Con el nombre glorioso del Protomártir se junta hoy en el calendario el de esta insigne fundadora, recientemente elevada a la gloria de los altares. Nacida en Cascante y vástago de un ilustre solar navarro, en el que con los blasones se transmitían todas las tradiciones de honradez y religiosidad del genio hispano, Vicenta se traslada, cuando tenía once años, a Madrid, y se instala en casa de una tía suya, cuya influencia va a ser decisiva en su vida. Mujer de un gentilhombre del palacio, esta señora era todo un carácter: vehemente, enérgica, exclusivista de sus juicios y un tanto despótica, pero de una fe a la antigua, que se traducía en obras admirables de caridad. Era entonces Vicenta una niña alegre, viva, despierta, retozona y al mismo tiempo piadosa y profundamente bondadosa. Poco tiempo antes, un tío suyo, canónigo, había escrito de ella estas palabras: «A vosotros os cuentan sus gracias; pero, ¡si yo os contara sus travesuras! Es cotorrera y ventanera hasta no más.» Su retrato, por esta época, nos hace adivinar una belleza en ciernes: dos grandes ojos azules, largas trenzas rubias, sonrisa fina y dulce, y en los labios un gesto de energía.
El trato con la tía madrileña va a dar orientación y solidez a aquella vida de hija única y mimada, que hasta entonces había sido un torbellino inocente e inconsciente. Ante todo, un plan diario, en el que no queda un instante para el ocio ni para el capricho: actos de piedad, horas de estudio, aseo del cuarto, paseo y obras de caridad. Los veranos, en una finca de Carabanchel, con el agua, con las flores y con los niños, y luego otra vez a aprender francés, a darle vueltas a la gramática, a leer los libros buenos y provechosos y a cuidar a los enfermos. La niña ruidosa y ventanera se iba convirtiendo en una joven seria, reflexiva, fervorosa y hasta escrupulosa: ¡Oh, qué recuerdo más amargo para ella el de aquel vestidito de muselina rosa que llevó un día, cuando aún no había pasado los umbrales de la niñez, porque era algo escotado y había llamado con él la atención! ¡Cómo vería un alma así la fealdad del pecado mortal! Y, no obstante, ya empezaba a excederse en las penitencias. Su tía tuvo que ponerse seria, cosa no muy difícil en ella, porque al ver su ropa ensangrentada, descubrió que llevaba a la cintura una cuerda nudosa, que había llagado sus carnes inocentes. Desde entonces supo ser más discreta en la mortificación. Su tía Eulalia no podría decir nada porque dijese que no le gustaba el café con azúcar. Además, ya era bastante penitencia cuidar a enfermos regañones y descontentadizos y limpiar sus llagas purulentas.
Los hospitales de Madrid sabían de la caridad de la joven angelical, que con su blanco delantal pasaba por ellos como un rayo de sol. Los hospitales y la casita, aquella obra predilecta del corazón de su tía Eulalia, que va a ser como la cuna de su obra. ¡Cuántas veces había visto salir del hospital a las chicas recién curadas, pero sin saber dónde ir! Y su destino era fácil de adivinar: sin hogar, sin arrimo, sin cariño; acabarían por empeñar su pobre hatillo, y luego empeñarían el alma misma. En la casita les ofrecía doña Eulalia un refugio provisional hasta que se les presentase un camino decoroso en la vida. Allí pasaba sus mejores horas Vicenta María, hablando con las chicas, que la veneraban como una santa, enseñándoles el catecismo, organizando juegos, entonando cánticos, poniendo alegría y optimismo en aquellas almas abandonadas.
