Santos Mártires de Japón (1622)
Mientras el mikado se divertía en su palacio de Tokio, Jeyasi Tokugawa gobernaba el Imperio. Guerrero afortunado, administrador inteligente y gran patriota, había logrado en poco tiempo inaugurar una era de esplendor para la nación nipona. Los daimios de los señoríos diversos acataban el poder central, la unidad estaba restablecida, empezaba a florecer la industria de la seda y prosperaba el estudio de las ciencias y las artes, y Jeyasi, canciller, regente, alto y poderoso señor—Daifusama—, aparecía rodeado de sabios y de artistas. Aquel despertar nacional trajo el odio contra lo extranjero, contra lo europeo, lo español, lo cristiano. Los misioneros empezaron a ser mirados con prevención, como espías de España, como agentes del gobierno de las Filipinas; la predicación del Evangelio apareció como un instrumento de los occidentales para dominar el Oriente, y la religión cristiana, que en medio del siglo había ido infiltrándose en todas las clases de la sociedad japonesa, fue presentada por los bonzos como la muerte del espíritu racial.
La persecución se mascaba en el ambiente, y acabó por estallar a principios de 1613. Fue larga, tenaz, metódica y porfiada. Durante diecisiete años, los cristianos japoneses dieron testimonio de su fe con una constancia heroica, con una fidelidad emocionante. Su generosa actitud forma un drama religioso, cuyos episodios principales pueden compararse a los más bellos de las persecuciones romanas. Los neófitos indígenas compiten en grandeza de alma con sus catequistas, los frailes europeos; los niños se muestran tan heroicos como los ancianos cansados de vivir. En lo alto de las colinas se veían bosques de cruces sangrientas; en las plazas humeaban las hogueras donde expiraron los confesores. Se contaban por miles los quemados, crucificados, mutilados y desterrados. Eran príncipes, doctores, industriales, oficiales de la guardia y soldados; gentes del pueblo, de la nobleza y de la Universidad. Tampoco faltaron bonzos, aunque fueron ellos, los sacerdotes de los ídolos, los mayores enemigos de los misioneros y los causantes de la persecución.
En Meaco se decretó que los que no abjurasen la religión de los europeos serían quemados vivos. Por burla, el pregonero añadió que los refractarios debían aprontar los postes del suplicio, y sucedió que, al día siguiente, a las puertas de las casas aparecieron tantos postes cuantos eran los cristianos que vivían dentro. Para poder imitar aquel ejemplo, un hombre vendió sus vestidos, y una mujer su cinturón. Asustado de aquel entusiasmo, el perseguidor eligió sólo a treinta de los más principales, los metió desnudos en sacos de esparto llenos de agudas puntas, y después de haberlos rodado por las calles, mandó que lo amontonasen unos sobre otros, como si estuviesen llenos de trigo. Así estuvieron un día entero, oyendo indiferentes las exhortaciones de los bonzos. Doce mujeres, de las más nobles y hermosas, encerradas en un lugar de prostitución, pidieron unas tijeras para cortarse los cabellos, y se desfiguraron la cara de una manera tan horrible, que nadie se atrevió a atentar contra su virtud. Los condenados a la hoguera caminaron al suplicio en nueve carretas. Delante caminaba un pregonero anunciando que se les quemaba por ser cristianos. Y ellos gritaban: «¡Viva Jesús, el que murió por nosotros!» Al llegar a la plaza, les ataron a los postes de dos en dos, y fueron consumidos a fuego lento.
