miércoles, 18 de septiembre de 2024

Reflexión del 18/09/2024

Lecturas del 18/09/2024

Hermanos:
Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excepcional.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas; pero no tengo amor, no sería nada. Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.
El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará.
Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor.
La más grande es el amor.
En aquel tiempo, dijo el Señor:
«¿A quién, pues, compararé los hombres de esta generación? ¿A quién son semejantes?
Se asemejan a unos niños, sentados en la plaza, que gritan a otros aquello de: “Hemos tocado la flauta y no habéis bailado, hemos entonado lamentaciones y no habéis llorado”.
Porque vino Juan el Bautista, que ni come pan ni bebe vino, y decís: “Tiene un demonio”; vino el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: “Mirad qué hombre más comilón y borracho, amigo de publicanos y pecadores”.
Sin embargo, todos los hijos de la sabiduría le han dado la razón».

Palabra del Señor.

18 de Septiembre – San Juan Macías

Nació en Rivera de Fresno, en Extremadura, España, el 2 de marzo de 1585. Era muy niño cuando sus padres murieron, quedando él bajo el cuidado de un tío suyo que lo hizo trabajar como pastor. Después de un tiempo conoció a un comerciante con el cual comenzó a trabajar, en 1616 el mercader viajó a América y Juan junto con él.

Llegó primero a Cartagena y de ahí decidió dirigirse al interior del Reino de Nueva Granada, visitó Pasto y Quito, para llegar finalmente al Perú donde se instalaría por el resto de su vida. Recién llegado obtuvo trabajo en una hacienda ganadera en las afueras de la capital y en estas circunstancias descubrió su vocación a la vida religiosa. Después de dos años ahorró un poco de dinero y se instaló definitivamente en Lima.

Repartió todo lo que tenía entre los pobres y se preparó para entrar a la Orden de Predicadores como hermano lego en el convento de dominicos de Santa María Magdalena donde había sido admitido. El 23 de enero de 1622 tomó los hábitos.

Su vida en el convento estuvo marcada por la profunda oración, la penitencia y la caridad. Por las austeridades a las que se sometía sufrió una grave enfermedad por la cual tuvo que ser intervenido en una peligrosa operación. Ocupó el cargo de portero y este fue el lugar de su santificación. El portón del monasterio era el centro de reunión de los mendigos, los enfermos y los desamparados de toda Lima que acudían buscando consuelo. El propio Virrey y la nobleza de Lima acudían a él en busca de consejos.

Andaba por la ciudad en busca de limosna para repartir entre los pobres. No se limitaba a saciar el hambre de pan, sino que completaba su ayuda con buenos consejos y exhortaciones en favor de la vida cristiana y el amor a Dios.

Murió el 16 de setiembre de 1645 y fue canonizado el 28 de setiembre de 1975 por Pablo VI.

martes, 17 de septiembre de 2024

Reflexión del 17/09/2024

Lecturas del 17/09/2024

Hermanos:
Lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. Pues el cuerpo no lo forma un solo miembro, sino muchos.
Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro. Pues en la Iglesia Dios puso en el primer lugar a los apóstoles; en el segundo lugar, a los profetas; en el tercero, a los maestros; después, los milagros; después el carisma de curaciones, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas. ¿Acaso son todos apóstoles? ¿O todos son profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen todos milagros? ¿Tienen todo don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?
Ambicionad los carismas mayores.
En aquel tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. Al verla el Señor, se compadeció de ella y le dijo: «No llores».
Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!».
El muerto se incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre. Todos, sobrecogidos de temor, daban gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios ha visitado a su pueblo.»
Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la comarca circundante.

Palabra del Señor.

17 de Septiembre – San Francisco de Camporoso

Nació en el seno de una familia humilde y a igual que sus hermanos, recibió una educación religiosa muy simple. A los 18 años el santo conoció a un hermano del convento de los monjes menores, y despertó en él el deseo de consagrarse al servicio de Dios.

