Veinte cardenales se hallaban reunidos en Aviñón sin lograr ponerse de acuerdo en la elección de un nuevo Papa. El Petrarca decía crudamente: «Llenos de orgullo, dominados por la ambición, se creen todos dignos del pontificado; pero como ninguno puede elegirse a sí mismo, cada cual trata de nombrar a aquel de quien espera más favores.» Este juicio no podía aplicarse a todos. Una vez, Hugo Roger, llamado el Cardenal Negro, porque era monje benedictino, logró reunir diecinueve votos, pero fue imposible hacerle aceptar el supremo gobierno de la Iglesia. Al fin, los electores se decidieron a buscar un candidato fuera del Sacro Colegio, y le encontraron en el abad de San Víctor de Marsella, otro benedictino, que se llamaba Guillermo Grimoardo. Un monje austero, un experimentado canonista, un hábil diplomático: he aquí la idea que tenían los purpurados de su elegido. Dejando las promesas de un castillo provenzal, Guillermo había abrazado, con la generosidad de la juventud, la disciplina del monasterio; con la observancia juntó después la explicación del decreto de Graciano, y a la cátedra y al monasterio vino a unirse la vida errante de corte en corte defendiendo la causa de la paz y del derecho.
Así había llegado hasta los sesenta años. Ahora se dirigía a Aviñón sin saber para qué le llamaban. Temíase que tampoco él aceptase la dignidad suprema. Pero dio su consentimiento sin vacilar, tomando el nombre de Urbano V. No era presunción o inconsciencia, sino un ánimo resuelto a cumplir heroicamente con el deber. Se convertía en jefe de la Cristiandad cuándo la sociedad europea atravesaba uno de los momentos más críticos de su existencia: feudalismo, anarquías, violencias de bandas de guerreros, tiranuelos en Italia, motines populares; en Roma, olor de sangre y de humo, el Imperio disgregado; en Inglaterra, la sombra de Wicleff; la vesania monstruosa de Pedro el Cruel, en Castilla; Bizancio, agonizante; y más allá, la amenaza creciente de la Media Luna. Este trágico espectáculo se refleja con tonos sombríos en el palacio papal de Aviñón. El mismo día de su entronización, Urbano renuncia a luminarias, torneos y cabalgatas. No era tiempo de divertirse, sino de rezar y trabajar. Él reza como un monje y trabaja sin descanso Es el ministro de sí mismo. Duerme poco y come menos. Un florín bastaría para su sustento. Humilde, sabe mantener el prestigio de su dignidad. Cuando los príncipes se arrodillan delante de él para besarle el pie, interiormente pronuncia las palabras del salmista: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a vuestro nombre es debida toda gloria.» ¡Cosa extraña! En tiempo de este Papa, que supo dar a toda su vida un sello de sencillez y humildad, es cuando la tiara toma su forma definitiva, completándose con la más alta de las tres coronas.
Parco y sobrio consigo mismo, era liberal y magnánimo con los demás. Los pobres eran sus mejores amigos. Vivía rodeado de monjes, que le acompañaban en sus rezos y en el despacho de los negocios. Con ellos paseaba un rato cada día. Todas las mañanas rezaba el oficio de difuntos y todas las tardes se confesaba. No hizo ahorcar a los cardenales, como algo después Urbano VII; pero gozaba poco de su compañía. Sacado de las aulas universitarias, fue la instrucción una de las grandes preocupaciones de su vida. Fundó colegios y universidades, envió profesores a todos los países, fomentó el estudio de la medicina, y los estudiantes pobres estaban siempre seguros de obtener de él libros, ropas y becas. Más de mil cuatrocientos hacían la carrera a costa del Pontífice en el momento de su muerte. El cardenal de Perigord podía decir con justicia: «Al fin tenemos un Papa; a sus predecesores les dábamos el honor debido; a éste le tememos y le reverenciamos, porque es poderoso en obras y en palabras.»
