Pocas veces han adquirido tan viva realidad como en la vida de Santa Eduvigis aquellas palabras del Kempis: «El amor nunca está ocioso; hace nobles y grandes cosas; no se desdeña de las obras más bajas; sufre con paciencia las injurias y se alegra en medio de las humillaciones.» La duquesa de Polonia dejó toda su tierra, todo su siglo embalsamados con el olor de sus caridades y sus penitencias. Unos cuantos rasgos suyos serán bastantes para pintarnos la belleza de aquella alma santa.
Ella y el duque se sientan a la mesa un miércoles de Cuaresma.
—Señor mío—dice Eduvigis—, como es día de penitencia, he mandado que no nos saquen vino.
—Tú—repuso Enrique—puedes hacer las penitencias que quieras. En cuanto a mí, tengo mucha sed, y el agua no me gusta. Que traigan vino del Rhin, y si es de Italia, mejor.
—¿Y si es del Cielo?—preguntó ella.
—Como tú quieras.
Eduvigis tomó la taza de oro, la llenó de agua muy clara, y se la ofreció a su marido. Este rehusaba tomarla; pero al observar dentro un color dorado, que hervía deliciosamente, se admiró mucho.
—Bebe, hombre de poca fe—dijo ella, sonriente.
Y Enrique bebió aquel día vino del Cielo y le supo a gloria.
—Veo que todo lo puedes—añadió después.
—Eso no es verdad; ahora mismo no he podido conseguir que hicieses un poco de penitencia. Ayer, recorriendo las cárceles, sentía no tener el poder que tú tienes para hacer una buena obra.
—Y ¿qué es ello, si se puede saber?
—Que tenéis encerrados muchos inocentes. Hay diez, por lo menos, que no debieran estar allí.
—Dame los nombres y los mandaré soltar. Yo sé que lo que tú quieres, lo quiere Dios.
—Pero, además, hay otros muchos que son unos pobres desgraciados. Han caído en un momento de vértigo. No son malos, y tal vez se están maliciando en compañía de los que lo son. ¿Sabes qué haría yo con ellos? Les haría trabajar en la fábrica de un gran monasterio para monjas del Císter, en la llanura de Trebnitz, junto a Breslau. Así desagraviarían a Dios, y después los mandaríamos a sus casas. ¿Qué te parece?
—Sea. ¿No te he dicho que lo puedes todo, en el Cielo y en la tierra?
Más afortunada que Isabel de Hungría, Eduvigis de Polonia consigue que su marido se una a sus obras de caridad o la deje en plena libertad para realizarlas. A la puerta del palacio, una multitud abigarrada discute, riñe, llora, ríe, levantando confusa algarabía. Son pobres, lisiados, náufragos, hombres lacerados por hediondas enfermedades.
—Ya tarda—decía un hombrachón enorme, que tenía una sola mano, con la que se hurgaba la sucia cabeza.
—¡Qué poca paciencia!—gruñó a su lado una mujeruca que sostenía el crío en sus brazos.
—Pues es que si no nos da un buen pan y un marco, mejor era no haber venido—replicó el manco.
Muchos lo oyeron y se apartaron de él o le arrojaron miradas de hostilidad; él respondió a ellas con estas palabras audaces:
—¡Vaya! Porque os dan unas cuantas monedas. ¡Como si esas monedas no fueran sangre de los pueblos! Sois unos infelices. No os dan más que las migajas de su mesa…
Un rugido de indignación general.
—La duquesa es una santa—decían unos.
—Y los pobres sus herederos—añadían otros.
—Yo he comido a su mesa—aseguraba un hombre con una pata de palo—, y creedme, comí mejor que ella.
—Y yo, y yo, y yo—confirmaron algunas voces.
La mujer del niño en los brazos añadió:
—Mirad esta criatura: la tenía ya desahuciada, pero vino ella, la tocó con aquella imagen de la Virgen que siempre lleva consigo, y vedla ahora qué guapa está. ¿Verdad que sí, rico?
—La duquesa, la duquesa—murmuraron algunos.
Y la duquesa apareció, bondadosa, sonriente. Varias mujeres la seguían con cestos de pan y bandejas donde relucían los dineros. Al repartirlos, hacía dichosas a aquellas gentes con la caricia de su sonrisa y de su voz. Cuando veía alguna úlcera más repugnante, la besaba; y sucedía que algunas veces la úlcera desaparecía. Al fin, dijo:
——Ahora, rezad por las obligaciones del duque y del pueblo de Polonia.
—Padre nuestro—empezó una voz gangosa, y respondían todos con lágrimas de agradecimiento; todos, hasta el hombrachón que había perdido un brazo.
Otro día es esta escena. En la plaza que se extiende ante el palacio se han detenido varios carruajes, y en uno de los salones que da vista a la plaza discute la gente palaciega.
—La duquesa llega—dice uno.
—Y su corte la acompaña—agrega otro, bromeando.