Ya está cerca de los veinte años; ha llegado el momento de escoger una orientación definitiva. De Cascante la escriben haciendo halagüeñas proposiciones. ¡El hechizo que sobre un corazón de mujer puede ejercer el sonsonete de un título de Castilla! De cuando en cuando va al locutorio de las Salesas Reales, y allí su tía dominica le habla de las dulzuras de la vida religiosa. Por otra parte, aquellas chicas la atraen irresistiblemente. En 1866 hace unos Ejercicios destinados a conocer la voluntad de Dios. «¿Qué has decidido?», le pregunta la tía monja al salir de ellos. «Consolémonos en Dios—contesta ella—: las chicas han triunfado.» Inmediatamente pronuncia el voto de virginidad se entrega de lleno a su obra. Su padre protesta; pero ella le escribe entonces una carta admirable, que humedeció con lágrimas de sangre: «Padre, ni con un rey, ni con un santo. Mi vida va no tiene otro objeto que seguir mi vocación... Hace ya algún tiempo que, con la aprobación de personas competentes, vengo pensando en formar parte de una Congregación, que viviendo en comunidad, bajo una regla religiosa, se ocupe de esta obra. Papá, tenga usted generosidad; conózcase en esta ocasión la magnanimidad de su corazón; mire usted las cosas desde su verdadero punto de vista, y sepa agradecer a Dios la gracia que le hace, queriendo valerse de esta su pobre hija para cosas de su servicio... En el Evangelio se lee: Aquel que no deja a su padre y a su madre por amor de Mí, no es digno de Mí. Crea usted, papá, que ya no puedo tener otra mira que continuar la obra que por inspiración de Dios he emprendido, lo cual tiene mayor fuerza que el afecto carnal.»
Era Dios quien la guiaba, efectivamente, y Dios mismo se encargó de retirar todos los obstáculos. La obra continuó y fue creciendo, y se extendió por toda la península, y cruzó los mares, y sigue propagándose todavía por Europa y por América, y salvando almas, y remediando angustias, y curando llagas y dolores. En 1875 escribía la fundadora las Constituciones de la Congregación. La racha de fundaciones había empezado ya y continuará sin interrupción: Zaragoza, Jerez. Burgos, Salamanca, Valladolid. Granada, etc. El 18 de abril de 1888 aprobaba León XIII la naciente Congregación de las Hijas de María Inmaculada para el Servicio Doméstico. Vicenta María se ha revelado como una enérgica organizadora. Viaja, trabaja, dispone, construye, ordena, dirige, y cuando una casa queda terminada empieza con otra. El mundo contempla su obra lleno de admiración; pero lo mas grande en ella es la riqueza oculta de su vida interior. Sus apuntes de conciencia nos permiten descubrir algunos rayos de aquella luz hermosísima. Parece como si todas sus energías se derramasen en favor de aquellas muchachas a las cuales recibía con delicadeza indecible y maternal solicitud; pero su mayor esfuerzo tiende a la purificación de su alma, al progreso continuo en el camino de la perfección. Tiene una inclinación natural a ser querida y estimada, y esto le parece un orgullo monstruoso. «Si me estiman—escribe—es porque no me conocen; si conocieran mis pecados, no tendrían motivos sino para despreciarme.» Y cuando le duele el desagradecimiento, parece como si cogiese el corazón en las manos y le estrujase indignada, diciendo: «Ningún bien puedes tener de tuyo; y si alguno tienes, es por puro don de Dios. ¡Dios mío! ¡Vos ultrajado con todo género de ignominias! ¿Y pretenderé yo estimación?»
Gritos como éste son para nosotros como un reflejo de la vida intima de la bienaventurada fundadora. La externa, a la vista estaba de todo el mundo: vigilia, trabajo, mortificación, lucha, y aquellas penas y contrariedades que ella llamaba «gajes del oficio»; y todo esto, el cuidado de sus dos familias de religiosas y acogidas, la entrega incondicional, el amor vigilante, la cordialidad sencilla y compasiva, que atrae a la juventud y que es, ante todo, corazón; la realización de aquellas palabras del apólogo del rosal, que ella solía repetir: «Mis rosas para Jesús, mis espinas para mí, mi perfume para todos.» Todavía el último día de su vida, y en medio de las ansias de la agonía, invirtió varias lloras en hablar a las chicas una a una, dándoles el último consejo; la última reconvención, acompañada a veces con lágrimas. Aún era joven, pero tanto trabajo había minado su salud. La asfixia la hacía sufrir de tal manera, que apenas podía respirar; pero el origen del mal era muy alto. «Tengo—decía ella—como dos ahogos: uno, el de la enfermedad, y otro, aún mayor, que es como el impulso del amor que me lleva hacia Cristo, y que si me aprieta un poco más acabará con mi vida.» ¿Apretó acaso con más fuerza, delante del pesebre, en la Pascua de Navidad de 1890? El hecho es que al día siguiente, aquel alma grande voló de este mundo.
