En la más vasta y fértil llanura de la Campania occidental, no lejos de la populosa Nápoles y de la señorial Caserta, se levanta la antiquísima pequeña ciudad de Nola, patria de San Félix.
Su padre, Hermias, militar, que se estableció en ella la primera mitad del siglo III, procedía de Siria. Otro hijo del mismo nombre del padre le siguió en su dedicación a las armas. Félix escogió mejor ser soldado del reino de Cristo. Nos han llegado pocas noticias de su carrera eclesiástica cuando joven. Seguiría normalmente por los grados de las distintas órdenes, desde lector hasta presbítero. Como presbítero fue el brazo derecho de su obispo Máximo, al parecer ya anciano y demasiado débil para poder actuar con eficacia en tiempos difíciles que requerían en el clero temple de héroes, como el de nuestro esforzado Félix, que podía entregarse en cuerpo y alma al apostolado, a cultivar la viña del Señor ya que, sin apego a la riqueza, poseía amplio patrimonio que le exoneraba del cuidado de las cosas terrenas y podía dedicar buena parte de él a las necesidades de la comunidad cristiana. Así se ganó muy pronto la simpatía y la devoción de todo el pueblo fiel, que lo siguió y respetó como a padre.
El temple de héroe de nuestro Félix se manifestó esplendorosamente en los años terribles de las persecuciones desencadenadas por Decio (a. 245 - 50) y Valeriano (256). Félix, aunque tenido con razón como mártir, no llegó a sufrir la pena capital ni el proceso judicial reglamentario que nos hubiera podido proporcionar las más preciadas noticias, como las que nos ofrecen las actas del proceso seguido en la misma época a San Cipriano, el santo obispo de Cartago.
Tenemos muchas, recogidas amorosamente y con toda diligencia, pero a distancia de más de un siglo, por Paulino, el santo obispo poeta (394 - 410). Es sabido que la fama de taumaturgo de Félix en el siglo IV atrajo a Paulino, insigne patricio y senador aquitano, a retirarse, al dejar las vanidades humanas, en la recoleta ciudad de Nola, habiendo ya antes sido ordenado de presbítero en nuestra Barcelona. Erudito escritor e inspirado poeta se creyó obligado a dedicar cada año en la festividad de San Félix un poema panegírico en verso a su santo protector. Como habían pasado unos ciento cincuenta años desde la muerte del santo presbítero nolano, Paulino indagaría piadosamente sobre todos los datos históricos conservados por la tradición, embellecidos con la aureola de la ferviente devoción popular y aun coloreados por el pincel de su estro poético. Paulino no puede señalar nunca con precisión los años en que actuó Félix, pero casi con certeza puede deducirse de los poemas que sería durante dos persecuciones, las de Decio y Valeriano.
Después de unos años de relativa paz religiosa en el Imperio, Decio, inteligente príncipe y sagaz político, desencadenó una de las persecuciones más aciagas para la Iglesia. Para destruirla, creyó que lo mejor era desorganizar sus resortes de mando; ordenó arrestar y procesar principalmente a los jefes de las comunidades, a los obispos, presbíteros y diáconos.
No pocos obispos huyeron de los centros urbanos, los más peligrosos, buscando asilo en lugares solitarios aunque sin perder el contacto y la dirección de su grey. Así San Cipriano, en Cartago. En Nola el obispo Máximo, viéndose en peligro, se dirigió al monte, escondiéndose en algunas de las anfractuosidades de los no lejanos Apeninos, quizá en las laderas del Montevergine, cuya cumbre llega a los 1.500 metros y dista pocas leguas de la ciudad nolana. El gobierno de la comunidad cristiana lo confió al intrépido Félix, que no quiso salir de su urbe para proteger mejor la perseverancia en la fe de sus encomendados. El astuto perseguidor había, en efecto, ordenado que todos los ciudadanos sospechosos de cristianismo debían hacer acto de sacrificio a los dioses del Imperio ante un magistrado civil que les libraría un certificado de ello, un libelo como se le llamó después. [Es sabido que no faltaron cristianos débiles que se procuraron éste certificado con dinero o dádivas, sin haber en realidad hecho acto alguno de culto a los dioses, pero sí un acto de cobardía, que la Iglesia no podía perdonar fácilmente.]
