Los pueblos bárbaros, ante los cuales se habían detenido las legiones de los cesares, se sometían dócilmente al yugo de la Roma cristiana. A la voz de Bonifacio y sus discípulos, la aurora de un nuevo día brillaba sobre los bosques de Germania, el espíritu divino penetraba lenta y misteriosamente en el alma de un gran pueblo, y surgía un edificio social de vastas y poderosas proporciones. Uno de los arquitectos fue San Sturmo, cuya vida nos da el diario de uno de aquellos obreros de la civilización y nos hace asistir a uno de los episodios más conmovedores de aquella lejana historia.
Hijo de un noble bávaro, Sturmo se inscribió desde su juventud entre los discípulos de San Bonifacio, el cual, después de enseñarle los Salmos, los Evangelios y la interpretación espiritual del Antiguo y del Nuevo Testamento, le ordenó de sacerdote, encargándole el oficio de la predicación entre sus paisanos, semipaganos todavía. De sensibilidad profunda, de aguda inteligencia, de palabra reposada, de bello aspecto y de grave andar, Sturmo se ganó pronto la simpatía de aquellas gentes, entre las cuales debía sembrar la palabra divina. La caridad, la humildad, la mansedumbre y una perpetua alegría eran los santos conjuros que le atraían los corazones.
Un día, San Bonifacio le llamó y le dijo; «Quiero fundar un monasterio que sea, en el corazón de la Turingia, la ciudadela de los misioneros; ponte en camino y búscame un lugar a propósito para establecer la fundación.» En la táctica evangelizadora del gran apóstol anglosajón, un monasterio tenía más importancia que un episcopado; debía ser un centro de vida religiosa, un foco de influencia, un lugar donde al ruido del hacha monástica, derramado por el viento en la opaca selva, como voz de la cultura, acudiesen los habitantes de la tierra para aprender a la vez las ciencias de la tierra y del Cielo. Consciente de su misión, Sturmo, acompañado de otros dos monjes, se internó en las soledades vírgenes del antiguo bosque de Buconia. Durante varios días los piadosos exploradores caminaron a través de un océano de follaje, sin ver, dice el biógrafo, más que los árboles y el Cielo, y en el Cielo vuelos de pájaros que graznaban siniestramente sobre sus cabezas. El tercer día se detuvieron en el lugar donde más tarde se levantó la abadía de Hersfeid, y después de haber estudiado bien la posición del lugar, la cualidad de la tierra, los valles y las alturas, con las fuentes y arroyuelos que les daban amenidad, volvieron a dar cuenta a su maestro.
—El lugar, tal como lo describís—dijo Bonifacio—, no me disgusta; pero hay un inconveniente, y es que está demasiado cerca de los bárbaros.
Fue preciso empezar de nuevo la exploración. Sturmo y sus compañeros subieron a una barca y remontaron la corriente del río Fulda, examinando atentamente las dos orillas y deteniéndose sobre todo en las confluencias de los ríos. A los pocos días llegaron a la desembocadura del Luber, y allí les encontró un mensajero de San Bonifacio, el cual, después de saludar al jefe de la expedición, le dijo:
—Nuestro Padre el obispo tiene grandes deseos de verte, y dice que, si te es posible, vayas a juntarte con él.
—Gracias sean dadas a Dios—exclamó Sturmo—de que tan gran Pontífice se acuerde de mi pequeñez.
Y después de haber puesto delante del enviado las sobras de un gran pez que habían cogido el día anterior, le bendijo, diciéndole:
—Ve y saluda con la paz al santo pontífice Bonifacio; que yo iré detrás de ti.
Al día siguiente, después de recibir la bendición de sus compañeros, Sturmo se puso en camino hacia Maguncia.
Habiendo llegado a presencia del obispo, postróse en tierra y saludó pidiendo la bendición. Bonifacio le levantó, le besó, le hizo sentar a su lado y ordenó que trajesen una comida más exquisita para celebrar la venida de su discípulo.
