Tenía un carácter reflexivo y silencioso, en que se podían adivinar las huellas del infortunio. De su infancia recordaba confusamente el fausto algo bárbaro del palacio real anglosajón: las palabras ceremoniosas de los obispos, las profundas reverencias de los thanes, los banquetes interminables iluminados por candelabros de oro. Pero no todo era risueño allá en la isla. Los ojos del niño se abrían interrogantes viendo llorar a su madre, a su padre inquieto y encolerizado, y a los grandes señores discutiendo en el palacio con violencia y con altanería. Él no sabía lo que significaba todo aquello, pero su pequeño corazón se llenaba de amargura. Una noche —tenía entonces diez años—le hicieron vestir a deshora y le llevaron a presencia de su padre. Etelredo le abrazó y le besó, aparentando serenidad, y se despidió de él con estas palabras:
—Adiós, hijo mío; tu tío el duque Ricardo quiere que pases con él una temporada en la hermosa tierra de Normandía.
Después se embarcó en el Támesis con su madre, la reina Emma, y Alfredo, su hermano menor, y atravesaron el canal de la Mancha. Emma no cesó de llorar durante todo e! viaje. Pronto el niño se dio cuenta de que era un desterrado. Recogía con avidez las noticias que llegaban del otro lado del mar y todo cuanto le decían no servía más que para aumentar las tristezas de su juventud: su padre, muerto; los daneses, vencedores; todos los príncipes de su familia real, la familia de Cerdic, expulsados o asesinados, y su patria, entregada al saqueo o a la tiranía. Y he aquí que su madre desaparece de su lado. Nadie le dice a dónde va. Pero pronto averigua que va a ser la esposa del usurpador escandinavo, del enemigo de su estirpe, de Canuto el Grande, que es el nuevo rey de Inglaterra. «Señor—rezaba aquel príncipe de quince años—, no tengo a quién volver los ojos en la tierra. Mi padre murió después de una vida de desgracias; la crueldad ha destruido a mis hermanos; mi madre me ha dado un padrastro en mi mayor enemigo; mis amigos me han abandonado. Estoy solo, oh Señor, y mientras tanto buscan mi alma; pero Tú eres el protector del huérfano, y en Ti está la defensa del pobre.»
De esta manera cogía fuerzas el noble mancebo para soportar los golpes de la fortuna. Todo le invitaba a considerar la vanidad de las glorias humanas. Aunque poco comunicativo, la dulzura de su trato le ganaba las voluntades de todos en su nueva patria. Más que el fausto de la corte del duque, le gustaba el silencio de las iglesias, donde encontraba consuelo a sus penas, abismado en la oración. Iba por los monasterios buscando la amistad de los monjes sabios y virtuosos, y su único pasatiempo lo encontraba en el ejercicio de la caza con perros y halcones. Así conservaba la flexibilidad de sus miembros para cuando la prudencia le lanzase a la lucha. No era ambicioso, pero sentía la voz generosa de la sangre. Era hijo de rey, y no perdía de vista el trono de sus mayores. A la muerte de Canuto el Grande (1035), creyó llegado el momento de realizar sus sueños, y reuniendo una flota de cuarenta navíos, cruzó el estrecho y fue a desembarcar en Southampton. Su desengaño fue grande; creyó estar en medio de sus vasallos y se encontró rodeado de un ejército de enemigos. Su misma madre se declaró contra él. Por lo demás, tenía miedo a derramar la sangre de sus compatriotas. Solía decir que renunciaría a la más vasta monarquía si para subir al trono hubiese de pasar por un charco de sangre.
Retirado nuevamente en Normandía, siguió esperando en su nueva estrella y en la justicia de su causa. Un día llegó una carta en que se invitaba a los dos hermanos a pasar a la isla para restaurar el trono de sus padres. Alfredo se dejó coger en el lazo. Pasó el canal, cayó en manos de sus enemigos, le sacaron los ojos y a los pocos días murió abandonado en una isla. Así iban desapareciendo todos los descendientes de Alfredo el Grande. Quedaba Eduardo, pero su vida tampoco estaba muy segura. Reinaba ahora en Inglaterra Canuto el Atrevido, un hijo de su madre y del escandinavo. Aunque cruel y vengativo, Canuto tenía también rasgos de generosidad. Quiso tener junto a sí al desterrado, y mandó a buscarle. Después de cerca de treinta años de destierro, Eduardo volvía a su tierra. El recuerdo de su hermano le hacía vivir en un recelo constante, pero él no iba a morir, sino a reinar. Pocos meses después, el rey Canuto caía desplomado e inerte durante un banquete nupcial, en el momento en que iba a levantar la copa para brindar, y los thanes ponían la corona a los pies del descendiente de la raza de Cerdic. Tenía entonces Eduardo cuarenta años.