La provincia de Arima fue una de las más castigadas por el azote de la persecución, tal vez porque el daimio era un apóstata y quería hacer olvidar sus antiguos fervores cristianos. Él mismo se encargo de acabar con dos de los más distinguidos cristianos de la provincia: Tomás Ferboya y Matías Xocuro. Invitado a presentarse en el palacio para asistir a un banquete, Tomás bendijo a sus hijos, y se presentó tranquilo al gobernador. Mientras se hacían los preparativos de la comida, el renegado hizo traer un sable, lo desenvainó, y enseñándolo a su huésped, preguntóle qué le parecía. «He aquí un arma—dijo Tomás—muy buena para cortar la cabeza de un hombre que sabe que no le habéis de ofrecer otro plato.» Nada contestó el gobernador; pero aprovechando un momento en que Tomás parecía distraído, descargó sobre su cabeza tan recio golpe, que le dejó muerto a sus pies. Algunos momentos después hacia otro tanto con Matías Xocuro. Ocho individuos de la mejor sociedad de Arima fueron condenados al fuego. Se llamaban Adriano Mondo, León Faiuxida, León TaquenDoni, la mujer de Mondo, llamada Juana; una hija, que se llamaba Magdalena; un hermano de Magdalena, de nombre Diego, que sólo tenía doce años, y la mujer y un hijo de TaquenDoni, llamados Marta y Pablo. Cuando se divulgó la nueva de su martirio, acudieron de toda la región más de veinte mil cristianos, deseosos de morir también. Venían en orden perfecto, coronados de guirnaldas, cantando himnos y agitando rosarios. A su encuentro salen todos los cristianos de la ciudad, llevando en las manos y en las frentes ramos y coronas de flores. Todos ellos formaban un cinturón triunfal en torno a los mártires y les acompañan hasta la hoguera. Allí se veían ocho columnas, que sujetaban un techo de madera. Antes de comenzar la sangrienta tragedia. TaquenDoni se puso en pie sobre su columna, y, reclamando silencio con la mano, dijo a la multitud: «Hermanos míos, admirad la fuerza de la fe: estos preparativos nos llenan de alegría, y en medio de las llamas estaremos más alegres aún; ellas acelerarán nuestra victoria y nos darán el gozo de la inmortalidad.» Algo después, los ocho héroes, sujetos a los postes, desaparecían en medio de un torbellino de humo. El fuego parecía respetar al niño Diego. Consumidas sus ligaduras por las llamas, seguía cantando jubilosamente. De repente se le vio dejar su columna y caminar a través de las brasas. Creyendo que intentaba escaparse, de todas parles le gritaban: «Ten valor, mártir de Cristo.» Pronto se dieron cuenta de que iba a reunirse con su madre, para exhalar entre sus brazos el último suspiro. Magdalena, su hermana, quedaba también en pie, y aunque enteramente chamuscada, parecía llena de vigor. Se la veía inmóvil, con los ojos clavados en el Cielo, transfigurada por el éxtasis más que por la llama. Todos pensaban que el alma había volado ya al Cielo, cuando observaron con admiración que recogía un puñado di ascuas encendidas, las colocaba sobre su cabeza y, como si fuese una corona nupcial, decía: Itindaqui Marasuru, que significa: «Las estimo tanto, que las pongo sobre mi cabeza.»
Entre tanto, legiones de fieles eran llevados como rebaños a los arenales de las provincias del Norte o encerrados en calabozos inmundos y desmantelados. Entre los condenados sufrían los frailes españoles, que, arrojados del Impelió en el primer momento de la persecución, habían vuelto a entrar vestidos de mercaderes, de soldados, de Mártires de Japónesclavos, de marineros. Indiferentes a todos los peligros, caminaban de provincia en provincia fortaleciendo a los vacilantes, preparando a los confesores, celebrando y administrando los sacramentos en las casas particulares, instruyendo a los catecúmenos y ganando nuevos neófitos a Cristo. «Lo que más me consolaba—dice uno de ellos—era ver que los fieles venían de veinte, de treinta y de cuarenta leguas para recibir los auxilios de la religión. Entre los que yo confesé había algunos que en tres o cuatro años no lograron recibir la Sagrada Eucaristía, y, sin embargo, estaban libres de todo pecado venial. Habiéndoles preguntado yo cómo habían logrado vivir con tal perfección durante tanto tiempo, ellos me respondían: «Padre, bien sabeis que no teníamos confesores; ¿qué hubiera sido de nosotros si hubiésemos caído en alguna infidelidad?»