No tenía Urbano V el genio político de Gregorio VII, pero hay dos grandes acontecimientos que hacen de su pontificado uno de los más importantes de la historia: la vuelta de los Papas a Roma y el restablecimiento del Sacro Imperio. En el mes de mayo de 1367, una flota de veintitrés galeras cruzaba el Mediterráneo de cara a las costas de Italia. En una de ellas, decorada con los colores venecianos, iba el Pontífice, acompañado de sus cardenales y sus domésticos. El Pontífice iba serio, taciturno; los cardenales, malhumorados, como si los arrastrasen al destierro. Urbano había tenido que sostener una larga lucha antes de abandonar la tierra donde sus antecesores habían vivido más de medio siglo: importunaciones del rey de Francia, repugnancia de la curia, discursos llenos de promesas y amenazas. Pero de Italia llegaba una voz que decía: «Considerad que Roma es vuestra esposa. No creáis a los que os pintan nuestra tierra como una tierra salvaje, donde los montes, los aires, las aguas, los alimentos, las gentes, todo es sospechoso. No hay nada más dulce que el aire que en ella se respira; ni tan fértil como sus campiñas, ni tan delicioso como sus colinas y sus valles, ni tan ventajoso para un Vicario de Cristo como su situación. Pensad, oh pastor soberano del rebaño de Cristo, que vuestro puesto no está donde hay más dulces umbrías ni fuentes más agradables, sino donde los lobos aúllan, donde las ovejas tienen más necesidades.» Esta misma voz, la del Petrarca, enviaba a Urbano el más entusiasta saludo al pisar tierra italiana: «Ahora—exclamaba—es cuando todos os reconocemos por el sucesor de Pedro. Lo erais ya por el poder, pero desde hoy lo vais a ser en el corazón de todos. Si hay alguno que aún añora las riberas del Ródano, enseñadle los lugares venerables en que los bienaventurados Apóstoles triunfaron, el uno por la cruz y el otro por la espada.»
La entrada en la Ciudad Eterna fue una apoteosis; pero no tardó en presentarse la realidad con todos sus aspectos desagradables. Un pueblo movedizo, acostumbrado a los motines, hambriento; una sociedad desorganizada y anárquica; viejos palacios que se desmoronaban; iglesias que ofrecían el aspecto de la más lamentable decadencia; calles y plazas obstruidas por los escombros, manchadas por los vicios y amenazadas por los criminales. No tardó en verse al reconstructor, al purificador, al gobernante, al hombre justiciero. Urbano tenía una expresión favorita que practicaba sin vacilar: la paz en la justicia. Sin piedad con los malhechores, tenía entrañas de misericordia para los necesitados. Cerca de Roma mandó plantar una viña para dar vino a los pobres, y a veces se le veía dirigiendo personalmente los trabajos. No temía salir solo fuera de la ciudad, a pesar del odio que debían tenerle cuantos vivían del latrocinio y del bandidaje. Sus familiares le recomendaban que tuviese más cuidado de su persona, recordándole lo que le había pasado en Francia, donde, prisionero de una banda guerrera, se había visto obligado a pagar un crecido rescate. A este suceso aludía el Petrarca cuando escribía: «Con razón os quejasteis en pleno consistorio, declarando que aquella injuria era más ignominiosa que la cometida contra Bonifacio VIII; porque, aunque sea un crimen toda violencia hecha al Vicario de Jesucristo, es sabido que la altivez de Bonifacio fue la causa de sus desgracias. En cambio, vos sólo tenéis virtudes que reconocer y respetar: una dulzura constante, una moderación evangélica, un arte maravilloso de evitar lo que puede herir a los demás, sin descuidar ninguno de los deberes del mando.»
La vuelta de Urbano a aquella Roma vieja, ruinosa y ensangrentada de los Rienzi y los Baroncelli había sido un sacrificio doloroso; pero Dios quiso premiarle con un acontecimiento que parecía realizar las ilusiones más espléndidas de Inocencio III o León IV. Fue la llegada del emperador Carlos IV, que venía a confirmar solemnemente el acuerdo del Imperio de Occidente con la Iglesia. Poco después llegaba también el emperador bizantino Juan Paleólogo, con el propósito de abjurar el cisma y pedir refuerzos contra los musulmanes. El Pontífice mandó predicar la cruzada, pero el entusiasmo por las expediciones de Oriente había pasado ya. Además, Wicleff apestaba la atmósfera, el pájaro negro del cisma se cernía ya sobre la cristiandad, y la guerra ardía entre Francia e Inglaterra. Urbano creyó que le sería posible apartar este último azote. Tal vez inconscientemente, la nostalgia de su tierra le atraía. Surcó de nuevo el mar, pero al pisar tierra francesa la muerte vino a su encuentro. En Aviñón hizo que le llevasen, no al palacio de los Papas, sino a una humilde casa particular. Y allí expiró, vestido del hábito benedictino, que no había dejado nunca, ni de día ni de noche.
