En Siena, en la región de Toscana, beato Joaquín, religioso de la Orden de los Siervos de María, que se distinguió por su devoción a la Virgen María y cumplió la ley de Cristo asumiendo el cuidado de los pobres.
Pertenecía a la familia de los Piccolomini de Siena. A la edad de catorce años tuvo un sueño en el que vio a la Virgen, que le decía: "Hijo dulcísimo, ven a mí: sé cuán grande es el amor que me tienes, y por esto te he tomado para siempre a mi servicio". Al despertar del sueño, movido por esta visión determinó firmemente entrar en la Orden de los Siervos de María.
Teniendo en cuenta que en esta época esta Congregación recién fundada era muy pobre y vivía con durísimas penitencias: sus Siete Fundadores vestían de negro en señal de luto por las discordias que habían en la ciudad de Florencia donde fue fundada. Tuvo por tanto la oposición de su familia, pero al final consiguió ingresar en el convento de Siena donde fue recibido por el general de la Orden, san Felipe Benizzi. Joaquín desde el momento en que entró decidió practicar la humildad, y por humildad practicó los más bajos oficios siempre viviendo una exquisita obediencia.
San Felipe lo mandó al convento de Arezzo, donde vivió un año entero. Un hecho se da en su vida: parece ser que un día cuidando a un enfermo éste le dijo que era muy fácil consolar a un enfermo y no sufrir la enfermedad, entonces nuestro beato pidió que éste se curase y a cambio él recibiera su enfermedad, como parece que así ocurrió; sufrió desde entonces una epilepsia y torturado de dolorosas llagas en las que los gusanos anidaban.
Sabiendo por revelación divina que se acercaba el día de su muerte, pidió al Altísimo que lo llamara el mismo día en que el Salvador pasó de este mundo al Padre. Y el jueves santo, un día antes de su muerte, hallándose junto a él todos los frailes, les dijo: "Hermanos muy queridos, he estado con vosotros durante treinta y tres años, los mismos que el Señor vivió en este mundo. He recibido de vosotros innumerables atenciones, y me habéis ayudado con gran solicitud, siempre que lo he necesitado, no encuentro palabras para expresaros mi agradecimiento: Jesucristo, el Señor, os recompense todo lo que habéis hecho por mí. Yo, por mi parte, mañana me separaré de vosotros. Os pido que roguéis al Señor por mí, pecador, a fin de que pueda entrar en su morada. Antes de separarme de vosotros, quiero que nos expresemos un gesto de mutua caridad". Y a continuación bebió con ellos un poco de vino.
El viernes santo, mientras se cantaba la pasión del Señor, llamó al prior y le dijo: "Reverendo padre, dentro de poco el Señor me llamará de este mundo: aunque ya ayer recibí el cuerpo del Señor con vosotros, reunid junto a mí a los hermanos y administradme los sacramentos, porque no quiero marcharme sin veros antes". El prior no dio mucha importante a estas palabras; no obstante, por lo que pudiera pasar, mandó llamar a cuatro frailes. Joaquín no cesaba de orar y mientras se cantaba la pasión del Señor, a las palabras: "inclinando la cabeza, entregó el espíritu elevando los ojos al cielo", en presencia de dichos hermanos, entregó su alma en el convento de Siena. El papa Pablo V confirmó su culto el 14 de abril de 1609.
Pertenecía a la familia de los Piccolomini de Siena. A la edad de catorce años tuvo un sueño en el que vio a la Virgen, que le decía: "Hijo dulcísimo, ven a mí: sé cuán grande es el amor que me tienes, y por esto te he tomado para siempre a mi servicio". Al despertar del sueño, movido por esta visión determinó firmemente entrar en la Orden de los Siervos de María.
Teniendo en cuenta que en esta época esta Congregación recién fundada era muy pobre y vivía con durísimas penitencias: sus Siete Fundadores vestían de negro en señal de luto por las discordias que habían en la ciudad de Florencia donde fue fundada. Tuvo por tanto la oposición de su familia, pero al final consiguió ingresar en el convento de Siena donde fue recibido por el general de la Orden, san Felipe Benizzi. Joaquín desde el momento en que entró decidió practicar la humildad, y por humildad practicó los más bajos oficios siempre viviendo una exquisita obediencia.
San Felipe lo mandó al convento de Arezzo, donde vivió un año entero. Un hecho se da en su vida: parece ser que un día cuidando a un enfermo éste le dijo que era muy fácil consolar a un enfermo y no sufrir la enfermedad, entonces nuestro beato pidió que éste se curase y a cambio él recibiera su enfermedad, como parece que así ocurrió; sufrió desde entonces una epilepsia y torturado de dolorosas llagas en las que los gusanos anidaban.
Sabiendo por revelación divina que se acercaba el día de su muerte, pidió al Altísimo que lo llamara el mismo día en que el Salvador pasó de este mundo al Padre. Y el jueves santo, un día antes de su muerte, hallándose junto a él todos los frailes, les dijo: "Hermanos muy queridos, he estado con vosotros durante treinta y tres años, los mismos que el Señor vivió en este mundo. He recibido de vosotros innumerables atenciones, y me habéis ayudado con gran solicitud, siempre que lo he necesitado, no encuentro palabras para expresaros mi agradecimiento: Jesucristo, el Señor, os recompense todo lo que habéis hecho por mí. Yo, por mi parte, mañana me separaré de vosotros. Os pido que roguéis al Señor por mí, pecador, a fin de que pueda entrar en su morada. Antes de separarme de vosotros, quiero que nos expresemos un gesto de mutua caridad". Y a continuación bebió con ellos un poco de vino.
El viernes santo, mientras se cantaba la pasión del Señor, llamó al prior y le dijo: "Reverendo padre, dentro de poco el Señor me llamará de este mundo: aunque ya ayer recibí el cuerpo del Señor con vosotros, reunid junto a mí a los hermanos y administradme los sacramentos, porque no quiero marcharme sin veros antes". El prior no dio mucha importante a estas palabras; no obstante, por lo que pudiera pasar, mandó llamar a cuatro frailes. Joaquín no cesaba de orar y mientras se cantaba la pasión del Señor, a las palabras: "inclinando la cabeza, entregó el espíritu elevando los ojos al cielo", en presencia de dichos hermanos, entregó su alma en el convento de Siena. El papa Pablo V confirmó su culto el 14 de abril de 1609.
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