Lentamente, desde la humildad del pesebre de Belén, la liturgia nos ha llevado hasta la cumbre desde la cual se contemplan los más altos misterios divinos. Ha sido un viaje prodigioso, que nos ha proporcionado espléndidos tesoros de alegrías, de emociones, de iluminaciones. Ha sido una revelación insospechada, una exploración de lo divino y de lo humano, que, de la incertidumbre y del odio, nos ha transportado al reino de la luz y del amor. Allá en los días lejanos del Adviento, «sentados en las sombras de la muerte», mirábamos el horizonte con ojos angustiosos, clamando por un salvador. El Salvador vino, y nosotros seguimos sus pasos con el corazón anhelante, escuchamos sus palabras y recogimos su doctrina. Poco a poco, un mundo nuevo se abría para nosotros. Empezamos por conocer al Verbo. El Verbo nos hablaba de un Padre que, «siendo una misma cosa con Él», es quien le envió a esta nuestra pobre tierra, santificada por una auténtica teofania. Gradualmente, los misterios iban iluminándose a nuestra vista. Una y otra vez oímos aquellas palabras acerca del Consolador. Tal vez nuestro pensamiento flotaba en la indecisión y en la oscuridad; pero el Paráclito vino con sus larguezas de luz, de fuerza y de amor, y así se completó el ciclo soteriológico. Una voz resuena resumiendo aquella lenta manifestación: «Tres son los que dan testimonio en el Cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo, y estos tres son una misma cosa»; los Apóstoles recorren el mundo bautizando a las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y ahora sólo queda que aquellos que hemos creído y hemos sido bautizados en este nombre bendito, caigamos de rodicas delante de la Santísima Trinidad, rindiendo el homenaje de nuestra adoración y nuestro agradecimiento.
Todo en esta divina revelación ha sido paradójico y desconcertante. Esperábamos un salvador, y se nos presenta un niño; esperábamos un gran sistema filosófico, y se nos ofrece una doctrina de sencillas apariencias y contraria a nuestros instintos; queríamos un cetro, y se nos da una cruz, y para acabar de confundir nuestro espíritu, viene, al fin, este misterio, absurdo aparente, de un Dios en tres personas. No hay más que un solo Dios, reza el primer artículo de nuestra fe, el que fue mil veces enseñado en los libros santos del Antiguo Testamento como protesta contra el politeísmo de las sociedades anteriores a Jesucristo. Pero en ese Dios, se nos añade a nosotros, hay tres personas distintas, perfectas, subsistentes; tres personas cuya existencia no perjudica a la unidad de sustancia.
Mas, dentro del Cristianismo, estas paradojas se resuelven en espléndidas armonías. Los misterios mismos; aun los más oscuros, iluminan nuestra vida, y la razón humana tiene licencia para acercarse a ellos. Evidentemente, este de la Santísima Trinidad será siempre el más grande de los dogmas del Cristianismo, el manantial de todos los demás. Siempre, un misterio sublime, a pesar de los esfuerzos que han hecho los más grandes genios para hincar en él el aguijón del pensamiento. Raimundo Lulio se obcecó al intentar demostrarle; Claudiano Mamerto exageraba al pensar que Platón le había descubierto antes de ser revelado por Cristo, y Augusto Nicolás iba también demasiado lejos cuando afirmaba que, sin la doctrina de, la Trinidad, la filosofía no tiene siquiera el derecho de pronunciar el nombre de Dios. Diriase, sin embargo, que algunos hombres privilegiados han presentado de una manera confusa lo que para nosotros es indubitable. Tal vez se trata sólo de fragmentos de antiguas tradiciones, más que de iluminaciones geniales. Dios se piensa a Sí mismo, decía profundamente Aristóteles, y añadía: «Dios mueve como amor.» Y refiriéndose a sus lecturas platónicas, exclama San Agustín: «Leía yo los libros de Platón y veía en ellos que en el principio era el Verbo, que el Verbo estaba en Dios y que el Verbo era Dios; que todas las cosas fueron hechas por Él y nada hay sin Él. Y aun cuando estas cosas no fuesen dichas en iguales términos, dábase admirable identidad de sentido, apoyada en muy copiosas razones.»
