Como Santa Inés, Santa Cecilia y Santa Lucía, decidió conservarse siempre pura y virgen, por amor a Dios.
En tiempos de la persecución del tirano emperador Decio, el gobernador Quinciano se propone enamorar a Águeda, pero ella le declara que se ha consagrado a Cristo.
Para hacerle perder la fe y la pureza el gobernador la hace llevar a una casa de mujeres de mala vida y estarse allá un mes, pero nada ni nadie logra hacerla quebrantar el juramento de virginidad y de pureza que le ha hecho a Dios. Allí, en esta peligrosa situación, Águeda repetía las palabras del Salmo 16: "Señor Dios: defiéndeme como a las pupilas de tus ojos. A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me atacan, de los enemigos mortales que asaltan.
El gobernador le manda destrozar el pecho a machetazos y azotarla cruelmente. Pero esa noche se le aparece el apóstol San Pedro y la anima a sufrir por Cristo y la cura de sus heridas.
Al encontrarla curada al día siguiente, el tirano le pregunta: ¿Quién te ha curado? Ella responde: "He sido curada por el poder de Jesucristo". El malvado le grita: ¿Cómo te atreves a nombrar a Cristo, si eso está prohibido? Y la joven le responde: "Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente amo en mi corazón".
Entonces el perseguidor la mandó echar sobre llamas y brasas ardientes, y ella mientras se quemaba iba diciendo en su oración: "Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por la paciencia que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma". Y diciendo esto expiró. Era el 5 de febrero del año 251.
Desde los antiguos siglos los cristianos le han tenido una gran devoción a Santa Águeda y muchísimos y muchísimas le han rezado con fe para obtener que ella les consiga el don de lograr dominar el fuego de la propia concupiscencia o inclinación a la sensualidad.
En tiempos de la persecución del tirano emperador Decio, el gobernador Quinciano se propone enamorar a Águeda, pero ella le declara que se ha consagrado a Cristo.
Para hacerle perder la fe y la pureza el gobernador la hace llevar a una casa de mujeres de mala vida y estarse allá un mes, pero nada ni nadie logra hacerla quebrantar el juramento de virginidad y de pureza que le ha hecho a Dios. Allí, en esta peligrosa situación, Águeda repetía las palabras del Salmo 16: "Señor Dios: defiéndeme como a las pupilas de tus ojos. A la sombra de tus alas escóndeme de los malvados que me atacan, de los enemigos mortales que asaltan.
El gobernador le manda destrozar el pecho a machetazos y azotarla cruelmente. Pero esa noche se le aparece el apóstol San Pedro y la anima a sufrir por Cristo y la cura de sus heridas.
Al encontrarla curada al día siguiente, el tirano le pregunta: ¿Quién te ha curado? Ella responde: "He sido curada por el poder de Jesucristo". El malvado le grita: ¿Cómo te atreves a nombrar a Cristo, si eso está prohibido? Y la joven le responde: "Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente amo en mi corazón".
Entonces el perseguidor la mandó echar sobre llamas y brasas ardientes, y ella mientras se quemaba iba diciendo en su oración: "Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por la paciencia que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma". Y diciendo esto expiró. Era el 5 de febrero del año 251.
Desde los antiguos siglos los cristianos le han tenido una gran devoción a Santa Águeda y muchísimos y muchísimas le han rezado con fe para obtener que ella les consiga el don de lograr dominar el fuego de la propia concupiscencia o inclinación a la sensualidad.
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