Quien así hablaba era el Padre Diego de San Francisco, comisario de los franciscanos, que padeció inmensas penalidades y estuvo a punto de morir por la fe. Su pluma nos hace una viva pintura de las cárceles infectas, donde se amontonaban los confesores de la fe. La de Jendo, en que él vivió muchos meses, juntamente con más de un centenar de detenidos, tenía doce brazas de largo por cinco de ancho. Era tan baja y oscura, que los prisioneros apenas podían verse unos a otros. Se les pasaba el alimento por un agujero, y veinticuatro guardias vigilaban la puerta. «Antes de introducirnos en aquel lugar—dice fray Diego—, se nos despojó de nuestros vestidos por si guardábamos alguna cosa de valor. A mis compañeros les cogieron el rosario que llevaban al cuello. Se esforzaron por quitérmelo también a mí, pero el jefe se lo prohibió. En el mismo encierro se encontraban otros ciento cincuenta penados, diez de ellos cristianos. Mi presencia les llenó de consuelo, y al punto me pidieron que les confesase. Empecé a predicar el Evangelio, y a los pocos días pude bautizar a sesenta. Es imposible decir lo que sufríamos. Estábamos tan juntos unos a otros, que apenas podíamos movernos. Inútil pensar en echarnos en el suelo. No quiero hablar de los millones de insectos que nos devoraban. Nuestro alimento era tan insuficiente y tan malo, que más de cuarenta sucumbieron. Un cristiano que había conseguido introducir un poco de arroz, ganando a los guardias a precio de oro, fue castigado a sufrir nuestra misma condena. Era muy piadoso. En el arrebato de su fervor, me decía con frecuencia: «Padre, sólo sentiría que me dejasen en libertad. ¡Qué pena para mi si, en medio de estos peligros, llegase a caer en alguna falta!» ¡Pobrecillo! La violencia de los sufrimientos fue tal, que al poco tiempo se quedó ciego, y, sin embargo, seguía tan alegre como si se encontrase en el paraíso.
"Con el hambre, la sed y los insectos, teníamos que soportar un calor sofocante. Y lo peor de todo es que cuando uno moría, su cadáver quedaba entre nosotros, a veces durante ocho días. La aparición de la lepra nos llenó de terror; y yo mismo me vi cubierto de los pies a la cabeza. Hubiera querido que el mundo entero presenciase aquel martirio, de un género nuevo: hubiera sido una imagen del infierno muy propia para despertar el horror del pecado. No faltaban tampoco los demonios. Eran seis criminales famosos, condenados a morir de hambre. Eran terribles, y cada día nos amenazaban con la muerte para que les diésemos el alimento que nos traían. ¡Ay de aquellos que osaban resistirles! Gritos, blasfemias, horrores espeluznantes, odio, rabia, violencia y desesperación. A éstos se Juntaron algo más tarde oíros treinta bandidos, cargados de lepra y de crímenes, que nos impidieron, bajo las más terribles amenazas, todo ejercicio religioso. Hasta que ellos llegaron, nos consolábamos siguiendo un régimen casi de comunidad. Al despuntar el día, todos nos levantábamos al mismo tiempo y nos poníamos de rodillas para rezar la oración de la mañana, con edificación de los mismos paganos. Terminada la oración, nos reuníamos en torno a los enfermos, para consolarles y animarles. A mediodía, yo daba una conferencia y dirigía el rezo del rosario, que terminábamos invocando los dulces nombres de Jesús y de María. Por la tarde, hacíamos la meditación, y con ella terminábamos el día."
Uno de los momentos más memorables de aquella persecución fue la muerte de los mártires de Nangasaki. Eran veinticinco. Entre ellos había varios frailes españoles: dos franciscanos. Pedro de Avila y Vicente de San José; un jesuíta, el Padre Carlos Spínola, y cinco Doninicos: Francisco de Morales, Alonso de Mena, Ángel Ferrer, Jacinto Orfanel y José de San Jacinto. Después de largos y dolorosos padecimientos, se les leyó la sentencia, que les condenaba a sufrir el fuego. Recibieron la noticia cantando salmos. El campo de la ejecución estaba a la orilla del mar. A él se dirigieron los condenados, atados a la cola de un caballo y seguidos de una multitud innumerable. El Padre De Avila, que tenía una voz potente y hablaba el japonés como el castellano, arengaba desde su bestia a los que le rodeaban. Vicente de San José rompía la marcha, llevando un estandarte de damasco en el cual se leía el nombre da Jesús; los demás oprimían la cruz entre sus brazos y cantaban.