Su corte eran doce pobres que tenía siempre consigo en casa y de viaje.
—Yo—observó una señora—más querría ser del séquito que duquesa. Ahí tenéis esos pobres, nacidos en una calleja y regalados como príncipes. En cambio, ella.... ¡Dios mío, cómo se trata!
—Son cosas que no las creyera si no las hubiera visto —repuso otra dama—. ¿Comida?: berzas insípidas, y muchos días pan y agua. ¿Cama? Una tiene muy lujosa, pero jamás la usa; debajo de ella guarda un saco de paja y allí se acuesta. Pues ved lo que pasó hace unos días: lleva a la cintura una faja de cerdas de caballo; y de tal manera la tenía adherida a las carnes, que hubo de llamarnos para que la ayudásemos a sacarla. Daba lástima aquel cuerpo en carnes vivas, corrompida la sangre... Pero esto, ni mentarlo delante de ella...
En 1238, el monasterio de Trebnitz estaba ya terminado, y mil religiosas servían a Cristo en sus vastos claustros ojivales. La sierva de Dios pasaba allí largas temporadas; todo lo largas que se lo permitía su estado. Rezaba con la comunidad y trabajaba con ella. Con las religiosas estaba un día, cuando vinieron a anunciarle la muerte de su marido. La noticia llenó el monasterio de luto. Las monjas estaban inconsolables, y la misma duquesa tuvo que decirles:
—¿Por qué os turbáis de esa manera? ¿Es que queréis resistir a la voluntad divina?
Después de decir estas palabras, se salió a rezar por su esposo, y desde aquel día llevó el hábito del Cister. Las monjas estaban maravilladas de su humildad, y contaban cosas prodigiosas. Decían que, cuando terminaban los oficios, se quedaba ella detrás, y, poniéndose de rodillas, besaba los lugares por donde habían pasado las esposas de Cristo; que besaba igualmente los objetos que habían servido para uso de las religiosas; y que un día, después de estos ejercicios, estando postrada delante de un crucifijo, se había desprendido de la cruz la mano derecha de Cristo para bendecirla, oyéndose al mismo tiempo estas palabras: «Tu oración ha sido escuchada.» Rezaba constantemente por su hijo, y, sin embargo, cuando le anunciaron que había muerto defendiendo la religión y la patria contra los tártaros, se contentó con decir:
—Debemos querer lo que Dios quiere y hallar gusto en lo que a Él le place.
Clemente IV la canonizó a los veinte años de su muerte. Con este motivo se trasladó su cuerpo, convertido todo en cenizas, menos la mano derecha, que seguía empuñando aquella figurita de la Virgen con la cual había hecho tantos milagros.
Pero este día está iluminado por la gloria de otra mujer, que, sin brillar en el trono, ha tenido más vasta irradiación. El 17 de octubre de 1690 moría en el convento de salesas de Paray-le-Monial la mensajera del Sagrado Corazón Margarita María Alacoque. Su vida confinada, semejante a la consunción de un cirio ante el altar de una cripta desnuda, no tiene otros episodios que sus sufrimientos oscuros, sus éxtasis, sus vejaciones y aquel apostolado, heroico y tranquilo, que llevó adelante a pesar de todas las contradicciones. Tuvo una misión universal: la de transmitir al género humano, al abrirse el menos cristiano de los siglos, un signo de la misericordia divina, que no se cansa nunca, un mensaje de Cristo a los hombres olvidados de su Pasión, y su gesto de hacer más grande la llaga de su costado para arrancar su Corazón, traspasado por la lanza, como diciendo: «Es vuestro.»
Este honor exigía en el alma escogida por Él un amor capaz de compensar todas las ingratitudes. Es el amor violento que tuvo Margarita María. «Quisiera—decía ella—tener mil cuerpos para sufrir, mil corazones para amar y mil espíritus para adorar.» Fue un prodigio en la obediencia paciente de la fe, en el ejercicio de las humillaciones, en el valor para «arrastrar», a donde no quería seguirle, aquel miserable cuerpo, que San Francisco de Sales llamaba nuestro saco de gusanos, y ella, una carroña de pecado. Su autobiografía, obra de una profunda belleza, debiera leerse de rodillas, como se escribió. Toda ella se compone de estados místicos y de coloquios interiores. Mientras que la vida de Santa Clara de Asís se presenta a la memoria como una serie de frescos, la suya, más abstracta y uniforme, carece del colorido exterior que se impone a las multitudes.
