Isaías nos habla de un personaje anónimo, al que reconoce como “ungido” y “enviado” de Dios, que en la tradición de Israel significa que ha recibido una misión profética o salvífica de parte de Dios.
En este caso, la misión consiste en “dar la buena noticia a los que sufren, amnistía a los cautivos, libertad a los prisioneros y proclamar el año de gracia del Señor” (Isaías 61).
Se abre así un paréntesis de alegría y esperanza, porque la justicia está al alcance de la mano y hay un líder, que aglutina en torno a su persona las promesas de Dios, que está presente en la historia de la humanidad.
Conocemos por la Sagrada Escritura las intervenciones misericordiosas de Dios, enviando profetas y personas de bien para hacer recapacitar al pueblo y guiarle por buen camino, sin imposiciones ni tiranías que condicionen su libertad.
El “ungido” es la expresión viva de la voluntad de Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.
El Nuevo Testamento nos dirá que ese “Ungido”, sobre el que se posa el Espíritu, es Jesús, culmen de todas las profecías.
Cada uno de nosotros hemos recibido en el bautismo este mismo, Espíritu que nos capacita para llevar adelante la misma misión de Jesús: gritar a los cuatro vientos que tenemos un Dios cercano y compasivo con nuestros sufrimientos, que cura nuestras heridas, nos guía por la senda de la paz y nos impulsa a luchar contra la injusticia y el pecado.
Somos útiles para Dios, que cuenta con nuestra colaboración, para hacer visible su obra.
La hacemos visible cada vez que reconocemos a Jesús presente en los hermanos, tanto en los que comparten nuestros ideales como en quienes los rechazan de palabra o de obra, y somos capaces de acoger a todos con amor.
Ningún compañero o amigo ha depositado en nosotros tanta confianza.
Tenemos motivos sobrados para sentirnos felices, identificarnos con Él y darle gracias.
En este caso, la misión consiste en “dar la buena noticia a los que sufren, amnistía a los cautivos, libertad a los prisioneros y proclamar el año de gracia del Señor” (Isaías 61).
Se abre así un paréntesis de alegría y esperanza, porque la justicia está al alcance de la mano y hay un líder, que aglutina en torno a su persona las promesas de Dios, que está presente en la historia de la humanidad.
Conocemos por la Sagrada Escritura las intervenciones misericordiosas de Dios, enviando profetas y personas de bien para hacer recapacitar al pueblo y guiarle por buen camino, sin imposiciones ni tiranías que condicionen su libertad.
El “ungido” es la expresión viva de la voluntad de Dios, que “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”.
El Nuevo Testamento nos dirá que ese “Ungido”, sobre el que se posa el Espíritu, es Jesús, culmen de todas las profecías.
Cada uno de nosotros hemos recibido en el bautismo este mismo, Espíritu que nos capacita para llevar adelante la misma misión de Jesús: gritar a los cuatro vientos que tenemos un Dios cercano y compasivo con nuestros sufrimientos, que cura nuestras heridas, nos guía por la senda de la paz y nos impulsa a luchar contra la injusticia y el pecado.
Somos útiles para Dios, que cuenta con nuestra colaboración, para hacer visible su obra.
La hacemos visible cada vez que reconocemos a Jesús presente en los hermanos, tanto en los que comparten nuestros ideales como en quienes los rechazan de palabra o de obra, y somos capaces de acoger a todos con amor.
Ningún compañero o amigo ha depositado en nosotros tanta confianza.
Tenemos motivos sobrados para sentirnos felices, identificarnos con Él y darle gracias.
Hechos de los Apóstoles, está salpicada por los gozos y las sombras, que marcaron todo su itinerario evangélico.
Unos acogen con gozo su mensaje, otros le persiguen como enemigo público. Los judíos le acosan y le tienden trampas. Los paganos, que viven del culto a los ídolos, traman su muerte. A nadie resulta indiferente.
Sin embargo, las experiencias vividas, lejos de achantarle o hundirle, fortalecen más su ánimo, porque su esperanza no se centra en lo que puedan decir o hacer los hombres, sino en Cristo, por el que se siente amado.
Por eso reitera fervientemente en esta carta, que la vinculación a Cristo es causa de una profunda alegría.
La liturgia de este domingo, llamado popularmente “gaudete”, expresión latina que significa “alegraos”, abunda en los mismos deseos.
Nos alegramos, porque el Señor vendrá a poner remedio a nuestros males, a inyectarnos las dosis de esperanza que necesitamos, a proclamar la amnistía y la gracia.
Nos alegramos, porque Dios cumple siempre sus promesas.
