En la aldea de Totoclán, en la región de Guadalajara, en México, san Sabás Reyes Salazar, presbítero y mártir, que fue ejecutado durante la persecución mexicana por su fe en Cristo Sacerdote y Rey del Universo.
Nació en Cocula (Jalisco-Méjico), en el seno de una familia pobre; ayudó a la economía familiar vendiendo periódicos. Estudió en el seminario de Guadalajara y fue ordenado sacerdote en la diócesis de Tamaulipas en 1911.
Dentro de esa diócesis ejerció el ministerio en Tantoyucas, pero hostigado por la primera racha persecutoria, pidió licencia para regresar a Guadalajara, donde ejerció en varios pueblos hasta que en 1919 fue destinado como capellán de hacienda de San Antonia de Tototlán y luego vicario de la parroquia. Sencillo, fervoroso, tenía especial devoción por la Santísima Trinidad. Se dedicó a la formación social y catequística.
No quiso marcharse de su pueblo cuando estalló la Revolución, como lo había hecho el párroco Vizarra, y se suspendió el culto público en 1926. Regresaba de bautizar a un niño cuando le avisaron de la presencia de soldados, y buscó refugio en una casa, donde se pasó toda la noche en oración sin querer hablar con nadie, ni comer, todo recogido en la plegaria. Una delación, forzada por los soldados, hizo que fuera detenido.
Lo arrestaron junto con un joven llamado, José Beltrán, y los llevaron a la plaza del pueblo, y la gente intercedió por ellos, pero los soldados respondían que daba igual que algún religioso fuera inocente, que había que acabar con ellos y con quienes los favorecían. Llegados a la parroquia, le preguntaron por el párroco Vizarra, y él dijo que no sabía su paradero. Entonces el general dispuso atormentarle para averiguar el paradero del párroco. Lo ataron en una de las columnas de la plaza del pueblo, le ataron sin que los pies tocaran el suelo, y le insultaron mientras blasfemaban. Le hirieron con las bayonetas, las piernas, los brazos y otras partes del cuerpo. El mártir conservó una gran serenidad y decía que no sabía nada, y durante tres días en la plaza de la localidad lo torturaron con saña, le quemaron las manos, porque estaban consagradas, hasta que lo remataron a balazos, en el cementerio del pueblo, mientras gritaba “Viva Cristo Rey”. Sus restos reposan en el templo parroquial. Fue canonizado por san Juan Pablo II el 21 de mayo de 2000.
Nació en Cocula (Jalisco-Méjico), en el seno de una familia pobre; ayudó a la economía familiar vendiendo periódicos. Estudió en el seminario de Guadalajara y fue ordenado sacerdote en la diócesis de Tamaulipas en 1911.
Dentro de esa diócesis ejerció el ministerio en Tantoyucas, pero hostigado por la primera racha persecutoria, pidió licencia para regresar a Guadalajara, donde ejerció en varios pueblos hasta que en 1919 fue destinado como capellán de hacienda de San Antonia de Tototlán y luego vicario de la parroquia. Sencillo, fervoroso, tenía especial devoción por la Santísima Trinidad. Se dedicó a la formación social y catequística.
No quiso marcharse de su pueblo cuando estalló la Revolución, como lo había hecho el párroco Vizarra, y se suspendió el culto público en 1926. Regresaba de bautizar a un niño cuando le avisaron de la presencia de soldados, y buscó refugio en una casa, donde se pasó toda la noche en oración sin querer hablar con nadie, ni comer, todo recogido en la plegaria. Una delación, forzada por los soldados, hizo que fuera detenido.
Lo arrestaron junto con un joven llamado, José Beltrán, y los llevaron a la plaza del pueblo, y la gente intercedió por ellos, pero los soldados respondían que daba igual que algún religioso fuera inocente, que había que acabar con ellos y con quienes los favorecían. Llegados a la parroquia, le preguntaron por el párroco Vizarra, y él dijo que no sabía su paradero. Entonces el general dispuso atormentarle para averiguar el paradero del párroco. Lo ataron en una de las columnas de la plaza del pueblo, le ataron sin que los pies tocaran el suelo, y le insultaron mientras blasfemaban. Le hirieron con las bayonetas, las piernas, los brazos y otras partes del cuerpo. El mártir conservó una gran serenidad y decía que no sabía nada, y durante tres días en la plaza de la localidad lo torturaron con saña, le quemaron las manos, porque estaban consagradas, hasta que lo remataron a balazos, en el cementerio del pueblo, mientras gritaba “Viva Cristo Rey”. Sus restos reposan en el templo parroquial. Fue canonizado por san Juan Pablo II el 21 de mayo de 2000.
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