Con la gloria de la poesía y del arte, aquella Florencia inquieta y brillante del Trecento junta la más pura de la santidad. Muchas veces debieron de encontrarse en sus escuelas y en sus plazas dos mozalbetes alegres y amigos de animar los días de la adolescencia corriendo galantes aventuras. El uno, hijo del notario del Petracco, ganóse pronto fama bien merecida de decir como nadie versos de amor; el otro, vastago de una de las más ilustres familias de la ciudad, los escuchaba de buen grado y encontraba sus delicias entre poetas, trovadores, juglares y bailarinas. Francisco Petrarca y Andrés Corsini nacieron casi al mismo tiempo y en la misma ciudad. Después, mientras el hijo del jurista caminaba de escuela en escuela—Pisa, Bolonia, Montpellier—, alcanzaba la sabiduría, y, a la vez que a la sabiduría, encontraba a Laura en Aviñón, el descendiente de aristócratas se entregaba con pasión a la vida de la juventud alocada, con libertad y con dinero. El juego, la caza, la poesía y el amor, he aquí el programa de los primeros años juveniles de aquel hombre predestinado a los heroísmos del renunciamiento: el mismo programa de la mayoría de los jóvenes en aquella Italia del siglo XIV, codiciosa, saciada de cantos eróticos, de amorosos piantos, de dolorosi amori, de rapimentos, remembranzas y madonnas, de placeres y novedades.
Pero Monna Peregrina, la madre del loco mancebo, estaba triste, temblaba por su hijo, lloraba de pena, y muchas veces se la veía pasar largas horas en la iglesia de los Padres Carmelitas rezando delante de la imagen de la Virgen. Largo tiempo después de su matrimonio se había pasado suspirando por las alegrías de la maternidad; el Cielo se las había dado al fin, pero ¡cuántas tristezas le venían con ellas! En un sueño había creído dar a luz un lobo, y, efectivamente, un lobo era aquel hijo, que se gastaba los dineros en jaranas y aventuras, que andaba en compañía de gente sin seso y sin honor, que hacía del día noche y de la noche día, que sustraía sigilosamente los dijes familiares para pagar sus despilfarros. Su misma salud, su vida, corrían peligro de liquidarse en aquellas tristes andanzas moceriles. ¡Qué triste y deshecho volvía a la casa paterna después de alguna de aquellas orgías, en que reía y cantaba, y enamoraba y reñía, y jugaba y perdía! Pero una madre nunca pierde la esperanza, y así, la de Andrés tenía el presentimiento de que el lobo se transformaría en cordero.
Al fin, Monna Peregrina cansóse de llorar en silencio. Una mañana, al entrar en casa el muchacho, hubo una escena violenta; lágrimas, ruegos, advertencias por parte de la madre; desprecios, injurias, sarcasmos, por parte del hijo. El joven salió de casa despechado e iracundo; caminó al azar, agitado por impulsos contradictorios; sin darse cuenta, hallóse en la iglesia de los Carmelitas, adonde solía ir su madre con frecuencia. Su frente ardía, su corazón latía fuertemente; sentíase solo en la vida, y por vez primera empezaba a comprender que necesitaba algo que no podía encontrar en aquella existencia rota y disipada. El sentimiento del abandono le hizo doblar las rodillas ante la Virgen; no tardó en sentir la vergüenza de su conducta; los ojos suplicantes y llorosos de su madre le taladraban el alma; el llanto empezó a cuajar en los suyos, y de su boca, manchada tantas veces por los versos amorosos y las interjecciones de los tahúres, brotaban ahora los más puros anhelos de la oración.
Pasó una hora, dos; el campanillo conventual tocó a misa, a la refección cotidiana, a vísperas. Los frailes andaban por la capilla rezando, limpiando y encendiendo lámparas. Uno de ellos, maravillado por la devoción del joven, se acercó a él preguntándole qué le pasaba.
—Quisiera hablar con el superior—respondió Andrés con firme acento; y poco después, guiado por el religioso, atravesaba un estrecho corredor y entraba en la celda prioral.
—Vengo a pediros el hábito—dijo cayendo de rodillas.