El profeta Isaías compara el adviento de Yahvé con la alegría del novio en víspera de la boda aguardando a su novia, con la alegría del cautivo que espera su liberación.
Es el mismo Jesús quien hace suya esta alegría en la sinagoga de su pueblo, Nazaret. Sabe que el Espíritu del Señor está sobre El para anunciar la Buena Nueva.
Ya nada será igual desde entonces. Alguien asume la causa de los pobres, de los marginados, de los perseguidos, de los encarcelados y aporta esa nueva luz que barre las tinieblas, para que los ciegos vean, los sordos oigan y se abran los cerrojos oxidados.
Unos acogen con gozo su mensaje, otros le persiguen como enemigo público. Los judíos le acosan y le tienden trampas. Los paganos, que viven del culto a los ídolos, traman su muerte. A nadie resulta indiferente.
Sin embargo, las experiencias vividas, lejos de achantarle o hundirle, fortalecen más su ánimo, porque su esperanza no se centra en lo que puedan decir o hacer los hombres, sino en Cristo, por el que se siente amado.
Por eso reitera fervientemente en esta carta, que la vinculación a Cristo es causa de una profunda alegría.
La liturgia de este domingo, llamado popularmente “gaudete”, expresión latina que significa “alegraos”, abunda en los mismos deseos.
Nos alegramos, porque el Señor vendrá a poner remedio a nuestros males, a inyectarnos las dosis de esperanza que necesitamos, a proclamar la amnistía y la gracia.
Nos alegramos, porque Dios cumple siempre sus promesas.
El profeta Isaías compara el adviento de Yahvé con la alegría del novio en víspera de la boda aguardando a su novia, con la alegría del cautivo que espera su liberación.
Es el mismo Jesús quien hace suya esta alegría en la sinagoga de su pueblo, Nazaret. Sabe que el Espíritu del Señor está sobre El para anunciar la Buena Nueva.
Ya nada será igual desde entonces. Alguien asume la causa de los pobres, de los marginados, de los perseguidos, de los encarcelados y aporta esa nueva luz que barre las tinieblas, para que los ciegos vean, los sordos oigan y se abran los cerrojos oxidados.
Juan el Bautista nos da la pauta de cómo debe ser el comportamiento de un verdadero seguidor de Jesús.
No es un predicador o un asceta, pero sí el modelo por excelencia del testigo.
Sabe cuáles son sus limitaciones y el papel que debe jugar para no caer en vanidades estériles ni desvirtuar el mensaje que anuncia:
“Hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia” ( Juan 1, 27).
Para ser testigos es necesario ser antes oyentes y conocer la verdad que se proclama.
Ésta es la razón por la que envía emisarios a Jesús. Quiere cerciorarse, para no equivocarse, si Él es el Mesías.
Después, ya convencido de la llegada del tiempo nuevo en la figura de Jesús, lo señala como el verdadero enviado de Dios, invita a todos sus “fans” a seguirle y desaparece de la escena.
Juan el Bautista es un ejemplo digno de imitar en sus actitudes, especialmente para los que tenemos una misión de responsabilidad dentro de las comunidades cristianas, pues corremos el peligro de recrearnos en nuestros conocimientos, capacidades organizativas o dotes de persuasión para anunciar a Jesús.
Y no es así.
Puede que cosechemos éxitos y reconocimientos humanos, pero no habremos sido testigos de Jesús, sino predicadores de nosotros mismos.
Somos misioneros en la medida que el mensaje evangélico que proclamamos apunte a la persona de Cristo como nuestro Señor y Salvador.
La sociedad de hoy es muy sensible ante los auténticos testigos y rechaza a los palabreros, a los oportunistas de turno y a los que se lucran a costa de los servicios religiosos.
Rechaza igualmente a las “comunidades cristianas” que no son signo visible del rostro de Jesús, que no transparentan la Luz, que brota cuando hay convivencia fraterna y compartir de bienes.
No es un predicador o un asceta, pero sí el modelo por excelencia del testigo.
Sabe cuáles son sus limitaciones y el papel que debe jugar para no caer en vanidades estériles ni desvirtuar el mensaje que anuncia:
“Hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia” ( Juan 1, 27).
Para ser testigos es necesario ser antes oyentes y conocer la verdad que se proclama.
Ésta es la razón por la que envía emisarios a Jesús. Quiere cerciorarse, para no equivocarse, si Él es el Mesías.
Después, ya convencido de la llegada del tiempo nuevo en la figura de Jesús, lo señala como el verdadero enviado de Dios, invita a todos sus “fans” a seguirle y desaparece de la escena.
