La liturgia de hoy nos pone frente al misterio de la vocación, que conlleva una llamada de Dios, que es siempre el protagonista y el que toma la iniciativa, y una respuesta voluntaria del hombre.
Los relatos evangélicos nos dicen que los encuentros de los primeros discípulos con Jesús acaecen como en cadena. En ellos es muy importante la mediación de otro, que sea auténtico testigo y provoque la adhesión a la persona de Jesús.
Ésta es la dinámica más habitual de nuestra llegada a la fe.
Tanto Elí como Juan el Bautista son presentados como auténticos mediadores que señalan el camino a seguir y después desaparecen de la escena.
Elí lo hace para que Samuel se deje interpelar por Dios y sea fiel a su voluntad. Juan el Bautista interviene, con una generosidad que le honra, para que sus discípulos se vayan con Jesús y vean en él al “Cordero que quita el pecado del mundo”.
Jesús mismo se hace respuesta a los interrogantes de cada uno al invitarles a venir a su casa: “Venid y lo veréis”.
El “ver” que propone Jesús es una invitación a entrar en comunión con él y con su Padre del cielo, a compartir su estilo de vida y la misión que le ha sido confiada.
La experiencia de este encuentro les quedó tan marcada que nunca olvidarían el día y la hora: “Serían las cuatro de la tarde”.
Al reconocer a Jesús como Maestro y como Mesías, comprometieron su existencia y ya nada sería igual.
El cambio de nombre de Simón por Pedro significa cuán honda es la transformación de la persona gracias al amor de Jesús, que nos ve, como a Natanael, antes de que le veamos.
Esto nos hace pensar en el drama humano de todos aquellos que apagan la voz de la llamada para perseguir triunfos materiales y placeres efímeros, que no llenan los vacíos del corazón y terminan produciendo amargura y soledad.
¡Qué gran apóstol habría sido el joven rico de haber respondido positivamente a la invitación de Jesús!
Mirémonos a la luz del evangelio para ver en él la fuente de nuestra felicidad.
Jesús nos llama a ocupar nuestro lugar en el mundo, sea en el matrimonio, en el sacerdocio o en la vida consagrada.
No podemos ir de aquí para allá dando tumbos, acallando la voz de la conciencia y eludiendo compromisos que condicionen nuestra libertad, sin que la vida misma nos pague con tristeza y desaliento la factura de nuestro egoísmo. Conocemos muchos casos.
Los relatos evangélicos nos dicen que los encuentros de los primeros discípulos con Jesús acaecen como en cadena. En ellos es muy importante la mediación de otro, que sea auténtico testigo y provoque la adhesión a la persona de Jesús.
Ésta es la dinámica más habitual de nuestra llegada a la fe.
Tanto Elí como Juan el Bautista son presentados como auténticos mediadores que señalan el camino a seguir y después desaparecen de la escena.
Elí lo hace para que Samuel se deje interpelar por Dios y sea fiel a su voluntad. Juan el Bautista interviene, con una generosidad que le honra, para que sus discípulos se vayan con Jesús y vean en él al “Cordero que quita el pecado del mundo”.
Jesús mismo se hace respuesta a los interrogantes de cada uno al invitarles a venir a su casa: “Venid y lo veréis”.
El “ver” que propone Jesús es una invitación a entrar en comunión con él y con su Padre del cielo, a compartir su estilo de vida y la misión que le ha sido confiada.
La experiencia de este encuentro les quedó tan marcada que nunca olvidarían el día y la hora: “Serían las cuatro de la tarde”.
Al reconocer a Jesús como Maestro y como Mesías, comprometieron su existencia y ya nada sería igual.
El cambio de nombre de Simón por Pedro significa cuán honda es la transformación de la persona gracias al amor de Jesús, que nos ve, como a Natanael, antes de que le veamos.
Esto nos hace pensar en el drama humano de todos aquellos que apagan la voz de la llamada para perseguir triunfos materiales y placeres efímeros, que no llenan los vacíos del corazón y terminan produciendo amargura y soledad.
¡Qué gran apóstol habría sido el joven rico de haber respondido positivamente a la invitación de Jesús!
Mirémonos a la luz del evangelio para ver en él la fuente de nuestra felicidad.
Jesús nos llama a ocupar nuestro lugar en el mundo, sea en el matrimonio, en el sacerdocio o en la vida consagrada.
No podemos ir de aquí para allá dando tumbos, acallando la voz de la conciencia y eludiendo compromisos que condicionen nuestra libertad, sin que la vida misma nos pague con tristeza y desaliento la factura de nuestro egoísmo. Conocemos muchos casos.
¿Qué ven en Jesús los primeros discípulos para seguirle de inmediato?
No ofrece riquezas, poder o éxitos humanos, pero algo irradia su persona que les subyuga. Su mirada, su porte exterior y su modo de hablar con autoridad no se asemeja al de los escribas, fariseos y al resto de rabinos judíos, que cargan sus oídos con diatribas y condenas.
Dios se sirve de acontecimientos especiales o de encuentros casuales con determinadas personas, para mostrarnos su voluntad e iniciar un camino nuevo, que ocupa la mente y llena el corazón.
¿Qué matrimonio no recuerda el día que se conocieron, las palabras, los gestos…?
¿Qué sacerdote, religioso o religiosa, consagrado o consagrada no mantiene vivo el inicio de su vocación?
La vocación cristiana, el encuentro con Jesús, nos marca siempre. Hay un antes y un después. Ya no se puede ser indiferente, porque uno queda atrapado por la aventura del evangelio y por la esperanza del encuentro definitivo con quien es la Fuente de la Vida.
