En Faenza, en la Flaminia, beato Jacobo Felipe (Andrés) Bertoni, presbítero de la Orden de los Siervos de María, insigne por el don de lágrimas y suma humildad. Natural de Faenza, en el seno de una familia de modesta condición. Él antes de abrazar la vida religiosa, se llamaba Andrés. Acometido de ataques epilépticos a la edad de dos años, el padre hizo voto, si el hijo sanaba, de consagrarlo al Señor como fraile. En torno a los nueve años, el padre, en cumplimiento de su voto, lo agregó a la Orden de los Servitas.
En esta nueva vida recibió el nombre de fray Diego Felipe. Una vez iniciado en la vida religiosa, siendo aún niño, empezó a sobresalir por la obediencia y exacta observancia de la Regla; llegado a la edad adulta practicaba a menudo ayunos y vigilias. Se aplicaba con sumo interés al estudio de las enseñanzas evangélicas y de la sagrada Escritura. Parece que su alimento era la lectura asidua de la vida de los santos Padres. Desde muy joven se dedicó con tanto esmero a los estudios literarios, que logró comprender con facilidad y exactitud las obras de autores cristianos y latinos de más fama. Conocía a la perfección las ceremonias rituales de la Iglesia y de la Orden y las rúbricas del breviario, y las observaba cuidadosamente.
Cubrió algunos cargos conventuales con plena satisfacción de los frailes. Era, en efecto, de temperamento afable, manso y servicial. Nunca se le vio alterado o airado. Cuando alguien lo ofendía, soportaba con ánimo sereno las injurias; Él, por su parte, nunca ofendía a nadie. Fue siempre parco en el hablar: no sólo evitaba las palabras inconvenientes, sino también las inútiles; si alguna vez conversando, escuchaba expresiones obscenas, se le ensombrecía el rostro, corregía al importuno con breve admonición , y se alejaba. Ordenado sacerdote, ninguno como él contemplaba tan profundamente el misterio de la cruz cuando tenía entre las manos el Cuerpo de Cristo. Fue enemigo declarado del ocio, al que llamaba receptáculo de todos los vicios. A veces recreaba su mente con trabajos manuales de bordado o taraceado: siempre estaba ocupado en algo.
Llegó un momento en que ya sólo comía una sola vez al día y se contentaba con un alimento parco y frugal; pero cuando lo llamaba el superior comía lo que estaba preparado para toda la comunidad. Los viernes, en memoria de la pasión del Señor, llevaba un cilicio y comía solo verduras. Nada rehuía tanto como las alabanzas: aunque todos lo tenían en gran aprecio, fue más estimado de Dios que de los hombres. Pasó los últimos días de su vida enfermo; cuando le preguntaban cómo se encontraba, siempre respondía: “Bien, porque así lo quiere el Señor”. Nunca se impacientó ni se quejó, ni siquiera al afrontar la muerte, y esa conducta observó toda su vida. La vigilia de su muerte asistió al coro con los demás frailes para el canto de maitines; el día anterior por la mañana había celebrado la misa. La tarde anterior al día de su muerte visitó a cada uno de los frailes para pedirles humildemente perdón y para que lo recordaran en sus oraciones del día siguiente. Porque estaba convencido que se acercaba su fin. A la edad de veinticinco años murió. Su estatura era algo más que mediana; era tan macilento que su piel estaba adherida a los huesos; tenía el rostro afilado, la nariz algo larga, los ojos hundidos, el cuello erguido, los dedos alargados; su tez era notablemente pálida
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