En el cadalso, y clavadas en tierra, se veían veinticinco columnas de madera formando una circunferencia, con la pira en el centro. A cada uno de los postes fue atado un mártir, pero de tal modo, que a la primera sensación dolorosa de la llama pudiese desatarse y huir, declarando de este modo que abandonaba la religión de Cristo. Frente a ellos había otros treinta y cuatro condenados a la decapitación, colocados en orden, y cada uno con el verdugo al lado. Los asistentes no bajaban de setenta mil. Era un espectáculo grandioso. Relumbraban las armas, sonreían los mártires, sollozaban los fieles, y los paganos se estremecían ante aquel heroísmo, declarando que una religión capaz de producir tales maravillas debe de ser divina y celestial. El tambor levantó su lúgubre sonido, y en el mismo instante treinta y cuatro cabezas de hombres, mujeres y niños rodaron por el suelo. Los guardias las recogieron, colocándolas en una mesa delante de los veinticinco atletas que debían morir en las llamas. Algunas parecían moverse y pestañear todavía. Los clarines dieron la señal de encender la hoguera, y, agitadas por el viento, las llamas iban y venían, se retorcían, silbaban y restallaban, acariciando ora a unos, ora a otros de los confesores. Y entre las chispas saltaban las palabras de los veinticinco héroes, gritos de aliento, versos de salmos, albricias, jaculatorias, voces de júbilo, de alabanza y de victoria. Las llamas obraban lentamente. El drama sublime, comenzado a mediodía, se prolongaba horas y horas, y al día siguiente, por la mañana, aún se oían los suspiros de las víctimas pronunciando los nombres de Jesús y de María. Entre el coro luminoso se distinguía una mujer, Lucía Fleitey. Sonriente en medio de las llamas, parecía un ángel bajado del Cielo. Su único sentimiento era ver que el fuego había consumido sus vestiduras. Más que verse atada, la atormentaba verse desnuda. Pero hubo un momento en que lo olvidó todo: fue cuando un joven japonés, vencido por la violencia del dolor, rotas las cuerdas, abandonó la estaca. «¿Qué haces, desgraciado?—le gritó Lucía.—¿Abandonas el campo en el momento de vencer?» Avergonzado por este varonil apostrofe, el desertor se echó a los pies de los soldados, pidiendo que acabasen con él, y, casi agonizante, fue arrojado a la hoguera. Ni uno solo de aquel brillante escuadrón faltó a la cita de Cristo, Veinticinco palmas, veinticinco coronas, veinticinco frentes victoriosas.
Mientras el mikado se divertía en su palacio de Tokio, Jeyasi Tokugawa gobernaba el Imperio. Guerrero afortunado, administrador inteligente y gran patriota, había logrado en poco tiempo inaugurar una era de esplendor para la nación nipona. Los daimios de los señoríos diversos acataban el poder central, la unidad estaba restablecida, empezaba a florecer la industria de la seda y prosperaba el estudio de las ciencias y las artes, y Jeyasi, canciller, regente, alto y poderoso señor—Daifusama—, aparecía rodeado de sabios y de artistas. Aquel despertar nacional trajo el odio contra lo extranjero, contra lo europeo, lo español, lo cristiano. Los misioneros empezaron a ser mirados con prevención, como espías de España, como agentes del gobierno de las Filipinas; la predicación del Evangelio apareció como un instrumento de los occidentales para dominar el Oriente, y la religión cristiana, que en medio del siglo había ido infiltrándose en todas las clases de la sociedad japonesa, fue presentada por los bonzos como la muerte del espíritu racial.
La persecución se mascaba en el ambiente, y acabó por estallar a principios de 1613. Fue larga, tenaz, metódica y porfiada. Durante diecisiete años, los cristianos japoneses dieron testimonio de su fe con una constancia heroica, con una fidelidad emocionante. Su generosa actitud forma un drama religioso, cuyos episodios principales pueden compararse a los más bellos de las persecuciones romanas. Los neófitos indígenas compiten en grandeza de alma con sus catequistas, los frailes europeos; los niños se muestran tan heroicos como los ancianos cansados de vivir. En lo alto de las colinas se veían bosques de cruces sangrientas; en las plazas humeaban las hogueras donde expiraron los confesores. Se contaban por miles los quemados, crucificados, mutilados y desterrados. Eran príncipes, doctores, industriales, oficiales de la guardia y soldados; gentes del pueblo, de la nobleza y de la Universidad. Tampoco faltaron bonzos, aunque fueron ellos, los sacerdotes de los ídolos, los mayores enemigos de los misioneros y los causantes de la persecución.
