«El desprecio fue llave de libertad para esta santa tan maltratada por la naturaleza y por su propia familia. Las flaquezas de los suyos envolvieron gran parte de su vida, aunque para ella fueron un pedestal que le procuró la gloria»
Esta mujer pareció haber nacido para sufrir. Examinando su acontecer, de nuevo la vida santa ofrece hoy una gran lección salpicada de múltiples matices, entre los cuales cabe destacar cómo fluye el amor divino en medio de las desdichas. Se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que por sus circunstancias bien pudo dejarse envolver por el resentimiento. Durante décadas fueron escasísimos los instantes de respiro. Ciertamente, la naturaleza no se portó bien con ella. Nada agraciada en sus facciones y con el cuerpo marcado por una incipiente discapacidad, considerada culpable de su condición femenina y subestimada al extremo, sufrió el desprecio de los suyos.
Uno de sus puntos álgidos fue el alejamiento de su madre, Carlota de Saboya, que se le impuso a temprana edad. Por si fuera poco, cuando creó un hogar supo lo que era la prepotencia y la infidelidad. En suma, apenas conoció el lenguaje de la ternura. Pero no se dejó atrapar por esa pérfida red devolviendo mal por mal; no alimentó rencores, sino que se alzó poderosamente sobre el pedestal de la fe y de la confianza en Dios, se refugió en María, y lo que pudo haber sido su ruina humana y espiritual, se convirtió en su corona de gloria. Es la respuesta de los santos. Saben que el mal se combate con el bien.
Nació en la localidad francesa de Nogent-le-Roi el 23 de abril de 1464 y, desde ese mismo momento, su padre, Luís XI de Francia, no ocultó una profunda contrariedad que hizo patente sin conmiseración alguna el resto de su vida, defraudado por no haber tenido un heredero. Su madre, que la mantuvo a su lado en el castillo de Amboise, la trató con cariño y le proporcionó una profunda instrucción en la fe. A su padre no le agradaban lo más mínimo las expresiones de este sentimiento maternal. De forma autoritaria amenazó a la niña con severos castigos si osaba elevar sus rezos al Altísimo y a María, en la que había aprendido a buscar consuelo. La separó de Carlota para siempre, enviándola a la fortaleza de Linieres donde crecería al amparo de los dueños de la misma, contando con las atenciones que en su hogar no le dispensaron. Éstos bienhechores nunca pusieron veto a su inclinación hacia lo religioso. Por el contrario, se ocuparon de su formación espiritual. Pero ese pequeño impasse del que pudo disfrutar unos años conociendo lo que era vivir en un clima de paz, se terminó de un plumazo en 1476 cuando se vio obligada a casarse con Luís, duque de Orleáns, por razones de Estado.
Tenía 12 años y el duque 14, quien afrontó forzadamente este matrimonio que le impuso el padre de Juana, tío segundo suyo, bajo cuyo amparo vivía después de quedar huérfano a temprana edad. Así que, profundamente disgustado, no disimuló su animadversión hacia su esposa. Sin embargo, Juana intercedió por él ante su hermano, el rey Carlos VIII, cuando fue encarcelado y condenado a muerte. No es difícil imaginar cuántos sufrimientos debieron producirle los desaires y humillaciones cotidianas, privadas y públicas, de su marido. Ella respondía con paciencia, silencio y humildad. Concebía en su mente virtudes que su esposo estaba lejos de encarnar, amándole desde el corazón del Padre; era uno de los signos de su inocencia.
En su espíritu conservaba el vaticinio de María anunciándole la fundación de una congregación religiosa en su honor. La Madre del cielo le había hecho saber: «Hija mía, seca tus lágrimas; un día tú huirás de este mundo de cuyos peligros temes, y darás nacimiento a una Orden de santas religiosas ocupadas en cantar las alabanzas a Dios, y fieles en seguir mis pasos». Preso de una grave enfermedad, el rey Luís XI reclamó la presencia de san Francisco de Paula. El milagro que esperaba del santo no se produjo. Pero murió arrepentido y dejó para su hija el único signo de ternura y comprensión que se conoce: la dirección espiritual a cargo de aquél. Francisco recibió el apoyo y gratitud de Carlos VIII, hijo y sucesor del rey fallecido, y permaneció en la corte.
A la muerte de Carlos, el duque de Orleáns subió al trono como Luís XII y decidido a contraer nuevas nupcias con Ana de Bretaña, repudió a Juana. Ésta pudo haberse opuesto, pero no lo hizo. Esa determinación, que conllevó anulación de su matrimonio, en juicio harto embarazoso y ruin para ella, la dejaba libre para consagrarse por entero a Dios. San Francisco de Paula la dirigía por carta y a él le confió el tema de la fundación que la Virgen le había rogado que pusiese en marcha. Después de efectuar otras consultas sin que viesen claro su empeño, Juana persistió y, al final, en su refugio de Bourges, donde llevaba una vida de penitencia y se dedicaba a socorrer a los pobres, fundó la Orden de la Santísima Anunciación de la Santa Virgen María con la ayuda de su confesor, el franciscano Gabriel Mary (Gilberto Nicolás).
El proceso de aprobación no fue fácil, pero en 1501 el papa Alejandro VI dio su beneplácito. Juana emitió los votos en 1504. Tantos sufrimientos, unidos a sus intensos ayunos y penitencias, acabaron con su vida el 4 de febrero de 1505. El que había sido su esposo se ocupó de que fuese enterrada con los altos honores que le correspondían por su rango. Fue beatificada por Benedicto XIV en 1742, y canonizada por Pío XII el 28 de mayo de 1950.