—El amor nos dispensa hoy el ayuno—dijo el obispo.
—Todo lo que vos hagáis es santo—respondió Sturmo. Después de la comida, maestro y discípulo se retiraron a una habitación apartada, y allí pasaron largas horas hablando de cosas espirituales. Al fin, el obispo preguntó:
—Y de tu exploración, ¿qué hay?
—Nada definitivo todavía — respondió el peregrino—. Hemos recorrido río arriba las aguas del Fulda, pero sin encontrar lugar alguno que te podamos alabar plenamente.
—No te desalientes—replicó Bonifacio—; el lugar existe, y le encontrarás cuando así lo disponga la voluntad de Dios.
Por tercera vez emprendió la marcha el valeroso explorador. Ahora iba solo, montando en un asno y armado de un hacha que le servía para abrirse paso cuando el bosque se hacía impenetrable. Estudiaba con cuidado el declive de las colinas, la elevación de las sierras, la amplitud de los valles y la abundancia de las aguas. Cuando llegaba la noche, hacía un seto de matas, y dentro de él protegía a su jumento de la embestida de las fieras, muy numerosas en aquella tierra. Él, haciendo la señal de la cruz, se echaba a dormir entre el follaje. Los únicos seres humanos que encontró en esta peligrosa exploración fueron unos esclavos que se bañaban en el Fulda, junto al lugar donde cruzaba el río la calzada que iba de Turingia a Maguncia. El asno se asustó de sus cuerpos desnudos, y ellos amenazaron e injuriaron a Sturmo, el cual huyó de aquel paraje lo más pronto que pudo.
Una noche, entre el barbollar del agua, distinguió en la lejanía ruido de pasos humanos. Las sombras caían sobre la selva, el viajero había levantado ya su castro de defensa y se disponía a descansar con el último rezo del día. No atreviéndose a levantar la voz, golpeó con el hacha en el tronco de un árbol para hacer una señal, y a poco tiempo se presentó delante de él un desconocido, morador de aquellos lugares salvajes, a quien expuso sus proyectos. Pasaron juntos la noche, y al día siguiente, con aquella ayuda providencial, logró hallar la llanura donde hoy se levanta la ciudad de Fulda. El paisaje le encantó; cuanto más le recorría, más le gustaba. Arrodillóse entre los árboles para dar gracias a Dios, echó su bendición sobre el valle, y, lleno de gozo, volvió a dar la noticia a su maestro. Pipino se apresuró a hacer donación de aquel bosque a San Bonifacio, y el 12 de enero de 744, ocho monjes, capitaneados por Sturmo, vinieron a tomar posesión del suelo, festejando la inauguración, según costumbre, con vigilias, ayunos y oraciones. Y empezó la tarea del hacha, del fuego, del azadón y del martillo. Dos meses más tarde, San Bonifacio llegaba con una legión de colonizadores; y a los dos años Sturmo dirigía una colonia de cuatrocientos monjes, que rezaban, salmodiaban, plantaban, araban, escribían y enseñaban. Para interpretar mejor la regla benedictina, el abad había peregrinado a través de los monasterios de Italia, recogiendo las viejas tradiciones monásticas. La agricultura prosperaba con la observancia, y al rumor del arado se juntaba el trabajo de la pluma. La abadía de Fulda será, unos lustros después de su fundación, el gran centro de la colonización germánica, y la escuela más importante del Imperio de Carlomagno.