Dios piensa su pensamiento, decía antaño el filósofo; Dios ve su bondad, su belleza, su poder, dice hoy el teólogo. Esa mirada, por ser de un Dios, es idéntica a Él, es otro Él; ese pensamiento, por ser de un Dios, es vivo como Él, como Él infinito, consciente, subsistente, personal. Es su luz, su imagen, su Verbo, su Hijo, engendrado antes de la aurora de las cosas desde toda eternidad. El pensamiento de una inteligencia infinita debe ser eterno e infinito; debe ser Dios. Así queda constituida la segunda persona de la Santísima Trinidad. Pero la generación del pensamiento no completa la vida divina, como no completa tampoco nuestra vida. Cuando hemos pensado, cuando hemos visto una cosa amable, la amamos con un movimiento que es distinto de la inteligencia y del pensamiento, aunque proceda de los dos. Este movimiento se llama el amor; y en el seno de la vida divina es el Espíritu Santo, aspiración viviente que mutuamente se envían el Padre y el Hijo, mirada coeterna que se cruza entre el uno y el otro, elevada hasta la personalidad por la fuerza del infinito. Un Dios que obra, un pensamiento que es igual a Aquel de quien procede, y, con el pensamiento, un amor que es igual a ambos; y en medio de esta actividad soberana, que agota todas las manifestaciones sustanciales de la vida, una maravillosa eternidad, una maravillosa belleza y una maravillosa unidad. Después de comentar largamente estas ideas, Lacordaire añade: «No os he demostrado el misterio de la Santa Trinidad, pero os he puesto en una perspectiva que el orgullo no despreciará sin insultarse a sí mismo. Perdonémosle esta necia alegría, al quiere disfrutar de ella; pero nosotros, inspirados en una sabiduría más humilde y más elevada, agradezcamos a Dios que al revelarnos el misterio de su vida, no ha querido abrumar nuestra inteligencia con una luz estéril, sino que nos ha dado la clave de la naturaleza y de nuestro propio espíritu.»
Y nos ha dado también la clave de nuestra vida divina. No, no es un misterio estéril este misterio sublime de la Santísima Trinidad. Está íntimamente unido con nuestra redención y la santificación de nuestras almas. Si el Hijo es el libertador y el Espíritu Santo es el santificador, el alma de la Iglesia y el hálito de nuestra vida, el Padre es el que los ha enviado a nosotros. Toda la Trinidad Beatísima trabaja en la realización de este orden sobrenatural: el Padre nos ha adoptado en su Hijo encarnado; el Verbo ilumina nuestra inteligencia con su luz; el Espíritu Santo nos elige para ser su morada. Esto es lo que quiere significar la fórmula del santo Bautismo. Por ella, la Trinidad entera toma posesión de su criatura, según la promesa de Cristo: «Vendremos a él y haremos mansión en él.» Esa vida divina es desde ahora el principio de nuestra vida sobrenatural, y será un día la fuente de toda nuestra felicidad, según insinúa el Areopagita en esta bellísima oración: «¡Oh Trinidad. más alta que la naturaleza! Tú, que presides las cosas de la sabiduría divina; Tú, que eres buena, dirígenos hacia la cima de los oráculos, la cima desconocida, brillante, suprema, el punto en que los misterios de la teología, simples absolutos, inmutables, se entreabren en la oscuridad transluminosa del silencio que dice los secretos, en la oscuridad deslumbradora, en las tinieblas que están más arriba de la luz, en la invisibilidad, en la intangibilidad perfecta y segura, en la oscuridad transluminosa que colma, por los esplendores que sobrepujan toda belleza, los espíritus seducidos por la luz.»
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