Así había llegado hasta los sesenta años. Ahora se dirigía a Aviñón sin saber para qué le llamaban. Temíase que tampoco él aceptase la dignidad suprema. Pero dio su consentimiento sin vacilar, tomando el nombre de Urbano V. No era presunción o inconsciencia, sino un ánimo resuelto a cumplir heroicamente con el deber. Se convertía en jefe de la Cristiandad cuándo la sociedad europea atravesaba uno de los momentos más críticos de su existencia: feudalismo, anarquías, violencias de bandas de guerreros, tiranuelos en Italia, motines populares; en Roma, olor de sangre y de humo, el Imperio disgregado; en Inglaterra, la sombra de Wicleff; la vesania monstruosa de Pedro el Cruel, en Castilla; Bizancio, agonizante; y más allá, la amenaza creciente de la Media Luna. Este trágico espectáculo se refleja con tonos sombríos en el palacio papal de Aviñón. El mismo día de su entronización, Urbano renuncia a luminarias, torneos y cabalgatas. No era tiempo de divertirse, sino de rezar y trabajar. Él reza como un monje y trabaja sin descanso Es el ministro de sí mismo. Duerme poco y come menos. Un florín bastaría para su sustento. Humilde, sabe mantener el prestigio de su dignidad. Cuando los príncipes se arrodillan delante de él para besarle el pie, interiormente pronuncia las palabras del salmista: «No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a vuestro nombre es debida toda gloria.» ¡Cosa extraña! En tiempo de este Papa, que supo dar a toda su vida un sello de sencillez y humildad, es cuando la tiara toma su forma definitiva, completándose con la más alta de las tres coronas.
Parco y sobrio consigo mismo, era liberal y magnánimo con los demás. Los pobres eran sus mejores amigos. Vivía rodeado de monjes, que le acompañaban en sus rezos y en el despacho de los negocios. Con ellos paseaba un rato cada día. Todas las mañanas rezaba el oficio de difuntos y todas las tardes se confesaba. No hizo ahorcar a los cardenales, como algo después Urbano VII; pero gozaba poco de su compañía. Sacado de las aulas universitarias, fue la instrucción una de las grandes preocupaciones de su vida. Fundó colegios y universidades, envió profesores a todos los países, fomentó el estudio de la medicina, y los estudiantes pobres estaban siempre seguros de obtener de él libros, ropas y becas. Más de mil cuatrocientos hacían la carrera a costa del Pontífice en el momento de su muerte. El cardenal de Perigord podía decir con justicia: «Al fin tenemos un Papa; a sus predecesores les dábamos el honor debido; a éste le tememos y le reverenciamos, porque es poderoso en obras y en palabras.»