En una ciudad tan pequeña como Nola no podía durar mucho tiempo la seguridad personal de Félix, que no temía actuar como fuera para cumplir su difícil misión pastoral, Con el alma en lo alto, según cuenta Paulino, atento a Cristo y no al mundo, llevando a Dios en su corazón y llenos sus pechos de Cristo, no disimula que es presbítero y jefe de la comunidad y por esto es arrestado. El se entrega contento en manos de los crueles esbirros. Es llevado a la cárcel, en donde es atado con cadenas de pies y manos y sin que pueda descansar su cuerpo por tener por lecho un montón de tiestos triturados, pero descansa su ánimo en Cristo, que le da fuerza y le multiplica en las penas las palmas del triunfo. Decio procuraba hacer apóstatas, no mártires, y por esto se prodigaban los tormentos agotadores hasta el desfallecimiento de la voluntad. De ahí que Félix debió pasar largas horas, días y meses en prisión.
Entre tanto el obispo Máximo, solo en el monte, no padece menor martirio por el frío y el hambre, por la tristeza y el dolor. Lo sabe Félix y arde en deseos de ir a socorrerle. Como a Pedro, un ángel se le presenta una noche, se deshacen las cadenas y puede salir acompañado del mensajero celestial pasando entre los guardias dormidos. Ya en pleno campo, se dirige veloz al bosque en busca de su viejo venerable obispo, al que encuentra casi exánime y ya sin conocimiento. Nada tiene él con qué reanimarle cuando ve entre el espeso matorral un grueso racimo de uvas enviado del cielo. Con el reconfortante jugo del sabroso fruto vuelve a la vida el desvalido anciano, quien, al recobrar el sentido, abrazando a Félix, se le queja de la tardanza en ir a socorrerlo y le pide no le abandone más si no quiere que muera. Se lo promete el fiel presbítero y, cargándoselo en hombros, bajan al valle en busca de un refugio. Lo encuentran en casa de una anciana, a la puerta de cuya casa llaman a hora bien intempestiva. "Recibe, le dice Félix, este sagrado depósito que te entregan mis manos, testigos sólo las estrellas." Lo acepta ella gozosa. Máximo bendice conmovido a Félix, que se va a la ciudad para consolar a sus cristianos de Nola. Allí, viendo que siguen amenazadoras las circunstancias, se convence de la necesidad de refugiarse también en casa de la piadosa anciana. Lo hace por algún tiempo, hasta que se amengua la virulencia de la persecución y puede volver a tomar la cura pastoral de la comunidad, que lo recibe como un confesor de la fe digno ya de una veneración que continuará por los siglos de los siglos durante su vida y después de muerto.
Con el advenimiento de Valeriano en 253 cesa del todo la persecución. Pero duró pocos años la benevolencia de éste emperador hacia la Iglesia. En 256 - 57 publica un edicto contra ella que emulaba el del impío Decio. Causa motriz principal del cambio fue la codicia. Quiso apoderarse de las riquezas de la Iglesia que sus consejeros exageraron intencionadamente. A Félix le fue confiscado todo su patrimonio al mismo tiempo que se le buscaba para procesarle. Los esbirros enviados de fuera para capturarle, como no lo conocían y no lo encontraron en su casa, toparon con él y le preguntaron por Félix, el jefe de la comunidad cristiana. Disimulando no saber de qué se trataba, lo dejan en paz. Pero pronto alguien les dio tales señas del verdadero Félix, que se dieron cuenta de que era el que poco antes había sido interrogado. Vuélvense furiosos a la ciudad exultando por la que ya creían segura presa, no sin que Félix lo advirtiera cuando ya estaban muy cerca, pudiéndose meter por la ancha grieta del paredón de un derruido edificio, grieta que por milagro instantáneamente quedó tapada por un tupido velo de telarañas, lo que despistó a los perseguidores.
Pasado el peligro, se alejó Félix de la ciudad y huyó a otra región. Asilo seguro le ofreció una cisterna seca. Una anciana que vivía por allí cerca inconscientemente le procuraba la comida. La Providencia velaba por el siervo fiel. Así pasó escondido algunos meses hasta que, desaparecido Valeriano, con el reinado de Galieno, se abrió un largo período de paz para la Iglesia.
Félix puede volver a su ciudad, que lo recibe con inmenso júbilo.