Esta mujer pareció haber nacido para sufrir. Examinando su acontecer, de nuevo la vida santa ofrece hoy una gran lección salpicada de múltiples matices, entre los cuales cabe destacar cómo fluye el amor divino en medio de las desdichas. Se puede afirmar, sin riesgo a equivocarse, que por sus circunstancias bien pudo dejarse envolver por el resentimiento. Durante décadas fueron escasísimos los instantes de respiro. Ciertamente, la naturaleza no se portó bien con ella. Nada agraciada en sus facciones y con el cuerpo marcado por una incipiente discapacidad, considerada culpable de su condición femenina y subestimada al extremo, sufrió el desprecio de los suyos.
Uno de sus puntos álgidos fue el alejamiento de su madre, Carlota de Saboya, que se le impuso a temprana edad. Por si fuera poco, cuando creó un hogar supo lo que era la prepotencia y la infidelidad. En suma, apenas conoció el lenguaje de la ternura. Pero no se dejó atrapar por esa pérfida red devolviendo mal por mal; no alimentó rencores, sino que se alzó poderosamente sobre el pedestal de la fe y de la confianza en Dios, se refugió en María, y lo que pudo haber sido su ruina humana y espiritual, se convirtió en su corona de gloria. Es la respuesta de los santos. Saben que el mal se combate con el bien.
Nació en la localidad francesa de Nogent-le-Roi el 23 de abril de 1464 y, desde ese mismo momento, su padre, Luís XI de Francia, no ocultó una profunda contrariedad que hizo patente sin conmiseración alguna el resto de su vida, defraudado por no haber tenido un heredero. Su madre, que la mantuvo a su lado en el castillo de Amboise, la trató con cariño y le proporcionó una profunda instrucción en la fe. A su padre no le agradaban lo más mínimo las expresiones de este sentimiento maternal. De forma autoritaria amenazó a la niña con severos castigos si osaba elevar sus rezos al Altísimo y a María, en la que había aprendido a buscar consuelo. La separó de Carlota para siempre, enviándola a la fortaleza de Linieres donde crecería al amparo de los dueños de la misma, contando con las atenciones que en su hogar no le dispensaron. Éstos bienhechores nunca pusieron veto a su inclinación hacia lo religioso. Por el contrario, se ocuparon de su formación espiritual. Pero ese pequeño impasse del que pudo disfrutar unos años conociendo lo que era vivir en un clima de paz, se terminó de un plumazo en 1476 cuando se vio obligada a casarse con Luís, duque de Orleáns, por razones de Estado.
Tenía 12 años y el duque 14, quien afrontó forzadamente este matrimonio que le impuso el padre de Juana, tío segundo suyo, bajo cuyo amparo vivía después de quedar huérfano a temprana edad. Así que, profundamente disgustado, no disimuló su animadversión hacia su esposa. Sin embargo, Juana intercedió por él ante su hermano, el rey Carlos VIII, cuando fue encarcelado y condenado a muerte. No es difícil imaginar cuántos sufrimientos debieron producirle los desaires y humillaciones cotidianas, privadas y públicas, de su marido. Ella respondía con paciencia, silencio y humildad. Concebía en su mente virtudes que su esposo estaba lejos de encarnar, amándole desde el corazón del Padre; era uno de los signos de su inocencia.
En su espíritu conservaba el vaticinio de María anunciándole la fundación de una congregación religiosa en su honor. La Madre del cielo le había hecho saber: «Hija mía, seca tus lágrimas; un día tú huirás de este mundo de cuyos peligros temes, y darás nacimiento a una Orden de santas religiosas ocupadas en cantar las alabanzas a Dios, y fieles en seguir mis pasos». Preso de una grave enfermedad, el rey Luís XI reclamó la presencia de san Francisco de Paula. El milagro que esperaba del santo no se produjo. Pero murió arrepentido y dejó para su hija el único signo de ternura y comprensión que se conoce: la dirección espiritual a cargo de aquél. Francisco recibió el apoyo y gratitud de Carlos VIII, hijo y sucesor del rey fallecido, y permaneció en la corte.
A la muerte de Carlos, el duque de Orleáns subió al trono como Luís XII y decidido a contraer nuevas nupcias con Ana de Bretaña, repudió a Juana. Ésta pudo haberse opuesto, pero no lo hizo. Esa determinación, que conllevó anulación de su matrimonio, en juicio harto embarazoso y ruin para ella, la dejaba libre para consagrarse por entero a Dios. San Francisco de Paula la dirigía por carta y a él le confió el tema de la fundación que la Virgen le había rogado que pusiese en marcha. Después de efectuar otras consultas sin que viesen claro su empeño, Juana persistió y, al final, en su refugio de Bourges, donde llevaba una vida de penitencia y se dedicaba a socorrer a los pobres, fundó la Orden de la Santísima Anunciación de la Santa Virgen María con la ayuda de su confesor, el franciscano Gabriel Mary (Gilberto Nicolás).
El proceso de aprobación no fue fácil, pero en 1501 el papa Alejandro VI dio su beneplácito. Juana emitió los votos en 1504. Tantos sufrimientos, unidos a sus intensos ayunos y penitencias, acabaron con su vida el 4 de febrero de 1505. El que había sido su esposo se ocupó de que fuese enterrada con los altos honores que le correspondían por su rango. Fue beatificada por Benedicto XIV en 1742, y canonizada por Pío XII el 28 de mayo de 1950.
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