Dos veces nos presenta la liturgia dominical la perspectiva de los últimos días del mundo: en este primer domingo de Adviento y en el último de Pentecostés. Hoy es el relato más breve de San Lucas, que nos invita a asociar nuestra vida a un comienzo, que ensancha el corazón, no le encoge, y le alegra en vez de hacerle temblar. Las señales en el cielo, la congoja de las gentes en la tierra y el confuso estruendo de las olas en el mar, nos interesan menos que aquel otro espectáculo del Hijo del hombre que viene en la nube con poder grande y majestad. Es una venida lo que la liturgia nos anuncia. Por eso se nos dice a continuación: Levantad vuestras cabezas, porque vuestra redención se acerca. Es preciso levantar las cabezas, mirar hacia la lejanía, otear todos los horizontes.
Tan vasta, tan profunda ha de ser nuestra mirada, que debe abarcar toda la corriente de las generaciones humanas. Sólo entonces podrá ser completa. No es posible prescindir del final sombrío. Allá, en la lejanía insondable entre el lúgubre estertor de los siglos, descubrimos al Juez coronado de relámpagos y sentado en la nube. Es la última venida. En el lado opuesto, entre los primeros balbuceos de la Humanidad, vemos avanzar una luz, cada vez más clara, cada vez más amable, hasta que se detiene sobre la roca del portal de Belén. Es la primera venida. Y en el fondo de nuestro ser, si observamos atentamente podemos ver algo que se mueve, que germina, que florece, que fructifica. Es Cristo, que se está formando en nosotros; es la segunda venida. Y estas tres venidas, misteriosamente enlazadas; estas tres venidas, que se explican unas a otras, y se completan, y se iluminan, son las que la sagrada liturgia ofrece a nuestra consideración en este tiempo de Adviento con que empieza el año eclesiástico. «Porque Cristo—dice San Bernardo—vino en la carne y en la flaqueza, viene en el espíritu y en el amor, y vendrá en la gloria y en el poder.»
Eso es lo que significa Adviento: advenimiento. Es un ciclo iluminado por los más bellos resplandores de la esperanza. No poseemos, pero aguardamos; y esto nos llena de alegría. Para nuestros corazones, espoleados siempre por el aguijón del más allá, la esperanza tiene a veces más poesía que la realidad misma. El que siga con atención las fórmulas litúrgicas de estos días que nos separan de la fiesta de Navidad, vivirá horas inenarrables. Como es natural, el sentimiento que embargará su alma, y dominará sus sentidos, y saltará al exterior en expresiones magníficas, es el de la expectación ansiosa, amorosa, ardiente; confiada en unos momentos, y en otras empañadas de sombras y nerviosa de inquietudes. Los gritos inflamados con que los santos del Antiguo Testamento suspiraban por la venida del Mesías vuelven a repercutir en nuestros templos. Al oírlos, nuestro espíritu se traslada a edades pretéritas, vive en medio de los grandes patriarcas de vida nómada y pastoril, penetra en los palacios de los reyes de Israel, que se nos presentan como puros símbolos de una realidad superior, y se mezcla con la muchedumbre que hormiguea en los pórticos del templo de Salomón para oír los discursos unas veces terribles, otras consoladores, de los profetas.