El hijo de Nicolás y Peregrina Corsini era bien conocido en la ciudad y en el convento; bien conocidos también su genio aventurero y el desgarro de su ruidosa juventud. El prior aconsejó prudencia, y pidió tiempo para reflexionar, alegando que se trataba de una cosa muy seria; pero el mozo insistió de tal manera, que fue preciso recibirle en casa, aunque no fuese más que provisionalmente. Entre tanto, se avisó a la madre, la cual debió de mirar con buenos ojos aquella solución. «Siempre ha de ser loco—diría—; pero prefiero, con mucho, este nuevo género de locuras.» Andrés cambió la espada y el jubón de seda por el paño burdo y el ceñidor de cuero.
Estos contrastes eran muy propios de aquella Florencia renacentista, donde el amor humano y el amor divino se cantaban con las mismas palabras. Nadie sabía si Beatriz, la musa misteriosa de Alighieri, era una luz divina o una forma de carne y hueso; nadie sabía cómo Petrarca podía pasar de los líricos arrebatos de sus sonetos a las graves contemplaciones de il mio secreto; y sabían todos que en medio de la bochornosa atmósfera de paganía y sensualidad del Corbaccio y el Decamerone, Boccaccio no era un incrédulo, ni un enemigo de la Iglesia, ni un partidario del escepticismo. Ya viejo, pudo encontrar él de nuevo la ingenua piedad de su infancia sin salir de su Laberinto de amor, como Andrés Corsini la encontraba en plena mocedad.
El ejemplo de aquel joven, famoso hasta la víspera, por sus frivolidades y osadías, debió de ser algo sensacional en un momento de exaltación individualista. Rienzi se adueñaba de Roma; Martín de la Scala alborotaba el norte de la península italiana; por todas partes aparecían condotieros y forajidos de alta alcurnia. En la misma Florencia todo eran rebeldías, luchas y ambiciones. Dino Compagni, el más bello ornamento de la ciudad en aquellos primeros años del siglo XlV, clamaba a sus conciudadanos: «¡Oh malvados florentinos, causa de la ruina de nuestra patria!, ¡a qué estado la habéis reducido! Hincha tu alma, messer osso de la Tosa, que para tener la soberanía exagerabas el poder de tu partido y arrojaste a los hermanos del partido contrario. Sacia tu corazón, messer Gero Spini, echa de aquí a los Gerchi a fin de vivir seguro con el precio de tus felonías. Y tú, messer Lapo Saltarello, que amenazabas a los magistrados cuando no se ponían de tu lado, ¿dónde tomaste las armas? ¿Dónde está tu escolta? ¿Dónde tus caballos forrados de hierro? Y vosotros, los burgueses, que pretendéis los oficios y aspiráis a los honores y ocupáis el palacio del gobierno, ¿dónde pusisteis vuestra fuerza? En la mentira, en el engaño, en el disimulo, en injuriar a vuestros amigos y alabar a vuestros enemigos, todo únicamente para vivir.»
De este ambiente, que hacía gemir a Compagni, que no podía soportar Dante, que aplaudía las licencias de Boccaccio, se retiraba Andrés Corsini para vivir en la humildad y en la verdad. Viósele desde entonces recorrer aquellas calles en que había lucido sus galas de magnate, para pedir una limosna con que aliviar la miseria del convento. Iba ahora con un traje pardo y raído, con los ojos fijos en el suelo, con el porte recogido, con el rostro ajado por las vigilias y las maceraciones. Más de una vez tuvo que soportar las burlas de los antiguos compañeros de sus alegrías mundanas, y las reprensiones de parientes que se creían envilecidos por sus divinas extravagancias, y los gritos de los muchachos que se burlaban de su correa y su capuchón. Pero los labios del joven mendigo enviaban sonrisas indulgentes, y su boca despedía palabras de bondad, y sus manos dejaban escapar virtudes milagrosas, que eran la curación de los enfermos y el consuelo de los afligidos.