En Meaco se decretó que los que no abjurasen la religión de los europeos serían quemados vivos. Por burla, el pregonero añadió que los refractarios debían aprontar los postes del suplicio, y sucedió que, al día siguiente, a las puertas de las casas aparecieron tantos postes cuantos eran los cristianos que vivían dentro. Para poder imitar aquel ejemplo, un hombre vendió sus vestidos, y una mujer su cinturón. Asustado de aquel entusiasmo, el perseguidor eligió sólo a treinta de los más principales, los metió desnudos en sacos de esparto llenos de agudas puntas, y después de haberlos rodado por las calles, mandó que lo amontonasen unos sobre otros, como si estuviesen llenos de trigo. Así estuvieron un día entero, oyendo indiferentes las exhortaciones de los bonzos. Doce mujeres, de las más nobles y hermosas, encerradas en un lugar de prostitución, pidieron unas tijeras para cortarse los cabellos, y se desfiguraron la cara de una manera tan horrible, que nadie se atrevió a atentar contra su virtud. Los condenados a la hoguera caminaron al suplicio en nueve carretas. Delante caminaba un pregonero anunciando que se les quemaba por ser cristianos. Y ellos gritaban: «¡Viva Jesús, el que murió por nosotros!» Al llegar a la plaza, les ataron a los postes de dos en dos, y fueron consumidos a fuego lento.
La provincia de Arima fue una de las más castigadas por el azote de la persecución, tal vez porque el daimio era un apóstata y quería hacer olvidar sus antiguos fervores cristianos. Él mismo se encargo de acabar con dos de los más distinguidos cristianos de la provincia: Tomás Ferboya y Matías Xocuro. Invitado a presentarse en el palacio para asistir a un banquete, Tomás bendijo a sus hijos, y se presentó tranquilo al gobernador. Mientras se hacían los preparativos de la comida, el renegado hizo traer un sable, lo desenvainó, y enseñándolo a su huésped, preguntóle qué le parecía. «He aquí un arma—dijo Tomás—muy buena para cortar la cabeza de un hombre que sabe que no le habéis de ofrecer otro plato.» Nada contestó el gobernador; pero aprovechando un momento en que Tomás parecía distraído, descargó sobre su cabeza tan recio golpe, que le dejó muerto a sus pies. Algunos momentos después hacia otro tanto con Matías Xocuro. Ocho individuos de la mejor sociedad de Arima fueron condenados al fuego. Se llamaban Adriano Mondo, León Faiuxida, León TaquenDoni, la mujer de Mondo, llamada Juana; una hija, que se llamaba Magdalena; un hermano de Magdalena, de nombre Diego, que sólo tenía doce años, y la mujer y un hijo de TaquenDoni, llamados Marta y Pablo. Cuando se divulgó la nueva de su martirio, acudieron de toda la región más de veinte mil cristianos, deseosos de morir también. Venían en orden perfecto, coronados de guirnaldas, cantando himnos y agitando rosarios. A su encuentro salen todos los cristianos de la ciudad, llevando en las manos y en las frentes ramos y coronas de flores. Todos ellos formaban un cinturón triunfal en torno a los mártires y les acompañan hasta la hoguera. Allí se veían ocho columnas, que sujetaban un techo de madera. Antes de comenzar la sangrienta tragedia. TaquenDoni se puso en pie sobre su columna, y, reclamando silencio con la mano, dijo a la multitud: «Hermanos míos, admirad la fuerza de la fe: estos preparativos nos llenan de alegría, y en medio de las llamas estaremos más alegres aún; ellas acelerarán nuestra victoria y nos darán el gozo de la inmortalidad.» Algo después, los ocho héroes, sujetos a los postes, desaparecían en medio de un torbellino de humo. El fuego parecía respetar al niño Diego. Consumidas sus ligaduras por las llamas, seguía cantando jubilosamente. De repente se le vio dejar su columna y caminar a través de las brasas. Creyendo que intentaba escaparse, de todas parles le gritaban: «Ten valor, mártir de Cristo.» Pronto se dieron cuenta de que iba a reunirse con su madre, para exhalar entre sus brazos el último suspiro. Magdalena, su hermana, quedaba también en pie, y aunque enteramente chamuscada, parecía llena de vigor. Se la veía inmóvil, con los ojos clavados en el Cielo, transfigurada por el éxtasis más que por la llama. Todos pensaban que el alma había volado ya al Cielo, cuando observaron con admiración que recogía un puñado di ascuas encendidas, las colocaba sobre su cabeza y, como si fuese una corona nupcial, decía: Itindaqui Marasuru, que significa: «Las estimo tanto, que las pongo sobre mi cabeza.»