Nada parecía designar para las predilecciones supremas a la hija del notario borgoñés Claudio Alacoque. Tenía una complexión de víctima: pobre, enfermiza, extraordinariamente impresionable. Dolorosas herencias mortificaron su infancia. A los nueve años una especie de clorosis la minó hasta el punto de que los huesos le agujereaban la piel por todas partes; a los catorce se llenó de úlceras, que fluían con un olor pestilencial. La enfermedad cesó bruscamente y de una manera misteriosa; pero la niña siguió con extrañas aversiones e inclinaciones que sus ascendientes habían dejado en su organismo. Era torpe en sus movimientos, tímida, miedosa, excesivamente inclinada a reflexiones sobre sí misma, y de un amor propio altivo y suspicaz. No obstante, vencía los obstáculos de su temperamento gracias a un instinto seguro que la guiaba hacia la perfección. Sólo el pensar que iba a ofender a Dios era suficiente para librarla de sus vivacidades. La majestad del Señor la dominaba de tal modo, que no se atrevía a dirigirse a Él, y todas sus comunicaciones eran con la Santísima Virgen. La Virgen era su guía: la corregía sus faltas, la enseñaba a hacer la voluntad de Dios y vigilaba todos sus actos. «Sucedióme una vez—declara ella—que, estando sentada rezando nuestro rosario, se presentó delante de mí y me hizo esta advertencia, que nunca se ha borrado de mi espíritu, aunque era entonces muy pequeña: Extrañóme, hija mía, de que me sirvas con tanta negligencia.»
Pronto, no obstante, la Madre la llevó al Hijo, y no tardaron en desaparecer los primeros temores. El Maestro interior fue quien le inspiró su método de oración. «Presentábaseme en el misterio que debía considerar, y con tal fuerza absorbía mi espíritu y todas mis potencias, que no sentía la menor distracción.» Antes de saber lo que era el matrimonio hizo voto de castidad. Los hombres le inspiraban un horror invencible. Durante la adolescencia tuvo una época de solicitaciones mundanas y hasta consintió, con motivo del Carnaval, en disfrazarse, cosa que le hizo después derramar muchas lágrimas durante su vida. Al volver de las fiestas a que la llevaba su madre para arrancarla sus primeros anhelos de vocación religiosa, se ataba tan fuertemente con cuerdas, que apenas podía respirar ni comer, y, no contenta con eso, se metía agujas en los dedos. AI mismo tiempo, de su interior salía esta voz terrible: «Yo te abandonaré para siempre si me desprecias.» Esta amenaza podía tener una dolorosa realización, y abre a nuestros ojos horizontes de vastas perspectivas. Por la senda del mundo, que no era la suya, esta santa a quien ahora invocamos en su gloria, hubiera sido acaso una mal casada. Su inclinación, confesada por ella misma, «a la diversión y al placer», su natural tierno y terriblemente apasionado, la hubieran expuesto a las sorpresas y a las ocasiones. Cuando una criatura ha sido escogida entre mil para una obra superior, si ella llegase a sustraerse, el Espíritu de Dios la abandonaría a su debilidad en proporción a los dones ofrecidos.
Pero Margarita tomó la resolución de morir antes que cambiar: «Este Esposo divino de mi alma, temiendo que escapase a sus solicitudes, me pidió que consintiese que se apoderase y se hiciese dueño de mi libertad, puesto que yo era débil. Y no habiendo puesto yo dificultad ninguna, se apoderó tan fuertemente de mí, que ya no he disfrutado de mi libertad en todo el resto de mi vida.» Dióse al Esposo sin poder perderle, y, sin embargo, no cesó de merecer, es decir, de ser libre, porque entre ella y el Amado, fuera de los momentos del éxtasis, el muro de las apariencias terrestres prolongaba una noche amarga, en que era necesario buscar y sufrir. Desde aquel día hizo del sufrimiento un tabernáculo inviolable, y de las humillaciones un pan delicioso, realizando el ideal de su Padre San Francisco de Sales, cuando hablaba de «desollar la víctima, de asemejarse con Cristo desgarrado y desfigurado; de dar a un siglo experto en perseguir el yo odioso en sus más diabólicos senderos, una lección elocuente de la manera de matarlo y aplastarlo». «El amor propio —observa ella, finalmente—nos hace creer que es Dios a quien buscamos cuando nos apegamos demasiado a las cosas de su servicio, cuya pérdida nos causa turbación.»
A los veintitrés años le da un golpe decisivo, entrando en Paray-le-Monial y sometiéndose a la obediencia ceremoniosa y minuciosa de las Visitandinas. Con una regla sin grandes austeridades, el fundador había querido hacer accesible la vida religiosa para personas de mediana salud; pero lo que faltaba al ejercicio de la penitencia se añadía en dosis de mortificación interior. El único anhelo de la nueva novicia era buscar la perfección en la oscuridad; pero sus dones singulares la denunciaron pronto como una persona inquietante. Imposible plegarse a hacer oración según el método habitual; todos sus esfuerzos eran inútiles, muchas veces, para conseguir el ejercicio de la oración vocal. Veíasela con la boca abierta, sin poder articular una sílaba. Al salir de sus raptos, quedaba como sumergida en una especie de embriaguez, y estos fenómenos aumentaban su natural torpeza, haciendo que se olvidase de recoger las brozas cuando barría, o que se le cayesen los objetos que cogía en sus manos. Y entonces se oía la carcajada del demonio y una voz que decía: «¡Oh, la tonta! ¿Habráse visto ser más inútil?» Las aventuras desgraciadas se repetían diariamente; las monjas empezaban a pensar ya lo mismo que los diablos, y la pobre extática se fabricaba una almohada con los cascos rotos y rezaba, sollozando: «¡Oh mi único Amor! ¿por qué no me dejas en la vía común?»