El desprecio empezó a ser reemplazado por la veneración; el recolector de negros mendrugos se hizo repartidor del oro de la predicación; el novicio se convirtió en prior, y en 1319 el prior fue nombrado obispo de Fiésole. Malos tiempos corrían entonces para la Iglesia de Dios. Había empezado el destierro de Avifión, el gran cisma llenaba de sombras el horizonte; Alighieri veía el infierno empedrado de tiaras y de mitras. Se discutía, se intrigaba, se luchaba, y la cristiandad gemía bajo el oleaje de la ambición y de la codicia. El nombre de Andrés permanece ausente de aquella revuelta marejada. Celosamente, pero sin ruidos, trabajaba en su puesto por hacer a los hombres mejores y más felices, juntando sus esfuerzos a los de Santa Catalina de Sena y el cardenal Gil de Albornoz, que recorrían las provincias italianas pregonando, una, el orden y la justicia con su palabra de fuego, y ejecutándolos, el otro, con su puño de acero. Andrés Corsini hubiera dicho lo que el canciller Ayala:
Cesen los sofismas, la lógica vana, e malas porfías que tienen letrados, e sea y conciencia e doctrina sana, e non sean oídos muchos porfiados.
Pero Monna Peregrina, la madre del loco mancebo, estaba triste, temblaba por su hijo, lloraba de pena, y muchas veces se la veía pasar largas horas en la iglesia de los Padres Carmelitas rezando delante de la imagen de la Virgen. Largo tiempo después de su matrimonio se había pasado suspirando por las alegrías de la maternidad; el Cielo se las había dado al fin, pero ¡cuántas tristezas le venían con ellas! En un sueño había creído dar a luz un lobo, y, efectivamente, un lobo era aquel hijo, que se gastaba los dineros en jaranas y aventuras, que andaba en compañía de gente sin seso y sin honor, que hacía del día noche y de la noche día, que sustraía sigilosamente los dijes familiares para pagar sus despilfarros. Su misma salud, su vida, corrían peligro de liquidarse en aquellas tristes andanzas moceriles. ¡Qué triste y deshecho volvía a la casa paterna después de alguna de aquellas orgías, en que reía y cantaba, y enamoraba y reñía, y jugaba y perdía! Pero una madre nunca pierde la esperanza, y así, la de Andrés tenía el presentimiento de que el lobo se transformaría en cordero.
Al fin, Monna Peregrina cansóse de llorar en silencio. Una mañana, al entrar en casa el muchacho, hubo una escena violenta; lágrimas, ruegos, advertencias por parte de la madre; desprecios, injurias, sarcasmos, por parte del hijo. El joven salió de casa despechado e iracundo; caminó al azar, agitado por impulsos contradictorios; sin darse cuenta, hallóse en la iglesia de los Carmelitas, adonde solía ir su madre con frecuencia. Su frente ardía, su corazón latía fuertemente; sentíase solo en la vida, y por vez primera empezaba a comprender que necesitaba algo que no podía encontrar en aquella existencia rota y disipada. El sentimiento del abandono le hizo doblar las rodillas ante la Virgen; no tardó en sentir la vergüenza de su conducta; los ojos suplicantes y llorosos de su madre le taladraban el alma; el llanto empezó a cuajar en los suyos, y de su boca, manchada tantas veces por los versos amorosos y las interjecciones de los tahúres, brotaban ahora los más puros anhelos de la oración.
Pasó una hora, dos; el campanillo conventual tocó a misa, a la refección cotidiana, a vísperas. Los frailes andaban por la capilla rezando, limpiando y encendiendo lámparas. Uno de ellos, maravillado por la devoción del joven, se acercó a él preguntándole qué le pasaba.
—Quisiera hablar con el superior—respondió Andrés con firme acento; y poco después, guiado por el religioso, atravesaba un estrecho corredor y entraba en la celda prioral.
—Vengo a pediros el hábito—dijo cayendo de rodillas.
El hijo de Nicolás y Peregrina Corsini era bien conocido en la ciudad y en el convento; bien conocidos también su genio aventurero y el desgarro de su ruidosa juventud. El prior aconsejó prudencia, y pidió tiempo para reflexionar, alegando que se trataba de una cosa muy seria; pero el mozo insistió de tal manera, que fue preciso recibirle en casa, aunque no fuese más que provisionalmente. Entre tanto, se avisó a la madre, la cual debió de mirar con buenos ojos aquella solución. «Siempre ha de ser loco—diría—; pero prefiero, con mucho, este nuevo género de locuras.» Andrés cambió la espada y el jubón de seda por el paño burdo y el ceñidor de cuero.