El trato con la tía madrileña va a dar orientación y solidez a aquella vida de hija única y mimada, que hasta entonces había sido un torbellino inocente e inconsciente. Ante todo, un plan diario, en el que no queda un instante para el ocio ni para el capricho: actos de piedad, horas de estudio, aseo del cuarto, paseo y obras de caridad. Los veranos, en una finca de Carabanchel, con el agua, con las flores y con los niños, y luego otra vez a aprender francés, a darle vueltas a la gramática, a leer los libros buenos y provechosos y a cuidar a los enfermos. La niña ruidosa y ventanera se iba convirtiendo en una joven seria, reflexiva, fervorosa y hasta escrupulosa: ¡Oh, qué recuerdo más amargo para ella el de aquel vestidito de muselina rosa que llevó un día, cuando aún no había pasado los umbrales de la niñez, porque era algo escotado y había llamado con él la atención! ¡Cómo vería un alma así la fealdad del pecado mortal! Y, no obstante, ya empezaba a excederse en las penitencias. Su tía tuvo que ponerse seria, cosa no muy difícil en ella, porque al ver su ropa ensangrentada, descubrió que llevaba a la cintura una cuerda nudosa, que había llagado sus carnes inocentes. Desde entonces supo ser más discreta en la mortificación. Su tía Eulalia no podría decir nada porque dijese que no le gustaba el café con azúcar. Además, ya era bastante penitencia cuidar a enfermos regañones y descontentadizos y limpiar sus llagas purulentas.
Los hospitales de Madrid sabían de la caridad de la joven angelical, que con su blanco delantal pasaba por ellos como un rayo de sol. Los hospitales y la casita, aquella obra predilecta del corazón de su tía Eulalia, que va a ser como la cuna de su obra. ¡Cuántas veces había visto salir del hospital a las chicas recién curadas, pero sin saber dónde ir! Y su destino era fácil de adivinar: sin hogar, sin arrimo, sin cariño; acabarían por empeñar su pobre hatillo, y luego empeñarían el alma misma. En la casita les ofrecía doña Eulalia un refugio provisional hasta que se les presentase un camino decoroso en la vida. Allí pasaba sus mejores horas Vicenta María, hablando con las chicas, que la veneraban como una santa, enseñándoles el catecismo, organizando juegos, entonando cánticos, poniendo alegría y optimismo en aquellas almas abandonadas.
Ya está cerca de los veinte años; ha llegado el momento de escoger una orientación definitiva. De Cascante la escriben haciendo halagüeñas proposiciones. ¡El hechizo que sobre un corazón de mujer puede ejercer el sonsonete de un título de Castilla! De cuando en cuando va al locutorio de las Salesas Reales, y allí su tía dominica le habla de las dulzuras de la vida religiosa. Por otra parte, aquellas chicas la atraen irresistiblemente. En 1866 hace unos Ejercicios destinados a conocer la voluntad de Dios. «¿Qué has decidido?», le pregunta la tía monja al salir de ellos. «Consolémonos en Dios—contesta ella—: las chicas han triunfado.» Inmediatamente pronuncia el voto de virginidad se entrega de lleno a su obra. Su padre protesta; pero ella le escribe entonces una carta admirable, que humedeció con lágrimas de sangre: «Padre, ni con un rey, ni con un santo. Mi vida va no tiene otro objeto que seguir mi vocación... Hace ya algún tiempo que, con la aprobación de personas competentes, vengo pensando en formar parte de una Congregación, que viviendo en comunidad, bajo una regla religiosa, se ocupe de esta obra. Papá, tenga usted generosidad; conózcase en esta ocasión la magnanimidad de su corazón; mire usted las cosas desde su verdadero punto de vista, y sepa agradecer a Dios la gracia que le hace, queriendo valerse de esta su pobre hija para cosas de su servicio... En el Evangelio se lee: Aquel que no deja a su padre y a su madre por amor de Mí, no es digno de Mí. Crea usted, papá, que ya no puedo tener otra mira que continuar la obra que por inspiración de Dios he emprendido, lo cual tiene mayor fuerza que el afecto carnal.»