Era un hombre que había sabido aprovechar las enseñanzas de la gran maestra de la vida, la desgracia. La misma moderación que había sido su compañera en el destierro, fue ahora su consejera en el trono. Olvidó todo lo pasado, renunció a todo instinto de venganza. Sólo hubo una persona que sufrió el rigor de la ley: su madre. Los indígenas la odiaban a causa de su parcialidad por los daneses. Desde los diez años no se había vuelto a acordar de su hijo más que para poner estorbos delante de él, y ahora mismo le negaba toda ayuda pecuniaria. La pena no fue cruel: un conde se apoderó de sus tesoros, le arrebató sus tierras y sus ganados y la encerró en un monasterio.
Una vez afirmado su poder, Eduardo consagró todos sus esfuerzos a realizar el ideal del príncipe cristiano. Conservar la paz, propagar la religión, devolver su vigor a las antiguas leyes, disminuir las cargas del pueblo; tales fueron los cuidados principales de su gobierno. Fue algo más que un gran rey: fue un buen rey.
No tenía esas brillantes cualidades del conquistador, que despiertan la admiración y acarrean la desgracia de un país, pero dio al mundo el raro espectáculo de un rey que olvida sus propios intereses para pensar sólo en los de sus súbditos, restableciendo el dominio de la ley, fomentando la prosperidad nacional y previniendo vigilante las agresiones danesas. Sólo hizo una expedición exterior, la que emprendió para colocar en el trono de Escocia al hijo de Duncan, asesinado y despojado por Macbeth, el usurpador, cuya infamia ha sido inmortalizada por Shakespeare. Los antiguos analistas le colocan entre los mejores reyes de su tiempo. Dicen de él que fue bueno, piadoso, compasivo, padre del pueblo; protector del débil, amigo de dar más que de recibir, de perdonar más que de castigar.
Bajo los reinados anteriores, la fuerza hacía las veces de la justicia, y la avidez del soberano empobrecía al pueblo. Eduardo mandó recopilar las antiguas leyes de los sajones y las puso en vigor. Moderado en sus alimentos, enemigo de la ostentación, parco en el trato de su persona, aunque suprimió gran parte de los impuestos, poseía más riquezas que ninguno de sus predecesores. El pueblo, agradecido, le aplicaba el principio de que el rey tenía siempre razón. «Era—dice su primer biógrafo—pobre en las riquezas, en las delicias sobrio, humilde en la púrpura, y bajo la corona de oro, despreciador del mundo. Apreciaba tan poco las riquezas, que su tesoro parecía el erario de los pobres y la cosa pública de todo el mundo. Ni le alegraba la abundancia, ni le entristecía la necesidad. Era, sobre todo, liberal con las iglesias y los monasterios, y a esa liberalidad se debe la fundación de la gran abadía de Westminster, que será el panteón de los reyes y de los grandes hombres de Inglaterra.
De sus costumbres nadie pudo hacer la menor crítica durante el destierro. Ya en el trono, se supo un secreto que guardaba codiciosamente en su corazón. Como sus consejeros no cesasen de importunarle que se casara, buscó entre la mujeres nobles que frecuentaban el palacio una joven en quien desde el primer momento había distinguido, junto con una rara belleza y notables conocimientos literarios, aquella dulzura, generosidad y delicadeza de espíritu que se necesitaban para comprender la exquisita nobleza de los propósitos del rey. «Edita—dice el viejo biógrafo hablando de esta hermosa figura de mujer—era una rosa que florecía en medio de las espinas.» Desde el primer momento, Eduardo la descubrió que estaba atado de por vida con un voto de continencia, pero que de buena gana la colocaría a su lado en el trono, con la condición de que no le obligase a romper sus compromisos. La ceremonia nupcial se celebró en 1044, Hubo el banquete de rúbrica, los obispos echaron su bendición y Edita fue coronada solemnemente.