Pero el dolor era su vocación. Corporalmente, sus enfermedades la atormentaban sin cesar: extenuada por la fiebre, torturada por la jaqueca, «el pecho como atravesado por un haz de navajas, y en el costado el agudo dolor del corazón transverberado, tenía además que sufrir los asaltos del demonio, tentaciones horribles de glotonería, y a veces de lujuria, y a veces de abandono prolongado, hasta creerse una condenada». Por añadidura, los tormentos de las almas del purgatorio, «sus buenas amigas», parecían caer sobre sus huesos como plomo derretido. El más cruel de sus martirios se lo proporcionó la misión que Dios la confiaba con respecto a sus hermanas. Primero recibe la orden de advertir a sus compañeras que su regularidad era mediana y que no vivían según la voluntad de Dios. Imposible decidirse a realizar su misión, pero la orden fue reiterada. Ella que se consideraba como una «cloaca de miserias», que gemía de la tristeza, de la desesperación de su indignidad, que se horrorizaba comparando su corazón, «átomo feo y sucio», con el Corazón de Jesús, sol sin mancha, vióse obligada a arrastrarse, temblorosa y sollozante, hasta la celda de la superiora, que recibió humildemente la amonestación. Pero las otras religiosas, las viejas sobre todo, irritadas contra ella, la injuriaron, la trataron de idiota y endemoniada y la rechazaron, rociándola con agua bendita y exorcizándola con la señal de la cruz.
El mensaje se hizo pronto más general. Había síntomas de decadencia en el organismo de la cristiandad: la gangrena jansenista, el falso rigorismo de muchas almas que se consideraban piadosas, el alejamiento de la Eucaristía, el espíritu de ambición, la relajación de las costumbres, la razón seca y meticulosa, el azote siempre terrible del orgullo místico, la molicie latente de las almas satisfechas de su perfección porque han escogido una vida superior, todo esto presagiaba la sociedad en que Voltaire había de presentarse como el conquistador de la nueva era. Y Dios quería prevenir el mal, precisamente por medio de esta religiosa. Margarita María no fue solamente una extática, sino también un apóstol. Ella vio «en la punta suprema del entendimiento» las profundidades de aquel abismo que había sido hecho para una flecha sin medida, que es la flecha del amor; ella propagó, primero en su convento, después a través de toda la tierra, la devoción destinada para renovar en las almas el ímpetu de la fe y las llamas de la caridad. Sus cartas están llenas de este tema, que era su obsesión, penetradas de un ardor tierno, paciente, convencido, que acabó por triunfar de todos los obstáculos. Y antes de morir pudo ver cómo se iba extendiendo ese culto que Jesús le revelaba «como el supremo esfuerzo de su amor que quería favorecer a los cristianos en estos últimos siglos, proponiéndoles un objeto y un medio tan propios para obligarlos amorosamente a un sólido amor».
Esta fue una de sus grandes alegrías. Era entonces cuando exclamaba: «Aunque mis penas durasen hasta el día del Juicio, si eso había de servir para gloria de Dios, viviría contenta.» Pero si había participado de la agonía del Señor, llegó también para ella la hora de los consuelos, presagio de su gloria celeste. «Yo seré tu suplicio y tu alegría», le había dicho el Amado, y estas palabras tenían su completa realización. Ella misma declara que «Dios la hacía saborear lo más dulce que hay en las caricias del amor». A veces le parecía «que su espíritu se alejaba de ella para unirse y perderse en la inmensa grandeza de Dios». «Soy indigna de acercarme a Vos», clamaba entonces, sollozante; pero el Señor le respondía: «Cuanto más te escondas en tu nada, más se inclinará mi grandeza para buscarte.» Desde el día de su profesión, en que consumó su matrimonio espiritual, percibía constantemente, y con más claridad que si fuese con los sentidos, la presencia de Nuestro Señor, lo cual no hacía más que aumentar la sed de poseerle también por el Santísimo Sacramento. «Tal es mi deseo de la sagrada Comunión —decía ella—, que aunque fuese necesario pasar por un camino de llamas con los pies descalzos, me parece que esta pena no sería comparable con la privación de tan soberano bien.» Su lengua no nos da más que unos balbuceos de los transportes de sus éxtasis, de los goces maravillosos de aquellos instantes en que Jesús, como a Juan, la hacía descansar sobre el lugar en que latía su Corazón. Era el extremo del sufrimiento con el extremo de la alegría; una participación de la pura beatitud, como aquella del día de Todos los Santos, «en que le fue dado vislumbrar un pequeño reverbero de la gloria». Los transportes de alegría y los deseos que despertó en ella esta visión no se pueden describir. Todo un día pasó «sumergida en un océano de placeres». Salió de él, pero se hubiera muerto si no le hubiera dado Dios el presentimiento de que pronto volvería a sumergirse de una manera absoluta y definitiva.