Y llegamos a pensar que asistimos a un drama en el cual se juega nuestro propio destino. Y esto es el Adviento, una renovación abreviada, una síntesis de aquellos siglos que precedieron a la venida de Cristo… Cristo es el punto central de la vida del mundo. Su aparición en medio de los tiempos divide la historia de la Humanidad, y a la Humanidad misma, en dos grandes porciones, la que espera y la que posee; cronología sagrada que se impone a la profana, puesto que el correr de los siglos converge en Cristo. El Antiguo Testamento espera y pide; los libros de los hebreos no son más que una urdimbre de anhelos y promesas. Ya entonces el Mesías prometido anima toda la historia del pueblo de Israel, inspira sus empresas, domina su vida. Hasta en el seno del paganismo podemos descubrir de cuando en cuando extrañas iluminaciones, gritos angustiosos, arrancados por el confuso presentimiento de la venida de un Salvador. Esta actitud de los espíritus acentuábase conforme avanzaba el mundo antiguo, y a ella corresponde la idea primordial del Evangelio de San Lucas, escrito por un convertido de la gentilidad, que conocía bien la psicología de sus antiguos correligionarios. El mundo está agotado, se decía, pero no tardará en recobrar su juventud por una revolución inesperada. Agonizaba uno de los grandes ciclos de la vida del Universo; pero la renovación seguiría inmediatamente. Filósofos, sacerdotes y adivinos coincidían en su apreciación del momento. Los discípulos de Platón y de Pitágoras anunciaban su «apocatástasis»: después de la completa evolución de lo uno a lo múltiple, de lo perfecto a lo imperfecto, todo volvería a encontrarse en su posición primera; y con el reino de Saturno—añadían los órficos—se inauguraría de nuevo la edad de oro. San Pablo resumía este estado de agitación, este fermento de inquietud, que penetraba todos los espíritus, en aquella frase famosa de su epístola a los romanos: «Todas las criaturas gimen y están como en dolores de parto»; y éste es el ambiente que inspiraba a Virgilio su égloga cuarta, tan misteriosa, que los críticos aún no se han podido poner de acuerdo sobre quién era aquel Niño prodigioso bajo cuyos auspicios la felicidad volvería al mundo, se borrarían las últimas huellas de nuestro crimen y la tierra quedaría libre de los miedos eternos.
Esta expectación es la que nuestra santa madre la Iglesia quiere despertar en nosotros con la policromía maravillosa de sus textos litúrgicos, llenos de dramatismo, de vida, de colorido, de emoción. No se trata solamente de evocar un episodio o un conjunto de episodios históricos para formar un juego literario, sino más bien de resucitar un estado de alma, de vivir las ansias, de reavivar los anhelos que en el pueblo escogido despertaba la expectación del Mesías. El Adviento no es una simple conmemoración: es el estado normal de todo verdadero cristiano. Lo eterno es siempre actual. La liturgia no se entretiene nunca en evocar recuerdos estériles. Esos suspiros, esas plegarias, esas aspiraciones de los patriarcas y de los profetas, puestos en nuestra boca, lejos de ser una simple repetición de anhelos pretéritos, tienen un valor real, una eficaz influencia sobre el gran acto de la munificencia del Padre celestial al darnos a su Hijo; y son, sobre todo, la condición necesaria de esa otra venida interior que se realiza en cada uno de nosotros: la venida en el espíritu y en el amor. Todos podemos vivir aquella vida de esperanza; «esperar la esperanza bienaventurada», según diría San Pablo; aguardar la luz en medio de las tinieblas, recibir el consuelo en la hora de la incertidumbre, cuando el alma gime y el anhelo brota en ella como una planta estéril; repetir la oración confiada que la Iglesia pone en nuestros labios durante estos días: «Ven, Señor, a visitarnos en la paz, para que nos alegremos delante de Ti con un corazón perfecto.»
El nacimiento de Cristo en la gruta sería inútil sin el nacimiento de Cristo en las almas. Es la profunda teología de San Pablo. Cristo nace en nosotros, se forma, crece; nos revestimos de Cristo; dentro de nosotros se realiza una espiritual y misteriosa reencarnación. Cristo se abrevia, se empárvese para entrar en nosotros y realizar todas las maravillas anunciadas por los profetas, que se resumen en esta palabra de San Juan: «A todos los que le abrieron la puerta les dio poder para ser hechos hijos de Dios, no por vía de la sangre ni por voluntad de la carne, sino por obra de Dios.» Tal es el maravilloso poder de la oración litúrgica. Como por vía de magia, el pasado se hace presente y se llena de una realidad sublime. Recogemos viejas fórmulas, y esas fórmulas tienen todo su sentido, no han perdido ni un átomo de su eficacia. No sólo están cargadas de recuerdos, no sólo están iluminadas de poesía, sino que están llenas de gracia y de fuerza. Son un conjuro que aguarda la respuesta infalible: la evocación, la venida de Dios.