Pero Sturmo era bávaro, es decir, un hombre sospechoso para los reyes francos, que debían tener siempre los ojos fijos sobre aquella tierra de Baviera, siempre rebelde. Un día, el abad recibió la orden de retirarse al monasterio de Inda; cerca de Aquisgrán. Sturmo obedeció, sin tratar siquiera de preguntar el motivo de aquel destierro. Sólo el escuadrón monástico de Fulda se agitaba y protestaba y enviaba uno tras otro sus delegados a la corte. Pero el rey Pipino tenía muchas cosas que hacer. Al fin se decidió a llamarle a su palacio, y allí le tuvo día tras día sin acordarse de él, hasta que una mañana se lo encontró en la capilla. Todos los clérigos del palacio se habían retirado a descansar, después de las vigilias de la noche; sólo Sturmo seguía rezando postrado en tierra. De pronto se abrió la puerta: era el rey, que iba a salir de caza aquel día y entraba a encomendarse un momento a Dios. El abad hizo una profunda reverencia y se retiró a un lado; pero, con la mayor sorpresa, vio que el rey se dirigía hacia él y le decía:
—El Señor nos ha juntado aquí en este momento, sin duda para que delante de Él resplandezca la verdad. Me han venido acusaciones contra ti; pero a punto fijo no sé de qué se trata.
—Aunque soy pecador — respondió Sturmo—, sin embargo, ningún delito he cometido contra vos.
—Bueno—replicó Pipino—, si alguna cosa has pensado o ejecutado contra mí, que el Señor te lo perdone, como yo te lo perdono de corazón. Desde ahora te recibo en mi amistad.
Después, tomando un hilo de su manto y arrojándole en tierra, añadió:
—Este hilo de mi vestidura real, que tiro al suelo, será testimonio para todos de que la enemistad antigua ha desaparecido.
Sturmo volvió a Fulda, donde prosiguió hasta su muerte la obra comenzada. Levantó grandes edificios, roturó vastas llanuras, creó misioneros, sabios y artistas, y él mismo recorrió las tierras de Sajonia, catequizando y bautizando a los guerreros de Widukind, que Carlomagno acababa de vencer. Para que mejor se pudiese practicar aquel precepto de la regla benedictina que exige que todas las artes se realicen dentro del monasterio, a fin de que los monjes no tengan necesidad de vagabundear, desvió el curso del Fulda, haciéndole pasar por el interior del monasterio. La muerte le sorprendió trabajando y predicando. Volvía de un viaje apostólico por tierras sajonas, cuando cayó enfermo en Heresburg. Carlomagno le envió su médico Wintaro, el cual le recetó una poción con tan mal acierto, que inmediatamente empezó a sentirse peor. Llevado a la iglesia, expiró tranquilamente, después de decir a sus discípulos: «Tratad de portaros de tal manera, que pueda yo en el Cielo cuidar de vosotros como he cuidado mientras viví en la tierra.»
Hijo de un noble bávaro, Sturmo se inscribió desde su juventud entre los discípulos de San Bonifacio, el cual, después de enseñarle los Salmos, los Evangelios y la interpretación espiritual del Antiguo y del Nuevo Testamento, le ordenó de sacerdote, encargándole el oficio de la predicación entre sus paisanos, semipaganos todavía. De sensibilidad profunda, de aguda inteligencia, de palabra reposada, de bello aspecto y de grave andar, Sturmo se ganó pronto la simpatía de aquellas gentes, entre las cuales debía sembrar la palabra divina. La caridad, la humildad, la mansedumbre y una perpetua alegría eran los santos conjuros que le atraían los corazones.
Un día, San Bonifacio le llamó y le dijo; «Quiero fundar un monasterio que sea, en el corazón de la Turingia, la ciudadela de los misioneros; ponte en camino y búscame un lugar a propósito para establecer la fundación.» En la táctica evangelizadora del gran apóstol anglosajón, un monasterio tenía más importancia que un episcopado; debía ser un centro de vida religiosa, un foco de influencia, un lugar donde al ruido del hacha monástica, derramado por el viento en la opaca selva, como voz de la cultura, acudiesen los habitantes de la tierra para aprender a la vez las ciencias de la tierra y del Cielo. Consciente de su misión, Sturmo, acompañado de otros dos monjes, se internó en las soledades vírgenes del antiguo bosque de Buconia. Durante varios días los piadosos exploradores caminaron a través de un océano de follaje, sin ver, dice el biógrafo, más que los árboles y el Cielo, y en el Cielo vuelos de pájaros que graznaban siniestramente sobre sus cabezas. El tercer día se detuvieron en el lugar donde más tarde se levantó la abadía de Hersfeid, y después de haber estudiado bien la posición del lugar, la cualidad de la tierra, los valles y las alturas, con las fuentes y arroyuelos que les daban amenidad, volvieron a dar cuenta a su maestro.
