicadores. Baste indicar que durante su vida se fundaron 249 conventos dominicanos, de hombres y de mujeres, y se establecieron cuatro nuevas provincias. Es más, los mismos conventos que ya existían recibían, al contacto con él, nueva vida. Así nos lo dice, con emocionadas palabras, Gerardo de Frachet, en su libro Vidas de los hermanos: "Los conventos donde él moraba parecían, por los muchos que entraban y por los que de allí salían destinados a otras provincias, colmenas de abeja, Por eso, al llegar a los conventos, mandaba hacer muchas túnicas, teniendo confianza en Dios de que recibiría más frailes".
Y no se piense que se trataba de vocaciones vulgares, de un reclutamiento en medios fáciles, entre gentes humildes, piadosas y sin cultura. Nada de eso. El gran empeño y la gran preocupación del Beato Jordán fueron precisamente las universidades. Tan pronto predicaba la Cuaresma en París, como en Bolonia. Y puede decirse que no hubo centro intelectual de aquel entonces al que no llegara con su palabra y su ejemplo. Pasó a Inglaterra, para visitar la Universidad de Oxford, y predicó también a los estudiantes en las universidades de Alemania. De la magnitud de sus conquistas da idea el hecho de que fuera él quien conquistó a Alberto de Falkemberg o Pedro de Tarantasia, más tarde papa Inocencio V; a Humberto de Romans; a Hugo de S. Caro; a Juan de San Gil, etc., etc. Es cierto que otras veces parecía ser excesivamente poco exigente en su manera de reclutar. Sin embargo, los hechos vinieron a darle la razón, y aquellos jóvenes a quienes él invitaba a la vida religiosa fueron la savia providencial enviada por Dios para robustecer y dilatar el árbol dominicano.
Ni cabe tampoco pensar que todo se redujo a esta labor de reclutador. Es cierto que Santo Domingo había dejado expuesto con toda nitidez cuál era el ideal de la nueva Orden. Quedaban, sin embargo, no pocos aspectos del gobierno de la misma por detallar y completar. A esta tarea se dedicó también el maestro general, dejando impresa una profunda huella en la legislación dominicana.
Tan formidable labor la pudo realizar gracias a unas cualidades que excedían en mucho de lo común: austeridad de vida, angelical integridad de costumbres, olvido heroico de sí mismo, palabra penetrante, afable acogida, maneras dulces.
Resulta encantador ver, por ejemplo, la riqueza de aspectos y la hondura sobrenatural de su amistad con fray Enrique de Colonia. "La convivencia les estrechó en una suave y entrañable unión de corazones." Cuando murió, nadie lloró tanto como fray Jordán, pero "lágrimas por el que nació para Cristo, no por el que murió en la carne", como el mismo fray Jordán nos diría. "Él partió feliz —comenta—, mas a mí, miserable, me dejó en este mundo." E idéntica sensibilidad, idéntica adaptación a una amistad auténticamente sobrenatural, limpia y pura, muestra el Beato Jordán en relación con la Beata Diana de Andaló, que en tantos aspectos recuerda la que existió entre San Francisco y Santa Clara.
Comprensivo, lleno de caridad, ardía siempre en deseos de amoldarse a todos. El mismo nos confiesa: "Siempre he procurado estudiar el modo de conformarme con la voluntad de los demás, para no situarme en oposición con la mía; esto es, amoldándome ya a un soldado, ya a un religioso, bien a un clérigo o al que está tentado".
Las Vidas de los hermanos nos han conservado una graciosa anécdota que bien merece la pena transcribirse: "Acaeció que llevando consigo el maestro muchos novicios que había admitido a la Orden, en cierto lugar donde no había convento, mientras rezaba las completas con ellos y con sus socios en una posada, uno de ellos soltó la risa y al verlo los demás comenzaron a reír a mandíbula batiente. Alguno de los socios del maestro comenzó a hacerles señas de que reprimiesen la risa, al paso que ellos reían más y más. Dejando entonces el rezo de las completas, y dicho el Benedicite, comenzó el maestro a reprender a aquel socio. Y, volviéndose a los novicios, les habló así: "Reíd, carísimos; reíd fuertemente y no dejéis de hacerlo por este fraile; yo os doy licencia para ello, pues verdaderamente tenéis motivo suficiente para alegraros y reíros, porque habéis salido de la cárcel del diablo y roto las fuertes cadenas con las que durante muchos años os tuvo atados. Reíd, pues, carísimos; reíd".