Tan vasta, tan profunda ha de ser nuestra mirada, que debe abarcar toda la corriente de las generaciones humanas. Sólo entonces podrá ser completa. No es posible prescindir del final sombrío. Allá, en la lejanía insondable entre el lúgubre estertor de los siglos, descubrimos al Juez coronado de relámpagos y sentado en la nube. Es la última venida. En el lado opuesto, entre los primeros balbuceos de la Humanidad, vemos avanzar una luz, cada vez más clara, cada vez más amable, hasta que se detiene sobre la roca del portal de Belén. Es la primera venida. Y en el fondo de nuestro ser, si observamos atentamente podemos ver algo que se mueve, que germina, que florece, que fructifica. Es Cristo, que se está formando en nosotros; es la segunda venida. Y estas tres venidas, misteriosamente enlazadas; estas tres venidas, que se explican unas a otras, y se completan, y se iluminan, son las que la sagrada liturgia ofrece a nuestra consideración en este tiempo de Adviento con que empieza el año eclesiástico. «Porque Cristo—dice San Bernardo—vino en la carne y en la flaqueza, viene en el espíritu y en el amor, y vendrá en la gloria y en el poder.»
Eso es lo que significa Adviento: advenimiento. Es un ciclo iluminado por los más bellos resplandores de la esperanza. No poseemos, pero aguardamos; y esto nos llena de alegría. Para nuestros corazones, espoleados siempre por el aguijón del más allá, la esperanza tiene a veces más poesía que la realidad misma. El que siga con atención las fórmulas litúrgicas de estos días que nos separan de la fiesta de Navidad, vivirá horas inenarrables. Como es natural, el sentimiento que embargará su alma, y dominará sus sentidos, y saltará al exterior en expresiones magníficas, es el de la expectación ansiosa, amorosa, ardiente; confiada en unos momentos, y en otras empañadas de sombras y nerviosa de inquietudes. Los gritos inflamados con que los santos del Antiguo Testamento suspiraban por la venida del Mesías vuelven a repercutir en nuestros templos. Al oírlos, nuestro espíritu se traslada a edades pretéritas, vive en medio de los grandes patriarcas de vida nómada y pastoril, penetra en los palacios de los reyes de Israel, que se nos presentan como puros símbolos de una realidad superior, y se mezcla con la muchedumbre que hormiguea en los pórticos del templo de Salomón para oír los discursos unas veces terribles, otras consoladores, de los profetas.
