Martirologio Romano: En Bolonia, en la provincia de la Emilia, santa Catalina, virgen de la Orden de Santa Clara, la cual, notable por sus dotes naturales, fue más ilustre por sus virtudes místicas y por la vida de penitencia y humildad, siendo guía de vírgenes consagradas (1463).
Fecha de canonización: 22 de mayo de 1712 por el Papa Clemente XI.
Juan de Vigri, padre de Catalina, era abogado y agente diplomático del marqués de Ferrara, Nicolás d´Este. A instancias del marqués, Juan envió a su hija, de once años de edad a servir como dama de honor a la joven Margarita d´Este. Catalina hizo sus estudios con Margarita y fue amiga íntima suya. Entre otras materias, las jóvenes estudiaron el latín; Catalina escribió posteriormente varias obritas en esa lengua. Al casarse con Roberto Malatesta, Margarita tenía intención de conservar a Catalina a su servicio, pero ésta se sintió llamada a la vida religiosa. Poco después de regresar a su casa, perdió a su padre y, casi inmediatamente ingresó en una congregación de terciarias franciscanas de Ferrara, que llevaban una vida semimonástica, bajo al dirección de una mujer llamada Lucía de Mascaroni.
Aunque Catalina sólo tenía catorce años, su deseo de perfección le ganó la admiración de sus hermanas. Desde tan temparana edad empezó a tener visiones, algunas de las cuales provenían de Dios y otras del demonio, como la misma Catalina se vio obligada a reconocerlo más tarde. Para ayudar a otras almas a distinguir entre las visiones divinas y los artificios del diablo, Catalina escribió que había aprendido a discernir las unas de las otras por la santa luz de la humildad, «que precedía siempre a la salida del Sol». Citemos sus propias palabras: «Esa alma, cuando se acercaba el Huésped divino, experimentaba un sentimiento de respeto que ponía de rodillas a su corazón y la obligaba a doblar exteriormente la cabeza; en otras ocasiones, le sobrevenía una gran claridad sobre sus faltas pasadas, presentes y futuras y se veía a sí misma como la causante de las faltas de sus prójimos, por los cuales sentía una inflamada caridad. Así entraba Jesús en su alma, como un rayo de sol y establecía en ella la más profunda paz».
Más tarde, el demonio trató de infiltrar en su alma dudas y pensamientos blasfemos, particularmente sobre la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Esto la hizo sufrir mucho, hasta que Dios le reveló claramente la doctrina de la Iglesia y respondió en forma definitiva a sus dificultades de modo que desaparecieron las dudas. Santa Catalina aseguraba que, en las almas puras, los efectos del Sacramento no dependen del fervor sensible y que aquellas dudas no disminuyen tampoco su eficacia, con tal de que el alma no consienta en ellas. También afirmaba que quienes llevan con paciencia tales pruebas sacan de la comunión mayores frutos que si tuviesen las más altas consolaciones. Probablemente a causa de todo lo que había sufrido, Catalina sentía un indomable deseo de dormir, que ella consideraba como tentación del demonio, pero que era probablemente una gracia que le permitía rehacerse de los esfuerzos corporales y mentales anteriores. Después de algún tiempo, desapareció también esa inclinación exagerada al sueño y la paz completa se estableció en el alma de Santa Catalina.
Pensando que con ello podría ayudar a otros después de su muerte, Catalina empezó a escribir un relato de las pruebas que había sufrido y las gracias que recibía. Para evitar que sus hermanas descubrieran su diario, acostumbraba coserlo en el interior de un cojín; pero ellas, sospechando lo que sucedía, buscaron el manuscrito hasta dar con él. Cuando Catalina cayó en la cuenta de la indiscreción de que había sido objeto, arrancó las hojas y las arrojó al fuego. La santa estaba encargada del horno, pues era la panadera de la casa. En cierta ocasión, al darse cuenta de que el resplandor del fuego le hacía daño a la vista, temiendo que eso la inutilizara para el servicio de la comunidad, habló del asunto con su superiora; pero ésta le respondió que permaneciese en su puesto y dejara la salud en manos de Dios. Después de ejercer durante largo tiempo el oficio de panadera, santa Catalina pasó a ser maestra de novicias.