Había entre tanto muerto el obispo Máximo y la comunidad cristiana quería forzar a Félix a ocupar la sede episcopal. La rehúsa él decididamente alegando que este honor ha de concederse a otro presbítero, Quinto, que había sido promovido antes que él al presbiterado. Es inútil toda insistencia. Quinto, como obispo regirá la grey; Félix será su voz aleccionadora ante los fieles, su predicador con la palabra y el ejemplo. Sobre todo con el ejemplo de desprecio de las riquezas y vanidades del mundo. Le habían sido confiscados todos sus bienes durante la persecución y podía reivindicarlos como hicieron otros. No todas las cosas lícitas son provechosas, observa su biógrafo. Félix prefiere lo útil a lo lícito y a los que le importunan para que reclame sus bienes, replica: "Dios no quiera que haya de volver a tener unos bienes que perdí por amor a Jesucristo".
Como presbítero, pues, y pobre, pudo Félix continuar su misión evangelizadora entre la veneración cada día más profunda de los fieles de Nola, veneración que se convirtió en ferviente devoción a su memoria, a su sepulcro, cuando Dios le llamó al cielo. Y esta devoción, con las manifestaciones del culto, traspasó bien pronto los límites de la ciudad y de la región y con la paz constantiniana, los de Italia, llegando a ser el santuario de Nola a fines del siglo IV uno de los más celebrados de todo el Occidente.
En la misma Roma le fue consagrada una basílica, y el papa San Dámaso le dedicó un epigrama para implorar su protección en momentos de graves apuros.
San Paulino, el cantor de las glorías de Félix, hizo construir, contigua al humilde santuario que protegía el sepulcro, una espléndida basílica decorada con bellísimos mosaicos y aun otras tres rodearon pronto el primitivo santuario, visible desde todas ellas, de tal manera que vino a convertirse en un templete circundado de un bosque de columnas a la manera del altar mayor de la catedral de Córdoba, perdido entre las columnatas de la antigua mezquita.
Millares de peregrinos acudían a Nola cada año por la festividad de San Félix, el 15 de enero, a pesar del tiempo poco propicio para viajar, principalmente peregrinos venidos de Roma, la ciudad santa. Los campesinos invocaban al santo presbítero como especial protector de sus ganados. Los sospechosos de falsos testimonios eran llevados, aun desde lejanos países, ante el sepulcro, en donde se manifestaba su inocencia o su perjurio. San Agustín quiso remitir a Nola a un acusador de graves crímenes contra uno de sus clérigos. Gregorio de Tours explica otras maravillas obradas junto a la tumba venerada.
Su padre, Hermias, militar, que se estableció en ella la primera mitad del siglo III, procedía de Siria. Otro hijo del mismo nombre del padre le siguió en su dedicación a las armas. Félix escogió mejor ser soldado del reino de Cristo. Nos han llegado pocas noticias de su carrera eclesiástica cuando joven. Seguiría normalmente por los grados de las distintas órdenes, desde lector hasta presbítero. Como presbítero fue el brazo derecho de su obispo Máximo, al parecer ya anciano y demasiado débil para poder actuar con eficacia en tiempos difíciles que requerían en el clero temple de héroes, como el de nuestro esforzado Félix, que podía entregarse en cuerpo y alma al apostolado, a cultivar la viña del Señor ya que, sin apego a la riqueza, poseía amplio patrimonio que le exoneraba del cuidado de las cosas terrenas y podía dedicar buena parte de él a las necesidades de la comunidad cristiana. Así se ganó muy pronto la simpatía y la devoción de todo el pueblo fiel, que lo siguió y respetó como a padre.
El temple de héroe de nuestro Félix se manifestó esplendorosamente en los años terribles de las persecuciones desencadenadas por Decio (a. 245 - 50) y Valeriano (256). Félix, aunque tenido con razón como mártir, no llegó a sufrir la pena capital ni el proceso judicial reglamentario que nos hubiera podido proporcionar las más preciadas noticias, como las que nos ofrecen las actas del proceso seguido en la misma época a San Cipriano, el santo obispo de Cartago.
Tenemos muchas, recogidas amorosamente y con toda diligencia, pero a distancia de más de un siglo, por Paulino, el santo obispo poeta (394 - 410). Es sabido que la fama de taumaturgo de Félix en el siglo IV atrajo a Paulino, insigne patricio y senador aquitano, a retirarse, al dejar las vanidades humanas, en la recoleta ciudad de Nola, habiendo ya antes sido ordenado de presbítero en nuestra Barcelona. Erudito escritor e inspirado poeta se creyó obligado a dedicar cada año en la festividad de San Félix un poema panegírico en verso a su santo protector. Como habían pasado unos ciento cincuenta años desde la muerte del santo presbítero nolano, Paulino indagaría piadosamente sobre todos los datos históricos conservados por la tradición, embellecidos con la aureola de la ferviente devoción popular y aun coloreados por el pincel de su estro poético. Paulino no puede señalar nunca con precisión los años en que actuó Félix, pero casi con certeza puede deducirse de los poemas que sería durante dos persecuciones, las de Decio y Valeriano.