Estos contrastes eran muy propios de aquella Florencia renacentista, donde el amor humano y el amor divino se cantaban con las mismas palabras. Nadie sabía si Beatriz, la musa misteriosa de Alighieri, era una luz divina o una forma de carne y hueso; nadie sabía cómo Petrarca podía pasar de los líricos arrebatos de sus sonetos a las graves contemplaciones de il mio secreto; y sabían todos que en medio de la bochornosa atmósfera de paganía y sensualidad del Corbaccio y el Decamerone, Boccaccio no era un incrédulo, ni un enemigo de la Iglesia, ni un partidario del escepticismo. Ya viejo, pudo encontrar él de nuevo la ingenua piedad de su infancia sin salir de su Laberinto de amor, como Andrés Corsini la encontraba en plena mocedad.
El ejemplo de aquel joven, famoso hasta la víspera, por sus frivolidades y osadías, debió de ser algo sensacional en un momento de exaltación individualista. Rienzi se adueñaba de Roma; Martín de la Scala alborotaba el norte de la península italiana; por todas partes aparecían condotieros y forajidos de alta alcurnia. En la misma Florencia todo eran rebeldías, luchas y ambiciones. Dino Compagni, el más bello ornamento de la ciudad en aquellos primeros años del siglo XlV, clamaba a sus conciudadanos: «¡Oh malvados florentinos, causa de la ruina de nuestra patria!, ¡a qué estado la habéis reducido! Hincha tu alma, messer osso de la Tosa, que para tener la soberanía exagerabas el poder de tu partido y arrojaste a los hermanos del partido contrario. Sacia tu corazón, messer Gero Spini, echa de aquí a los Gerchi a fin de vivir seguro con el precio de tus felonías. Y tú, messer Lapo Saltarello, que amenazabas a los magistrados cuando no se ponían de tu lado, ¿dónde tomaste las armas? ¿Dónde está tu escolta? ¿Dónde tus caballos forrados de hierro? Y vosotros, los burgueses, que pretendéis los oficios y aspiráis a los honores y ocupáis el palacio del gobierno, ¿dónde pusisteis vuestra fuerza? En la mentira, en el engaño, en el disimulo, en injuriar a vuestros amigos y alabar a vuestros enemigos, todo únicamente para vivir.»
De este ambiente, que hacía gemir a Compagni, que no podía soportar Dante, que aplaudía las licencias de Boccaccio, se retiraba Andrés Corsini para vivir en la humildad y en la verdad. Viósele desde entonces recorrer aquellas calles en que había lucido sus galas de magnate, para pedir una limosna con que aliviar la miseria del convento. Iba ahora con un traje pardo y raído, con los ojos fijos en el suelo, con el porte recogido, con el rostro ajado por las vigilias y las maceraciones. Más de una vez tuvo que soportar las burlas de los antiguos compañeros de sus alegrías mundanas, y las reprensiones de parientes que se creían envilecidos por sus divinas extravagancias, y los gritos de los muchachos que se burlaban de su correa y su capuchón. Pero los labios del joven mendigo enviaban sonrisas indulgentes, y su boca despedía palabras de bondad, y sus manos dejaban escapar virtudes milagrosas, que eran la curación de los enfermos y el consuelo de los afligidos.
El desprecio empezó a ser reemplazado por la veneración; el recolector de negros mendrugos se hizo repartidor del oro de la predicación; el novicio se convirtió en prior, y en 1319 el prior fue nombrado obispo de Fiésole. Malos tiempos corrían entonces para la Iglesia de Dios. Había empezado el destierro de Avifión, el gran cisma llenaba de sombras el horizonte; Alighieri veía el infierno empedrado de tiaras y de mitras. Se discutía, se intrigaba, se luchaba, y la cristiandad gemía bajo el oleaje de la ambición y de la codicia. El nombre de Andrés permanece ausente de aquella revuelta marejada. Celosamente, pero sin ruidos, trabajaba en su puesto por hacer a los hombres mejores y más felices, juntando sus esfuerzos a los de Santa Catalina de Sena y el cardenal Gil de Albornoz, que recorrían las provincias italianas pregonando, una, el orden y la justicia con su palabra de fuego, y ejecutándolos, el otro, con su puño de acero. Andrés Corsini hubiera dicho lo que el canciller Ayala:
Cesen los sofismas, la lógica vana, e malas porfías que tienen letrados, e sea y conciencia e doctrina sana, e non sean oídos muchos porfiados.
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