Por la misma época, tuvo una extraordinaria visión, a la que aluden con frecuencia sus imágenes y que referiremos con sus propias palabras: «Esa persona pidió permiso a su superiora para pasar toda la noche de Navidad en la iglesia del monasterio y se dirigió allá lo más pronto que pudo, con la intención de recitar mil avemarías en honor de la Santísima Virgen. Así lo hizo, con toda la atención y el fervor de que fue capaz. En esa ocupación la sorprendió la medianoche, es decir la hora en que, según se cree, nació Nuestro Señor. En ese preciso momento, se le apareció la Santísima Virgen, llevando en sus brazos al Niño Jesús cubierto con pañales. La Madre de Dios se le acercó y le puso a su Hijo en los brazos. Ya podéis imaginar el gozo de esa pobre criatura cuando vio en sus propios brazos al Hijo del Padre Eterno. Temblando de respeto, pero sobre todo abrumada de felicidad, se tomó la libertad de acariciar al Niño, de estrecharlo contra su corazón y de acercar los labios a su rostro... En el momento en que la pobre criatura de la que estamos hablando acercaba los labios a la boca del Divino Niño, se esfumó la visión, dejándola sumida en un gozo indescriptible». La santa escribió por entonces dos libros en versos libres sobre los misterios de la vida de Cristo y su Madre, a los que dio el título de «Rosario», que las religiosas del monasterio de Bolonia conservaron como un tesoro. Escribió igualmente un tratado sobre «Las Siete Armas espirituales», que vio la luz después de su muerte y alcanzó gran fama en Italia.
Algunos años antes, la pequeña comunidad gobernada por Lucía Mascaroni había abrazado la estrecha regla de Santa Clara y se había cambiado a una casa más adaptable a los usos de la vida religiosa; pero tanto santa Catalina como las más austeras de sus hermanas estaban convencidas de que la única manera de asegurar la perfecta observancia consistía en instituir la clausura. Sin embargo, los habitantes de Ferrara se opusieron durante mucho tiempo a tal innovación, hasta que finalmente el Papa Nicolás V decretó y sancionó la clausura, gracias sobre todo a las oraciones y esfuerzos de santa Catalina.
La santa fue entonces nombrada superiora de otro convento de la estrecha observancia en Bolonia; ella hubiese preferido permanecer en Ferrara como simple súbdita, pero el cielo le dio a entender que debía aceptar el cargo y al punto obedeció. Dos cardenales recibieron en Bolonia a la santa y a su acompañante, seguidos por el senado y toda la población. A pesar de la estricta clausura, la fama de santidad, milagros y dones de profecía de santa Catalina, atrajeron a tantas postulantes al nuevo convento de Corpus Christi, que apenas había sitio suficiente.
Santa Catalina trabajaba con todas sus fuerzas durante la semana; los domingos y días de fiesta aprovechaba el tiempo libre para copiar e iluminar su breviario. Este libro, compuesto totalmente por manos de la santa, con miniaturas de Cristo y de la Virgen, se conserva todavía. Catalina compuso también varios himnos y pintó algunos cuadros. La santa recomendaba a sus hijas tres cosas que ella había practicado durante toda su vida: La primera era hablar amablemente a todos, la segunda practicar constantemente la humildad y la tercera no mezclarse nunca en los asuntos ajenos. Aunque era muy estricta consigo misma, la santa se mostraba extraordinariamente bondadosa con las debilidades de sus prójimos.
En las elecciones de la nueva abadesa, el único reproche que sus hermanas pudieron hacer a Catalina fue que era demasiado bondadosa para urgir severamente la observancia. Siendo maestra de novicias, le pareció que algunas de las hermanas no se alimentaban suficientemente; para remediarlo pidió en la cocina algunos huevos duros, les quitó el cascarón y los deslizó en las bolsas de las hermanas, dejando en su propio plato sólo los cascarones. Por ello, fue acusada de sensualidad durante la visita anual, pero la santa soportó la reprimenda sin decir una palabra, como si realmente fuese culpable.
Su salud, que había empezado a debilitarse desde su vuelta a Bolonia, decayó rápidamente. El primer domingo de cuaresma del año de 1463 se vio atacada por violentos dolores, de suerte que debió acostarse y ya no se levantó más. El 9 de marzo entregó su alma a Dios en forma tan apacible, que sus hermanas no se dieron cuenta de que había muerto, sino hasta que empezaron a percibir una deliciosa fragancia y advirtieron que su faz tenía la belleza y frescura de una quinceañera. Su cuerpo fue enterrado sin caja, pero a los dieciocho días fue desenterrado, debido a los numerosos milagros que había obrado y a la suave fragancia que se escapaba de su tumba. Desde entonces, se encuentra incorrupto en la capilla del convento de Bolonia, donde puede verse a través de un cristal. La santa se halla sentada, ricamente vestida; pero el rostro y las manos, que están al descubierto, se han ennegrecido con el tiempo y la humedad. Santa Catalina es la patrona de los artistas. Las miniaturas que pintó se conservan aún en el convento de Corpo di Cristo, en Bolonia; según los expertos, se trata de obras de gran delicadeza. También se conservan dos de sus pinturas, una en la pinacoteca de Bolonia y la otra en la Academia de Bellas Artes de Venecia.