Ella y el duque se sientan a la mesa un miércoles de Cuaresma.
—Señor mío—dice Eduvigis—, como es día de penitencia, he mandado que no nos saquen vino.
—Tú—repuso Enrique—puedes hacer las penitencias que quieras. En cuanto a mí, tengo mucha sed, y el agua no me gusta. Que traigan vino del Rhin, y si es de Italia, mejor.
—¿Y si es del Cielo?—preguntó ella.
—Como tú quieras.
Eduvigis tomó la taza de oro, la llenó de agua muy clara, y se la ofreció a su marido. Este rehusaba tomarla; pero al observar dentro un color dorado, que hervía deliciosamente, se admiró mucho.
—Bebe, hombre de poca fe—dijo ella, sonriente.
Y Enrique bebió aquel día vino del Cielo y le supo a gloria.
—Veo que todo lo puedes—añadió después.
—Eso no es verdad; ahora mismo no he podido conseguir que hicieses un poco de penitencia. Ayer, recorriendo las cárceles, sentía no tener el poder que tú tienes para hacer una buena obra.
—Y ¿qué es ello, si se puede saber?
—Que tenéis encerrados muchos inocentes. Hay diez, por lo menos, que no debieran estar allí.
—Dame los nombres y los mandaré soltar. Yo sé que lo que tú quieres, lo quiere Dios.
—Pero, además, hay otros muchos que son unos pobres desgraciados. Han caído en un momento de vértigo. No son malos, y tal vez se están maliciando en compañía de los que lo son. ¿Sabes qué haría yo con ellos? Les haría trabajar en la fábrica de un gran monasterio para monjas del Císter, en la llanura de Trebnitz, junto a Breslau. Así desagraviarían a Dios, y después los mandaríamos a sus casas. ¿Qué te parece?
—Sea. ¿No te he dicho que lo puedes todo, en el Cielo y en la tierra?
Más afortunada que Isabel de Hungría, Eduvigis de Polonia consigue que su marido se una a sus obras de caridad o la deje en plena libertad para realizarlas. A la puerta del palacio, una multitud abigarrada discute, riñe, llora, ríe, levantando confusa algarabía. Son pobres, lisiados, náufragos, hombres lacerados por hediondas enfermedades.
—Ya tarda—decía un hombrachón enorme, que tenía una sola mano, con la que se hurgaba la sucia cabeza.
—¡Qué poca paciencia!—gruñó a su lado una mujeruca que sostenía el crío en sus brazos.
—Pues es que si no nos da un buen pan y un marco, mejor era no haber venido—replicó el manco.
Muchos lo oyeron y se apartaron de él o le arrojaron miradas de hostilidad; él respondió a ellas con estas palabras audaces:
—¡Vaya! Porque os dan unas cuantas monedas. ¡Como si esas monedas no fueran sangre de los pueblos! Sois unos infelices. No os dan más que las migajas de su mesa…
Un rugido de indignación general.
—La duquesa es una santa—decían unos.
—Y los pobres sus herederos—añadían otros.
—Yo he comido a su mesa—aseguraba un hombre con una pata de palo—, y creedme, comí mejor que ella.
—Y yo, y yo, y yo—confirmaron algunas voces.
La mujer del niño en los brazos añadió:
—Mirad esta criatura: la tenía ya desahuciada, pero vino ella, la tocó con aquella imagen de la Virgen que siempre lleva consigo, y vedla ahora qué guapa está. ¿Verdad que sí, rico?
—La duquesa, la duquesa—murmuraron algunos.
Y la duquesa apareció, bondadosa, sonriente. Varias mujeres la seguían con cestos de pan y bandejas donde relucían los dineros. Al repartirlos, hacía dichosas a aquellas gentes con la caricia de su sonrisa y de su voz. Cuando veía alguna úlcera más repugnante, la besaba; y sucedía que algunas veces la úlcera desaparecía. Al fin, dijo:
——Ahora, rezad por las obligaciones del duque y del pueblo de Polonia.
—Padre nuestro—empezó una voz gangosa, y respondían todos con lágrimas de agradecimiento; todos, hasta el hombrachón que había perdido un brazo.
Otro día es esta escena. En la plaza que se extiende ante el palacio se han detenido varios carruajes, y en uno de los salones que da vista a la plaza discute la gente palaciega.
—La duquesa llega—dice uno.
—Y su corte la acompaña—agrega otro, bromeando.
Su corte eran doce pobres que tenía siempre consigo en casa y de viaje.
—Yo—observó una señora—más querría ser del séquito que duquesa. Ahí tenéis esos pobres, nacidos en una calleja y regalados como príncipes. En cambio, ella.... ¡Dios mío, cómo se trata!