Fue admitido como terciario en el convento franciscano de Sestri Ponente y queriendo tener una vida de mayor austeridad, solicitó su ingreso entre los frailes menores capuchinos. Al año siguiente hizo su profesión en Génova y se le envió a trabajar en la enfermería para el cargo de gestor, cuyo oficio consistía en pedir limosna de puerta en puerta.

En numerosas ocasiones, San Francisco recibió rotundas negativas por parte de los genoveses que no estaban muy dispuestos a ayudar a los religiosos, pero preservó con inagotable paciencia durante 10 años y llegó ser el mejor limosnero conocido en la ciudad donde ninguno de sus habitantes lo trataba mal o le negaba algo.

Se le atribuyeron numerosos milagros y curaciones de enfermos, y toda Génova lo llamaba Padre Santo pues él era un verdadero padre para todos los pobres y afligidos que acudían a él. Una terrible epidemia de cólera devastó la ciudad, y San Francisco, abatido y casi inmovilizado por una dolorosa operación, ofreció al Padre Celestial su vida a cambio del cese de la epidemia. El 15 de setiembre fue atacado por la enfermedad y dos días después falleció, disminuyendo la fuerza de la epidemia hasta que cesó completamente.

El Papa Juan XXIII lo canonizó el 9 de diciembre de 1962.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Reflexión del 16/09/2024

Lecturas del 16/09/2024

Hermanos:
Al prescribiros esto, no puedo alabaros, porque vuestras reuniones causan más daño que provecho.
En primer lugar, he oído que cuando se reúne vuestra asamblea hay divisiones entre vosotros; y en parte lo creo; realmente tiene que haber escisiones entre vosotros para que se vea quiénes resisten a la prueba. Así, cuando os reunís en comunidad, eso no es comer la Cena del Señor, pues cada uno se adelanta a comer su propia cena y, mientras uno pasa hambre, el otro está borracho.
¿No tenéis casas donde comer y beber? ¿O tenéis en tan poco a la Iglesia de Dios que humilláis a los que no tienen?
¿Qué queréis que os diga? ¿Qué os alabe? En esto no os alabo.
Porque yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido: que el Señor Jesús, en la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía». Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía».
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Por ello, hermanos míos, cuando os reunís para comer, esperaos unos a otros.
En aquel tiempo, cuando Jesús terminó de exponer todas sus enseñanzas al pueblo, entró en Cafarnaúm.
Un centurión tenía enfermo, a punto de morir, a un criado a quien estimaba mucho. Al oír hablar de Jesús, el centurión le envió unos ancianos de los judíos, rogándole que viniese a curar a su criado. Ellos, presentándose a Jesús, le rogaban encarecidamente:
«Merece que se lo concedas, porque tiene afecto a nuestra gente y nos ha construido la sinagoga».
Jesús se puso en camino con ellos. No estaba lejos de la casa, cuando el centurión le envió unos amigos a decirle: «Señor, no te molestes; porque no soy digno de que entres bajo mi techo; por eso tampoco me creí digno de venir a ti personalmente. Dilo de palabra, y mi criado quedará sano. Porque también yo soy un hombre sometido a una autoridad y con soldados a mis órdenes; y le digo a uno: “Ve”, y va; al otro: “Ven”, y viene; y a mi criado: “Haz esto”, y lo hace». Al oír esto, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la gente que lo seguía, dijo: «Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe».
Y al volver a casa, los enviados encontraron al siervo sano.

Palabra del Señor.

16 de Septiembre – Santa Ludmila de Bohemia

Esposa, madre y abuela de reyes, Santa Ludmila de Bohemia es una de las mujeres más queridas de la historia de la República Checa. Venerada tanto por la Iglesia ortodoxa como por la Iglesia católica, tras su conversión al cristianismo, llegó a dar su vida por su fe. 

Los orígenes de Santa Ludmila se remontan a algún momento del año 860 en la ciudad bohemia de Mělník. Hija de un príncipe eslavo, este cerró el matrimonio de su hija por intereses estratégicos con Bořivoj I, primer duque de Bohemia. La relación, a pesar de ser de conveniencia, terminó siendo una unión sólida de la que nacieron tres hijos y tres hijas. Ambos recibieron el bautismo tras escuchar la palabra de Dios de la mano de San Metodio.