Fecha de canonización: 22 de mayo de 1712 por el Papa Clemente XI.
Juan de Vigri, padre de Catalina, era abogado y agente diplomático del marqués de Ferrara, Nicolás d´Este. A instancias del marqués, Juan envió a su hija, de once años de edad a servir como dama de honor a la joven Margarita d´Este. Catalina hizo sus estudios con Margarita y fue amiga íntima suya. Entre otras materias, las jóvenes estudiaron el latín; Catalina escribió posteriormente varias obritas en esa lengua. Al casarse con Roberto Malatesta, Margarita tenía intención de conservar a Catalina a su servicio, pero ésta se sintió llamada a la vida religiosa. Poco después de regresar a su casa, perdió a su padre y, casi inmediatamente ingresó en una congregación de terciarias franciscanas de Ferrara, que llevaban una vida semimonástica, bajo al dirección de una mujer llamada Lucía de Mascaroni.
Aunque Catalina sólo tenía catorce años, su deseo de perfección le ganó la admiración de sus hermanas. Desde tan temparana edad empezó a tener visiones, algunas de las cuales provenían de Dios y otras del demonio, como la misma Catalina se vio obligada a reconocerlo más tarde. Para ayudar a otras almas a distinguir entre las visiones divinas y los artificios del diablo, Catalina escribió que había aprendido a discernir las unas de las otras por la santa luz de la humildad, «que precedía siempre a la salida del Sol». Citemos sus propias palabras: «Esa alma, cuando se acercaba el Huésped divino, experimentaba un sentimiento de respeto que ponía de rodillas a su corazón y la obligaba a doblar exteriormente la cabeza; en otras ocasiones, le sobrevenía una gran claridad sobre sus faltas pasadas, presentes y futuras y se veía a sí misma como la causante de las faltas de sus prójimos, por los cuales sentía una inflamada caridad. Así entraba Jesús en su alma, como un rayo de sol y establecía en ella la más profunda paz».
Más tarde, el demonio trató de infiltrar en su alma dudas y pensamientos blasfemos, particularmente sobre la presencia real de Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Esto la hizo sufrir mucho, hasta que Dios le reveló claramente la doctrina de la Iglesia y respondió en forma definitiva a sus dificultades de modo que desaparecieron las dudas. Santa Catalina aseguraba que, en las almas puras, los efectos del Sacramento no dependen del fervor sensible y que aquellas dudas no disminuyen tampoco su eficacia, con tal de que el alma no consienta en ellas. También afirmaba que quienes llevan con paciencia tales pruebas sacan de la comunión mayores frutos que si tuviesen las más altas consolaciones. Probablemente a causa de todo lo que había sufrido, Catalina sentía un indomable deseo de dormir, que ella consideraba como tentación del demonio, pero que era probablemente una gracia que le permitía rehacerse de los esfuerzos corporales y mentales anteriores. Después de algún tiempo, desapareció también esa inclinación exagerada al sueño y la paz completa se estableció en el alma de Santa Catalina.
Pensando que con ello podría ayudar a otros después de su muerte, Catalina empezó a escribir un relato de las pruebas que había sufrido y las gracias que recibía. Para evitar que sus hermanas descubrieran su diario, acostumbraba coserlo en el interior de un cojín; pero ellas, sospechando lo que sucedía, buscaron el manuscrito hasta dar con él. Cuando Catalina cayó en la cuenta de la indiscreción de que había sido objeto, arrancó las hojas y las arrojó al fuego. La santa estaba encargada del horno, pues era la panadera de la casa. En cierta ocasión, al darse cuenta de que el resplandor del fuego le hacía daño a la vista, temiendo que eso la inutilizara para el servicio de la comunidad, habló del asunto con su superiora; pero ésta le respondió que permaneciese en su puesto y dejara la salud en manos de Dios. Después de ejercer durante largo tiempo el oficio de panadera, santa Catalina pasó a ser maestra de novicias.
