Señor mío, Jesucristo, creo firmemente que estás aquí; en estos pocos minutos de oración que empiezo ahora quiero pedirte y agradecerte.
PEDIRTE la gracia de darme más cuenta de que Tú vives, me escuchas y me amas; tanto, que has querido morir libremente por mí en la cruz y renovar cada día en la Misa ese sacrificio.
Y AGRADECERTE con obras lo mucho que me amas: ¡Tuyo soy, para ti nací! ¿Qué quieres, Señor, de mí?
Siempre que hablo del pecado, sobre todo del pecado mortal, viene a mi mente el triste recuerdo de una tragedia que presencié un día. Un niño de unos tres años corría por el césped del jardín de su casa, perseguido por su madre: "¡Ven aquí, Juan!", gritaba ésta. "¡No atravieses el seto!". Pero Juan no le hizo ningún caso. Traspasó el seto y sorteó hábilmente los automóviles estacionados en la calzada, hasta que un coche que pasaba le lanzó por los aires. Su cuerpecillo roto fue a caer casi en brazos de su madre.
Dejando aparte el hecho de que Juan era demasiado joven para responder de sus actos, la escena recuerda mucho la actitud de Dios con los pecadores. "¡Ven aquí, ven aquí!", grita ansiosamente, con su gracia, cuando un alma corre hacia el pecado. Pero el pecador, ajeno a todo lo que no sea su deseo, hace oídos sordos a la voz de Dios y sale voluntariamente al encuentro de la muerte. La estupidez es un elemento siempre presente en el pecado.
Señor, no quiero ofenderte, pero a veces me olvido de Ti y, cuando llega el momento me vence la estupidez. Perdona, Señor, desde ahora con tu gracia odiaré el pecado, también los pequeños, y te pediré perdón por ellos en la confesión.
Coméntale a Dios con tus palabras algo de lo que has leído.
No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en la Cruz y escarnecido.
Muéveme ver tu cuerpo tan herido
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Lope de Vega)
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en la Cruz y escarnecido.
Muéveme ver tu cuerpo tan herido
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera;
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.
(Lope de Vega)
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