Crece entre mimos y caricias en su casa paterna valenciana. El padre escribe sin cesar, cubriendo la amplia mesa de nogal con aquellos grandes folios que acaba de emborronar con los garabatos de la letra procesal, encadenada y endiablada. Con frecuencia se abre la puerta y entra el niño llorando con una naranja en la mano. El notario sigue su tarea, como si no hubiera oído nada; pero el niño levanta más el grito, y entonces Juan Luís Bertrán interrumpe su labor, retira del papel sus ojos bondadosos y grita:
— ¡Ángela!... Mira a ver qué quiere este niño.
Y Ángela Exarch, «la mujer de muy buenas partidas, gran sierva de Dios y muy humilde», acude ligera, recoge al pequeño Luís y se le lleva en brazos, diciendo a lo más:
— ¡Dios santo, qué criatura!
Es un niño raquítico, llorón y antojadizo. A veces, Ángela, para hacerle callar, le lleva hasta la puerta, y desde allí le enseña los santos de piedra que hay en el pórtico de la iglesia cercana; y Luís calla, abriendo con extrañeza sus ojos ante aquellas altas mitras y las amplias vestiduras adornadas de perlas.
Es aquél un hogar pacífico, honrado y austero. Se trabaja con amor, se vive con sencillez, y por la noche se leen las vidas de santos. Esto último es muy del agrado del niño. Poco sensible para las flores del huerto, se entusiasma con las leyendas hagiográficas, y toma la resolución de imitar lo que se dice en ellas. Un día, cuando apenas había salido de la infancia, desaparece de casa, y después de muchos sobresaltos y lágrimas de su madre, se le encontró en un camino, lejos de Valencia. Iba en peregrinación a Santiago. En aquel tiempo todo español encerraba el alma de un aventurero. Poco después dio en hacerse fraile. El notario no quería desprenderse de su hijo; además, Luís tenía enfermedades frecuentes que no le habían permitido hacer los estudios necesarios.
—Si te empeñas—decía a su hijo—, puedes entrar en la Cartuja o en la Orden de San Jerónimo, donde no se exige un trabajo intelectual tan intenso.
No obstante estos razonamientos, Luís quería ser dominico. Iba con frecuencia al convento de Santo Domingo, de Valencia; hablaba con el portero y con el sacristán, y un día ya no volvió a casa. Tenía entonces dieciocho años. Su padre se resistió a verle, pero le escribió lleno de pena, acusando a los frailes de haberle inducido a dar aquel paso. Luís le contestaba: «Una carta de vuestra merced he recibido, y mirándola bien, hallo que en suma tiene dos cosas: la una, que, ya que quiero ser religioso, su intención es que sirva a Dios en la Cartuja o en la Orden de San Jerónimo; la otra, que los Padres de esta casa me han persuadido que sea religioso en ella. Acerca del primer punto, tenga paciencia vuestra merced, porque no sería consuelo mío... Cuanto a lo segundo, créame vuestra merced que estos Padres me han sido contrarios. Mas a la postre, vista mi importunación y perseverancia, les ha parecido que no condescender conmigo era resistir al Espíritu Santo... Dice el Padre Maestro que me dará licencia para que vuestra merced me hable a solas, si viniera por acá. En lo demás, me trata con tanta crueldad, que por mis enfermedades me ha puesto en la mejor celda, y me hace cenar tres veces a la semana, contra mi voluntad. Y por hacer tanto frío, se ha quitado la ropa de que él tenía necesidad y me la ha dado. Así que vuestra merced se consuele y descanse, que yo estoy consolado en mi espíritu, y cuanto a las fuerzas exteriores, me siento mejor que en toda mi vida. Guarde no se diga de vuestra merced lo que dice David: «Temblaron donde no había que temer.» La gracia del Espíritu Santo guarde a vuestra merced y a la señora y a todos, como se lo ruego de día y de noche.»