Entre tanto, legiones de fieles eran llevados como rebaños a los arenales de las provincias del Norte o encerrados en calabozos inmundos y desmantelados. Entre los condenados sufrían los frailes españoles, que, arrojados del Impelió en el primer momento de la persecución, habían vuelto a entrar vestidos de mercaderes, de soldados, de Mártires de Japónesclavos, de marineros. Indiferentes a todos los peligros, caminaban de provincia en provincia fortaleciendo a los vacilantes, preparando a los confesores, celebrando y administrando los sacramentos en las casas particulares, instruyendo a los catecúmenos y ganando nuevos neófitos a Cristo. «Lo que más me consolaba—dice uno de ellos—era ver que los fieles venían de veinte, de treinta y de cuarenta leguas para recibir los auxilios de la religión. Entre los que yo confesé había algunos que en tres o cuatro años no lograron recibir la Sagrada Eucaristía, y, sin embargo, estaban libres de todo pecado venial. Habiéndoles preguntado yo cómo habían logrado vivir con tal perfección durante tanto tiempo, ellos me respondían: «Padre, bien sabeis que no teníamos confesores; ¿qué hubiera sido de nosotros si hubiésemos caído en alguna infidelidad?»
Quien así hablaba era el Padre Diego de San Francisco, comisario de los franciscanos, que padeció inmensas penalidades y estuvo a punto de morir por la fe. Su pluma nos hace una viva pintura de las cárceles infectas, donde se amontonaban los confesores de la fe. La de Jendo, en que él vivió muchos meses, juntamente con más de un centenar de detenidos, tenía doce brazas de largo por cinco de ancho. Era tan baja y oscura, que los prisioneros apenas podían verse unos a otros. Se les pasaba el alimento por un agujero, y veinticuatro guardias vigilaban la puerta. «Antes de introducirnos en aquel lugar—dice fray Diego—, se nos despojó de nuestros vestidos por si guardábamos alguna cosa de valor. A mis compañeros les cogieron el rosario que llevaban al cuello. Se esforzaron por quitérmelo también a mí, pero el jefe se lo prohibió. En el mismo encierro se encontraban otros ciento cincuenta penados, diez de ellos cristianos. Mi presencia les llenó de consuelo, y al punto me pidieron que les confesase. Empecé a predicar el Evangelio, y a los pocos días pude bautizar a sesenta. Es imposible decir lo que sufríamos. Estábamos tan juntos unos a otros, que apenas podíamos movernos. Inútil pensar en echarnos en el suelo. No quiero hablar de los millones de insectos que nos devoraban. Nuestro alimento era tan insuficiente y tan malo, que más de cuarenta sucumbieron. Un cristiano que había conseguido introducir un poco de arroz, ganando a los guardias a precio de oro, fue castigado a sufrir nuestra misma condena. Era muy piadoso. En el arrebato de su fervor, me decía con frecuencia: «Padre, sólo sentiría que me dejasen en libertad. ¡Qué pena para mi si, en medio de estos peligros, llegase a caer en alguna falta!» ¡Pobrecillo! La violencia de los sufrimientos fue tal, que al poco tiempo se quedó ciego, y, sin embargo, seguía tan alegre como si se encontrase en el paraíso.
"Con el hambre, la sed y los insectos, teníamos que soportar un calor sofocante. Y lo peor de todo es que cuando uno moría, su cadáver quedaba entre nosotros, a veces durante ocho días. La aparición de la lepra nos llenó de terror; y yo mismo me vi cubierto de los pies a la cabeza. Hubiera querido que el mundo entero presenciase aquel martirio, de un género nuevo: hubiera sido una imagen del infierno muy propia para despertar el horror del pecado. No faltaban tampoco los demonios. Eran seis criminales famosos, condenados a morir de hambre. Eran terribles, y cada día nos amenazaban con la muerte para que les diésemos el alimento que nos traían. ¡Ay de aquellos que osaban resistirles! Gritos, blasfemias, horrores espeluznantes, odio, rabia, violencia y desesperación. A éstos se Juntaron algo más tarde oíros treinta bandidos, cargados de lepra y de crímenes, que nos impidieron, bajo las más terribles amenazas, todo ejercicio religioso. Hasta que ellos llegaron, nos consolábamos siguiendo un régimen casi de comunidad. Al despuntar el día, todos nos levantábamos al mismo tiempo y nos poníamos de rodillas para rezar la oración de la mañana, con edificación de los mismos paganos. Terminada la oración, nos reuníamos en torno a los enfermos, para consolarles y animarles. A mediodía, yo daba una conferencia y dirigía el rezo del rosario, que terminábamos invocando los dulces nombres de Jesús y de María. Por la tarde, hacíamos la meditación, y con ella terminábamos el día."