Así pasaron veinticinco años de sosiego y de paz. No se registran en ellos victorias brillantes, pero tampoco escenas de luchas. El buen rey sonreía complacido viendo el reguero de venturas que brotaban a su paso, y los ingleses bendecían su nombre con agradecimiento, y cuando murió le lloraron sin consuelo. Toda la historia de aquel reinado se resume en dos palabras: paz y justicia; y los períodos sin historia son los más felices.
—Adiós, hijo mío; tu tío el duque Ricardo quiere que pases con él una temporada en la hermosa tierra de Normandía.
Después se embarcó en el Támesis con su madre, la reina Emma, y Alfredo, su hermano menor, y atravesaron el canal de la Mancha. Emma no cesó de llorar durante todo e! viaje. Pronto el niño se dio cuenta de que era un desterrado. Recogía con avidez las noticias que llegaban del otro lado del mar y todo cuanto le decían no servía más que para aumentar las tristezas de su juventud: su padre, muerto; los daneses, vencedores; todos los príncipes de su familia real, la familia de Cerdic, expulsados o asesinados, y su patria, entregada al saqueo o a la tiranía. Y he aquí que su madre desaparece de su lado. Nadie le dice a dónde va. Pero pronto averigua que va a ser la esposa del usurpador escandinavo, del enemigo de su estirpe, de Canuto el Grande, que es el nuevo rey de Inglaterra. «Señor—rezaba aquel príncipe de quince años—, no tengo a quién volver los ojos en la tierra. Mi padre murió después de una vida de desgracias; la crueldad ha destruido a mis hermanos; mi madre me ha dado un padrastro en mi mayor enemigo; mis amigos me han abandonado. Estoy solo, oh Señor, y mientras tanto buscan mi alma; pero Tú eres el protector del huérfano, y en Ti está la defensa del pobre.»
De esta manera cogía fuerzas el noble mancebo para soportar los golpes de la fortuna. Todo le invitaba a considerar la vanidad de las glorias humanas. Aunque poco comunicativo, la dulzura de su trato le ganaba las voluntades de todos en su nueva patria. Más que el fausto de la corte del duque, le gustaba el silencio de las iglesias, donde encontraba consuelo a sus penas, abismado en la oración. Iba por los monasterios buscando la amistad de los monjes sabios y virtuosos, y su único pasatiempo lo encontraba en el ejercicio de la caza con perros y halcones. Así conservaba la flexibilidad de sus miembros para cuando la prudencia le lanzase a la lucha. No era ambicioso, pero sentía la voz generosa de la sangre. Era hijo de rey, y no perdía de vista el trono de sus mayores. A la muerte de Canuto el Grande (1035), creyó llegado el momento de realizar sus sueños, y reuniendo una flota de cuarenta navíos, cruzó el estrecho y fue a desembarcar en Southampton. Su desengaño fue grande; creyó estar en medio de sus vasallos y se encontró rodeado de un ejército de enemigos. Su misma madre se declaró contra él. Por lo demás, tenía miedo a derramar la sangre de sus compatriotas. Solía decir que renunciaría a la más vasta monarquía si para subir al trono hubiese de pasar por un charco de sangre.
Retirado nuevamente en Normandía, siguió esperando en su nueva estrella y en la justicia de su causa. Un día llegó una carta en que se invitaba a los dos hermanos a pasar a la isla para restaurar el trono de sus padres. Alfredo se dejó coger en el lazo. Pasó el canal, cayó en manos de sus enemigos, le sacaron los ojos y a los pocos días murió abandonado en una isla. Así iban desapareciendo todos los descendientes de Alfredo el Grande. Quedaba Eduardo, pero su vida tampoco estaba muy segura. Reinaba ahora en Inglaterra Canuto el Atrevido, un hijo de su madre y del escandinavo. Aunque cruel y vengativo, Canuto tenía también rasgos de generosidad. Quiso tener junto a sí al desterrado, y mandó a buscarle. Después de cerca de treinta años de destierro, Eduardo volvía a su tierra. El recuerdo de su hermano le hacía vivir en un recelo constante, pero él no iba a morir, sino a reinar. Pocos meses después, el rey Canuto caía desplomado e inerte durante un banquete nupcial, en el momento en que iba a levantar la copa para brindar, y los thanes ponían la corona a los pies del descendiente de la raza de Cerdic. Tenía entonces Eduardo cuarenta años.