—Son cosas que no las creyera si no las hubiera visto —repuso otra dama—. ¿Comida?: berzas insípidas, y muchos días pan y agua. ¿Cama? Una tiene muy lujosa, pero jamás la usa; debajo de ella guarda un saco de paja y allí se acuesta. Pues ved lo que pasó hace unos días: lleva a la cintura una faja de cerdas de caballo; y de tal manera la tenía adherida a las carnes, que hubo de llamarnos para que la ayudásemos a sacarla. Daba lástima aquel cuerpo en carnes vivas, corrompida la sangre... Pero esto, ni mentarlo delante de ella...
En 1238, el monasterio de Trebnitz estaba ya terminado, y mil religiosas servían a Cristo en sus vastos claustros ojivales. La sierva de Dios pasaba allí largas temporadas; todo lo largas que se lo permitía su estado. Rezaba con la comunidad y trabajaba con ella. Con las religiosas estaba un día, cuando vinieron a anunciarle la muerte de su marido. La noticia llenó el monasterio de luto. Las monjas estaban inconsolables, y la misma duquesa tuvo que decirles:
—¿Por qué os turbáis de esa manera? ¿Es que queréis resistir a la voluntad divina?
Después de decir estas palabras, se salió a rezar por su esposo, y desde aquel día llevó el hábito del Cister. Las monjas estaban maravilladas de su humildad, y contaban cosas prodigiosas. Decían que, cuando terminaban los oficios, se quedaba ella detrás, y, poniéndose de rodillas, besaba los lugares por donde habían pasado las esposas de Cristo; que besaba igualmente los objetos que habían servido para uso de las religiosas; y que un día, después de estos ejercicios, estando postrada delante de un crucifijo, se había desprendido de la cruz la mano derecha de Cristo para bendecirla, oyéndose al mismo tiempo estas palabras: «Tu oración ha sido escuchada.» Rezaba constantemente por su hijo, y, sin embargo, cuando le anunciaron que había muerto defendiendo la religión y la patria contra los tártaros, se contentó con decir:
—Debemos querer lo que Dios quiere y hallar gusto en lo que a Él le place.
Clemente IV la canonizó a los veinte años de su muerte. Con este motivo se trasladó su cuerpo, convertido todo en cenizas, menos la mano derecha, que seguía empuñando aquella figurita de la Virgen con la cual había hecho tantos milagros.
Pero este día está iluminado por la gloria de otra mujer, que, sin brillar en el trono, ha tenido más vasta irradiación. El 17 de octubre de 1690 moría en el convento de salesas de Paray-le-Monial la mensajera del Sagrado Corazón Margarita María Alacoque. Su vida confinada, semejante a la consunción de un cirio ante el altar de una cripta desnuda, no tiene otros episodios que sus sufrimientos oscuros, sus éxtasis, sus vejaciones y aquel apostolado, heroico y tranquilo, que llevó adelante a pesar de todas las contradicciones. Tuvo una misión universal: la de transmitir al género humano, al abrirse el menos cristiano de los siglos, un signo de la misericordia divina, que no se cansa nunca, un mensaje de Cristo a los hombres olvidados de su Pasión, y su gesto de hacer más grande la llaga de su costado para arrancar su Corazón, traspasado por la lanza, como diciendo: «Es vuestro.»
Este honor exigía en el alma escogida por Él un amor capaz de compensar todas las ingratitudes. Es el amor violento que tuvo Margarita María. «Quisiera—decía ella—tener mil cuerpos para sufrir, mil corazones para amar y mil espíritus para adorar.» Fue un prodigio en la obediencia paciente de la fe, en el ejercicio de las humillaciones, en el valor para «arrastrar», a donde no quería seguirle, aquel miserable cuerpo, que San Francisco de Sales llamaba nuestro saco de gusanos, y ella, una carroña de pecado. Su autobiografía, obra de una profunda belleza, debiera leerse de rodillas, como se escribió. Toda ella se compone de estados místicos y de coloquios interiores. Mientras que la vida de Santa Clara de Asís se presenta a la memoria como una serie de frescos, la suya, más abstracta y uniforme, carece del colorido exterior que se impone a las multitudes.
Nada parecía designar para las predilecciones supremas a la hija del notario borgoñés Claudio Alacoque. Tenía una complexión de víctima: pobre, enfermiza, extraordinariamente impresionable. Dolorosas herencias mortificaron su infancia. A los nueve años una especie de clorosis la minó hasta el punto de que los huesos le agujereaban la piel por todas partes; a los catorce se llenó de úlceras, que fluían con un olor pestilencial. La enfermedad cesó bruscamente y de una manera misteriosa; pero la niña siguió con extrañas aversiones e inclinaciones que sus ascendientes habían dejado en su organismo. Era torpe en sus movimientos, tímida, miedosa, excesivamente inclinada a reflexiones sobre sí misma, y de un amor propio altivo y suspicaz. No obstante, vencía los obstáculos de su temperamento gracias a un instinto seguro que la guiaba hacia la perfección. Sólo el pensar que iba a ofender a Dios era suficiente para librarla de sus vivacidades. La majestad del Señor la dominaba de tal modo, que no se atrevía a dirigirse a Él, y todas sus comunicaciones eran con la Santísima Virgen. La Virgen era su guía: la corregía sus faltas, la enseñaba a hacer la voluntad de Dios y vigilaba todos sus actos. «Sucedióme una vez—declara ella—que, estando sentada rezando nuestro rosario, se presentó delante de mí y me hizo esta advertencia, que nunca se ha borrado de mi espíritu, aunque era entonces muy pequeña: Extrañóme, hija mía, de que me sirvas con tanta negligencia.»