No tenía Urbano V el genio político de Gregorio VII, pero hay dos grandes acontecimientos que hacen de su pontificado uno de los más importantes de la historia: la vuelta de los Papas a Roma y el restablecimiento del Sacro Imperio. En el mes de mayo de 1367, una flota de veintitrés galeras cruzaba el Mediterráneo de cara a las costas de Italia. En una de ellas, decorada con los colores venecianos, iba el Pontífice, acompañado de sus cardenales y sus domésticos. El Pontífice iba serio, taciturno; los cardenales, malhumorados, como si los arrastrasen al destierro. Urbano había tenido que sostener una larga lucha antes de abandonar la tierra donde sus antecesores habían vivido más de medio siglo: importunaciones del rey de Francia, repugnancia de la curia, discursos llenos de promesas y amenazas. Pero de Italia llegaba una voz que decía: «Considerad que Roma es vuestra esposa. No creáis a los que os pintan nuestra tierra como una tierra salvaje, donde los montes, los aires, las aguas, los alimentos, las gentes, todo es sospechoso. No hay nada más dulce que el aire que en ella se respira; ni tan fértil como sus campiñas, ni tan delicioso como sus colinas y sus valles, ni tan ventajoso para un Vicario de Cristo como su situación. Pensad, oh pastor soberano del rebaño de Cristo, que vuestro puesto no está donde hay más dulces umbrías ni fuentes más agradables, sino donde los lobos aúllan, donde las ovejas tienen más necesidades.» Esta misma voz, la del Petrarca, enviaba a Urbano el más entusiasta saludo al pisar tierra italiana: «Ahora—exclamaba—es cuando todos os reconocemos por el sucesor de Pedro. Lo erais ya por el poder, pero desde hoy lo vais a ser en el corazón de todos. Si hay alguno que aún añora las riberas del Ródano, enseñadle los lugares venerables en que los bienaventurados Apóstoles triunfaron, el uno por la cruz y el otro por la espada.»
La entrada en la Ciudad Eterna fue una apoteosis; pero no tardó en presentarse la realidad con todos sus aspectos desagradables. Un pueblo movedizo, acostumbrado a los motines, hambriento; una sociedad desorganizada y anárquica; viejos palacios que se desmoronaban; iglesias que ofrecían el aspecto de la más lamentable decadencia; calles y plazas obstruidas por los escombros, manchadas por los vicios y amenazadas por los criminales. No tardó en verse al reconstructor, al purificador, al gobernante, al hombre justiciero. Urbano tenía una expresión favorita que practicaba sin vacilar: la paz en la justicia. Sin piedad con los malhechores, tenía entrañas de misericordia para los necesitados. Cerca de Roma mandó plantar una viña para dar vino a los pobres, y a veces se le veía dirigiendo personalmente los trabajos. No temía salir solo fuera de la ciudad, a pesar del odio que debían tenerle cuantos vivían del latrocinio y del bandidaje. Sus familiares le recomendaban que tuviese más cuidado de su persona, recordándole lo que le había pasado en Francia, donde, prisionero de una banda guerrera, se había visto obligado a pagar un crecido rescate. A este suceso aludía el Petrarca cuando escribía: «Con razón os quejasteis en pleno consistorio, declarando que aquella injuria era más ignominiosa que la cometida contra Bonifacio VIII; porque, aunque sea un crimen toda violencia hecha al Vicario de Jesucristo, es sabido que la altivez de Bonifacio fue la causa de sus desgracias. En cambio, vos sólo tenéis virtudes que reconocer y respetar: una dulzura constante, una moderación evangélica, un arte maravilloso de evitar lo que puede herir a los demás, sin descuidar ninguno de los deberes del mando.»
La vuelta de Urbano a aquella Roma vieja, ruinosa y ensangrentada de los Rienzi y los Baroncelli había sido un sacrificio doloroso; pero Dios quiso premiarle con un acontecimiento que parecía realizar las ilusiones más espléndidas de Inocencio III o León IV. Fue la llegada del emperador Carlos IV, que venía a confirmar solemnemente el acuerdo del Imperio de Occidente con la Iglesia. Poco después llegaba también el emperador bizantino Juan Paleólogo, con el propósito de abjurar el cisma y pedir refuerzos contra los musulmanes. El Pontífice mandó predicar la cruzada, pero el entusiasmo por las expediciones de Oriente había pasado ya. Además, Wicleff apestaba la atmósfera, el pájaro negro del cisma se cernía ya sobre la cristiandad, y la guerra ardía entre Francia e Inglaterra. Urbano creyó que le sería posible apartar este último azote. Tal vez inconscientemente, la nostalgia de su tierra le atraía. Surcó de nuevo el mar, pero al pisar tierra francesa la muerte vino a su encuentro. En Aviñón hizo que le llevasen, no al palacio de los Papas, sino a una humilde casa particular. Y allí expiró, vestido del hábito benedictino, que no había dejado nunca, ni de día ni de noche.
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