Después de unos años de relativa paz religiosa en el Imperio, Decio, inteligente príncipe y sagaz político, desencadenó una de las persecuciones más aciagas para la Iglesia. Para destruirla, creyó que lo mejor era desorganizar sus resortes de mando; ordenó arrestar y procesar principalmente a los jefes de las comunidades, a los obispos, presbíteros y diáconos.
No pocos obispos huyeron de los centros urbanos, los más peligrosos, buscando asilo en lugares solitarios aunque sin perder el contacto y la dirección de su grey. Así San Cipriano, en Cartago. En Nola el obispo Máximo, viéndose en peligro, se dirigió al monte, escondiéndose en algunas de las anfractuosidades de los no lejanos Apeninos, quizá en las laderas del Montevergine, cuya cumbre llega a los 1.500 metros y dista pocas leguas de la ciudad nolana. El gobierno de la comunidad cristiana lo confió al intrépido Félix, que no quiso salir de su urbe para proteger mejor la perseverancia en la fe de sus encomendados. El astuto perseguidor había, en efecto, ordenado que todos los ciudadanos sospechosos de cristianismo debían hacer acto de sacrificio a los dioses del Imperio ante un magistrado civil que les libraría un certificado de ello, un libelo como se le llamó después. [Es sabido que no faltaron cristianos débiles que se procuraron éste certificado con dinero o dádivas, sin haber en realidad hecho acto alguno de culto a los dioses, pero sí un acto de cobardía, que la Iglesia no podía perdonar fácilmente.]
En una ciudad tan pequeña como Nola no podía durar mucho tiempo la seguridad personal de Félix, que no temía actuar como fuera para cumplir su difícil misión pastoral, Con el alma en lo alto, según cuenta Paulino, atento a Cristo y no al mundo, llevando a Dios en su corazón y llenos sus pechos de Cristo, no disimula que es presbítero y jefe de la comunidad y por esto es arrestado. El se entrega contento en manos de los crueles esbirros. Es llevado a la cárcel, en donde es atado con cadenas de pies y manos y sin que pueda descansar su cuerpo por tener por lecho un montón de tiestos triturados, pero descansa su ánimo en Cristo, que le da fuerza y le multiplica en las penas las palmas del triunfo. Decio procuraba hacer apóstatas, no mártires, y por esto se prodigaban los tormentos agotadores hasta el desfallecimiento de la voluntad. De ahí que Félix debió pasar largas horas, días y meses en prisión.
Entre tanto el obispo Máximo, solo en el monte, no padece menor martirio por el frío y el hambre, por la tristeza y el dolor. Lo sabe Félix y arde en deseos de ir a socorrerle. Como a Pedro, un ángel se le presenta una noche, se deshacen las cadenas y puede salir acompañado del mensajero celestial pasando entre los guardias dormidos. Ya en pleno campo, se dirige veloz al bosque en busca de su viejo venerable obispo, al que encuentra casi exánime y ya sin conocimiento. Nada tiene él con qué reanimarle cuando ve entre el espeso matorral un grueso racimo de uvas enviado del cielo. Con el reconfortante jugo del sabroso fruto vuelve a la vida el desvalido anciano, quien, al recobrar el sentido, abrazando a Félix, se le queja de la tardanza en ir a socorrerlo y le pide no le abandone más si no quiere que muera. Se lo promete el fiel presbítero y, cargándoselo en hombros, bajan al valle en busca de un refugio. Lo encuentran en casa de una anciana, a la puerta de cuya casa llaman a hora bien intempestiva. "Recibe, le dice Félix, este sagrado depósito que te entregan mis manos, testigos sólo las estrellas." Lo acepta ella gozosa. Máximo bendice conmovido a Félix, que se va a la ciudad para consolar a sus cristianos de Nola. Allí, viendo que siguen amenazadoras las circunstancias, se convence de la necesidad de refugiarse también en casa de la piadosa anciana. Lo hace por algún tiempo, hasta que se amengua la virulencia de la persecución y puede volver a tomar la cura pastoral de la comunidad, que lo recibe como un confesor de la fe digno ya de una veneración que continuará por los siglos de los siglos durante su vida y después de muerto.