Ludmila y Bořivoj no solo abrazaron el cristianismo a nivel personal sino que, tras ser bautizados, trabajaron incansablemente para propagar el cristianismo entre sus súbditos.

Esto les provocó no pocos problemas con una parte de la nobleza contraria a la fe impulsada por sus soberanos. Tras un año de exilio, y sin desfallecer nunca en su cometido, regresaron a sus tierras y siguieron con su labor evangelizadora. 

Hacia el año 888 fallecía el que fue su gran compañero. Ludmila se retiró temporalmente del gobierno, mientras reinaba su hijo Spytihnev I. Este falleció dos años después de asumir el trono y fue sucedido por su hermano, Bratislao I de Bohemia. Mientras tanto, Ludmila se había volcado en la educación del hijo de Bratislao y su esposa Drahomira.

El que fuera el futuro rey y santo Wenceslao I de Bohemia recibió el cariño de su abuela, quien no solo lo educó para ser un gran rey, sino que le enseñó a amar a Cristo y a seguir sus dictados. Tenía solamente catorce años cuando su padre falleció y Wenceslao asumió el trono de Bohemia.

El nuevo soberano continuó teniendo a su lado a su querida abuela quien ejerció de regente en la sombra y de asesora de su nieto. Algo que disgustó a Drahomira quien no solamente veía con malos ojos que fuera Ludmila y no ella quien apoyara a su hijo. Según cuenta la leyenda, Drahomira nunca aceptó de buen grado que su hijo abrazara la fe católica y mucho menos que fuera su suegra quien lo hubiera llevado por aquel camino lejos del paganismo que ella practicaba. 

Los celos, los conflictos de fe y la pugna por el poder, todo ello llevó a una rivalidad mortal entre suegra y nuera. El sábado 15 o el domingo 16 de septiembre del año 921, Ludmila se encontraba en Tetín, cerca de Praga. Hasta allí se trasladaron unos hombres que, por orden de Drahomira, la estrangularon con un chal blanco. 

El plan de Drahomira de deshacerse de Ludmila, que tenía entonces sesenta y un años, no consiguió que en la mente y el corazón de sus súbditos desapareciera su memoria. El pueblo no se olvidó de su bondad y de todos los actos de caridad que había realizado con los más necesitados que acudieron a ella en busca de ayuda y consuelo espiritual.

Enterrada en la Iglesia de San Miguel de Tetín, pronto se convirtió en lugar de peregrinación al que acudían quienes lloraban su muerte. Quienes se postraban ante su tumba, aseguraron que esta exhalaba aromas dulces y de noche se podían ver luces a su alrededor. 

Años después, su nieto Wenceslao, mandó trasladar sus restos hasta la basílica de San Jorge, dentro del imponente recinto del Castillo de Praga. Hasta allí continúan acudiendo quienes no quieren olvidar la historia de Santa Ludmila, mártir y primera santa de la República Checa.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Domingo, 15-09-2024 semana 24 de T.ORDINARIO Ciclo B

Reflexión del 15/09/2024

Lecturas del 15/09/2024

El Señor me abrió el oído; yo no resistí ni me eché atrás.
Ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos.
El Señor Dios me ayuda, por eso no sentía los ultrajes; por eso endurecí el rostro como pedernal, sabiendo que no quedaría defraudado. Mi defensor está cerca, ¿quién pleiteará contra mí?
Comparezcamos juntos, ¿quién me acusará? Que se me acerque.
Mirad, el Señor Dios me ayuda, ¿quién me condenará?
¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá acaso salvarlo esa fe?
Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y que uno de vosotros les dice: «Id en paz; abrigaos y saciaos», pero no les da lo necesario para el cuerpo; ¿de qué sirve? Así es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro.
Pero alguno dirá: «Tú tienes fe y yo tengo obras, muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe».
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se dirigieron a las aldeas de Cesárea de Filipo; por el camino, preguntó a sus discípulos: « ¿Quién dice la gente que soy yo?» Ellos le contestaron: «Unos, Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas». Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy?» Pedro le contestó: «Tú eres el Mesías.»
Y les conminó a que no hablaran a nadie acerca de esto. Y empezó a instruirlos: «El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días». Se lo explicaba con toda claridad. Entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo. Pero él se volvió y, mirando a los discípulos, increpó a Pedro: « ¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Y llamando a la gente y a sus discípulos, y les dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará. Pues ¿de qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero y perder su alma».