Se corre, sin embargo, el peligro, al ponderar la caridad y la comprensión de los santos, de olvidar que ellos supieron siempre unirlas a la firmeza. Así, durante las luchas entre el Pontificado y el Imperio, los dominicos supieron resistir a Federico II, y el mismo Jordán, tan inclinado siempre a la condescendencia, no temió acudir a Federico en persona para reprocharle su conducta y conjurarle a poner término a aquel escándalo que estaba dando a la cristiandad. Otras veces la firmeza en no condescender sabía teñirse de un delicado humor. Así, al procurador de un convento que le pedía con insistencia ser relevado del cargo, le contestó: "Hijo mío, este cargo lleva consigo cuatro cosas: la negligencia, la impaciencia, el trabajo y el mérito; yo te descargo de las dos primeras... pero te dejo las otras dos".
Su característica más singular fue, sin embargo, la fuerza de persuasión que le hacía irresistible tanto en el púlpito cuanto en la conversación privada. "El Señor le había otorgado tal prerrogativa y gracia singular, no sólo para predicar, sino también para conversar, que en cualquier parte y con cualquiera que estuviese le fluían siempre palabras encendidas y alumbraba la conversación con oportunos y eficaces ejemplos, de tal modo, que a cada uno hablaba, aconsejaba y persuadía según la condición de su carácter. Por lo cual, todos estaban sedientos de oír sus palabras." Baste, como muestra, recordar una hermosa y significativa anécdota que nos han conservado las tantas veces citadas Vidas de los hermanos: "Cierto día de fiesta, al terminar de predicar, admitió a la Orden a un estudiante, y como estuviesen presentes otros muchos, les dirigió la palabra diciendo: "Si alguno de vosotros fuese a una gran fiesta y a un opulento banquete, ¿acaso todos sus compañeros serían tan descuidados que ninguno quisiera ir en su compañía? Pues he aquí que, sin embargo, veis a éste, que ha sido invitado por Dios a un gran festín, y ¿le vais a dejar ir solo?" Y fue tal la eficacia de su palabra, que al momento cierto estudiante dijo: "Maestro, convencido por vuestra palabra, me asocio a éste, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo".
Dios le otorgó, antes de morir, dos inmensas alegrías: la de proceder al traslado del cuerpo de Santo Domingo y la de ver el día de su solemne canonización. En efecto, por orden de Gregorio IX, los restos de Santo Domingo fueron solemnemente trasladados el 12 de marzo de 1233. Y poco tiempo después, el 3 de julio de 1234, después de una información canónica en Bolonia y Telosa de Francia, el mismo Gregorio IX presentaba a toda la Iglesia universal, como modelo de santidad, a aquél Domingo de Guzmán con quien Jordán de Sajonia había hablado por vez primera, cuando tenía treinta años, en París, y cuyo sucesor había sido. La noticia le cogió en Estrasburgo, llegándole con una carta de San Raimundo de Peñafort, entonces en funciones de penitenciario del Papa.
Podía decirse que su misión en este mundo estaba cumplida. Así pareció apreciarlo la Providencia. En 1236, dos años después, Jordán se embarca para visitar los conventos de la Orden establecidos en Tierra Santa y venerar los Santos Lugares. Todos los hermanos tenían pena al verle partir porque su salud estaba quebrantada. Sin embargo, el viaje se realizó con toda felicidad. No así el de retorno. La nave, asaltada por una furiosa tempestad, fue lanzada a las costas de Siria frente a Tolemaida. La mayor parte de los pasajeros perecieron ahogados. Entre ellos estaba Jordán, con dos de sus compañeros. Era el 13 de febrero de 1237. Sus religiosos lograron rescatar el cadáver y enterrarlo en la iglesia de los dominicos de Tolemaida.
Pronto los milagros vinieron a confirmar la fama de santidad de que siempre había estado rodeado, aun en vida. Sin embargo, el reconocimiento canónico de esta santidad tardó mucho. Durante cinco siglos se le venía dando tradicionalmente el título de Beato, e inscribiéndole así en no pocos martirologios. Pero sólo en 1826 el papa León XII aprobó el culto inmemorial que se le venía dando en su Orden.
Pero no es cuestión más que de unos meses. La vida y el ejemplo de Santo Domingo le han impresionado profundamente. Cuando al poco tiempo viene a París el Beato Reginaldo, otra de las grandes figuras de la Orden naciente, Jordán hace voto de entrar en ella. Pero antes de cumplirlo conquista a dos amigos suyos, fray Enrique de Colonia y fray León. El miércoles de ceniza del año 1220 entran los tres en el convento parisino de Santiago, célebre en la historia de la Iglesia universal.
