domingo, 1 de noviembre de 2020

San Ruperto Mayer

En Munich, de Baviera, en Alemania, beato Ruperto Mayer, presbítero de la Compañía de Jesús, que fue celosísimo maestro de los fieles, ayuda para los pobres y obreros y predicador de la palabra de Dios. Sufrió persecución bajo el nefasto régimen nazi, siendo deportado primero a un campo de concentración y, después, recluido en un monasterio totalmente incomunicado con sus fieles.

Nació en Stuttgart (Alemania); después de una juventud normal quiso ser jesuita, pero la Compañía estaba entonces expulsada de Alemania por orden de Bismark, por eso su padre se opuso a su ingreso. Realizó sus estudios filosóficos y teológicos en Friburgo, Munich y Tubinga, ordenándose sacerdote en Rottenburg en 1899. Después de una año como capellán parroquial, logró el permiso de su padre y del obispo para ingresar como novicio jesuita en el convento de Tisis, Austria. El lema de un sacerdote amigo: “no callar si hay que hablar, ni hablar cuando hay que callar”, le acompañaron toda su vida. Aprobada la Compañía, fue destinado a Munich donde desarrolló un gran apostolado entre los emigrantes del campo a la ciudad, ayudó a fundar el instituto religioso de Hermanas de la Sagrada Familia. 

En la I Guerra Mundial pidió ser capellán; desarrolló tan bien su ministerio que le fue concedida la más alta condecoración: la cruz de hierro de primera clase (era la primera vez que se concedía a un capellán militar católico); le amputaron una pierna a causa de una granada; esto no impidió para que en la posguerra se dedicase en Munich, a la atención de todos. Y así, con una sola pierna, olvidándose de sí mismo, Ruperto, llegó a ser el gran "apóstol de Munich". En la posguerra había muchas heridas que curar, físicas y morales. El padre Mayer trabajó sin descanso, para aliviar, consolar y socorrer. Fue nombrado responsable de Cáritas y en este cargo realizó una labor ingente. No era menor su trabajo en consolar e iluminar los corazones. Fue confesor del Nuncio en Baviera, Eugenio Pascelli, futuro papa Pío XII. Pasó horas enteras en el confesionario escuchando, absolviendo, estimulando. La muestra mejor la dieron los fieles, que, cuando el padre Mayer fue encarcelado, rodearon de flores su confesionario. Esta oración suya nos descubre su espíritu: "Señor, suceda lo que Tu quieras y como Tu quieras. Yo estoy pronto, hoy y siempre. Señor, lo que Tu quieras lo acepto. Lo que Tu quieras para mi es beneficio, basta que yo sea tuyo. Señor, porque Tu lo quieres, está bien, yo descanso en tus manos".

Una de las principales tareas de apostolado la realizó como director de las congregaciones Marianas de Munich. Bajo su guía la Congregación se convirtió en la fuerza católica más poderosa de la ciudad. Habló con valentía apostólica, sin miedo a las consecuencias, defendiendo la fe, la Iglesia, los derechos de los fieles. El choque con el nacionalsocialismo era inevitable. Rechazó públicamente el racismo, el antijudaísmo y la política inhumana del nazismo. La Gestapo le prohibió predicar, y hasta el cardenal le prohibió subir al púlpito, él lo aceptó, pero al hacer la profesión perpetua, su superiores le autorizaron la predicación y por esta razón fue detenido en 1936, liberado a los seis meses, el cardenal le volvió a imponer silencio y él aceptó de nuevo.

Al estallar la II Guerra Mundial, fue detenido por tercera vez, al negarse a decir a la policía las personas que habían ido a consultarlo, en el 1939 fue deportado al campo de concentración de Sachsenhause, Berlín, donde estuvo a punto de morir a causa de los malos tratos. En el 1940 fue confinado en la abadía de Ettal (Baviera), de donde intentó huir. Liberado en 1945, no predicó ni habló de su prisión, sino de reconciliación y perdón. Ayudo a los parados, prisioneros y repatriados, y mientras celebraba la misa murió de un ataque cerebral en Munich. Todos lloraron su muerte. San Juan Pablo II le beatificó el 3 de mayo de 1987. 

 

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