Palabra del Señor.

15 de Septiembre – Beato Ladislao Miegon

Cerca de Munich, de Baviera, en Alemania, beato Ladislao Miegon, presbítero y mártir, que desde Polonia, dominada por un régimen dictatorial ofensivo ante Dios y ante los hombres, a causa de su fe fue llevado al campo de concentración de Dachau, donde el tormento lo coronó de gloria eterna.

Nació en Samborzec (Sandomierz), Polonia. Estudió en el seminario diocesano de Sandomierz y fue ordenado sacerdote en 1915. Pasó como vicario por las parroquias de Modliborzyce, Bodzentyn, Glowaczow, Staszow e Ilza. En 1919 ingresó como capellán militar, asignado al batallón de marina de Aleksandrów Kujawski, acompañando a los polacos en la guerra contra los bolcheviques, ganando diferentes medallas. En 1928 fue trasladado a Lublín y en 1934 a Gdynia, animando la pastoral entre los marinos, construyó con este fin una iglesia y un centro social.

Tras la invasión alemana de Polonia, acudió con las tropas al frente de batalla, ocupándose de los combatientes y de los heridos en el hospital militar. Tras la derrota, obtuvo la libertad gracias a las gestiones de un pastor protestante alemán. Pero en seguida corrió al lado de los marinos heridos y presos para ayudarles y servirles en todo lo posible. Tres meses más tarde fue arrestado y encarcelado en Rothenburg, de donde pasó, en 1940 al campo de concentración de Buchenwald y en 1942 al de Dachau. Dos meses más tarde, maltratado y enfermo moría a causa de los grandes padecimientos.

sábado, 14 de septiembre de 2024

14 de Septiembre 2024 – Exaltación de la Santa Cruz

"Exaltación de la Cruz" será mejor que para nosotros no signifique elevación, sublimación en vagas nubes de gloria, sino, al contrario: "humillación de la Cruz", mirada cara a cara a la dura realidad de lo que fue esa cama de muerte del Hijo de Dios. Ya nos hemos acostumbrado a la cruz, y hasta hay quien gusta de interpretarla como signo abstracto, casi como el "más" de los matemáticos, como "cruce de infinitos", etc. Pero para los primeros cristianos, la cruz era todavía algo tan horroroso que tardaron mucho en representar a Cristo clavado en ella (fue, recordémoslo, en la puerta de madera de Santa Sabina, en Roma). Porque, ¿que era la cruz? Lo que más se le parece ahora es la horca (una horca, en su forma, viene a ser una cruz manca). Pero en España eso nos dice poco: pensemos en el garrote vil (otros pueblos pensarán en la guillotina, en la silla eléctrica, en la cámara de gas; nunca en el piquete de ejecución que, después de todo, tiene algo de honor militar). Pero, además, añadamos el lento suplicio a la ejecución: un suplicio gratuito, no para obtener declaraciones, a la manera moderna (y antigua), sino para hacer lenta y desgarradora la agonía. No entremos a preguntar detalles a los historiadores: si el reo era clavado antes por las manos al palo transversal, y éste elevado con cuerdas —como con las reses muertas, pero en vivo—, etc. Nos basta con saber: horas de tortura para morir, como los peores bandidos, para quienes quitarles la vida en un momento se hubiera considerado escaso castigo.