Y allí se inicia la carrera fulgurante del Beato Jordán. Recibido el hábito, el capítulo general que aquel mismo año se celebra en Bolonia le encarga de comentar el Evangelio de San Lucas a los frailes de París. Al año siguiente es elegido provincial de Lombardía, la provincia más importante y difícil de administrar entre las recientemente establecidas. Y, al año siguiente, el 22 de mayo de 1222 es elegido unánimemente, por el capítulo general, maestro general de la Orden, como sucesor de Santo Domingo de Guzmán, cargo que desempeñó hasta su muerte el 13 de febrero de. 1237. Pocos casos habrá en que un novicio recién ingresado se transforme, en tres años, en superior general de la Orden y sucesor de su propio fundador.
¿Cuál habría de ser su papel? "Si a Santo Domingo —ha escrito el padre Mortier— pertenece el título incomunicable de fundador de la Orden, a Jordán pertenece el más modesto, pero no menos glorioso, de propagador." Y es así, en efecto. Por medio de una actividad asombrosa, que aun hoy, en tiempos de fáciles comunicaciones, nos pasmaría, el Beato Jordán consigue dar un formidable impulso a la Orden de Predicadores. Baste indicar que durante su vida se fundaron 249 conventos dominicanos, de hombres y de mujeres, y se establecieron cuatro nuevas provincias. Es más, los mismos conventos que ya existían recibían, al contacto con él, nueva vida. Así nos lo dice, con emocionadas palabras, Gerardo de Frachet, en su libro Vidas de los hermanos: "Los conventos donde él moraba parecían, por los muchos que entraban y por los que de allí salían destinados a otras provincias, colmenas de abeja, Por eso, al llegar a los conventos, mandaba hacer muchas túnicas, teniendo confianza en Dios de que recibiría más frailes".
Y no se piense que se trataba de vocaciones vulgares, de un reclutamiento en medios fáciles, entre gentes humildes, piadosas y sin cultura. Nada de eso. El gran empeño y la gran preocupación del Beato Jordán fueron precisamente las universidades. Tan pronto predicaba la Cuaresma en París, como en Bolonia. Y puede decirse que no hubo centro intelectual de aquel entonces al que no llegara con su palabra y su ejemplo. Pasó a Inglaterra, para visitar la Universidad de Oxford, y predicó también a los estudiantes en las universidades de Alemania. De la magnitud de sus conquistas da idea el hecho de que fuera él quien conquistó a Alberto de Falkemberg o Pedro de Tarantasia, más tarde papa Inocencio V; a Humberto de Romans; a Hugo de S. Caro; a Juan de San Gil, etc., etc. Es cierto que otras veces parecía ser excesivamente poco exigente en su manera de reclutar. Sin embargo, los hechos vinieron a darle la razón, y aquellos jóvenes a quienes él invitaba a la vida religiosa fueron la savia providencial enviada por Dios para robustecer y dilatar el árbol dominicano.
Ni cabe tampoco pensar que todo se redujo a esta labor de reclutador. Es cierto que Santo Domingo había dejado expuesto con toda nitidez cuál era el ideal de la nueva Orden. Quedaban, sin embargo, no pocos aspectos del gobierno de la misma por detallar y completar. A esta tarea se dedicó también el maestro general, dejando impresa una profunda huella en la legislación dominicana.
Tan formidable labor la pudo realizar gracias a unas cualidades que excedían en mucho de lo común: austeridad de vida, angelical integridad de costumbres, olvido heroico de sí mismo, palabra penetrante, afable acogida, maneras dulces.
Resulta encantador ver, por ejemplo, la riqueza de aspectos y la hondura sobrenatural de su amistad con fray Enrique de Colonia. "La convivencia les estrechó en una suave y entrañable unión de corazones." Cuando murió, nadie lloró tanto como fray Jordán, pero "lágrimas por el que nació para Cristo, no por el que murió en la carne", como el mismo fray Jordán nos diría. "Él partió feliz —comenta—, mas a mí, miserable, me dejó en este mundo." E idéntica sensibilidad, idéntica adaptación a una amistad auténticamente sobrenatural, limpia y pura, muestra el Beato Jordán en relación con la Beata Diana de Andaló, que en tantos aspectos recuerda la que existió entre San Francisco y Santa Clara.
Comprensivo, lleno de caridad, ardía siempre en deseos de amoldarse a todos. El mismo nos confiesa: "Siempre he procurado estudiar el modo de conformarme con la voluntad de los demás, para no situarme en oposición con la mía; esto es, amoldándome ya a un soldado, ya a un religioso, bien a un clérigo o al que está tentado".