Juan el Bautista es un ejemplo digno de imitar en sus actitudes, especialmente para los que tenemos una misión de responsabilidad dentro de las comunidades cristianas, pues corremos el peligro de recrearnos en nuestros conocimientos, capacidades organizativas o dotes de persuasión para anunciar a Jesús.
Y no es así.
Puede que cosechemos éxitos y reconocimientos humanos, pero no habremos sido testigos de Jesús, sino predicadores de nosotros mismos.
Somos misioneros en la medida que el mensaje evangélico que proclamamos apunte a la persona de Cristo como nuestro Señor y Salvador.
La sociedad de hoy es muy sensible ante los auténticos testigos y rechaza a los palabreros, a los oportunistas de turno y a los que se lucran a costa de los servicios religiosos.
Rechaza igualmente a las “comunidades cristianas” que no son signo visible del rostro de Jesús, que no transparentan la Luz, que brota cuando hay convivencia fraterna y compartir de bienes.
La presente historia nos adentra en la Fuente de la alegría, que brota de nuestro ser cuando nos movemos a la luz del evangelio, hecho vida en la realidad cotidiana.
“El niño miraba al abuelo escribir una carta. En un momento dado, le preguntó:
– ¿Estás escribiendo una historia que nos pasó a los dos? ¿Es, quizá, una historia sobre mí?
- El abuelo dejó de escribir, sonrió y dijo al nieto:
–Estoy escribiendo sobre ti, es cierto. Sin embargo, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando. Me gustaría que tú fueses como él cuando crezcas.
El niño miró el lápiz, intrigado, y no vio nada de especial, pero escuchó atento el relato del abuelo, que añadió:
–Todo depende del modo en que mires las cosas. Hay en él cinco cualidades que, si consigues mantenerlas, harán de ti una persona alegre por siempre y en paz con el mundo.
Primera cualidad: puedes hacer grandes cosas, pero no olvides nunca que existe una mano que guía tus pasos. A esta mano nosotros la llamamos Dios, y Él siempre te conducirá en dirección a su voluntad.
Segunda cualidad: de vez en cuando necesito dejar de escribir y usar el sacapuntas. Eso hace que el lápiz sufra un poco, pero al final está más afilado. Por lo tanto, debes ser capaz de soportar algunos dolores, porque te harán mejor persona.
Tercera cualidad: el lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar aquello que está mal. Entiende que corregir algo que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.
Cuarta cualidad: lo que realmente importa en el lápiz no es la madera ni su forma exterior, sino el grafito que hay dentro. Por lo tanto, cuida siempre de lo que sucede en tu interior.
Quinta cualidad: el lápiz siempre deja una marca. De la misma manera, has de saber que todo lo que hagas en la vida dejará trazos, e intenta ser consciente de cada acción”
Junto a María, recocijémonos en la dulce espera del Señor, Se acerca nuestra salvación.
“El niño miraba al abuelo escribir una carta. En un momento dado, le preguntó:
– ¿Estás escribiendo una historia que nos pasó a los dos? ¿Es, quizá, una historia sobre mí?
- El abuelo dejó de escribir, sonrió y dijo al nieto:
–Estoy escribiendo sobre ti, es cierto. Sin embargo, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando. Me gustaría que tú fueses como él cuando crezcas.
El niño miró el lápiz, intrigado, y no vio nada de especial, pero escuchó atento el relato del abuelo, que añadió:
–Todo depende del modo en que mires las cosas. Hay en él cinco cualidades que, si consigues mantenerlas, harán de ti una persona alegre por siempre y en paz con el mundo.
Primera cualidad: puedes hacer grandes cosas, pero no olvides nunca que existe una mano que guía tus pasos. A esta mano nosotros la llamamos Dios, y Él siempre te conducirá en dirección a su voluntad.
Segunda cualidad: de vez en cuando necesito dejar de escribir y usar el sacapuntas. Eso hace que el lápiz sufra un poco, pero al final está más afilado. Por lo tanto, debes ser capaz de soportar algunos dolores, porque te harán mejor persona.
Tercera cualidad: el lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar aquello que está mal. Entiende que corregir algo que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.
Cuarta cualidad: lo que realmente importa en el lápiz no es la madera ni su forma exterior, sino el grafito que hay dentro. Por lo tanto, cuida siempre de lo que sucede en tu interior.
Quinta cualidad: el lápiz siempre deja una marca. De la misma manera, has de saber que todo lo que hagas en la vida dejará trazos, e intenta ser consciente de cada acción”
Junto a María, recocijémonos en la dulce espera del Señor, Se acerca nuestra salvación.
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