Pronto, no obstante, la Madre la llevó al Hijo, y no tardaron en desaparecer los primeros temores. El Maestro interior fue quien le inspiró su método de oración. «Presentábaseme en el misterio que debía considerar, y con tal fuerza absorbía mi espíritu y todas mis potencias, que no sentía la menor distracción.» Antes de saber lo que era el matrimonio hizo voto de castidad. Los hombres le inspiraban un horror invencible. Durante la adolescencia tuvo una época de solicitaciones mundanas y hasta consintió, con motivo del Carnaval, en disfrazarse, cosa que le hizo después derramar muchas lágrimas durante su vida. Al volver de las fiestas a que la llevaba su madre para arrancarla sus primeros anhelos de vocación religiosa, se ataba tan fuertemente con cuerdas, que apenas podía respirar ni comer, y, no contenta con eso, se metía agujas en los dedos. AI mismo tiempo, de su interior salía esta voz terrible: «Yo te abandonaré para siempre si me desprecias.» Esta amenaza podía tener una dolorosa realización, y abre a nuestros ojos horizontes de vastas perspectivas. Por la senda del mundo, que no era la suya, esta santa a quien ahora invocamos en su gloria, hubiera sido acaso una mal casada. Su inclinación, confesada por ella misma, «a la diversión y al placer», su natural tierno y terriblemente apasionado, la hubieran expuesto a las sorpresas y a las ocasiones. Cuando una criatura ha sido escogida entre mil para una obra superior, si ella llegase a sustraerse, el Espíritu de Dios la abandonaría a su debilidad en proporción a los dones ofrecidos.
Pero Margarita tomó la resolución de morir antes que cambiar: «Este Esposo divino de mi alma, temiendo que escapase a sus solicitudes, me pidió que consintiese que se apoderase y se hiciese dueño de mi libertad, puesto que yo era débil. Y no habiendo puesto yo dificultad ninguna, se apoderó tan fuertemente de mí, que ya no he disfrutado de mi libertad en todo el resto de mi vida.» Dióse al Esposo sin poder perderle, y, sin embargo, no cesó de merecer, es decir, de ser libre, porque entre ella y el Amado, fuera de los momentos del éxtasis, el muro de las apariencias terrestres prolongaba una noche amarga, en que era necesario buscar y sufrir. Desde aquel día hizo del sufrimiento un tabernáculo inviolable, y de las humillaciones un pan delicioso, realizando el ideal de su Padre San Francisco de Sales, cuando hablaba de «desollar la víctima, de asemejarse con Cristo desgarrado y desfigurado; de dar a un siglo experto en perseguir el yo odioso en sus más diabólicos senderos, una lección elocuente de la manera de matarlo y aplastarlo». «El amor propio —observa ella, finalmente—nos hace creer que es Dios a quien buscamos cuando nos apegamos demasiado a las cosas de su servicio, cuya pérdida nos causa turbación.»
A los veintitrés años le da un golpe decisivo, entrando en Paray-le-Monial y sometiéndose a la obediencia ceremoniosa y minuciosa de las Visitandinas. Con una regla sin grandes austeridades, el fundador había querido hacer accesible la vida religiosa para personas de mediana salud; pero lo que faltaba al ejercicio de la penitencia se añadía en dosis de mortificación interior. El único anhelo de la nueva novicia era buscar la perfección en la oscuridad; pero sus dones singulares la denunciaron pronto como una persona inquietante. Imposible plegarse a hacer oración según el método habitual; todos sus esfuerzos eran inútiles, muchas veces, para conseguir el ejercicio de la oración vocal. Veíasela con la boca abierta, sin poder articular una sílaba. Al salir de sus raptos, quedaba como sumergida en una especie de embriaguez, y estos fenómenos aumentaban su natural torpeza, haciendo que se olvidase de recoger las brozas cuando barría, o que se le cayesen los objetos que cogía en sus manos. Y entonces se oía la carcajada del demonio y una voz que decía: «¡Oh, la tonta! ¿Habráse visto ser más inútil?» Las aventuras desgraciadas se repetían diariamente; las monjas empezaban a pensar ya lo mismo que los diablos, y la pobre extática se fabricaba una almohada con los cascos rotos y rezaba, sollozando: «¡Oh mi único Amor! ¿por qué no me dejas en la vía común?»