Y llegamos a pensar que asistimos a un drama en el cual se juega nuestro propio destino. Y esto es el Adviento, una renovación abreviada, una síntesis de aquellos siglos que precedieron a la venida de Cristo… Cristo es el punto central de la vida del mundo. Su aparición en medio de los tiempos divide la historia de la Humanidad, y a la Humanidad misma, en dos grandes porciones, la que espera y la que posee; cronología sagrada que se impone a la profana, puesto que el correr de los siglos converge en Cristo. El Antiguo Testamento espera y pide; los libros de los hebreos no son más que una urdimbre de anhelos y promesas. Ya entonces el Mesías prometido anima toda la historia del pueblo de Israel, inspira sus empresas, domina su vida. Hasta en el seno del paganismo podemos descubrir de cuando en cuando extrañas iluminaciones, gritos angustiosos, arrancados por el confuso presentimiento de la venida de un Salvador. Esta actitud de los espíritus acentuábase conforme avanzaba el mundo antiguo, y a ella corresponde la idea primordial del Evangelio de San Lucas, escrito por un convertido de la gentilidad, que conocía bien la psicología de sus antiguos correligionarios. El mundo está agotado, se decía, pero no tardará en recobrar su juventud por una revolución inesperada. Agonizaba uno de los grandes ciclos de la vida del Universo; pero la renovación seguiría inmediatamente. Filósofos, sacerdotes y adivinos coincidían en su apreciación del momento. Los discípulos de Platón y de Pitágoras anunciaban su «apocatástasis»: después de la completa evolución de lo uno a lo múltiple, de lo perfecto a lo imperfecto, todo volvería a encontrarse en su posición primera; y con el reino de Saturno—añadían los órficos—se inauguraría de nuevo la edad de oro. San Pablo resumía este estado de agitación, este fermento de inquietud, que penetraba todos los espíritus, en aquella frase famosa de su epístola a los romanos: «Todas las criaturas gimen y están como en dolores de parto»; y éste es el ambiente que inspiraba a Virgilio su égloga cuarta, tan misteriosa, que los críticos aún no se han podido poner de acuerdo sobre quién era aquel Niño prodigioso bajo cuyos auspicios la felicidad volvería al mundo, se borrarían las últimas huellas de nuestro crimen y la tierra quedaría libre de los miedos eternos.
Esta expectación es la que nuestra santa madre la Iglesia quiere despertar en nosotros con la policromía maravillosa de sus textos litúrgicos, llenos de dramatismo, de vida, de colorido, de emoción. No se trata solamente de evocar un episodio o un conjunto de episodios históricos para formar un juego literario, sino más bien de resucitar un estado de alma, de vivir las ansias, de reavivar los anhelos que en el pueblo escogido despertaba la expectación del Mesías. El Adviento no es una simple conmemoración: es el estado normal de todo verdadero cristiano. Lo eterno es siempre actual. La liturgia no se entretiene nunca en evocar recuerdos estériles. Esos suspiros, esas plegarias, esas aspiraciones de los patriarcas y de los profetas, puestos en nuestra boca, lejos de ser una simple repetición de anhelos pretéritos, tienen un valor real, una eficaz influencia sobre el gran acto de la munificencia del Padre celestial al darnos a su Hijo; y son, sobre todo, la condición necesaria de esa otra venida interior que se realiza en cada uno de nosotros: la venida en el espíritu y en el amor. Todos podemos vivir aquella vida de esperanza; «esperar la esperanza bienaventurada», según diría San Pablo; aguardar la luz en medio de las tinieblas, recibir el consuelo en la hora de la incertidumbre, cuando el alma gime y el anhelo brota en ella como una planta estéril; repetir la oración confiada que la Iglesia pone en nuestros labios durante estos días: «Ven, Señor, a visitarnos en la paz, para que nos alegremos delante de Ti con un corazón perfecto.»
El nacimiento de Cristo en la gruta sería inútil sin el nacimiento de Cristo en las almas. Es la profunda teología de San Pablo. Cristo nace en nosotros, se forma, crece; nos revestimos de Cristo; dentro de nosotros se realiza una espiritual y misteriosa reencarnación. Cristo se abrevia, se empárvese para entrar en nosotros y realizar todas las maravillas anunciadas por los profetas, que se resumen en esta palabra de San Juan: «A todos los que le abrieron la puerta les dio poder para ser hechos hijos de Dios, no por vía de la sangre ni por voluntad de la carne, sino por obra de Dios.» Tal es el maravilloso poder de la oración litúrgica. Como por vía de magia, el pasado se hace presente y se llena de una realidad sublime. Recogemos viejas fórmulas, y esas fórmulas tienen todo su sentido, no han perdido ni un átomo de su eficacia. No sólo están cargadas de recuerdos, no sólo están iluminadas de poesía, sino que están llenas de gracia y de fuerza. Son un conjuro que aguarda la respuesta infalible: la evocación, la venida de Dios.
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