Vemos el carácter entero, la decisión irrevocable y al mismo tiempo un alma poco afectiva. Más que seca, esta carta es dura. Es probable que el notario, a pesar de toda su bondad, se sintiese poco inclinado a aceptar aquella entrevista que su hijo le insinuaba. Sin embargo, dejó hacer y llegó a resignarse. Por otra parte, aunque hombre de hierro, como aquellos que creaba nuestro gran siglo, Luís no era insensible. Las últimas palabras de su carta no eran una pura fórmula. Pensaba en su padre, rogaba por él. Un día, tres años hacía de aquella violenta separación, tuvo el presentimiento de que el notario se moría, y no necesitó otra cosa para volar a su lado en aquel supremo instante, llegando aún a tiempo para recoger estas palabras: «Hijo, una de las cosas que en esta vida me han dado pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas. Mi alma te encomiendo.» Luís no se olvidó de estas postreras palabras. Preocupado por la salvación de su padre, unas veces le parecía como si lo arrojasen de una torre y le moliesen los huesos, otras como si le estuviesen dando puñaladas. Esto durante ocho años, hasta que al fin vio a su padre paseando por un jardín, más ameno aún que las huertas de su tierra.
A los veintitrés años, Luís es maestro de novicios. Grave, taciturno, expeditivo, odia las burlas, apenas ríe, desdeña los chistes lo mismo que las flores, es un domador implacable de su cuerpo. Por las noches se queda solo en la iglesia y va de capilla en capilla disciplinándose. Reparte entre sus novicios los dulces y las frutas que le trae su madre, pero con más frecuencia reparte las disciplinas. Cuando hay que reprender, es inexorable. «Aquello parecía el juicio final», dirá un discípulo suyo. En los mismos recreos le perseguía el pensamiento de la gravedad de la vida. Un día se retiró llorando; y luego decía a un compañero: «¿No tengo harto que llorar, que no sé si me he de salvar?» En la piedad aborrecía los remilgos y las gazmoñerías. A un novicio que le contaba una visión, le dijo: «¿Ya tenéis revelaciones? Pronto dejaréis el hábito.» Cuando le preguntaban si tenía arrobamientos, respondía: «Sí, cuando duermo y me arrebata la cólera. Más contenta a Dios—añadía—la aflicción del corazón que la consolación y la dulzura.»
En 1562 empieza una nueva etapa de su vida. Era aquél el tiempo en que España no solamente mandaba al nuevo continente americano oidores y conquistadores, sino también apóstoles y maestros. Luís Bertrán fue uno de los designados para aquella empresa heroica. Todo el virreinato de Nueva Granada está todavía lleno de sus maravillosas proezas. Recorrió los caminos intransitables, penetró en la oscuridad de los bosques vírgenes, buscó a los salvajes en sus bohíos miserables, llevándoles la salvación espiritual y dejando en todas partes luces de amor y rastros de prodigios. Muchas veces le sorprendía la noche solo en la inmensidad de la selva, y al despertar se daba cuenta de que los tigres y los caimanes estaban velando su sueño. Bebía venenos como si fuera un vino confortante; caminaba por los grandes ríos americanos como Jesús por el lago de Genesareth; recibía en su blanco manto las flechas herboladas, y las flechas caían a sus pies. Los indios caminaban tras él cubriendo las llanuras y gritando: «Padre, padre.» Más de quince mil bautizó en un solo día en la falda del monte de Santa Marta.
Pero como todos los santos, Luís Bertrán pensaba más en el reino de los Cielos que en el de la tierra; daba más importancia a la salvación de los hombres que a la colonización del país. Abundaba en las ideas de su compañero de hábito Bartolomé de las Casas. Un indio, para él, era un alma que había que llevar al Cielo, no cuidándose de que, para los explotadores de la tierra, un indio era también un instrumento de trabajo. Durante ocho años hizo frente a los encomenderos, pero al fin se vio obligado a dejar el campo para volverse a España.