Por la misma época, tuvo una extraordinaria visión, a la que aluden con frecuencia sus imágenes y que referiremos con sus propias palabras: «Esa persona pidió permiso a su superiora para pasar toda la noche de Navidad en la iglesia del monasterio y se dirigió allá lo más pronto que pudo, con la intención de recitar mil avemarías en honor de la Santísima Virgen. Así lo hizo, con toda la atención y el fervor de que fue capaz. En esa ocupación la sorprendió la medianoche, es decir la hora en que, según se cree, nació Nuestro Señor. En ese preciso momento, se le apareció la Santísima Virgen, llevando en sus brazos al Niño Jesús cubierto con pañales. La Madre de Dios se le acercó y le puso a su Hijo en los brazos. Ya podéis imaginar el gozo de esa pobre criatura cuando vio en sus propios brazos al Hijo del Padre Eterno. Temblando de respeto, pero sobre todo abrumada de felicidad, se tomó la libertad de acariciar al Niño, de estrecharlo contra su corazón y de acercar los labios a su rostro... En el momento en que la pobre criatura de la que estamos hablando acercaba los labios a la boca del Divino Niño, se esfumó la visión, dejándola sumida en un gozo indescriptible». La santa escribió por entonces dos libros en versos libres sobre los misterios de la vida de Cristo y su Madre, a los que dio el título de «Rosario», que las religiosas del monasterio de Bolonia conservaron como un tesoro. Escribió igualmente un tratado sobre «Las Siete Armas espirituales», que vio la luz después de su muerte y alcanzó gran fama en Italia.
Algunos años antes, la pequeña comunidad gobernada por Lucía Mascaroni había abrazado la estrecha regla de Santa Clara y se había cambiado a una casa más adaptable a los usos de la vida religiosa; pero tanto santa Catalina como las más austeras de sus hermanas estaban convencidas de que la única manera de asegurar la perfecta observancia consistía en instituir la clausura. Sin embargo, los habitantes de Ferrara se opusieron durante mucho tiempo a tal innovación, hasta que finalmente el Papa Nicolás V decretó y sancionó la clausura, gracias sobre todo a las oraciones y esfuerzos de santa Catalina.
La santa fue entonces nombrada superiora de otro convento de la estrecha observancia en Bolonia; ella hubiese preferido permanecer en Ferrara como simple súbdita, pero el cielo le dio a entender que debía aceptar el cargo y al punto obedeció. Dos cardenales recibieron en Bolonia a la santa y a su acompañante, seguidos por el senado y toda la población. A pesar de la estricta clausura, la fama de santidad, milagros y dones de profecía de santa Catalina, atrajeron a tantas postulantes al nuevo convento de Corpus Christi, que apenas había sitio suficiente.
Santa Catalina trabajaba con todas sus fuerzas durante la semana; los domingos y días de fiesta aprovechaba el tiempo libre para copiar e iluminar su breviario. Este libro, compuesto totalmente por manos de la santa, con miniaturas de Cristo y de la Virgen, se conserva todavía. Catalina compuso también varios himnos y pintó algunos cuadros. La santa recomendaba a sus hijas tres cosas que ella había practicado durante toda su vida: La primera era hablar amablemente a todos, la segunda practicar constantemente la humildad y la tercera no mezclarse nunca en los asuntos ajenos. Aunque era muy estricta consigo misma, la santa se mostraba extraordinariamente bondadosa con las debilidades de sus prójimos.
En las elecciones de la nueva abadesa, el único reproche que sus hermanas pudieron hacer a Catalina fue que era demasiado bondadosa para urgir severamente la observancia. Siendo maestra de novicias, le pareció que algunas de las hermanas no se alimentaban suficientemente; para remediarlo pidió en la cocina algunos huevos duros, les quitó el cascarón y los deslizó en las bolsas de las hermanas, dejando en su propio plato sólo los cascarones. Por ello, fue acusada de sensualidad durante la visita anual, pero la santa soportó la reprimenda sin decir una palabra, como si realmente fuese culpable.
Su salud, que había empezado a debilitarse desde su vuelta a Bolonia, decayó rápidamente. El primer domingo de cuaresma del año de 1463 se vio atacada por violentos dolores, de suerte que debió acostarse y ya no se levantó más. El 9 de marzo entregó su alma a Dios en forma tan apacible, que sus hermanas no se dieron cuenta de que había muerto, sino hasta que empezaron a percibir una deliciosa fragancia y advirtieron que su faz tenía la belleza y frescura de una quinceañera. Su cuerpo fue enterrado sin caja, pero a los dieciocho días fue desenterrado, debido a los numerosos milagros que había obrado y a la suave fragancia que se escapaba de su tumba. Desde entonces, se encuentra incorrupto en la capilla del convento de Bolonia, donde puede verse a través de un cristal. La santa se halla sentada, ricamente vestida; pero el rostro y las manos, que están al descubierto, se han ennegrecido con el tiempo y la humedad. Santa Catalina es la patrona de los artistas. Las miniaturas que pintó se conservan aún en el convento de Corpo di Cristo, en Bolonia; según los expertos, se trata de obras de gran delicadeza. También se conservan dos de sus pinturas, una en la pinacoteca de Bolonia y la otra en la Academia de Bellas Artes de Venecia.
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