Era Dios quien la guiaba, efectivamente, y Dios mismo se encargó de retirar todos los obstáculos. La obra continuó y fue creciendo, y se extendió por toda la península, y cruzó los mares, y sigue propagándose todavía por Europa y por América, y salvando almas, y remediando angustias, y curando llagas y dolores. En 1875 escribía la fundadora las Constituciones de la Congregación. La racha de fundaciones había empezado ya y continuará sin interrupción: Zaragoza, Jerez. Burgos, Salamanca, Valladolid. Granada, etc. El 18 de abril de 1888 aprobaba León XIII la naciente Congregación de las Hijas de María Inmaculada para el Servicio Doméstico. Vicenta María se ha revelado como una enérgica organizadora. Viaja, trabaja, dispone, construye, ordena, dirige, y cuando una casa queda terminada empieza con otra. El mundo contempla su obra lleno de admiración; pero lo mas grande en ella es la riqueza oculta de su vida interior. Sus apuntes de conciencia nos permiten descubrir algunos rayos de aquella luz hermosísima. Parece como si todas sus energías se derramasen en favor de aquellas muchachas a las cuales recibía con delicadeza indecible y maternal solicitud; pero su mayor esfuerzo tiende a la purificación de su alma, al progreso continuo en el camino de la perfección. Tiene una inclinación natural a ser querida y estimada, y esto le parece un orgullo monstruoso. «Si me estiman—escribe—es porque no me conocen; si conocieran mis pecados, no tendrían motivos sino para despreciarme.» Y cuando le duele el desagradecimiento, parece como si cogiese el corazón en las manos y le estrujase indignada, diciendo: «Ningún bien puedes tener de tuyo; y si alguno tienes, es por puro don de Dios. ¡Dios mío! ¡Vos ultrajado con todo género de ignominias! ¿Y pretenderé yo estimación?»
Gritos como éste son para nosotros como un reflejo de la vida intima de la bienaventurada fundadora. La externa, a la vista estaba de todo el mundo: vigilia, trabajo, mortificación, lucha, y aquellas penas y contrariedades que ella llamaba «gajes del oficio»; y todo esto, el cuidado de sus dos familias de religiosas y acogidas, la entrega incondicional, el amor vigilante, la cordialidad sencilla y compasiva, que atrae a la juventud y que es, ante todo, corazón; la realización de aquellas palabras del apólogo del rosal, que ella solía repetir: «Mis rosas para Jesús, mis espinas para mí, mi perfume para todos.» Todavía el último día de su vida, y en medio de las ansias de la agonía, invirtió varias lloras en hablar a las chicas una a una, dándoles el último consejo; la última reconvención, acompañada a veces con lágrimas. Aún era joven, pero tanto trabajo había minado su salud. La asfixia la hacía sufrir de tal manera, que apenas podía respirar; pero el origen del mal era muy alto. «Tengo—decía ella—como dos ahogos: uno, el de la enfermedad, y otro, aún mayor, que es como el impulso del amor que me lleva hacia Cristo, y que si me aprieta un poco más acabará con mi vida.» ¿Apretó acaso con más fuerza, delante del pesebre, en la Pascua de Navidad de 1890? El hecho es que al día siguiente, aquel alma grande voló de este mundo.
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