Desde 1570 es prior en diversos conventos de la región levantina. Tiene más experiencia y flexibilidad que en sus años de maestro de novicios, pero su carácter es siempre el mismo. A la puerta de su celda ha mandado escribir estas palabras de San Pablo: «Si intentase dar gusto a los hombres, no sería siervo de Cristo.» Como norma de conducta, había tomado una vieja sentencia que dice: «Menospreciarse a sí, menospreciar a nadie, menospreciar al mundo y menospreciar el ser menospreciado.» Era muy amigo del Beato Juan de Ribera, Patriarca de Valencia, y del franciscano Nicolás Factor, ilustre por sus virtudes. Este último decía de él: «Una vez le fui a visitar para saber de él cierto negocio, y como era tan cerrado, no me lo quiso decir.» Poco después el franciscano le mandaba una carta en que decía: «Santo mío, ¿por qué me desampara? ¿Por qué huye de mí? Pues yo iré cada día a verle y a recibir sus mercedes, y cuando no, ahí está esta santa puerta, que el Padre portero, como pobre, no me echará. Muy contento me vine de haber cenado en compañía de tantos angélicos que hay en esta santa casa. A mí me parecía que yo era Satán entre los hijos de Dios. Rogad a Dios por mí, sancte Ludovice Bertrán.»
La santidad alegre del franciscano contrastaba con el gesto siempre austero del dominico. Luís Bertrán era el hombre que arrastraba por la integridad de su vida, más que por sus atractivos personales. Predicando, movía a lágrimas, pero no deleitaba, ni era gracioso, ni hablaba con soltura y elegancia. Tenía voz desagradable, ojos hundidos, rostro flaco y amarillo. Sus enfermedades habían ido en aumento. Y, sin embargo, seguía practicando la penitencia con el mismo coraje que en su juventud, «¡Oh, válgame Dios, Padre fray Luís!—le decían un día—. ¿Para qué hace estas cosas estando tan enfermo?» Y él contestó: «Hermano mío, ya se acerca la jornada y es menester mucho para ir al Cielo» Y añadía, recogiendo unas palabras de San Agustín: «Quemad, Señor, aquí; cortad aquí; no perdonéis aquí, para que podáis perdonar eternamente.»
El Patriarca, que entendía las cosas con más suavidad, hizo cuanto pudo para prolongar la vida de su amigo. Llevóle a su palacio, le puso bajo la vigilancia de sus médicos, le tuvo una temporada en el campo, cariñosamente atendido y regalado; pero muy poco pudo conseguir. Aquella vida era una luz que se extinguía. Un día, el enfermo dijo al santo prelado: «Monseñor, despídeme que ya me muero.» Después pidió que le santiguase la frente y el corazón; y el relámpago, cincuenta años preso en aquella carne mezquina, salió de ella, iluminando la habitación.
— ¡Ángela!... Mira a ver qué quiere este niño.
Y Ángela Exarch, «la mujer de muy buenas partidas, gran sierva de Dios y muy humilde», acude ligera, recoge al pequeño Luís y se le lleva en brazos, diciendo a lo más:
— ¡Dios santo, qué criatura!
Es un niño raquítico, llorón y antojadizo. A veces, Ángela, para hacerle callar, le lleva hasta la puerta, y desde allí le enseña los santos de piedra que hay en el pórtico de la iglesia cercana; y Luís calla, abriendo con extrañeza sus ojos ante aquellas altas mitras y las amplias vestiduras adornadas de perlas.
Es aquél un hogar pacífico, honrado y austero. Se trabaja con amor, se vive con sencillez, y por la noche se leen las vidas de santos. Esto último es muy del agrado del niño. Poco sensible para las flores del huerto, se entusiasma con las leyendas hagiográficas, y toma la resolución de imitar lo que se dice en ellas. Un día, cuando apenas había salido de la infancia, desaparece de casa, y después de muchos sobresaltos y lágrimas de su madre, se le encontró en un camino, lejos de Valencia. Iba en peregrinación a Santiago. En aquel tiempo todo español encerraba el alma de un aventurero. Poco después dio en hacerse fraile. El notario no quería desprenderse de su hijo; además, Luís tenía enfermedades frecuentes que no le habían permitido hacer los estudios necesarios.
—Si te empeñas—decía a su hijo—, puedes entrar en la Cartuja o en la Orden de San Jerónimo, donde no se exige un trabajo intelectual tan intenso.