Con el advenimiento de Valeriano en 253 cesa del todo la persecución. Pero duró pocos años la benevolencia de éste emperador hacia la Iglesia. En 256 - 57 publica un edicto contra ella que emulaba el del impío Decio. Causa motriz principal del cambio fue la codicia. Quiso apoderarse de las riquezas de la Iglesia que sus consejeros exageraron intencionadamente. A Félix le fue confiscado todo su patrimonio al mismo tiempo que se le buscaba para procesarle. Los esbirros enviados de fuera para capturarle, como no lo conocían y no lo encontraron en su casa, toparon con él y le preguntaron por Félix, el jefe de la comunidad cristiana. Disimulando no saber de qué se trataba, lo dejan en paz. Pero pronto alguien les dio tales señas del verdadero Félix, que se dieron cuenta de que era el que poco antes había sido interrogado. Vuélvense furiosos a la ciudad exultando por la que ya creían segura presa, no sin que Félix lo advirtiera cuando ya estaban muy cerca, pudiéndose meter por la ancha grieta del paredón de un derruido edificio, grieta que por milagro instantáneamente quedó tapada por un tupido velo de telarañas, lo que despistó a los perseguidores.
Pasado el peligro, se alejó Félix de la ciudad y huyó a otra región. Asilo seguro le ofreció una cisterna seca. Una anciana que vivía por allí cerca inconscientemente le procuraba la comida. La Providencia velaba por el siervo fiel. Así pasó escondido algunos meses hasta que, desaparecido Valeriano, con el reinado de Galieno, se abrió un largo período de paz para la Iglesia.
Félix puede volver a su ciudad, que lo recibe con inmenso júbilo.
Había entre tanto muerto el obispo Máximo y la comunidad cristiana quería forzar a Félix a ocupar la sede episcopal. La rehúsa él decididamente alegando que este honor ha de concederse a otro presbítero, Quinto, que había sido promovido antes que él al presbiterado. Es inútil toda insistencia. Quinto, como obispo regirá la grey; Félix será su voz aleccionadora ante los fieles, su predicador con la palabra y el ejemplo. Sobre todo con el ejemplo de desprecio de las riquezas y vanidades del mundo. Le habían sido confiscados todos sus bienes durante la persecución y podía reivindicarlos como hicieron otros. No todas las cosas lícitas son provechosas, observa su biógrafo. Félix prefiere lo útil a lo lícito y a los que le importunan para que reclame sus bienes, replica: "Dios no quiera que haya de volver a tener unos bienes que perdí por amor a Jesucristo".
Como presbítero, pues, y pobre, pudo Félix continuar su misión evangelizadora entre la veneración cada día más profunda de los fieles de Nola, veneración que se convirtió en ferviente devoción a su memoria, a su sepulcro, cuando Dios le llamó al cielo. Y esta devoción, con las manifestaciones del culto, traspasó bien pronto los límites de la ciudad y de la región y con la paz constantiniana, los de Italia, llegando a ser el santuario de Nola a fines del siglo IV uno de los más celebrados de todo el Occidente.
En la misma Roma le fue consagrada una basílica, y el papa San Dámaso le dedicó un epigrama para implorar su protección en momentos de graves apuros.
San Paulino, el cantor de las glorías de Félix, hizo construir, contigua al humilde santuario que protegía el sepulcro, una espléndida basílica decorada con bellísimos mosaicos y aun otras tres rodearon pronto el primitivo santuario, visible desde todas ellas, de tal manera que vino a convertirse en un templete circundado de un bosque de columnas a la manera del altar mayor de la catedral de Córdoba, perdido entre las columnatas de la antigua mezquita.
Millares de peregrinos acudían a Nola cada año por la festividad de San Félix, el 15 de enero, a pesar del tiempo poco propicio para viajar, principalmente peregrinos venidos de Roma, la ciudad santa. Los campesinos invocaban al santo presbítero como especial protector de sus ganados. Los sospechosos de falsos testimonios eran llevados, aun desde lejanos países, ante el sepulcro, en donde se manifestaba su inocencia o su perjurio. San Agustín quiso remitir a Nola a un acusador de graves crímenes contra uno de sus clérigos. Gregorio de Tours explica otras maravillas obradas junto a la tumba venerada.
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