Era un hombre que había sabido aprovechar las enseñanzas de la gran maestra de la vida, la desgracia. La misma moderación que había sido su compañera en el destierro, fue ahora su consejera en el trono. Olvidó todo lo pasado, renunció a todo instinto de venganza. Sólo hubo una persona que sufrió el rigor de la ley: su madre. Los indígenas la odiaban a causa de su parcialidad por los daneses. Desde los diez años no se había vuelto a acordar de su hijo más que para poner estorbos delante de él, y ahora mismo le negaba toda ayuda pecuniaria. La pena no fue cruel: un conde se apoderó de sus tesoros, le arrebató sus tierras y sus ganados y la encerró en un monasterio.
Una vez afirmado su poder, Eduardo consagró todos sus esfuerzos a realizar el ideal del príncipe cristiano. Conservar la paz, propagar la religión, devolver su vigor a las antiguas leyes, disminuir las cargas del pueblo; tales fueron los cuidados principales de su gobierno. Fue algo más que un gran rey: fue un buen rey.
No tenía esas brillantes cualidades del conquistador, que despiertan la admiración y acarrean la desgracia de un país, pero dio al mundo el raro espectáculo de un rey que olvida sus propios intereses para pensar sólo en los de sus súbditos, restableciendo el dominio de la ley, fomentando la prosperidad nacional y previniendo vigilante las agresiones danesas. Sólo hizo una expedición exterior, la que emprendió para colocar en el trono de Escocia al hijo de Duncan, asesinado y despojado por Macbeth, el usurpador, cuya infamia ha sido inmortalizada por Shakespeare. Los antiguos analistas le colocan entre los mejores reyes de su tiempo. Dicen de él que fue bueno, piadoso, compasivo, padre del pueblo; protector del débil, amigo de dar más que de recibir, de perdonar más que de castigar.
Bajo los reinados anteriores, la fuerza hacía las veces de la justicia, y la avidez del soberano empobrecía al pueblo. Eduardo mandó recopilar las antiguas leyes de los sajones y las puso en vigor. Moderado en sus alimentos, enemigo de la ostentación, parco en el trato de su persona, aunque suprimió gran parte de los impuestos, poseía más riquezas que ninguno de sus predecesores. El pueblo, agradecido, le aplicaba el principio de que el rey tenía siempre razón. «Era—dice su primer biógrafo—pobre en las riquezas, en las delicias sobrio, humilde en la púrpura, y bajo la corona de oro, despreciador del mundo. Apreciaba tan poco las riquezas, que su tesoro parecía el erario de los pobres y la cosa pública de todo el mundo. Ni le alegraba la abundancia, ni le entristecía la necesidad. Era, sobre todo, liberal con las iglesias y los monasterios, y a esa liberalidad se debe la fundación de la gran abadía de Westminster, que será el panteón de los reyes y de los grandes hombres de Inglaterra.
De sus costumbres nadie pudo hacer la menor crítica durante el destierro. Ya en el trono, se supo un secreto que guardaba codiciosamente en su corazón. Como sus consejeros no cesasen de importunarle que se casara, buscó entre la mujeres nobles que frecuentaban el palacio una joven en quien desde el primer momento había distinguido, junto con una rara belleza y notables conocimientos literarios, aquella dulzura, generosidad y delicadeza de espíritu que se necesitaban para comprender la exquisita nobleza de los propósitos del rey. «Edita—dice el viejo biógrafo hablando de esta hermosa figura de mujer—era una rosa que florecía en medio de las espinas.» Desde el primer momento, Eduardo la descubrió que estaba atado de por vida con un voto de continencia, pero que de buena gana la colocaría a su lado en el trono, con la condición de que no le obligase a romper sus compromisos. La ceremonia nupcial se celebró en 1044, Hubo el banquete de rúbrica, los obispos echaron su bendición y Edita fue coronada solemnemente.
Así pasaron veinticinco años de sosiego y de paz. No se registran en ellos victorias brillantes, pero tampoco escenas de luchas. El buen rey sonreía complacido viendo el reguero de venturas que brotaban a su paso, y los ingleses bendecían su nombre con agradecimiento, y cuando murió le lloraron sin consuelo. Toda la historia de aquel reinado se resume en dos palabras: paz y justicia; y los períodos sin historia son los más felices.
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