—El lugar, tal como lo describís—dijo Bonifacio—, no me disgusta; pero hay un inconveniente, y es que está demasiado cerca de los bárbaros.
Fue preciso empezar de nuevo la exploración. Sturmo y sus compañeros subieron a una barca y remontaron la corriente del río Fulda, examinando atentamente las dos orillas y deteniéndose sobre todo en las confluencias de los ríos. A los pocos días llegaron a la desembocadura del Luber, y allí les encontró un mensajero de San Bonifacio, el cual, después de saludar al jefe de la expedición, le dijo:
—Nuestro Padre el obispo tiene grandes deseos de verte, y dice que, si te es posible, vayas a juntarte con él.
—Gracias sean dadas a Dios—exclamó Sturmo—de que tan gran Pontífice se acuerde de mi pequeñez.
Y después de haber puesto delante del enviado las sobras de un gran pez que habían cogido el día anterior, le bendijo, diciéndole:
—Ve y saluda con la paz al santo pontífice Bonifacio; que yo iré detrás de ti.
Al día siguiente, después de recibir la bendición de sus compañeros, Sturmo se puso en camino hacia Maguncia.
Habiendo llegado a presencia del obispo, postróse en tierra y saludó pidiendo la bendición. Bonifacio le levantó, le besó, le hizo sentar a su lado y ordenó que trajesen una comida más exquisita para celebrar la venida de su discípulo.
—El amor nos dispensa hoy el ayuno—dijo el obispo.
—Todo lo que vos hagáis es santo—respondió Sturmo. Después de la comida, maestro y discípulo se retiraron a una habitación apartada, y allí pasaron largas horas hablando de cosas espirituales. Al fin, el obispo preguntó:
—Y de tu exploración, ¿qué hay?
—Nada definitivo todavía — respondió el peregrino—. Hemos recorrido río arriba las aguas del Fulda, pero sin encontrar lugar alguno que te podamos alabar plenamente.
—No te desalientes—replicó Bonifacio—; el lugar existe, y le encontrarás cuando así lo disponga la voluntad de Dios.
Por tercera vez emprendió la marcha el valeroso explorador. Ahora iba solo, montando en un asno y armado de un hacha que le servía para abrirse paso cuando el bosque se hacía impenetrable. Estudiaba con cuidado el declive de las colinas, la elevación de las sierras, la amplitud de los valles y la abundancia de las aguas. Cuando llegaba la noche, hacía un seto de matas, y dentro de él protegía a su jumento de la embestida de las fieras, muy numerosas en aquella tierra. Él, haciendo la señal de la cruz, se echaba a dormir entre el follaje. Los únicos seres humanos que encontró en esta peligrosa exploración fueron unos esclavos que se bañaban en el Fulda, junto al lugar donde cruzaba el río la calzada que iba de Turingia a Maguncia. El asno se asustó de sus cuerpos desnudos, y ellos amenazaron e injuriaron a Sturmo, el cual huyó de aquel paraje lo más pronto que pudo.