Entendemos el afán de conquistadores, exploradores, científicos y aventureros de toda índole en pos de ideales humanos.
Gracias a ellos ha avanzado el mundo.
Pero nada es comparable con la gran aventura de la evangelización.
Hoy sabemos por qué hombres y mujeres sin apenas estudios, sin otras armas que la persuasión de la palabra y la fuerza del Espíritu, fueron capaces de cambiar el mundo.
La vida cobra sentido en la medida que somos fieles a un ideal por el que luchar, sacrificarse y morir. El secreto está en el amor, en darse, con la convicción de que somos únicos a los ojos de Dios y hemos de cumplir con el fin para el que hemos sido creados y por el que somos y seremos felices.
No ofrece riquezas, poder o éxitos humanos, pero algo irradia su persona que les subyuga. Su mirada, su porte exterior y su modo de hablar con autoridad no se asemeja al de los escribas, fariseos y al resto de rabinos judíos, que cargan sus oídos con diatribas y condenas.
Dios se sirve de acontecimientos especiales o de encuentros casuales con determinadas personas, para mostrarnos su voluntad e iniciar un camino nuevo, que ocupa la mente y llena el corazón.
¿Qué matrimonio no recuerda el día que se conocieron, las palabras, los gestos…?
¿Qué sacerdote, religioso o religiosa, consagrado o consagrada no mantiene vivo el inicio de su vocación?
La vocación cristiana, el encuentro con Jesús, nos marca siempre. Hay un antes y un después. Ya no se puede ser indiferente, porque uno queda atrapado por la aventura del evangelio y por la esperanza del encuentro definitivo con quien es la Fuente de la Vida.
Entendemos el afán de conquistadores, exploradores, científicos y aventureros de toda índole en pos de ideales humanos.
Gracias a ellos ha avanzado el mundo.
Pero nada es comparable con la gran aventura de la evangelización.
Hoy sabemos por qué hombres y mujeres sin apenas estudios, sin otras armas que la persuasión de la palabra y la fuerza del Espíritu, fueron capaces de cambiar el mundo.
La vida cobra sentido en la medida que somos fieles a un ideal por el que luchar, sacrificarse y morir. El secreto está en el amor, en darse, con la convicción de que somos únicos a los ojos de Dios y hemos de cumplir con el fin para el que hemos sido creados y por el que somos y seremos felices.
La siguiente historia nos puede ayudar a reflexionar.
“Érase un hermoso jardín con manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos ellos felices y satisfechos, menos un, que sufre grave problema:
¡No sabe quién es!
- “Lo que te falta es concentración, le dice el manzano a modo de consejo. Si realmente lo intentas, podrás tener sabrosísimas manzanas;
¡Mira qué fácil es!”
-“No lo escuches”, arguye el rosal. Es más sencillo tener rosas.
¡Mira qué bellas son!".
El árbol, desesperado por no ser como los demás, a pesar de muchos intentos, oye la voz de un búho, la más sabia de todas las aves:
- No te preocupes, le dice, tu problema es el mismo de muchísimos seres de la Tierra. Te voy a dar una solución: No dediques tu vida a ser como los demás quieren que seas. Sé tú mismo, conócete… y para lograrlo, escucha tu voz interior.
- “¿Mi voz interior?… ¿Ser yo mismo?… ¿Conocerme?…” se pregunta el árbol sorprendido.
Y cerrando los ojos, oye el latir de su corazón y una voz que le susurra: “Nunca darás manzanas, porque no eres manzano, ni rosas, porque no eres rosal.
Eres un roble, y tu destino es crecer grande y majestuoso, dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros y belleza al paisaje. Tienes una misión:
¡Cúmplela!"
El árbol, desde ese momento, se sintió fuerte y seguro de sí mismo, llenó su espacio en el jardín y fue admirado y respetado, siendo todos felices.
Todos tenemos en la vida un destino que cumplir y un espacio que llenar. No permitamos que nada ni nadie nos impida conocer y compartir la maravillosa esencia de nuestro ser.
“Érase un hermoso jardín con manzanos, naranjos, perales y bellísimos rosales, todos ellos felices y satisfechos, menos un, que sufre grave problema:
¡No sabe quién es!
- “Lo que te falta es concentración, le dice el manzano a modo de consejo. Si realmente lo intentas, podrás tener sabrosísimas manzanas;
¡Mira qué fácil es!”
-“No lo escuches”, arguye el rosal. Es más sencillo tener rosas.
¡Mira qué bellas son!".
El árbol, desesperado por no ser como los demás, a pesar de muchos intentos, oye la voz de un búho, la más sabia de todas las aves:
- No te preocupes, le dice, tu problema es el mismo de muchísimos seres de la Tierra. Te voy a dar una solución: No dediques tu vida a ser como los demás quieren que seas. Sé tú mismo, conócete… y para lograrlo, escucha tu voz interior.
- “¿Mi voz interior?… ¿Ser yo mismo?… ¿Conocerme?…” se pregunta el árbol sorprendido.
Y cerrando los ojos, oye el latir de su corazón y una voz que le susurra: “Nunca darás manzanas, porque no eres manzano, ni rosas, porque no eres rosal.
Eres un roble, y tu destino es crecer grande y majestuoso, dar cobijo a las aves, sombra a los viajeros y belleza al paisaje. Tienes una misión:
¡Cúmplela!"
El árbol, desde ese momento, se sintió fuerte y seguro de sí mismo, llenó su espacio en el jardín y fue admirado y respetado, siendo todos felices.
Todos tenemos en la vida un destino que cumplir y un espacio que llenar. No permitamos que nada ni nadie nos impida conocer y compartir la maravillosa esencia de nuestro ser.
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