

Tanto el profeta Malaquías como el evangelista San Mateo, insisten en las falsas actitudes de algunos de los principales dirigentes religiosos del pueblo, por no hacer lo que predican.
Esta actitud ha venido a llamarse “fariseísmo”, porque las diatribas de Jesús van directamente contra los fariseos, el grupo religioso de más prestigio y mejor observante de la Ley, que además se había convertido en árbitro de la moral de los fieles judíos. Era tal la profusión de normas existentes por entonces que era prácticamente imposible cumplirlas. Muchas de ellas se relacionaban con cuestiones secundarias e intranscendentes para la fe, como: lavarse las manos antes de comer, caminar determinada distancia... Normas que terminaron convirtiéndose en controles para diferenciar los buenos de los malos. Jesús condenó este “juego de apariencias”, que no va acompañado de la autocrítica y de la conversión del corazón: “Todo lo que hacen es para que los vea la gente” (Mateo 23, 5).
Ya los primeros cristianos padecieron en sus carnes la intransigencia de este puritanismo severo, y San Pablo, que desde su más tierna infancia y juventud perteneció a la secta de los fariseos y fue perseguidor de los cristianos, se separó de esta corriente religiosa, a partir de su conversión, para adherirse a Cristo y ser fuente de misericordia, de perdón y de apertura al paganismo.
La crítica de Jesús: “Haced y cumplid lo que os digan, pero no imitéis su conducta” (Mateo 23, 3), la podemos aplicar a cada uno de nosotros y a la sociedad en la que vivimos, donde el fariseísmo campa a sus anchas en el amplio abanico del marketing, las apariencias engañosas y el cultivo de la imagen.
“Así como te ven, te juzgan”. Este slogan lo he oído a menudo desde mi infancia.
Vestir bien, hablar con moderación, mantener la seguridad en sí mismo, presentarse como persona responsable y juiciosa... se ha convertido en una necesidad para encontrar un trabajo digno. Poco importa la calidad de la persona. Todo vale con tal de hacer atractivo lo que vendemos, sea nuestra propia imagen, sea el producto mercantil.
Se “adora” así a los triunfadores en el deporte, en la canción, en la moda...mientras se silencia a la gente cumplidora, leal y humilde.
Pero lo fundamental del hombre, como en el iceberg, está oculto a los ojos y no tiene memoria histórica. Y es aquí donde se abriga la vida cristiana con el ejercicio de “ la misericordia, la justicia y la buena fe”.

Esta concepción mercantil y artificial de la vida, que empapa todo el tejido social, está también presente en la Iglesia desde el momento en que se buscan privilegios y prebendas. En este sentido, el afán de ascender de categoría en el escalafón religioso y de ser distinguidos con títulos de Monseñor, Su reverencia, Eminencia, Padre...para ser reconocidos por los demás, es siempre condenable. Hay quien ostenta títulos, no para destacar, sino para servir más y mejor al Pueblo de Dios. De todo abunda en la “viña del Señor”.
Pero, si realmente queremos formar parte del Reino de Dios, hemos de dar paso a la sencillez y sentir que no somos tan importantes, que otros muchos nos dan lecciones de fe cristiana y de cómo actuar con buena voluntad, sin buscar honores.




“ No os dejéis llamar jefes, porque uno solo es vuestro Señor, Cristo. El primero entre vosotros sea vuestro servidor” (Mateo 23, 12).
¡Cuántos fieles han abandonado la comunidad cristiana, porque no han encontrado en ella la acogida fraterna y compasiva que estaban buscando!
¡ Y cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas se han quedado solos y apesadumbrados en su ministerio por la inconstancia y el desinterés de los laicos “comprometidos!
Hoy, más que nunca, necesitamos testigos fidedignos, no palabreros.
¡Ojalá que ahora, conscientes de lo dañina que resulta la contaminación ambiental, desintoxiquemos nuestra atmósfera personal de malos “rollos”.
Examinémonos cada uno y veamos hasta dónde llega nuestra actitud farisaica y las consecuencias a que nos lleva el afán de poder en la Iglesia. Nos urge una revisión permanente de nuestra forma de entender y vivir la fe, para desenmascarar la falsa religiosidad que amenaza a todos los creyentes.
Hay dos hechos de los que nos debemos sentir orgullosos: el primero es del nombre que recibimos el día de nuestro bautismo, que imprimió carácter a nuestra identidad cristiana. Y el segundo, de los apellidos que llevamos, frutos del amor, entrega y generosidad de nuestros padres.
Sobran todos los demás títulos, porque son como máscaras añadidas a una falsa personalidad.
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