Una noche, entre el barbollar del agua, distinguió en la lejanía ruido de pasos humanos. Las sombras caían sobre la selva, el viajero había levantado ya su castro de defensa y se disponía a descansar con el último rezo del día. No atreviéndose a levantar la voz, golpeó con el hacha en el tronco de un árbol para hacer una señal, y a poco tiempo se presentó delante de él un desconocido, morador de aquellos lugares salvajes, a quien expuso sus proyectos. Pasaron juntos la noche, y al día siguiente, con aquella ayuda providencial, logró hallar la llanura donde hoy se levanta la ciudad de Fulda. El paisaje le encantó; cuanto más le recorría, más le gustaba. Arrodillóse entre los árboles para dar gracias a Dios, echó su bendición sobre el valle, y, lleno de gozo, volvió a dar la noticia a su maestro. Pipino se apresuró a hacer donación de aquel bosque a San Bonifacio, y el 12 de enero de 744, ocho monjes, capitaneados por Sturmo, vinieron a tomar posesión del suelo, festejando la inauguración, según costumbre, con vigilias, ayunos y oraciones. Y empezó la tarea del hacha, del fuego, del azadón y del martillo. Dos meses más tarde, San Bonifacio llegaba con una legión de colonizadores; y a los dos años Sturmo dirigía una colonia de cuatrocientos monjes, que rezaban, salmodiaban, plantaban, araban, escribían y enseñaban. Para interpretar mejor la regla benedictina, el abad había peregrinado a través de los monasterios de Italia, recogiendo las viejas tradiciones monásticas. La agricultura prosperaba con la observancia, y al rumor del arado se juntaba el trabajo de la pluma. La abadía de Fulda será, unos lustros después de su fundación, el gran centro de la colonización germánica, y la escuela más importante del Imperio de Carlomagno.
Pero Sturmo era bávaro, es decir, un hombre sospechoso para los reyes francos, que debían tener siempre los ojos fijos sobre aquella tierra de Baviera, siempre rebelde. Un día, el abad recibió la orden de retirarse al monasterio de Inda; cerca de Aquisgrán. Sturmo obedeció, sin tratar siquiera de preguntar el motivo de aquel destierro. Sólo el escuadrón monástico de Fulda se agitaba y protestaba y enviaba uno tras otro sus delegados a la corte. Pero el rey Pipino tenía muchas cosas que hacer. Al fin se decidió a llamarle a su palacio, y allí le tuvo día tras día sin acordarse de él, hasta que una mañana se lo encontró en la capilla. Todos los clérigos del palacio se habían retirado a descansar, después de las vigilias de la noche; sólo Sturmo seguía rezando postrado en tierra. De pronto se abrió la puerta: era el rey, que iba a salir de caza aquel día y entraba a encomendarse un momento a Dios. El abad hizo una profunda reverencia y se retiró a un lado; pero, con la mayor sorpresa, vio que el rey se dirigía hacia él y le decía:
—El Señor nos ha juntado aquí en este momento, sin duda para que delante de Él resplandezca la verdad. Me han venido acusaciones contra ti; pero a punto fijo no sé de qué se trata.
—Aunque soy pecador — respondió Sturmo—, sin embargo, ningún delito he cometido contra vos.
—Bueno—replicó Pipino—, si alguna cosa has pensado o ejecutado contra mí, que el Señor te lo perdone, como yo te lo perdono de corazón. Desde ahora te recibo en mi amistad.
Después, tomando un hilo de su manto y arrojándole en tierra, añadió:
—Este hilo de mi vestidura real, que tiro al suelo, será testimonio para todos de que la enemistad antigua ha desaparecido.
Sturmo volvió a Fulda, donde prosiguió hasta su muerte la obra comenzada. Levantó grandes edificios, roturó vastas llanuras, creó misioneros, sabios y artistas, y él mismo recorrió las tierras de Sajonia, catequizando y bautizando a los guerreros de Widukind, que Carlomagno acababa de vencer. Para que mejor se pudiese practicar aquel precepto de la regla benedictina que exige que todas las artes se realicen dentro del monasterio, a fin de que los monjes no tengan necesidad de vagabundear, desvió el curso del Fulda, haciéndole pasar por el interior del monasterio. La muerte le sorprendió trabajando y predicando. Volvía de un viaje apostólico por tierras sajonas, cuando cayó enfermo en Heresburg. Carlomagno le envió su médico Wintaro, el cual le recetó una poción con tan mal acierto, que inmediatamente empezó a sentirse peor. Llevado a la iglesia, expiró tranquilamente, después de decir a sus discípulos: «Tratad de portaros de tal manera, que pueda yo en el Cielo cuidar de vosotros como he cuidado mientras viví en la tierra.»
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