No obstante estos razonamientos, Luís quería ser dominico. Iba con frecuencia al convento de Santo Domingo, de Valencia; hablaba con el portero y con el sacristán, y un día ya no volvió a casa. Tenía entonces dieciocho años. Su padre se resistió a verle, pero le escribió lleno de pena, acusando a los frailes de haberle inducido a dar aquel paso. Luís le contestaba: «Una carta de vuestra merced he recibido, y mirándola bien, hallo que en suma tiene dos cosas: la una, que, ya que quiero ser religioso, su intención es que sirva a Dios en la Cartuja o en la Orden de San Jerónimo; la otra, que los Padres de esta casa me han persuadido que sea religioso en ella. Acerca del primer punto, tenga paciencia vuestra merced, porque no sería consuelo mío... Cuanto a lo segundo, créame vuestra merced que estos Padres me han sido contrarios. Mas a la postre, vista mi importunación y perseverancia, les ha parecido que no condescender conmigo era resistir al Espíritu Santo... Dice el Padre Maestro que me dará licencia para que vuestra merced me hable a solas, si viniera por acá. En lo demás, me trata con tanta crueldad, que por mis enfermedades me ha puesto en la mejor celda, y me hace cenar tres veces a la semana, contra mi voluntad. Y por hacer tanto frío, se ha quitado la ropa de que él tenía necesidad y me la ha dado. Así que vuestra merced se consuele y descanse, que yo estoy consolado en mi espíritu, y cuanto a las fuerzas exteriores, me siento mejor que en toda mi vida. Guarde no se diga de vuestra merced lo que dice David: «Temblaron donde no había que temer.» La gracia del Espíritu Santo guarde a vuestra merced y a la señora y a todos, como se lo ruego de día y de noche.»
Vemos el carácter entero, la decisión irrevocable y al mismo tiempo un alma poco afectiva. Más que seca, esta carta es dura. Es probable que el notario, a pesar de toda su bondad, se sintiese poco inclinado a aceptar aquella entrevista que su hijo le insinuaba. Sin embargo, dejó hacer y llegó a resignarse. Por otra parte, aunque hombre de hierro, como aquellos que creaba nuestro gran siglo, Luís no era insensible. Las últimas palabras de su carta no eran una pura fórmula. Pensaba en su padre, rogaba por él. Un día, tres años hacía de aquella violenta separación, tuvo el presentimiento de que el notario se moría, y no necesitó otra cosa para volar a su lado en aquel supremo instante, llegando aún a tiempo para recoger estas palabras: «Hijo, una de las cosas que en esta vida me han dado pena ha sido verte fraile, y lo que hoy más me consuela es que lo seas. Mi alma te encomiendo.» Luís no se olvidó de estas postreras palabras. Preocupado por la salvación de su padre, unas veces le parecía como si lo arrojasen de una torre y le moliesen los huesos, otras como si le estuviesen dando puñaladas. Esto durante ocho años, hasta que al fin vio a su padre paseando por un jardín, más ameno aún que las huertas de su tierra.
A los veintitrés años, Luís es maestro de novicios. Grave, taciturno, expeditivo, odia las burlas, apenas ríe, desdeña los chistes lo mismo que las flores, es un domador implacable de su cuerpo. Por las noches se queda solo en la iglesia y va de capilla en capilla disciplinándose. Reparte entre sus novicios los dulces y las frutas que le trae su madre, pero con más frecuencia reparte las disciplinas. Cuando hay que reprender, es inexorable. «Aquello parecía el juicio final», dirá un discípulo suyo. En los mismos recreos le perseguía el pensamiento de la gravedad de la vida. Un día se retiró llorando; y luego decía a un compañero: «¿No tengo harto que llorar, que no sé si me he de salvar?» En la piedad aborrecía los remilgos y las gazmoñerías. A un novicio que le contaba una visión, le dijo: «¿Ya tenéis revelaciones? Pronto dejaréis el hábito.» Cuando le preguntaban si tenía arrobamientos, respondía: «Sí, cuando duermo y me arrebata la cólera. Más contenta a Dios—añadía—la aflicción del corazón que la consolación y la dulzura.»