Las Vidas de los hermanos nos han conservado una graciosa anécdota que bien merece la pena transcribirse: "Acaeció que llevando consigo el maestro muchos novicios que había admitido a la Orden, en cierto lugar donde no había convento, mientras rezaba las completas con ellos y con sus socios en una posada, uno de ellos soltó la risa y al verlo los demás comenzaron a reír a mandíbula batiente. Alguno de los socios del maestro comenzó a hacerles señas de que reprimiesen la risa, al paso que ellos reían más y más. Dejando entonces el rezo de las completas, y dicho el Benedicite, comenzó el maestro a reprender a aquel socio. Y, volviéndose a los novicios, les habló así: "Reíd, carísimos; reíd fuertemente y no dejéis de hacerlo por este fraile; yo os doy licencia para ello, pues verdaderamente tenéis motivo suficiente para alegraros y reíros, porque habéis salido de la cárcel del diablo y roto las fuertes cadenas con las que durante muchos años os tuvo atados. Reíd, pues, carísimos; reíd".
Se corre, sin embargo, el peligro, al ponderar la caridad y la comprensión de los santos, de olvidar que ellos supieron siempre unirlas a la firmeza. Así, durante las luchas entre el Pontificado y el Imperio, los dominicos supieron resistir a Federico II, y el mismo Jordán, tan inclinado siempre a la condescendencia, no temió acudir a Federico en persona para reprocharle su conducta y conjurarle a poner término a aquel escándalo que estaba dando a la cristiandad. Otras veces la firmeza en no condescender sabía teñirse de un delicado humor. Así, al procurador de un convento que le pedía con insistencia ser relevado del cargo, le contestó: "Hijo mío, este cargo lleva consigo cuatro cosas: la negligencia, la impaciencia, el trabajo y el mérito; yo te descargo de las dos primeras... pero te dejo las otras dos".
Su característica más singular fue, sin embargo, la fuerza de persuasión que le hacía irresistible tanto en el púlpito cuanto en la conversación privada. "El Señor le había otorgado tal prerrogativa y gracia singular, no sólo para predicar, sino también para conversar, que en cualquier parte y con cualquiera que estuviese le fluían siempre palabras encendidas y alumbraba la conversación con oportunos y eficaces ejemplos, de tal modo, que a cada uno hablaba, aconsejaba y persuadía según la condición de su carácter. Por lo cual, todos estaban sedientos de oír sus palabras." Baste, como muestra, recordar una hermosa y significativa anécdota que nos han conservado las tantas veces citadas Vidas de los hermanos: "Cierto día de fiesta, al terminar de predicar, admitió a la Orden a un estudiante, y como estuviesen presentes otros muchos, les dirigió la palabra diciendo: "Si alguno de vosotros fuese a una gran fiesta y a un opulento banquete, ¿acaso todos sus compañeros serían tan descuidados que ninguno quisiera ir en su compañía? Pues he aquí que, sin embargo, veis a éste, que ha sido invitado por Dios a un gran festín, y ¿le vais a dejar ir solo?" Y fue tal la eficacia de su palabra, que al momento cierto estudiante dijo: "Maestro, convencido por vuestra palabra, me asocio a éste, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo".
Dios le otorgó, antes de morir, dos inmensas alegrías: la de proceder al traslado del cuerpo de Santo Domingo y la de ver el día de su solemne canonización. En efecto, por orden de Gregorio IX, los restos de Santo Domingo fueron solemnemente trasladados el 12 de marzo de 1233. Y poco tiempo después, el 3 de julio de 1234, después de una información canónica en Bolonia y Telosa de Francia, el mismo Gregorio IX presentaba a toda la Iglesia universal, como modelo de santidad, a aquél Domingo de Guzmán con quien Jordán de Sajonia había hablado por vez primera, cuando tenía treinta años, en París, y cuyo sucesor había sido. La noticia le cogió en Estrasburgo, llegándole con una carta de San Raimundo de Peñafort, entonces en funciones de penitenciario del Papa.
Podía decirse que su misión en este mundo estaba cumplida. Así pareció apreciarlo la Providencia. En 1236, dos años después, Jordán se embarca para visitar los conventos de la Orden establecidos en Tierra Santa y venerar los Santos Lugares. Todos los hermanos tenían pena al verle partir porque su salud estaba quebrantada. Sin embargo, el viaje se realizó con toda felicidad. No así el de retorno. La nave, asaltada por una furiosa tempestad, fue lanzada a las costas de Siria frente a Tolemaida. La mayor parte de los pasajeros perecieron ahogados. Entre ellos estaba Jordán, con dos de sus compañeros. Era el 13 de febrero de 1237. Sus religiosos lograron rescatar el cadáver y enterrarlo en la iglesia de los dominicos de Tolemaida.
Pronto los milagros vinieron a confirmar la fama de santidad de que siempre había estado rodeado, aun en vida. Sin embargo, el reconocimiento canónico de esta santidad tardó mucho. Durante cinco siglos se le venía dando tradicionalmente el título de Beato, e inscribiéndole así en no pocos martirologios. Pero sólo en 1826 el papa León XII aprobó el culto inmemorial que se le venía dando en su Orden.
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