Pero el dolor era su vocación. Corporalmente, sus enfermedades la atormentaban sin cesar: extenuada por la fiebre, torturada por la jaqueca, «el pecho como atravesado por un haz de navajas, y en el costado el agudo dolor del corazón transverberado, tenía además que sufrir los asaltos del demonio, tentaciones horribles de glotonería, y a veces de lujuria, y a veces de abandono prolongado, hasta creerse una condenada». Por añadidura, los tormentos de las almas del purgatorio, «sus buenas amigas», parecían caer sobre sus huesos como plomo derretido. El más cruel de sus martirios se lo proporcionó la misión que Dios la confiaba con respecto a sus hermanas. Primero recibe la orden de advertir a sus compañeras que su regularidad era mediana y que no vivían según la voluntad de Dios. Imposible decidirse a realizar su misión, pero la orden fue reiterada. Ella que se consideraba como una «cloaca de miserias», que gemía de la tristeza, de la desesperación de su indignidad, que se horrorizaba comparando su corazón, «átomo feo y sucio», con el Corazón de Jesús, sol sin mancha, vióse obligada a arrastrarse, temblorosa y sollozante, hasta la celda de la superiora, que recibió humildemente la amonestación. Pero las otras religiosas, las viejas sobre todo, irritadas contra ella, la injuriaron, la trataron de idiota y endemoniada y la rechazaron, rociándola con agua bendita y exorcizándola con la señal de la cruz.
El mensaje se hizo pronto más general. Había síntomas de decadencia en el organismo de la cristiandad: la gangrena jansenista, el falso rigorismo de muchas almas que se consideraban piadosas, el alejamiento de la Eucaristía, el espíritu de ambición, la relajación de las costumbres, la razón seca y meticulosa, el azote siempre terrible del orgullo místico, la molicie latente de las almas satisfechas de su perfección porque han escogido una vida superior, todo esto presagiaba la sociedad en que Voltaire había de presentarse como el conquistador de la nueva era. Y Dios quería prevenir el mal, precisamente por medio de esta religiosa. Margarita María no fue solamente una extática, sino también un apóstol. Ella vio «en la punta suprema del entendimiento» las profundidades de aquel abismo que había sido hecho para una flecha sin medida, que es la flecha del amor; ella propagó, primero en su convento, después a través de toda la tierra, la devoción destinada para renovar en las almas el ímpetu de la fe y las llamas de la caridad. Sus cartas están llenas de este tema, que era su obsesión, penetradas de un ardor tierno, paciente, convencido, que acabó por triunfar de todos los obstáculos. Y antes de morir pudo ver cómo se iba extendiendo ese culto que Jesús le revelaba «como el supremo esfuerzo de su amor que quería favorecer a los cristianos en estos últimos siglos, proponiéndoles un objeto y un medio tan propios para obligarlos amorosamente a un sólido amor».
Esta fue una de sus grandes alegrías. Era entonces cuando exclamaba: «Aunque mis penas durasen hasta el día del Juicio, si eso había de servir para gloria de Dios, viviría contenta.» Pero si había participado de la agonía del Señor, llegó también para ella la hora de los consuelos, presagio de su gloria celeste. «Yo seré tu suplicio y tu alegría», le había dicho el Amado, y estas palabras tenían su completa realización. Ella misma declara que «Dios la hacía saborear lo más dulce que hay en las caricias del amor». A veces le parecía «que su espíritu se alejaba de ella para unirse y perderse en la inmensa grandeza de Dios». «Soy indigna de acercarme a Vos», clamaba entonces, sollozante; pero el Señor le respondía: «Cuanto más te escondas en tu nada, más se inclinará mi grandeza para buscarte.» Desde el día de su profesión, en que consumó su matrimonio espiritual, percibía constantemente, y con más claridad que si fuese con los sentidos, la presencia de Nuestro Señor, lo cual no hacía más que aumentar la sed de poseerle también por el Santísimo Sacramento. «Tal es mi deseo de la sagrada Comunión —decía ella—, que aunque fuese necesario pasar por un camino de llamas con los pies descalzos, me parece que esta pena no sería comparable con la privación de tan soberano bien.» Su lengua no nos da más que unos balbuceos de los transportes de sus éxtasis, de los goces maravillosos de aquellos instantes en que Jesús, como a Juan, la hacía descansar sobre el lugar en que latía su Corazón. Era el extremo del sufrimiento con el extremo de la alegría; una participación de la pura beatitud, como aquella del día de Todos los Santos, «en que le fue dado vislumbrar un pequeño reverbero de la gloria». Los transportes de alegría y los deseos que despertó en ella esta visión no se pueden describir. Todo un día pasó «sumergida en un océano de placeres». Salió de él, pero se hubiera muerto si no le hubiera dado Dios el presentimiento de que pronto volvería a sumergirse de una manera absoluta y definitiva.
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