 Es frecuente —se dirá— el caso de fundadores políticos y religiosos que murieron "ajusticiados". En nuestra época no nos es muy difícil imaginar que el Hijo de Dios se hubiera dejado fusilar (eso imagina Faulkner en su extraña reviviscencia de Una fábula). Pero de haber nacido en nuestra época, el hecho de que hubiera muerto agarrotado, con dos granujas cualquiera —"A éste por ladrón", "A éste por subversivo", "A éste por ladrón"—, eso rebasa lo que podríamos esperar (a pesar de que nuestro siglo nos ha desengañado mucho de las justicias humanas y sus castigos). Ahora tenemos cruces al cuello y en las paredes, pero, ¿no nos hubiera escandalizado este artefacto de ejecución de haberlo conocido como tal antes de contar con Cristo? Quizá alguna vez, leyendo muertes de mártires —con refinadas torturas de ruedas de cuchillos, calderas de aceite, desolladuras— hemos pensado que Jesucristo aceptó una muerte sencilla, casi fácil. Sencilla, sí, pero la peor. Una muerte corriente, de código penal, sin ningún artilugio inventado para el caso, con el procedimiento vulgar; una "muerte en serie", como diría Rilke, igual que un traje de almacén, pero el más sucio y roto entre tantos iguales, para redimir la muerte de todos. Porque ya venía del tormento, refinado a fuerza de estúpido, de los soldados, que ni siquiera le odiaban como los judíos, y para quienes era un anarquista chiflado a quien azotaban para ver si así se podía cerrar el expediente, y a quien abofeteaban sólo por pasar el aburrimiento en el cuerpo de guardia, por vengarse de sus "horas extraordinarias" de servicio. Y de ahí —a petición de los suyos, no por deseo de los ocupantes extranjeros— a una muerte de delincuente común, con su palo como un poste de tormento, para que todos descargasen en él su golpe: unos, los celos, ya tranquilizados, de perder el poderío religioso —y ésos darían más fuerte, para acelerar la muerte, y con ella su propio sosiego—; otros, echándole encima su desengaño político de conspiradores ambiciosos, despechados porque sus afanes de mando se hubieran esfumado en redención de espíritu.

 A la vez que aparato de muerte, la cruz fue para Cristo picota de vergüenza. Para eso se ponían las cruces en alto; para "dar ejemplo" y permitir la burla y el salivazo. Pero seguramente ningún reo tuvo tal tempestad encima de insultos y manchas. Los ladrones, a los lados, aun con todos sus dolores, todavía se asombraron, sin comprender: el uno le increpó, el otro le defendió. De cruz a cruz se hizo un extraño diálogo, más allá de la vida y el mundo: el pobre agonizante de en medio prometía la gloria eterna al otro agonizante que creía en su inocencia. "Hoy estarás conmigo en el paraíso". Era una piltrafa, con la cara tapada por hilos de sangre de las espinas y por las huellas de las bofetadas; su cuerpo parecía vestido por millares de líneas de azotes; sobre su desnudez, un papelón anunciaba, con burlona seriedad: "Fulano de Tal, rey del país".

 Estaba ronco de sed, pero el vino con hiel era peor que la sed; alrededor, todos se le burlaban, jaleaban su agonía, le escupían. Pero Jesús, todavía en el potro, ganaba y se llevaba un compañero de tormento.

 "Cristo se hizo obediente por nosotros hasta la muerte, y muerte de cruz" (Gal. 6, 8), leemos en la misa de hoy. Y de otro lugar, recordamos el mandato para salvarse: "tome cada uno su cruz, y sígame". Pero pensamos en algo extraordinario, en un peso que, hasta en su misma forma, sea un testimonio de Dios, con su recuerdo y su consuelo aún en el dolor. Y, sin embargo, nuestra cruz es lo vulgar, lo de siempre; nos la tiene preparada la vida, y no se distingue de lo humano: está hecha con la madera misma de nuestro ser. La llevamos de todas maneras encima, pero se hace de Cristo cuando, en vez de odiarla, la aceptamos para ir detrás de ÉI. La vida, más o menos cruelmente, antes o después, nos crucifica también. Pero podemos volver la mirada al que más sufre clavado sobre nuestro mismo tormento de muerte, y confesar: "A mí me está bien empleado, pero, ¿y a éste, que no hizo más que querernos bien?"