Uno de los momentos más memorables de aquella persecución fue la muerte de los mártires de Nangasaki. Eran veinticinco. Entre ellos había varios frailes españoles: dos franciscanos. Pedro de Avila y Vicente de San José; un jesuíta, el Padre Carlos Spínola, y cinco Doninicos: Francisco de Morales, Alonso de Mena, Ángel Ferrer, Jacinto Orfanel y José de San Jacinto. Después de largos y dolorosos padecimientos, se les leyó la sentencia, que les condenaba a sufrir el fuego. Recibieron la noticia cantando salmos. El campo de la ejecución estaba a la orilla del mar. A él se dirigieron los condenados, atados a la cola de un caballo y seguidos de una multitud innumerable. El Padre De Avila, que tenía una voz potente y hablaba el japonés como el castellano, arengaba desde su bestia a los que le rodeaban. Vicente de San José rompía la marcha, llevando un estandarte de damasco en el cual se leía el nombre da Jesús; los demás oprimían la cruz entre sus brazos y cantaban.
En el cadalso, y clavadas en tierra, se veían veinticinco columnas de madera formando una circunferencia, con la pira en el centro. A cada uno de los postes fue atado un mártir, pero de tal modo, que a la primera sensación dolorosa de la llama pudiese desatarse y huir, declarando de este modo que abandonaba la religión de Cristo. Frente a ellos había otros treinta y cuatro condenados a la decapitación, colocados en orden, y cada uno con el verdugo al lado. Los asistentes no bajaban de setenta mil. Era un espectáculo grandioso. Relumbraban las armas, sonreían los mártires, sollozaban los fieles, y los paganos se estremecían ante aquel heroísmo, declarando que una religión capaz de producir tales maravillas debe de ser divina y celestial. El tambor levantó su lúgubre sonido, y en el mismo instante treinta y cuatro cabezas de hombres, mujeres y niños rodaron por el suelo. Los guardias las recogieron, colocándolas en una mesa delante de los veinticinco atletas que debían morir en las llamas. Algunas parecían moverse y pestañear todavía. Los clarines dieron la señal de encender la hoguera, y, agitadas por el viento, las llamas iban y venían, se retorcían, silbaban y restallaban, acariciando ora a unos, ora a otros de los confesores. Y entre las chispas saltaban las palabras de los veinticinco héroes, gritos de aliento, versos de salmos, albricias, jaculatorias, voces de júbilo, de alabanza y de victoria. Las llamas obraban lentamente. El drama sublime, comenzado a mediodía, se prolongaba horas y horas, y al día siguiente, por la mañana, aún se oían los suspiros de las víctimas pronunciando los nombres de Jesús y de María. Entre el coro luminoso se distinguía una mujer, Lucía Fleitey. Sonriente en medio de las llamas, parecía un ángel bajado del Cielo. Su único sentimiento era ver que el fuego había consumido sus vestiduras. Más que verse atada, la atormentaba verse desnuda. Pero hubo un momento en que lo olvidó todo: fue cuando un joven japonés, vencido por la violencia del dolor, rotas las cuerdas, abandonó la estaca. «¿Qué haces, desgraciado?—le gritó Lucía.—¿Abandonas el campo en el momento de vencer?» Avergonzado por este varonil apostrofe, el desertor se echó a los pies de los soldados, pidiendo que acabasen con él, y, casi agonizante, fue arrojado a la hoguera. Ni uno solo de aquel brillante escuadrón faltó a la cita de Cristo, Veinticinco palmas, veinticinco coronas, veinticinco frentes victoriosas.
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