En 1562 empieza una nueva etapa de su vida. Era aquél el tiempo en que España no solamente mandaba al nuevo continente americano oidores y conquistadores, sino también apóstoles y maestros. Luís Bertrán fue uno de los designados para aquella empresa heroica. Todo el virreinato de Nueva Granada está todavía lleno de sus maravillosas proezas. Recorrió los caminos intransitables, penetró en la oscuridad de los bosques vírgenes, buscó a los salvajes en sus bohíos miserables, llevándoles la salvación espiritual y dejando en todas partes luces de amor y rastros de prodigios. Muchas veces le sorprendía la noche solo en la inmensidad de la selva, y al despertar se daba cuenta de que los tigres y los caimanes estaban velando su sueño. Bebía venenos como si fuera un vino confortante; caminaba por los grandes ríos americanos como Jesús por el lago de Genesareth; recibía en su blanco manto las flechas herboladas, y las flechas caían a sus pies. Los indios caminaban tras él cubriendo las llanuras y gritando: «Padre, padre.» Más de quince mil bautizó en un solo día en la falda del monte de Santa Marta.
Pero como todos los santos, Luís Bertrán pensaba más en el reino de los Cielos que en el de la tierra; daba más importancia a la salvación de los hombres que a la colonización del país. Abundaba en las ideas de su compañero de hábito Bartolomé de las Casas. Un indio, para él, era un alma que había que llevar al Cielo, no cuidándose de que, para los explotadores de la tierra, un indio era también un instrumento de trabajo. Durante ocho años hizo frente a los encomenderos, pero al fin se vio obligado a dejar el campo para volverse a España.
Desde 1570 es prior en diversos conventos de la región levantina. Tiene más experiencia y flexibilidad que en sus años de maestro de novicios, pero su carácter es siempre el mismo. A la puerta de su celda ha mandado escribir estas palabras de San Pablo: «Si intentase dar gusto a los hombres, no sería siervo de Cristo.» Como norma de conducta, había tomado una vieja sentencia que dice: «Menospreciarse a sí, menospreciar a nadie, menospreciar al mundo y menospreciar el ser menospreciado.» Era muy amigo del Beato Juan de Ribera, Patriarca de Valencia, y del franciscano Nicolás Factor, ilustre por sus virtudes. Este último decía de él: «Una vez le fui a visitar para saber de él cierto negocio, y como era tan cerrado, no me lo quiso decir.» Poco después el franciscano le mandaba una carta en que decía: «Santo mío, ¿por qué me desampara? ¿Por qué huye de mí? Pues yo iré cada día a verle y a recibir sus mercedes, y cuando no, ahí está esta santa puerta, que el Padre portero, como pobre, no me echará. Muy contento me vine de haber cenado en compañía de tantos angélicos que hay en esta santa casa. A mí me parecía que yo era Satán entre los hijos de Dios. Rogad a Dios por mí, sancte Ludovice Bertrán.»
La santidad alegre del franciscano contrastaba con el gesto siempre austero del dominico. Luís Bertrán era el hombre que arrastraba por la integridad de su vida, más que por sus atractivos personales. Predicando, movía a lágrimas, pero no deleitaba, ni era gracioso, ni hablaba con soltura y elegancia. Tenía voz desagradable, ojos hundidos, rostro flaco y amarillo. Sus enfermedades habían ido en aumento. Y, sin embargo, seguía practicando la penitencia con el mismo coraje que en su juventud, «¡Oh, válgame Dios, Padre fray Luís!—le decían un día—. ¿Para qué hace estas cosas estando tan enfermo?» Y él contestó: «Hermano mío, ya se acerca la jornada y es menester mucho para ir al Cielo» Y añadía, recogiendo unas palabras de San Agustín: «Quemad, Señor, aquí; cortad aquí; no perdonéis aquí, para que podáis perdonar eternamente.»
El Patriarca, que entendía las cosas con más suavidad, hizo cuanto pudo para prolongar la vida de su amigo. Llevóle a su palacio, le puso bajo la vigilancia de sus médicos, le tuvo una temporada en el campo, cariñosamente atendido y regalado; pero muy poco pudo conseguir. Aquella vida era una luz que se extinguía. Un día, el enfermo dijo al santo prelado: «Monseñor, despídeme que ya me muero.» Después pidió que le santiguase la frente y el corazón; y el relámpago, cincuenta años preso en aquella carne mezquina, salió de ella, iluminando la habitación.
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