 Mientras llevamos la cruz invisible, alrededor florecen las cruces. ¡Qué extraño! Todos los emblemas suelen ser signos de gloria, o atributos de trabajo, o alusiones convenidas. El símbolo de Cristo es un esquema de muerte vil; de toda su misión en la tierra eso es lo que mejor le representa, la clave rápida para no olvidar y reconocer, justamente la mayor humillación, la peor vulgaridad.

 Basta un leve gesto, casi un azar, cualquier cosa, para una cruz. Un viajero inglés del siglo XVII contaba de los españoles: "algunos, si ven en el suelo dos pajitas cruzadas, se arrodillan y las besan en el mismo polvo". Muy bello es, pero no es ésa la obediencia de que Cristo nos daba ejemplo. Esa es la obediencia invisible, que no rompe una línea de vida como un intermedio extraordinario; en otro sentido: es la sumisión a lo que nos toque, la renuncia a que nuestra voluntad sea algo aparte de la de Dios. Es el andar por la vida sin apego a lo que —con todo amor— hacemos: cuidando nuestros hechos, pero dispuestos a dejarlos en cuanto tiren para el otro lado de Cristo, y dispuestos a seguirlos amando también cuando se nos vuelvan dolor y fatiga sobre los hombros, y no podamos quitárnoslos de encima. Cuando nos dicen "obediencia", parece que lo oímos siempre como a través de nuestros oídos de niño: "haz esto", haz aquello", "no comas esto", "no toques lo otro". Quizá no hemos aprendido una obediencia "de mayores", y pensamos que si Dios nos mandara algo, si Cristo nos viniera a dar una orden, ¡qué de prisa lo haríamos! Pero nunca nos ha mandado nada Cristo; no hemos oído su voz diciéndonos que oficio debíamos seguir, qué estado debíamos tomar, qué solución debíamos adoptar en aquella ocasión de la que dependió nuestra vida, y en que volvimos los ojos al cielo deseando un mandato que nos evitara la responsabilidad y el terror de equivocarnos. Nuestra obediencia ha de ser otra: estampada en cada momento, más allá de lo que elijamos y lo que hagamos, como entrega ciega de nuestra voluntad a la divina, sin importarnos siquiera nuestro margen de error y aun nuestras mismas caídas de todos los días. Pues no seremos nosotros quienes nos elevemos, sino Él que tira de nosotros desde el mismo centro de la renuncia y el sufrimiento.

 En el evangelio de la misa de hoy se lee: "Cuando me eleven sobre la tierra, atraeré a Mí todas las cosas. (Pero esto lo decía indicando de qué muerte tenía que morir)" (lo. 12, 32). Nadie entendió esta paradoja: acaso pensarían en un trono, y en el mundo entero viniendo a rendir homenaje a Cristo. Hubiera sido imposible que imaginaran un trono en forma de cruz y una elevación a través del dolor: hacia la muerte y el abandono de Jesús acuden todas las cosas, acrecentando su propia desazón íntima para tender a ese centro de resolución y gloria. Pero se ha dejado elevar en tormento, porque lo que quería no era reinar simplemente sobre los hombres y las cosas, sino elevarlos, sacarlos de su ser caído, y hacerles subir hasta que fueran mundo suyo, y ya no mundo del pecado. Muerto, y muerto a manos de los hombres, y estrujado hasta quedar como cosa, humillado hasta el nivel de la materia misma, desde ahí acompaña el ascenso de todo, tira de todo para que por su cruz suba con Él al cielo.

 Y la cruz volverá a estar en el trono de esplendor de Jesucristo, cuando vuelva para juzgar al mundo y darle la gloria final: cruz será el relámpago que le precederá, escrito en el cielo sobre los países, y el signo en su mano, como la llave de su poderío y la vara que divida el rebaño humano, a un lado o a otro, para siempre. De su paso por la tierra, sólo eso le quedará acompañando su carne gloriosa: la señal de la cruz, convertida de tortura en árbol de luz, lo mismo que todo dolor ha de resucitar hecho esplendor en nuestro cuerpo, y toda memoria convertida en alegría.